Introducción
INTRODUCCIÓN
Dan las doce. La sombra de la envenenadora se desliza hasta el lecho de su víctima. Dan las doce. Se oyen golpes en la puerta de Villers-Cotterêts, un niño a punto de quedarse sin padre exclama: «¡Es papá, que viene a decirme adiós!». Su nombre es Alexandre Dumas. La obra maestra de Dumas no se inscribe en la novela histórica ni en la juvenil. Como en Goethe, Byron, Hugo o Vigny, la Historia se convierte en una máscara de la subjetividad del autor y de su época. A la prosa del mundo de Luis Felipe I de Francia, Dumas contrapone a los héroes de antaño, o a un todopoderoso desfacedor de entuertos, en quien se ve reflejado. El conde de Montecristo posee algo de su autor, entre cuyos sueños figuraron siempre la riqueza, el saber, los fastos y la generosidad. Todo indica que los orígenes del personaje se encuentran en lord Byron: el Dumas que a los veintiocho años escribió su obra de teatro , todo un hito en su época, era byroniano.
Entonces, la única alegría permitida era la alegría satánica, la alegría de Mefistófeles o Manfredo. […] Cuando se tiene un temperamento impresionable, se adoptan ciertas actitudes, porque las requiere la época; y aquella época, dada a lo sombrío y a lo terrible, después de haber favorecido mis primeros pasos en la escena, como poeta dramático, me favoreció en mis comienzos como novelista.
Los inicios a los que se refiere Dumas, y que nos interesan en esta introducción, son , de 1838, y , de 1843. En la primera obra, presenta al protagonista, Horace de Beuzeval, como «una de esas organizaciones tormentosas que se debaten entre las insulsas y vulgares exigencias de nuestra sociedad», como «el genio enfrentado al mundo». Georges, en la segunda, es un hombre de espíritu superior a quien el destino le es contrario; un mulato humillado que prepara su venganza durante catorce años y finalmente acaba fugándose con su amada.
¿Cómo se formó el novelista? El teatro, en el que dio sus primeros pasos, fomentó en él el gusto por las escenas brillantes, los giros súbitos del argumento, las palabras que arrancan carcajadas o aplausos y las apariciones espectaculares. El lenguaje y la escenografía pasan del drama a la novela, y se baja el telón sobre el folletín cotidiano. En 1831, sobre los escenarios, encarna en los valores del héroe romántico, a quien retoma en su obra narrativa; no en vano compara a Montecristo, , con el Didier de , y con su Antony.
Los conocimientos que Dumas adquiere con el teatro se complementan con las enseñanzas de algunos maestros de la novela y de la poesía, empezando (desde principios de siglo hasta Zola) con Walter Scott:
No se conoce el genio de un autor más que analizándolo. El análisis de Walter Scott me había hecho comprender la novela de un modo distinto del que la comprendíamos en Francia. Una misma fidelidad de costumbres, trajes y caracteres, con un diálogo más vivo y pasiones más reales, me parecían apropiados a nuestro modo de ser.
Y sobre todo Byron. Dumas dedicó dos capítulos de sus memorias a la vida del poeta aventurero, que interpreta en términos de «muerte y transfiguración». El personaje del «hombre fatal», hastiado y desdeñoso seductor que juega a ser un superhombre, procede del Corsario, de Manfred, de Harold y de Giaour. También bebe de Schiller: Karl Moor, en , que se anticipan a los bandidos de esta novela de Dumas, es un desfacedor de entuertos de alma noble y generosa. El autor lo compara a Montecristo. De Fausto toma el saber universal y la omnipotencia, aunque el Mefistófeles del conde es interior. Scott, Goethe, Schiller y Byron: estas son las fuentes literarias de las que Dumas toma su inspiración.
En la novela se cita a Byron, a Goethe y a Schiller, pero no así a Eugène Sue, a pesar de que Dumas escribió su biografía, en y . Aún era muy reciente, en 1843, el éxito de . En ambas novelas, un aristócrata enmascarado desempeña el papel de vengador. La diferencia es que a Sue le falta estilo, poesía y fuerza imaginativa. Es un realista.
Son muchos los libros, o los géneros literarios, que confluyen en esta novela, única en la obra del autor: la novela negra, la poesía romántica, el drama, el folletín francés y la novela histórica. Su museo imaginario es mucho más extenso que lo que toma de la realidad.
Con todo, las novelas nacen de un acontecimiento cercano, de un encuentro fortuito: en el caso de fue la lectura de las , y en el de la de un archivero de la prefectura de policía, Jacques Peuchet (1758-1830). Dumas explica que leyó en las de Peuchet «El diamante y la venganza»: un joven obrero a punto de casarse es denunciado por un amigo como agente de los ingleses. Tras siete años de cárcel, hereda de un prelado italiano, preso político, un tesoro escondido en Milán. El obrero regresa para vengarse, y tras diversos crímenes es asesinado. Dumas, que había firmado un contrato para unas «Impressions de voyage dans Paris», recibió de su editor el encargo de convertirlas en una novela: «Resolví aplicar a las la intriga que sacara de esa anécdota». Fue en ese momento cuando intervino Maquet, quien le propuso que desarrollara la idea inicial: Dantés en Marsella, y luego en prisión. Por otra parte, la serie de los , en la que colaboró Dumas (1839-1840), le brindaba múltiples ejemplos de sucesos criminales, sobre todo casos de envenenamiento, así como la historia de Alí-pachá. Las que ya había publicado, y alimentan los capítulos italianos, y también las historias de bandidos. Dumas aducía haber vivido cinco o seis años en Italia a fin de justificar su conocimiento de la península. Estos recuerdos dan al baile de disfraces, a la fiesta en la casa de los Torlonia y a las veladas en la ópera unas reminiscencias stendhalianas.
Dumas no solo recurrió a textos literarios, sino también a acontecimientos y a personajes reales. Dos ejemplos: el abate Faria existió de verdad. Joseph Custodi de Faria, nacido en Goa hacia 1755, tenía entre sus antepasados a un bramán. Tras ordenarse en Roma, se instaló en París durante la Revolución, en la que participó, y adquirió gran fama como magnetizador. Especialista en magnetismo, y precursor del método de sugestión, a partir de 1813 dio en la rue de Clichy un curso sobre el «sonambulismo lúcido». Murió de una apoplejía en 1819. Conoció a Chateaubriand, y recibió el homenaje del prestigioso neurólogo Gilles de La Tourette. Sus artes fueron retomadas por Joseph Balsamo, aunque en la novela posee el don de la doble visión y un aura mágica. Su muerte en la cárcel es ficticia.
La señora de Villefort está inspirada en la señora Lafarge, nacida en 1816, quien se casó en 1839 con el dueño de una fundición al que aborrecía. Tras la muerte de su esposo, fue acusada de haberlo envenenado lentamente. Condenada en 1840 a trabajos forzados de por vida, se le concedió el indulto en 1852, y murió en 1853. Nunca dejó de proclamar su inocencia. Es posible que Balzac, quien ya había contado una historia sobre un caso de envenenamiento en , y que en un momento dado alude a lo acontecido con los Lafarge, la tuviera en cuenta en , donde aparece también un envenenamiento progresivo.
Dumas poseía, pues, suficientes datos para ponerse a escribir. Trabajador excepcional, nunca vivió la angustia de la página en blanco. Lo explicó así: «Yo tengo la alegría persistente, la alegría que brota […] a través del estrépito, de las penas materiales y hasta de los peligros secundarios. Se tiene verbosidad porque se está alegre; pero a veces esa verbosidad se extingue como una llamarada de ponche, se evapora como los gases del champán. Un hombre alegre, nervioso, lleno de entusiasmo en la conversación, es a veces torpe y poco ocurrente cuando está solo frente al papel y con la pluma en la mano. A mí me ocurre lo contrario, el trabajo me excita; cuando tengo la pluma en la mano, se opera en mí una reacción, y mis fantasías más locas son producto de mis días más nebulosos». En esos momentos, al igual que Montecristo, alcanza cotas inimaginables, «cupitor impossibilium», «trabajando como no trabaja nadie, privándome de todo en la vida, suprimiendo hasta mi sueño». Villefort será el personaje de la novela que hereda esta aptitud, y quien declara: «Cuando trabajo noche y día, hay momentos en que nada recuerdo, y soy dichoso como los muertos, pero aún vale más esto que sufrir». Y de esta intensa capacidad de trabajo, que se prolonga durante ocho años extraordinarios, surgirán desde hasta , entre 1844 y 1852, y la redacción simultánea de cuatro o seis secuelas novelescas.
El argumento es muy sencillo: un joven injustamente encarcelado durante catorce años se fuga y regresa para vengarse. Un antiguo complot es el que desencadena los trágicos acontecimientos. «Vamos, vamos —murmuró Danglars—, que la cosa marcha, y solo cabe dejarla marchar». El primer bloque acaba con la fuga de Edmundo Dantés, y las primeras indagaciones que le permiten averiguar que fue traicionado en el sur de Francia. Con el capítulo VIII de la segunda parte de esta edición, «Italia. Simbad el Marino», se abre el segundo bloque. El capítulo I de la tercera parte, «El almuerzo», abre el tercer bloque. Las «Impressions de voyage» metamorfoseadas nos llevan, por lo tanto, a Marsella, a Roma y por último a París, donde el protagonista se adentra voluntariamente «en el infierno». Luego vendrá la cárcel, seguida por la más absoluta libertad, y finalmente la desgracia y la revancha. Y una larga conclusión: el arrepentimiento. Esta estructura esconde muchas otras, como el uso del mito al final de la novela. Es la consabida trayectoria del héroe épico. En la primera página, el protagonista llega en un barco y, en la última, parte para siempre en otro, como el cisne de .
Edmundo Dantés es un oficial de marina mercante con un pasado anodino, que está a punto de contraer matrimonio con la encantadora Mercedes. Denunciado por dos hombres celosos de él, Danglars y Morcef, a quienes se suma un cómplice de escasa relevancia, Caderousse, Dantés es recluido en el castillo de If por el procurador Villefort, y da con sus huesos en el calabozo. Sus esfuerzos por sobrevivir, su desesperación y sus deseos de morir lo llevan a conocer a un compañero de infortunio, detenido en la celda contigua: el abate Faria. Dumas comparte con Victor Hugo la obsesión por la cárcel, y aborda por primera vez un tema tristemente moderno: el del preso político condenado sin razón, o, lo que es aún más grave, detenido sin juicio previo. La angustia y el pálpito de indignación que impregnan estas hermosas páginas pretenden vindicar el nombre del padre de Alexandre, el general Dumas, héroe de la Revolución abandonado en las cárceles del reino de Nápoles. En la obra de su hijo encontramos muchos otros prisioneros, reales o ficticios, que representan al general, de Carlos I a la Máscara de Hierro, y desde Luis XIV hasta María Antonieta. Al mismo tiempo, y de forma simbólica, la cultura y el arte liberan de la opresión de la cárcel: «Absorbiéndome en el pasado me olvido del presente, volando libre y a mis anchas por la historia, me olvido de que no tengo libertad», dice Faria.
El lector se adentra en el carácter y en los tormentos de Dantés desde una perspectiva subjetiva, al igual que el personaje. Dejará de ser así a partir de su evasión: para Dantés, que se halla envuelto en la sábana-sudario del abate Faria, en medio de las olas, es una muerte y una resurrección. Provisto del poder que le confiere un inmenso tesoro, el conde de Montecristo, después de catorce años, es literalmente otra persona, en quien no se reconoce ya al encantador Dantés. Se ha convertido en un ser impenetrable, que podemos ver a través de los otros personajes de la novela. Este extraordinario cambio técnico está relacionado con una característica importante del protagonista: el secreto.
Las formas más elementales que adquiere son los seudónimos y los disfraces: Dantés se oculta tras la identidad del representante de un banco inglés, de lord Wilmore (y de lord Ruthwen, como guiño simpático al lector), del abate Busoni, de Simbad, y obviamente de Montecristo, quien carece de nombre de pila. Edmundo de Montecristo nos resulta inconcebible, por la sencilla razón de que ya no tiene una vida propia. Por ello, la revelación de su auténtico nombre, al final del relato, adquiere tintes dramáticos.
La antigua prometida de Edmundo, Mercedes, le dice a su hijo: «¿Creéis que el conde sea lo que aparenta en realidad?». Ni Danglars, ni Morcef, ni Villefort son lo que aparentan. Para Dumas, las apariencias esconden la realidad: verdad psicológica, social y novelesca, pero también filosófica. El secreto de Montecristo es doble, como mínimo: por un lado su pasado, es decir, la durísima prueba por la que ha tenido que pasar, y que nunca explica, y por el otro su futuro, es decir, la misión que se ha impuesto, el castigo a sus verdugos, que además también lo son de su anciano padre, quien se dejó morir de hambre. También los otros personajes tienen sus secretos: el origen delictivo de su fortuna, el asesinato y la traición. ¡Qué negra humanidad, tras la alegría de los mosqueteros y del ambiente de la corte de Luis XIII! Dantés conoce la identidad de sus verdugos gracias a su protector, el abate Faria, quien le aclara todos los misterios: por qué Edmundo fue detenido, dónde está el tesoro cuyo secreto había guardado el religioso, a su pesar, hasta conocer a Edmundo Dantés y cómo fugarse de la prisión. Pero también le revela los secretos de la vida, en un extraordinario ciclo de aprendizaje. A un lector de la época romántica, seguramente este secreto del protagonista le recordaría la novela negra o gótica, como , de Ann Radcliffe, y los personajes de Byron: el Corsario, el Giaour, Lara… Por ello, cuando Montecristo hace su teatral aparición, todo el personaje queda resumido en los siguientes términos: «Podía haber hombres más apuestos, pero seguramente no los habría más significativos […] una historia dorada por una inmensa fortuna».
El secreto también equivale a poseer poder sobre los hombres. Montecristo conoce el secreto de sus enemigos (que los pudre por dentro), pero nunca revela el suyo. Se muestra enigmático ante ellos, hasta el punto de que no imaginan que el causante de las desgracias que sufren sea él. Por su parte, el autor oculta sus secretos y construye una intriga llena de sorpresas, a fin de ejercer su poder sobre el lector, hasta que las escenas de revelación y reconocimiento van poniendo fin de modo paulatino a la tensión.
El prisionero Dantés pertenecía a una época de regímenes despóticos, de cárceles políticas y de libertades pisoteadas. En 1830, Dumas luchó por la democracia, y en 1842, tras la muerte del duque de Orleans, gran figura liberal, se distanció de la monarquía de Julio. Montecristo introduce en la novela otro universo: la fantasía, el mito, el superhombre funesto y satánico, tema que, de no estar unido al del vengador, podría haber parecido gratuito, producto de la moda del momento. En este aspecto, por otra parte, Dumas se reencuentra con el protagonista de su drama , en quien había querido mostrar a un héroe moderno:
Los hechos históricos, que nos pertenecen por herencia, ofrecen al poeta una libertad ilimitada. Desentierra héroes, devuelve tradiciones, revive pasiones, aumentando o disminuyendo estas según las exigencias dramáticas de su propósito. Mas si lo intenta en el presente, ¿quién reconocería un corazón apasionado palpitando bajo un frac torcido y recortado?
Este héroe moderno está aquejado de un mal:
¡Mi corazón, inmerso en los contentos
De un celoso recuerdo siempre silenciado,
Frío a las dichas presentes, sus tormentos
Busca en el futuro y el pasado! […]
¡Ay de mí, a quien en este mundo el cielo
Arrojó como un huésped ajeno a sus dictados!
¡De mí, que nunca supe, en mi profundo duelo,
Sufrir largo tiempo sin quedar vengado!
Montecristo es otra encarnación del mismo mal, pero en su caso no es gratuito, posee suficientes motivos. La fatalidad sin causa del héroe byroniano o de René adquiere en él una razón de ser. Ahora bien, la figura del «vengador», el superhombre fatal, el ser benéfico y maléfico a la vez, «¿ángel o demonio?», procede del poeta inglés, tan a menudo evocado por Dumas.
De ahí el secreto de sus repentinas palideces, que comparte con Byron y el Italiano de Ann Radcliffe. En el capítulo «Apariciones», Montecristo muestra en su rostro una palidez imborrable, como si no se hubiera recuperado del todo de sus días pasados en el calabozo. Una condesa romana huye de él como de un fantasma, o como de un vampiro, una vez más recordando a Byron: «Uno de los personajes de Byron, a quienes la desgracia ha marcado con un sello fatal. Algún Manfredo, algún Lara, algún Werner». Su genio aventurero lo «ha hecho [superior] a las leyes de la sociedad». Franz solo puede ver el rostro de Montecristo «sobre los hombros de Manfredo, o bajo la toga de Lara», seudónimo de Conrad, el Corsario. Rostro lívido y mano glacial: señales de la muerte que ha sufrido, y que lleva dentro este personaje a quien se da por muerto, y que será quien dé muerte a sus verdugos.
El héroe también vive su propio infierno. Su quebranto ha durado demasiado, hasta el punto de que le cuesta sentir «emociones dulces». Cuando redescubre el amor, se le hace difícil creer en él, y aprender de nuevo a vivir. Próximo a Satanás, asiste con una siniestra alegría a una horrible ejecución pública: el conde, muy aficionado a las frases sádicas, «estaba en pie y triunfante como un ángel malo». Es en momentos así cuando reaparece la obsesión por la tortura y la cabeza cortada, el espíritu frenético del que se burló Jules Janin en . Llevado por Satanás a la montaña más alta, Montecristo quiso ser la Providencia, que recompensa y castiga, pero Satanás solo pudo convertirlo en «uno de los agentes de esa Providencia».
El mal es el instrumento de la venganza, cuya teoría expone el protagonista: «Por un dolor lento, profundo, infinito, eterno, devolvería, si era posible, un dolor semejante al que me habrían infligido». Y a Villefort le dice: «[La ley del] talión ha sido la que he hallado más conforme a las miras de Dios». Por ello su filosofía es pesimista: «hay en el hombre caprichos particulares». La voluntad de poder no es incompatible con este pesimismo, ni siquiera con esta actitud satánica: «Una vez en mi vida, he sido tan poderoso como si Dios me hubiese hecho nacer en las gradas de un trono». Cierto personaje «sabía que [Montecristo] iba como Nerón en busca de lo imposible». El poder es ambiguo. Conduce al bien y al mal. «El hombre no será perfecto hasta que sepa crear y destruir como Dios. Ya sabe destruir, luego tiene andado la mitad del camino». En un sueño enloquecido, Montecristo ha pretendido ser tan fuerte como Dios, y como el diablo, lo cual lo sitúa muy por encima de la dimensión de los personajes de novela folletinesca a los que a veces se ha pretendido compararlo: «La vida que había vivido y su resolución de no retroceder ante el peligro le habían dado ocasión de saborear los goces desconocidos a los demás hombres, goces que encontraba en la lucha que muchas veces sostenía contra la naturaleza, que es Dios, y contra el mundo, que puede muy bien llamarse el diablo». Más allá de sus aventuras, que de hecho son una expresión de su persona, la vida de Montecristo ilustra su peligrosa filosofía del hombre excepcional, que impregna el siglo desde Chateaubriand hasta Hugo, sin olvidar al Musset de , al Vigny de «Moisés», al Gobineau de y a Baudelaire. Cuando el personaje de Dumas revela su identidad en términos amenazadores al procurador del rey, Villefort, entre los habitantes de esas «esferas superiores» pensamos sin duda en Napoleón, aunque en esta obra no lo cite el autor: «Yo soy uno de esos seres excepcionales […] Mi reino es grande como el mundo […] Solo tengo dos adversarios […] el tiempo y el espacio. El tercero, y el más terrible, es mi condición de hombre mortal. […] abandono este orgullo delante de Dios».
Se explica así el cinismo con que se expresa el conde, y que infunde ironía y viveza a los diálogos, algo que se refleja cuando le dice Mercedes (quien lo ha reconocido, aunque el lector aún no lo sepa):
—Hay una tierna costumbre árabe que hace eternamente amigos a los que han comido el pan y la sal juntos bajo el mismo techo.
—Lo sé, señora —respondió el conde—; pero estamos en Francia y no en Arabia, y en Francia ni se parten el pan y la sal, ni hay amistades eternas.
Este espíritu sarcástico está dirigido a sus adversarios, como en la siguiente réplica a Villefort, digna de una obra de teatro: «Acabáis de decir que yo no tenía nada que hacer. Veamos: ¿Se os figura a vos que tenéis algo que hacer? O para hablar más claramente, ¿creéis vos que lo que hacéis vale la pena de que se le llame trabajo?».
Pero hay otro Montecristo, que corresponde a una tercera etapa dentro de la evolución del héroe: el que redescubre de forma tardía el amor, y a «una segunda Mercedes» en Haydée; tardía porque en «aquella alma llagada» la dicha no puede entrar de golpe. Veremos cómo cambia una vez que la muerte haya llamado a la puerta de Villefort y a la mujer y al hijo de este. Decide entonces perdonarle la vida a Danglars, alberga dudas sobre su misión (disipadas momentáneamente tras haber rezado), experimenta cierta desesperación, incluso se plantea abandonar a Haydée. Será el amor de la joven el que lo salve, el que hará que evolucione desde la ley del talión a la del perdón. Más que en cualquier otra de sus novelas, Dumas habla de Dios. Debía hacerlo pues se lo imponía la propia concepción de su protagonista, dotada de una dimensión religiosa, la de una conversión.
Así le resume Montecristo a Mercedes las dos vertientes de su vida anterior, que ha transitado desde el desamparo hasta la fortuna, y le explica en qué sentido cree ser un instrumento del Señor: «Tal fortuna me pareció un sacerdocio». Su vida, sin embargo, carecía de dulzura: «Me sentía lanzado como la nube de fuego, pasando desde el cielo a abrasar las ciudades malditas». Evoca cómo se formó en el arte de matar y de ver sufrir a los demás: «De bueno, confiado y olvidadizo que era, me hice vengativo, disimulado, perverso, o más bien impasible como la sorda y ciega fatalidad. Entonces […] llegué al término. ¡Horror para los que he hallado en mi camino!». Durante las escenas en que los enemigos de Montecristo empiezan a sufrir sus desgracias, el conde experimenta tristeza, y en algunos casos se muestra compasivo. Derrama sus primeras lágrimas, preciosas «a los ojos del Señor», cuando decide perdonar la vida al hijo de Mercedes. El problema que se plantea en esta novela cristiana es el de la salvación espiritual: la venganza aparece en el Antiguo Testamento, no en el Nuevo. Ante los cadáveres de la señora Villefort y de su hijo, Montecristo «comprendió que acababa de traspasar los derechos de la venganza, que no podía decir más que: “Dios está por mí y conmigo”». Decide entonces «salvar al último», Danglars.
El conde descubre que es imposible contemplar el devenir del mundo con una sonrisa irónica en los labios, sin sufrir: «Yo, que miraba, espectador impasible y curioso, el desenlace de esa lúgubre tragedia; yo, que parecido al ángel malo, reía del mal que hacen los hombres al abrigo del secreto, y el secreto es fácil para los ricos y poderosos, he aquí que a mi vez me siento mordido por la serpiente, cuya tortuosa marcha observaba, y mordido en el mismo corazón». Un simple empujón ha puesto en marcha el mecanismo trágico, pero Montecristo, hasta entonces impasible, se quiebra ante el afecto que siente por el hijo de los Morrel y por Valentina de Villefort. Una vez que ha redescubierto la vida, disuade a Morrel de la idea del suicidio, a pesar de que en la cárcel se sintiera tentado de llevarlo a cabo por la desesperación: «¡Vivid!, vendrá un día en que seáis dichosos y bendigáis la vida […] el dolor es como la vida […] hay algo después de ella».
Este episodio marca el momento en que el héroe, en presencia de su joven amigo Morrel, deja de ser un superhombre byroniano para convertirse en una figura crística: «Montecristo, transfigurado, sublime […] se adelantó hacia el joven, que palpitante y vencido a su pesar por la majestuosa divinidad de aquel hombre, dio un paso atrás». También cuando anuncia a la familia Morrel que se va para siempre: «¡Pero no es un hombre, es un dios quien nos deja, y este dios va a subir al cielo después de haberse presentado en la tierra para hacer el bien!». Montecristo protesta: «Los dioses no hacen jamás el mal. Los dioses se detienen donde quieren detenerse, la casualidad no es más fuerte que ellos», con lo que reconoce que se ha visto superado por los acontecimientos, por encadenamiento de sucesos trágicos que ha provocado, y rechaza tan «sacrílegas» palabras. La voluntad aprende primero a vencer a los demás, y luego a vencerse a sí misma. Ya puede enternecerse: «La mirada húmeda, alegre y tierna de mis semejantes me produce un bien».
Viene después la despedida de París, como una antítesis del Rastignac de Balzac, en esta novela de la ambición perdida en la que «no hace seis meses» que empezó todo Algo tiene de Athos Montecristo, una herida incurable enmascarada tras una filosofía estoica. Su despedida da fe de que se va «sin odio ni orgullo, pero no sin recuerdos». Del poder que Dios le confió no ha hecho un uso egoísta, «ni por vanas causas». Lo que ha hecho es «extraer de ellas [las entrañas de la ciudad] el mal», y una vez cumplida su misión, se retira. Su mirada es la de un «genio nocturno». E incluso su última carta, la de despedida, se debate entre la esperanza y los remordimientos.
Eclipsados por la figura central, los otros personajes, que se dividen entre amigos y adversarios, tejen entre ellos, ante todo, relaciones familiares. Estamos ante una novela sobre la paternidad. Edmundo debe oír el relato de la lenta agonía de su padre, que se dejó morir de hambre, durante unos minutos tanto más desgarradores cuanto que se ve obligado a disimular sus emociones en presencia del narrador de la historia, Caderousse. Villefort, monárquico oportunista y criminal, tiene un padre íntegro y bonapartista, pero aquejado de una hemiplejía y que solo comunica su férrea voluntad mediante parpadeos: ni siquiera él, que cree haber enterrado vivo a su hijo recién nacido, puede dar crédito a la culpabilidad de su hija; y ante el destino de sus dos vástagos (el homicida y el niño asesinado por su madre) acaba volviéndose loco. Morrel, el armador que siempre ha defendido a Dantés, a quien este ha tratado como a un hijo, deja a dos hijos que quedarán bajo la protección de Montecristo. El abate Faria representa para Dantés un sustituto del padre. Montecristo le dice a Valentina: «Sois mi hija querida». Alí, bajá de Janina, es el padre de Haydée, que explica su muerte y lo venga testificando en contra de Morcef ante los pares, en el capítulo V de la quinta parte. Al igual que ella, Alberto de Morcef se propone perseguir a quien denunció a su progenitor, en el capítulo IV de la quinta parte.
Montecristo no tiene amigos. Tendrá hijos adoptivos, a Haydée y a Morrel, padre a su vez, como el novelista. Los padres de Montecristo son dos: el anciano Dantés y Faria. Los amigos a quienes perdemos siguen acompañándonos en nuestro corazón: «Yo tengo dos amigos que me acompañan siempre también. El uno es el que me ha dado la vida, el otro es el que me ha dado la inteligencia. El espíritu de los dos vive en mí». Ha amado a dos mujeres. La novela de amor se vuelve nostálgica: aunque Mercedes no sea Milady, Dantés sufre igualmente una traición. Como canta Werther en el gran lamento romántico que se oye desde y hasta , «está casada con otro». La joven marsellesa ha traicionado a Dantés casándose con Morcef. Su entrevista con el conde da pie a una escena desgarradora que anuncia la de entre Frédéric y la señora Arnoux, y la de entre Gilberte y el Narrador: el «coloquio sentimental» entre la que todavía ama y aquel que ya no ama.
En la sombra merodean personajes más extraños, esos malvados a quienes «Dios parece proteger para hacerlos instrumentos de sus venganzas», y que en algunos casos son seres verdaderamente monstruosos como la señora Villefort, mujer fatal, al igual que otras creaciones de Dumas (Milady, Catalina de Médicis, la señora Montespan), y antepasada de Thérèse Desqueyroux. Forman parte del universo fantástico del autor de y . El marido no es mucho mejor: en cada acusado culpable en quien se excede en maldad ve la prueba de que él no es ninguna horrible excepción. «¡Todo el mundo es malo, señora; demostrémoslo, y castiguemos al malo!». De todos modos, esta alma condenada tiene algo de patético.
Igual de extraña es la familia Danglars, con una madre cómplice de infanticidio, y una hija lesbiana, con «la coraza de Minerva, coraza con que algunos filósofos cubren el pecho de Safo». Antes de las «mujeres condenadas» de Baudelaire, y de «las amigas» de Courbet, Dumas ya esboza un cuadro de Gomorra: «Entonces se pudo ver a las dos jóvenes sentadas en el mismo sillón delante del mismo piano. Cada una acompañaba con una mano…». La hija se ve en el papel de una heroína romántica: «En el naufragio de la vida, porque no es otra cosa el naufragio eterno de nuestras esperanzas, arrojo al mar el bajel inútil, me quedo con mi voluntad, dispuesta a vivir perfectamente sola, y por lo tanto, completamente libre». Eugenia, que sabe cantar (tiene voz de contralto), aspira a «la vida libre, independiente, en que una no depende más que de sí misma, y en que a nadie debe dar cuenta de sus actos». Lesbiana y feminista, «verdadera amazona», o «Hércules», de hecho se fuga disfrazada de hombre en compañía de Luisa, su compañera de piano, «Onfala».
Como suele ser costumbre en él, Dumas mezcla personajes basados en la realidad con otros de procedencia imaginaria: un suceso contado por Peuchet, un «famoso crimen», el asunto Lafarge y unos tipos que proceden de la sociedad de la monarquía de Julio y de la literatura, incluida la de Dumas. También la de Balzac.
La novela, en efecto, contiene personajes balzacianos: jóvenes mundanos como Alberto de Moncef o Franz d’Epinay, pero sobre todo, entre los protagonistas, un general, un magistrado y un banquero. Montecristo resume así la carrera del primero: «¿No sois vos el soldado Fernando que desertó la víspera de la batalla de Waterloo? ¿El teniente Fernando que sirvió de guía y espía al ejército francés en España? ¿No sois el capitán Fernando que traicionó y asesinó a su bienhechor Alí? ¿Y todos esos Fernandos reunidos no son el teniente general conde de Morcef, par de Francia?». Tampoco Balzac es amigo de los militares, violadores, saqueadores y brutos, y de aquellos que carecen de fortaleza moral. «En el batiburrillo de hombres regimentados por Napoleón había muchos que […] tenían la valentía puramente física del campo de batalla, pero no el valor moral que hace que un hombre sea tan grande en el crimen como podría serlo en la virtud». En , el antiguo militar Bridau es un canalla y un criminal en la vida civil. Sin embargo, se une a los Borbones, se reincorpora a la vida militar, recibe el título de conde de Brambourg y lo matarán en Argelia. El general Montcornet de , cuya publicación fue simultánea a la de , moralmente cobarde, secunda cualquier régimen. Entre todos los ex combatientes del Imperio, sin embargo, no se encuentra ni una sola vez esa magnífica invención de Dumas que es el traidor. Es Morcef quien encarna en la novela el ejército y la falsa aristocracia.
En el arte de denunciar la corrupción de los poderosos, Dumas no tiene nada que envidiar a Balzac, quien ya denuncia que la justicia protege el delito. Villefort, que como bien sabemos es culpable, encarna la justicia y el alto funcionariado. Es consejero del poder, «como un Harlay o como un Molé». En , el procurador general Granville presiona a un juez de instrucción y permite que una condesa queme un expediente en su propio despacho. En cambio, es Vautrin, un antiguo preso, quien venga al inocente.
En aparecen muchos banqueros. Al igual que Danglars, Nucingen es nombrado barón de manera dudosa, aunque no comete ninguna acción deshonesta; todo lo contrario que Du Tillet, que sustrae dinero de la caja de su jefe, Birotteau, luego funda un banco con los ahorros de su amante, hunde en la ruina a Birotteau y una vez nombrado diputado, en otra semejanza con Danglars, también es diputado de centro izquierda. Dumas recurre a la visión satírica del personaje de Danglars, barón y diputado durante un «gobierno popular», y especulador del ferrocarril, única industria cuyos resultados son fabulosos hoy en día, para burlarse de todo el sistema de Luis Felipe I de Francia. Dumas compara a este financiero corrupto con Robert Macaire, y coincide con Balzac en denunciar el imperio del dinero. La Legión de Honor pasa por los personajes de la novela como «una línea de sangre trazada con un pincel». Por un lado están los «nombramientos» y, por el otro, muy por encima de estos, aquellos a quienes Dios ha encargado «que cumplan una misión, en vez de desempeñar un empleo». Los primeros carecen de convicciones: Villefort y Danglars consideran a Morrel como uno «de esos furiosos bonapartistas» a quienes el emperador trata como carne de cañón; para ese fin servirá Argel, «aunque por otra parte nos costase un poco caro». Planea sobre todos la sombra de Napoleón, de quien se habla al principio de la novela, situándolo en la isla de Elba, otra cárcel: «Aquel a quien cinco años de destierro debían convertir en un mártir, y quince de restauración en un dios». ¡Qué contraste con el «vapor glacial del siglo y el prosaísmo de la época»! Para Dumas, la poesía y el heroísmo se han refugiado en el teatro y en la novela.
Estos distinguidos delincuentes tienen como contrapartida a los bandidos de Luigi Vampa, procedentes de Schiller y de las de Dumas. Los salteadores tienen una especie de honor y de virtud, el heroísmo asocial al que tan aficionado era el teatro romántico. En realidad, la sociedad es violenta en su conjunto: en y en las aventuras, duelos o guerras eran de una violencia física, brutal, clásica; en la violencia, por el contrario, es moral, psicológica y moderna.
El retablo social queda enmarcado por su opuesto: el arte de la novela.
«¿Habéis leído ?». Disfraces, grutas misteriosas y tesoros resumen el discurso del joven Morcef sobre su salvador. Dumas quiso escribir, antes que Proust, de otra época, empezando por el orientalismo: Haydée, la hermosa griega, encarna un sueño de odalisca y de amor oriental, imagen a la que eran muy aficionados Ingres y el pintor dilecto de Dumas, Delacroix. Haydée es hija del albano Alí de Tepelen, bajá de Janina, asesinado por los turcos (tras ser traicionado por Morcef en la novela, que mezcla por lo tanto historia y ficción). «Vamos, esto es un cuento de », se dice Franz d’Epinay al conocer a «Simbad el Marino». La gruta de la isla de Montecristo tiene un aspecto oriental. Antes de Gautier, o de Baudelaire, Dumas dedica un largo pasaje al hachís. Montecristo consume píldoras de opio y de hachís para dormir, drogas que hacen soñar, gracias a «los orientales, nuestros maestros en todo, esos elegidos de la creación que han sabido formarse una vida de sueños y un paraíso de realidades». El tema del sueño bajo el influjo de las drogas reaparece en el momento en que Morrel, dormido en la gruta de Montecristo, ve a su prometida rediviva. En definitiva, Dumas toma de lo fantástico dentro de lo cotidiano (como en ), los personajes imaginarios y los acontecimientos tan imprevistos que solo por ello ya son mágicos; también el Oriente de los genios malos, los filtros y los venenos: «¿Conque es verdadero el Bagdad o el Basora del señor Galland?», pregunta la señora Villefort.
Vemos, pues, que la intención de Dumas es reintroducir en la novela de costumbres contemporáneas el encanto de la aventura exótica, y convertir el viaje a París en un viaje a Oriente, siguiendo los deseos de su editor. Por ello, tras alejarse de sus maestros Scott y Balzac, pretende «empezar por el interés, en vez de por el aburrimiento; empezar por la acción, en vez de por la preparación; hablar de los personajes después de haberlos hecho aparecer, en vez de hacerlos aparecer tras haber hablado de ellos». De ahí que el relato esté construido como un melodrama: la experiencia de se conjuga con la de las primeras novelas, y luego con la de . Montecristo progresa implacablemente hacia la venganza urdiendo maquinaciones infernales contra los tres culpables; conoce a sus enemigos y les tiende trampas en lugares perversos. Dumas no tiene parangón en el arte de mezclar los espacios con la acción, porque cada uno de ellos despierta una historia; es la «casa maldita». La casa del crimen emana un clima turbio, un clima que crea el novelista, pero también sus personajes. La otra casa de Villefort no es más alegre, ni tampoco la habitación donde es envenenada Valentina. Y en el sur, la mísera casa donde Dantés padre se dejó morir de hambre, el calabozo de If, la posada «roja» de Pont-du-Gard, ya han dado de antemano una nota siniestra. La única casa alegre, normal, es la de los hijos de Morrel, comparable a «esas casas que hemos amado por mucho tiempo, y en las que dejamos una parte de nuestra alma si por desgracia la abandonamos».
La progresión del relato sigue un ingenioso ritmo de tensiones y distensiones, en que la comicidad y las escenas amorosas brindan al lector un momentáneo alivio, antes de que se reanude la acción con más fuerza que antes: el propio autor dice estar «llevado por la rapidez de la narración». El estilo subraya este dominio del tiempo: «Dieron las doce». «La persona que atenta contra vuestra vida […] vais a conocerla […] son las doce, y es la hora de los asesinos. […] En efecto, las doce daban lenta y tristemente. Podía decirse que cada golpe del martinete sobre el bronce daba en el corazón de la joven». Y, por si eso no bastase, dan las doce otros dos relojes de pared.
La progresión dramática tiene momentos culminantes, que son los golpes de efecto de la narración. Dantés, dado por muerto, se fuga; la señora Villefort envenena a la suegra de su esposo; la boda entre Valentina de Villefort y Franz d’Epinay se frustra gracias a un paralítico mudo. Al principio de la novela los gendarmes arrestan a un futuro novio, Dantés, y al final prenden a otro, Cavalcanti. El estilo inicia los hechos y les da resonancia: «Pero, en aquel momento, la multitud de amigos retrocedió espantada hacia el salón principal, como si un espantoso monstruo hubiese invadido la habitación, . Había motivo para huir, espantarse y gritar». La lista de estos golpes de efecto podría ser mucho más extensa. Nos aproximamos a la frontera entre lo dramático y lo melodramático. Este último se interesa por el efecto en sí mismo, mientras que lo dramático nos hace sensibles a fuerzas oscuras que exceden los conocimientos humanos.
Estas fuerzas se van contraponiendo conforme a un ritmo que es, durante todo el romanticismo, el de la antítesis, figura que caracteriza también la novela de aventuras. Lo que se opone, por un lado, son los pensamientos: Faria le explica a Dantés «cuánto puede servir a sus amigos en los tiempos modernos el hombre que posee trece o catorce millones. Estas palabras hicieron que el rostro de Dantés se contrajera, porque el juramento que había hecho de vengarse izó por su imaginación, haciéndole pensar también cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el hombre que posee un caudal de trece o catorce millones». La antítesis también confronta entre sí a los personajes: desesperado, el hijo de Morcef ve pasar a Morrel y se dice: «¡He ahí un hombre feliz!». Morrel es feliz, y sin embargo ha presenciado un envenenamiento, en el capítulo I de la quinta parte. La antítesis también puede estar al servicio de la metamorfosis, como la del seudopríncipe Cavalcanti: «El hombre de mundo, despojándose de su traje y volviendo a ser el hombre de presidio». El novelista es un Ovidio moderno, cuando no un Suetonio.
La antítesis central es la que confiere a la novela su dimensión mítica, la de la muerte y la resurrección. Dantés, envuelto en la sábana de Faria como en un sudario, resucita entre las olas y se convierte en otro: el conde de Montecristo. Valentina de Villefort, envenenada, es sepultada, y más tarde reanimada por el conde. Podría sorprender lo inverosímil de la catalepsia de Valentina, a quien, a pesar de no estar muerta, no le late el corazón, aunque es cierto que encontramos otros casos a lo largo del siglo , desde el coronel Chabert y Ursule Mirouët hasta , y el relato fantástico. A Dumas le interesaban el ocultismo y el magnetismo, desde el verdadero Faria hasta Balsamo; era aficionado a los médiums, y hasta consiguió dormir a uno; en su castillo de Montecristo organizaba sesiones de hipnotismo, y el sonambulismo también estaba de moda y se refleja incluso en las óperas de Bellini. Sin embargo, el episodio, o estratagema, de Valentina proviene de una fuente literaria: se inspira en , y en una novela de Auguste Lafontaine que Dumas resume en al tratar de la génesis de su obra de teatro (1829): «A esta jacobina le daban un narcótico, la dormían, la hacían pasar por muerta, y gracias a esta supuesta muerte, podía casarse con su amante. Algo se parecía esto a , pero ¿qué idea no se asemeja poco o mucho a otra?». Lo primero que retoma Dumas en su obra de teatro es la idea de «ese poderoso narcótico que solo existe en el teatro, y que solo se halla en las farmacias de Shakespeare». En el plano moral, el hijo de Morcef expone el mismo esquema: ha habido hombres que han sufrido mucho, pero que no han muerto y han conseguido salir del abismo; él mismo rompe con su nombre y su pasado para reaparecer algún día en el mundo con el mayor brillo que le otorga un pasado trágico. Se encuentran en esta novela, pues, las grandes estructuras del mito del héroe: alcanzar la inmortalidad, que conlleva la victoria sobre un monstruo, una muerte y una resurrección, una purificación por las aguas y conseguir el objeto de la búsqueda. La hazaña heroica asegura la salvación espiritual.
La resurrección invoca un procedimiento que se remonta a la Antigüedad y al melodrama: la «escena de reconocimiento». Montecristo a Caderousse, agonizante: «“Soy… —le dijo al oído—, soy…”. Y sus labios, apenas entreabiertos, emitieron una palabra pronunciada tan quedo, que parecía que el mismo conde temía oírla». Mercedes había reconocido a Dantés, pero no se lo había dicho: «¡Edmundo, no matéis a mi hijo! […] Mercedes se acuerda de vos; no solo os conoció al veros, sino aun antes, al sonido de vuestra voz». Para Fernando de Morcef, Montecristo vuelve a vestirse de marinero, como Edmundo Dantés. A Morrel, que no se siente obligado a obedecer al conde, le dice: «¡Porque soy, en fin, Edmundo Dantés!». A Villefort: «¡Soy Edmundo Dantés!». El procurador, no obstante, frustra el efecto de las palabras de Montecristo al mostrarle el cadáver de su esposa y el cuerpo de su hijo: «¡Atiende, mira! ¿Está bien vengado?».
En una escena de tintes operísticos, Montecristo se revela finalmente a Danglars: primero «un hombre envuelto en una capa, y oculto tras una pilastra de piedra» habla con «una voz sombría y solemne» que apela a Danglars a arrepentirse, y que acto seguido resume su vida: «Soy el que habéis vendido, entregado, deshonrado, cuya mujer amada habéis prostituido, al que habéis pisoteado para poder encumbraros y alzaros con una gran fortuna, cuyo padre habéis hecho morir de hambre, a quien condenasteis a morir del mismo modo, y que, sin embargo, os perdona, porque tiene asimismo necesidad de ser perdonado: soy ¡Edmundo Dantés!». Danglars profiere un grito y cae de rodillas. La crueldad de estas escenas, y su progresión dramática, indican que la situación inicial jamás se restablecerá, como no se olvidará la nostalgia, ni se curará la herida.
El hombre que resucita viene de un pasado que todos han pretendido olvidar, y ya no está seguro de saber quién es en realidad. Dantés, después de su evasión, «apenas se conocía a sí mismo». Esta reflexión sobre el tiempo perdido de un hombre a quien le han robado la juventud y la felicidad llega a su apogeo al final de la novela, en el capítulo XVII de la quinta parte, «Lo pasado». Montecristo regresa a Marsella en busca de «la apreciación exacta de lo pasado»: «En efecto, a medida que se avanza, lo pasado, parecido al paisaje a cuyo través se marcha, se borra a medida que nos alejamos. Me ocurre lo que a los que se hieren durmiendo, ven y sienten la herida, y no recuerdan haberla recibido». A Montecristo prácticamente se le han olvidado las razones de su venganza, deformada por el olvido. Por ello decide situarse de nuevo en el entorno de otros tiempos: «Repasa los caminos por donde la fatalidad te ha lanzado […] Rico, vuelve a hallar al pobre; libre, vuelve a encontrar al preso; resucitado, vuelve a reconocer al cadáver». De camino al castillo de If, recuerda uno por uno los detalles de su terrible viaje, y es «la antigua hiel extravasada que había otras veces inundado el corazón de Edmundo Dantés» lo que mana en su pecho. Al descender las escaleras que lo conducen a la cárcel, «una palidez mortal cubrió su frente», y, una vez en el calabozo, se le debilitan las piernas. El recuerdo provoca una sensación angustiosa. Asustado al oír su propia historia en boca del conserje, reprime «un violento latido». Se siente «agitado por todas las impresiones que había experimentado», la angustia le oprime el corazón, y tiene dificultades para respirar. Es en ese momento cuando lee en el muro de su calabozo: «Dios mío, ¡conservadme la memoria!». En su día, estando prisionero, le aterraba la idea de volverse loco y olvidar. Es la memoria la que lo ha mantenido como ser humano. Por el contrario, al ver el calabozo de Faria experimenta «un sentimiento dulce y tierno», y llora. Por último lo tranquiliza una cita de las Escrituras recogida por el abate Faria: hace bien en buscar el castigo. En la escena de reconocimiento y de resurrección, Dumas supera el procedimiento melodramático para llegar al paraíso donde se reúne con Rousseau, Nerval, Baudelaire y Proust, el de la memoria: «Cuando voy por las tinieblas de los días pasados, debo caminar con las manos en alto frente a mí, y sumar el tacto a la vista. ¡Oh! Entonces desaparece mi libre albedrío, y de vez en cuando os cierra el paso tal o cual recuerdo que os dice perentoriamente: Detente, que tienes cuentas que saldar conmigo. Y no hay más remedio que pasar por donde quiere el recuerdo». Recordar todo el pasado tal como ocurrió, esta anamnesia o autoanálisis, permite al héroe enfrentarse a sí mismo y al futuro: las últimas palabras de Montecristo son «¡confiar y esperar!». Más allá de la moraleja, el novelista propone una poética de la lectura que supera nuestra espera y nuestra confianza.
J-Y T