Walden, la vida en los bosques

La Granja Baker

La Granja Baker

A veces me dirigía hacia los pinares próximos que se alzaban como templos o como flotas en la mar con todo el trapo fuera, con sus ramas tendidas, en las que centelleaban los reflejos de la luz, tan dulces, tan verdes, tan ricos en sombras, que los druidas hubieran cambiado por aquéllos sus robledales para celebrar su culto. O me llegaba hasta el bosquecillo de cedros, más allá de la Laguna de Flint, donde los árboles cubiertos de bayas de color azul blancuzco elevan cada vez más sus copas, y diríanse dignos de dar sombra al Walhalla, mientras el enebro cubre la tierra con guirnaldas pictóricas de fruto. En otras ocasiones erraba por las marismas, donde la usnea cuelga en festones de las ramas de los abetos, y las setas venenosas, redondas mesitas de los dioses de los pantanos, cubren la tierra mientras otros hongos, mucho más bellos aún, adornan los troncos de los árboles viejos a modo de mariposas o conchas, ¡caracoles vegetales!; allá donde crecen la azalea y el cornizo o cerezo silvestre, y las bayas rojas del acebo negro brillan igual que si fueran ojos de trasgos; el agridulce abre canales y aplasta entre sus pliegues las maderas más duras, en tanto que las bayas del acebo silvestre, tan bonitas, hacen que uno se olvide de su hogar y que se haga más sensible a la tentación de tantos otros frutos sin nombre y prohibidos, demasiado hermosos para el gusto de los mortales. En vez de rendir visita a un erudito, fueron muchas las que hice a determinados árboles, especies raras en esta vecindad, que se alzaban majestuosos en medio de un pastizal remoto o en la espesura del bosque, en el pantano o en la cima de una colina solitaria. Así, por ejemplo, el abedul negro, del que contamos por aquí con ejemplares de hasta tres palmos de diámetro; y su primo, el abedul amarillo, con su dorado ropaje de amplio vuelo, y tan perfumado como el anterior. Y la haya, de tronco terso y decorado por los liqúenes, perfecto en todos sus detalles; especie de la que, a excepción de algunos ejemplares aislados, apenas si queda en toda la ciudad un miserable sotillo, que algunos dicen plantado por algunas palomas atraídas por los fabucos; vale la pena el contemplar los argentinos destellos de su grano cuando se quiebra o hiende la madera; también el tilo, el ojaranzo, el falso olmo o Celtis occidentalis, del que no tenemos un gran ejemplar; un pino alto como la arboladura de un barco, otro que apenas es bueno para obtener de él algunas bardas, o algún hermoso espécimen de pino canadiense, que se alza como una pagoda en medio del bosque. Y podría nombrar muchos más. Éstos eran los santuarios visitados por mí invierno y verano.

Cierta vez me ocurrió hallarme sentado en el extremo mismo del arco iris, el cual llenaba la capa inferior de la atmósfera y daba color a la hierba y a las hojas en torno, llenándome a su vez de maravilla, igual que si estuviera mirando a través de un cristal coloreado. Era un lago irisado en el que yo viví un rato como si fuera un delfín. De haber durado más tiempo la experiencia, puede que mi trabajo, mi vida misma, hubieran cambiado de color. Siguiendo mi ruta a lo largo de la vía del ferrocarril solía maravillarme del halo luminoso que enmarcaba mi sombra, y me daba por pensar con gusto que acaso fuera yo uno de los elegidos. Alguien que vino a visitarme un día me aseguró que la sombra de algunos irlandeses que marchaban por delante de él en una ocasión carecía en absoluto de tal halo, pues sólo los autóctonos gozaban de aquel privilegio. Cuenta Benvenuto Cellini en sus memorias que, después de cierto sueño terrible o visión que tuvo con ocasión de su cautiverio en el castillo de Sant’Angelo un aura resplandeciente solía aparecer tras la sombra de su cabeza, por las mañanas y al anochecer, tanto si se encontraba en Italia como en Francia, y con especial intensidad cuando la hierba aparecía bañada de rocío. Probablemente se trataba del mismo fenómeno que he descrito, particularmente visible por las mañanas, aunque no deja de producirse a cualquier hora del día, y aún a la luz de la luna. Aunque no sea un hecho realmente insólito, no siempre se repara en él; y si consideramos cuán viva era la imaginación de Cellini, daría base suficiente para la más supersticiosa y descabellada de las conjeturas. Nos dice aquél, además, que hizo partícipe de ello a muy pocas personas. Pero ¿acaso no se distinguen ya aquellos que son conscientes de ser objeto de consideración especial? Una tarde, me dispuse a ir a pescar a Fair Haven, atravesando los bosques para reponer de paso mi magra provisión de verdura. Mi camino me llevó por Pleasant Meadow, ribera sita en la granja Baker, ese retiro al que un poeta ha cantado desde entonces así: Thy entry is a pleasant field,

Which some mossy fruit trees yield

Partly to a ruddy brook,

By gliding musquash undertook,

And mercurial trout.

Darting about.

«Tu entrada es un apacible campo,

donde algunos musgosos frutales se vencen

en parte sobre un rojizo riacho

feudo de la rata almizclera

y donde la trucha vivaz

se desliza presta».

Antes de ir a Walden había pensado establecerme allí. «Birlé» las manzanas, salté el arroyo y espanté a la almizclera y a la trucha. Era una de esas tardes que nos parecen indefinidamente largas, durante las cuales pueden ocurrir infinidad de sucesos —un pedazo considerable de nuestra vida—, aunque cuando partiera hubiera transcurrido ya casi su mitad. Por cierto, que se produjo un aguacero que, de camino, me tuvo recluso una media hora al amparo de un pino apilando ramitas sobre mi cabeza y cubriéndome con el pañuelo; y cuando por fin hube lanzado mi sedal entre las aguas frecuentadas por los lucios, encontrándome ya con el agua por la cintura, me vi de pronto a la sombra de un celaje oscuro, y la tormenta empezó a rugir con tal entusiasmo que no pude menos que detenerme a escucharla. Orgullosos debían de sentirse los dioses, pensé yo, de vérselas con un pobre e indefenso pescador como yo, armados de tanto relámpago desatado. De manera que me apresuré a buscar abrigo en la cabana más próxima, que quedaba como a media milla de cualquier camino practicable, pero mucho más cerca del lago, choza de largo deshabitada: And here a poet builded

In the completed years,

For behold a trivial cabin

That to destruction steers.

«Y aquí construyó un poeta,

en años ya idos;

ved, pues, su pobre cabana

abocada a la destrucción».

Así dice la Musa. Pero, como descubrí, vivía allí entonces John Field, un irlandés, con su mujer y varios hijos, desde el cariancho zagal que ayudaba al padre en su trabajo, y que regresaba ahora de la turbera, apresurado como aquél para huir de la lluvia, hasta el pequeño, arrugado, enigmático y de cabeza cónica, que se sentaba en las rodillas de su padre como los nobles en sus palacios, y que desde aquel hogar del que se habían enseñoreado el hambre y la humedad, contemplaba inquisitivamente a todo extraño, con ese privilegio de la infancia, no sabiendo sino que era el último de una noble estirpe y la esperanza y mira del mundo entero en lugar del pobre y hambriento mocoso de John Field. Nos sentamos juntos bajo la porción de techo donde menos calaba, mientras seguía diluviando y tronando afuera.

Eran muchas las veces que yo me había sentado ya allí, en otros tiempos, antes incluso de que se construyera el barco que trajo a esta familia a América. John Field era, ciertamente, un hombre honrado y trabajador, pero poco capaz; su mujer una excelente cocinera de incontables condumios en los recovecos de aquel destartalado cuarto, con su cara redonda y sebosa, y su magro pecho, y pensando siempre en mejorar de suerte algún día; constantemente armada de un estropajo, aunque no fuera posible ver los efectos de éste por parte alguna. Los pollos, que también se habían guarecido allí de la lluvia, erraban por el cuartucho como si fueran miembros de la familia, demasiado humanizados, pensé, para proporcionar un buen asado. De vez en cuando se detenían para observarme o para picotear llenos de intención mis zapatos. Entretanto, mi anfitrión pasó a contarme su historia: cómo había trabajado extrayendo turba para un granjero vecino o cavando un prado a razón de veinte dólares más o menos por hectárea y el derecho a usar durante un año de la tierra y del abono. El pequeño cariancho trabajaba animosamente, codo a codo con su padre, sin parar mientes en cuán desventajoso era el trato cerrado por éste. Traté de asirle algo con mis experiencias, y le dije que era mi vecino más inmediato y que, aún cuando diríase que yo había aparecido por aquellos andurriales como pescador desocupado, lo cierto era que me ganaba la vida como él; que vivía resguardado de la lluvia en una minúscula cabana, bien ventilada y limpia, y que ésta difícilmente costaría más de la renta anual de una ruina como la suya; también que, de decidirse, podría construirse un palacio propio en un par de meses; y que yo me abstenía de tomar café, té, manteca, leche y carne fresca, de modo que no tenía que trabajar por su obtención; además, como no me esforzaba, pues, en demasía, tampoco me era necesario el nutrirme mucho, y mi alimentación, por tanto, me costaba una insignificancia. Dado, en cambio, que él empezaba ya con té, café, mantequilla, leche y carne, le era preciso trabajar duro para obtenerlos, y después de tamaño esfuerzo se veía obligado a comer en justa correspondencia para reponer la energía gastada, con lo que todo seguía igual, o en verdad ni siquiera así, pues estaba descontento y malgastaba su vida en el empeño. Sin embargo, había estimado como una ventaja al venir a América el que aquí uno pudiera conseguir té, café y carne a diario.

Pero, la única América verdadera es aquella donde uno tiene la libertad de llevar una vida tal, que le permita pasarse si quiere sin aquéllos, y donde el Estado no trate de obligarle a que mantenga la esclavitud y la guerra y otros dispendios superfluos que, directa o indirectamente, provienen del uso de esos artículos. Le hablé, pues como a un filósofo, hecho o en ciernes. Me complacería que todos los pastizales de la tierra quedaran en estado salvaje si fuera como consecuencia de que los hombres habían empezado ya a redimirse. El hombre no necesita estudiar historia para saber qué conviene mejor para atender a su propio cultivo. Pero ¡ay! que el cultivo de un irlandés es una empresa que hay que abordar con una azada ex profeso para turberas morales. Le dije también que como trabajaba tan duramente en el marjal, necesitaba botas gruesas e indumentaria firme que, con todo, pronto se manchaba y gastaba; que yo usaba calzado ligero y ropas delgadas, que no me costaban ni la mitad, y que, aunque él pensara que yo vestía como un caballero (que no era el caso), en una hora o dos, como recreo y sin estrago podía, de desearlo, pescar tantos peces como precisara para un par de días, o ganar lo suficiente para mantenerme durante una semana. Si él y su familia vivieran con sencillez, podrían salir a recoger bayas durante el verano por diversión. John suspiró hondamente al oírme, mientras su mujer se plantaba en jarras, y ambos parecían preguntarse si contaban con bastante capital para adoptar esta forma de vida, o aritmética suficiente para practicarla. Para ellos era como navegar a la estima, y no veían nada claro cómo hacer para arribar a puerto. Por eso, supongo que sigue tomando la vida por los cuernos, a su modo, cara a cara, como gato panza arriba, careciendo de la habilidad necesaria para derribar sus masivas columnas dándole al menor resquicio e imponiéndosele poco a poco; y así, siguen pensando en vérselas con ella a la brava, como haría uno con un cardo. Pero, luchan con enorme desventaja, viviendo ¡ay, John Field! sin aritmética, y fracasando por ello. «¿Pesca alguna vez?», le pregunté. «¡Oh, sí! Alguna ración de vez en cuando, en mis ratos de ocio; buenas percas, además». «¿Y qué cebo usa?» «Lombrices para los carpines, y éstos para las percas.» «Mejor harías en irte ahora, John», medió su mujer, con rostro brillante y lleno de esperanza. Pero John se hizo el remolón.

Ya había escampado, y el arco iris que coronaba los bosques hacia el este prometía un bello atardecer: me despedí. Fuera ya de la casa, pedí un vaso de agua con la esperanza de echarle un vistazo al pozo y completar así mi inspección del lugar. Pero ¡ay! allí no había más que arenas movedizas, poca agua, una cuerda rota y el pozal perdido. Entretanto, un recipiente culinario sucedáneo fue afanosamente buscado y, el agua destilada, al parecer; y después de consultas y larga dilación, le fue suministrada al sediento, sin que hubiera tenido tiempo siquiera de enfriarse o de reposar. Esta bazofia sustenta aquí la vida, pensé; cerré los ojos, y excluyendo las impurezas mediante una corriente hábilmente dirigida hacía el fondo, brindé a su genuina hospitalidad el trago más cordial de que fui capaz. No, nada tiquismiquis cuando de demostrar buenas maneras se trata.

Cuando abandoné el techo del irlandés después del aguacero para dirigirme de nuevo al estanque, la prisa que me invadió por capturar lucios, vadeando encenagados pastizales y hurgando en turberas y oquedades, me pareció un tanto trivial para un hombre que había frecuentado la escuela y la universidad; pero, a medida que corría colina abajo hacia el encendido poniente, con el arco iris a mis espaldas y el eco de leves tintineos de Dios-sabe-dónde resonando en mis oídos, mi Genio Bueno parecía decirme: «Ve a pescar y cazar a lo lejos, días y más días, más y más lejos cada vez, y busca reposo sin temor junto a los arroyos y al calor de los hogares. Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud».

Levántate libre de preocupaciones antes de que amanezca y corre en busca de aventuras. Que el mediodía te encuentre a la orilla de otros lagos, y que cuando te sorprenda la noche halles por doquier tu hogar. No hay campos más vastos que éstos ni diversiones más nobles que las que aquí practicarse. Crece salvaje de acuerdo con tu propia naturaleza, como las juncias y los heléchos, que jamás se convertirán en heno inglés. Que retumbe el trueno. ¿Y qué si amenaza arruinar las cosechas del labriego? Sus acciones no te conciernen. Busca cobijo bajo la nube, mientras ellos corren hacia sus carromatos y cobertizos. Que el ganarte la vida no sea tu ocupación sino tu deporte. Goza de la tierra, pero no la adquieras. Los hombres son como son por falta de fe y de espíritu emprendedor, por vender y comprar, por desperdiciar su vida, cual siervos.

¡Oh granja de Baker!

Landscape where the richest element

Is a little sunshine innocent…

No one runs to revel

On thy rail-fenced lea…

Debate with no man hast thou,

With questions art never perplexed,

As tame at the first sight as now,

In Thy plain russet gabardine dressed…

Come ye who love,

And ye who hate,

Children of the Holy Dove,

And Guy Faux of the state,

And hang conspiracies

From the tough rafters of the trees!

«Paisaje cuya mayor riqueza

es un poco de sol inocente…

Nadie acude a solazarse

en tu pradera cercada de ríeles…

No tienes disputa con nadie

ni problemas que te inquieten

tan dócil antes como ahora

en tu sencillo sayal encendido…

¡Venid los que amáis

y los que odiáis

hijos de la Santa Paloma

y Guy Faux del Estado

y colgad las conjuras

de los recios brazos de los árboles!»[29]

Los hombres vuelven mansamente al hogar por la noche, sólo desde el campo próximo o vía cercana, donde flotan los ecos domésticos, y su vida languidece de tanto respirar siempre su propio aliento; mañana y tarde, sus sombras llegan más lejos que sus pasos. Debiéramos regresar a casa desde la distancia, de aventuras y peligros, de descubrimientos diarios permanentemente renovados, con nueva experiencia y más carácter.

Antes de que hubiera alcanzado la laguna, un súbito impulso había hecho cambiar de idea a John Field, quien abandonó su trabajo en la turbera antes de que se pusiera el sol. Pero, el pobre hombre asustó sólo a un par de peces, en tanto que yo tuve una buena racha, que él atribuyó a suerte; pero, cuando cambiamos nuestros asientos en el bote, la suerte acompañó a la acción. ¡Pobre John Field! —espero que no lea estas líneas, a menos que le ayuden a mejorar—, pensando en vivir en este país nuevo y primitivo según a tónica del viejo solar, pescando percas con carpines. No es mal cebo a veces, lo admito. Con todo el horizonte para él, es, sin embargo, un pobre hombre, nacido para ser pobre, con el legado de la miseria irlandesa, su abuela descendiente de Adán, y sus maneras de pantano. Sin poder prosperar en este mundo, igual que su descendencia, hasta que sus aplastados pies de morador de la turbera no desarrollen apropiados talares.

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