Capítulo III
Un día, durante la cosecha del trigo, Katia, Sonia y yo fuimos después de comer al jardín, a nuestro banco preferido, a la sombra de los tilos, sobre el barranco desde el que se abría la vista de los bosques y los campos. Hacía tres días que Serguéi Mijáilich no había venido a visitarnos, y ese día lo estábamos esperando, sobre todo porque nuestro intendente nos había dicho que había prometido ir al campo. Hacia las dos de la tarde lo vimos pasar a caballo rumbo al campo de centeno. Katia ordenó que trajeran melocotones y cerezas, que le gustaban a Serguéi Mijáilich, y, tras dirigirme una mirada y una sonrisa, se recostó en el banco y pareció quedarse dormida. Yo arranqué una rama curva y plana de un tilo con jugosas hojas y una corteza tan suculenta que me humedeció la mano y, abanicando a Katia con ella, seguí leyendo, interrumpiéndome constantemente para echar una mirada al camino del campo por donde él debía llegar. Sonia había construido, sobre las raíces del viejo tilo, un cenador para sus muñecas. El día era caluroso y no había viento; el ambiente era sofocante; las nubes eran cada vez más, y cada vez más negras, y desde la mañana amenazaba tormenta. Yo estaba inquieta, como siempre antes de una tormenta. Pero pasado el mediodía las nubes se fueron dispersando, el sol se asomó en el cielo limpio, y sólo allá, en un extremo, retumbaban los truenos. A través de un pesado nubarrón que aún se mantenía en el horizonte y se mezclaba con el polvo de los campos, de tanto en tanto se veía cómo los pálidos zigzagueos de los rayos alcanzaban la tierra. Estaba claro que la tormenta pasaría el mismo día, por lo menos en nuestra casa. Por los trozos del camino que se vislumbraban más allá del jardín, se arrastraban sin cesar las altas carretas chirriantes con las gavillas, a veces lentamente, y a veces con rapidez; carretones vacíos golpeteaban a su encuentro, las piernas temblequeaban y ondeaban las camisas. El denso polvo ni desaparecía ni descendía; permanecía detrás del cercado entre las frondas transparentes de los árboles del jardín. Más allá, en la era, se oían las mismas voces y el mismo rechinido de las ruedas, y las mismas gavillas amarillentas que se movían lentamente por delante del cercado volaban por los aires; crecían frente a mis ojos como casas ovaladas, se distinguían sus techos agudos, y las figuras de los campesinos hormigueaban entre ellos. Enfrente, en el polvoriento campo, también se movían las carretas y se veían los mismos haces amarillentos, y los ruidos de las carretas, el sonido de las voces y también las canciones llegaban de lejos hasta nosotros. A un lado quedaba cada vez más al descubierto el rastrojo con las crecidas franjas de ajenjo como linderos. Más a la derecha, abajo, por un desordenado campo mal segado, se veían los vistosos ropajes de las campesinas que, agachándose y agitando los brazos, recogían y ataban las gavillas, y el desordenado campo iba limpiándose, y las hermosas gavillas iban colocándose en él. Parecía que de pronto, frente a mis ojos, el verano se hubiese vuelto otoño. El polvo y el bochorno estaban por doquier, con excepción de nuestro rinconcito preferido del jardín. Desde todos lados, en medio del polvo y del bochorno, bajo el sol ardiente, hablaba, hacía ruido y se agitaba el pueblo trabajador.
¡Y Katia, acostada sobre nuestro fresco banco, roncaba tan dulcemente bajo su pañuelito de batista blanca; las cerezas, jugosas, lanzaban destellos tan oscuros desde el plato; nuestros vestidos estaban tan frescos y limpios; el agua en el jarro jugaba con una alegría tan pura al sol… y yo me sentía tan bien! «¿Qué hacer? —pensaba—. ¿Qué culpa tengo de ser feliz? Pero ¿cómo compartir mi felicidad? ¿Cómo y a quién darle mi ser entero y toda mi felicidad?…».
El sol comenzó a ponerse por detrás de lo alto del paseo de los abedules, el polvo ya se asentaba en el campo, la lejanía se vislumbraba más clara y más nítida bajo los rayos oblicuos del sol, los nubarrones habían desaparecido, en la era, por detrás de los árboles, se veían las cimas de tres nuevos almiares y los campesinos que bajaban; las carretas, acompañadas de sonoros gritos, pasaban aprisa, seguramente por última vez; las campesinas con los rastrillos al hombro y las cintas para las gavillas colgando de sus fajas cantaban a voz en cuello en su camino a casa, y Serguéi Mijáilich no llegaba, a pesar de que hacía mucho tiempo que lo había visto bajar el cerro. De pronto, por el paseo arbolado, por el lado que no lo esperaba, apareció su figura (había rodeado el barranco). Se quitó el sombrero y con un rostro alegre y resplandeciente se encaminó hacia mí a pasos rápidos. Al ver que Katia dormía, se mordió el labio, cerró los ojos y siguió de puntillas; me di cuenta de que se encontraba en ese estado de ánimo especial de alegría inmotivada que tanto me gustaba en él y que llamábamos «loco entusiasmo». Parecía un colegial que se hubiese escapado de las clases; todo su ser, de la cara a los pies, emanaba alegría, felicidad y viveza infantil.
—Buenas, joven violeta, ¿cómo le va? ¿Bien?… —dijo en voz baja, acercándose a mí y estrechándome la mano—. Yo me encuentro de maravilla —respondió a mi pregunta—. Hoy tengo trece años y ganas de jugar a los caballitos y encaramarme a los árboles.
—¿En pleno loco entusiasmo? —dije, mirando sus ojos sonrientes y sintiendo que ese loco entusiasmo se me contagiaba.
—Sí —respondió, guiñando un ojo y conteniendo una sonrisa—. Pero ¿tiene usted que darle a Katerina Kárlovna en la nariz?
Por haber estado mirándolo a él mientras seguía abanicando a Katia con una rama, no me había dado cuenta de que había barrido el pañuelo que le cubría la cara y ahora le acariciaba el rostro con las hojas. Me reí.
—Le apuesto a que nos dirá que no estaba dormida —dije en voz baja, como para no despertar a Katia; pero en realidad no era por eso: simplemente me resultaba muy placentero hablar con él en ese tono de voz.
Él movió los labios imitándome, como si yo hubiera hablado tan quedo que no se hubiese podido oír nada. Al ver el plato con las cerezas, lo tomó como a hurtadillas, fue hasta donde estaba Sonia debajo del tilo y se sentó en sus muñecas. Sonia al principio se enfadó, pero él hizo rápidamente las paces organizando un juego que consistía en ver quién de los dos se acababa primero las cerezas.
—Si quiere ordeno que traigan más —dije—, o vamos nosotros mismos por ellas.
Él cogió el plato, sentó en él a una muñeca, y fuimos los tres al cobertizo. Sonia, riendo, corría detrás de nosotros, tirándole del abrigo para que le devolviera sus muñecas. Él se las devolvió y se dirigió a mí muy seriamente.
—Cómo no va a ser usted una violeta —me dijo de nuevo en voz muy baja, aunque ya no temiéramos despertar a nadie—. Apenas me estaba acercando a usted después de tanto polvo, tanto calor, tantos afanes, cuando sentí un olor a violeta. Pero no a una violeta perfumada, sino, ¿sabe?, a esas primeras violetas, oscuras, las que todavía huelen a nieve derretida y a hierba de primavera.
—Y dígame, ¿va bien la explotación de sus tierras? —le pregunté para disimular la alegre confusión que me habían producido sus palabras.
—¡Espléndidamente! Esta gente es en todos lados excelente. Cuanto más los conoces, más los quieres.
—Sí —dije—, hoy, antes de que usted llegara, estuve mirando desde el jardín las labores, y de pronto me sentí avergonzada de que ellos estuviesen trabajando mientras yo me encuentro tan bien que…
—No coquetee con eso, querida —me interrumpió de pronto muy serio, pero mirándome a los ojos cariñosamente—. Eso es sagrado. Que Dios la libre de alardear de eso.
—Pero si se lo digo sólo a usted.
—Bueno, sí, ya lo sé. Mejor dígame, ¿qué tal las cerezas?
El cobertizo estaba cerrado y no había un solo jardinero (él los había dispersado a todos encargándoles distintos trabajos). Sonia corrió a buscar la llave, pero él, sin esperarla, se encaramó sobre una esquina, levantó la red y saltó al otro lado.
—¿Quiere? —oí su voz desde allí—. Deme el plato.
—No, quiero arrancarlas yo misma, voy por la llave —dije
—. Sonia no la encontrará…
Pero en ese momento se me antojó ver qué hacía él allí dentro, cómo miraba, cómo se movía suponiendo que nadie lo estaba viendo. En realidad, lo que ocurría era que en ese entonces yo no quería perderlo de vista ni un segundo. De puntillas sobre las ortigas rodeé el cobertizo hasta el otro lado, donde era menos alto, y, subiéndome en un cubo vacío de manera que la pared me llegara por debajo del pecho, me incliné hacia el cobertizo. Eché una mirada al interior y vi los viejos y arqueados árboles con sus anchas hojas dentadas de las que colgaban, pesados y rectos, los negruzcos y jugosos frutos; luego, tras haber metido la cabeza en la malla, vi a Serguéi Mijáilich debajo de la rama nudosa de un viejo cerezo. Él seguramente pensaba que yo me había ido, que nadie lo veía. Se había quitado el sombrero y había cerrado los ojos; estaba sentado en los restos del viejo cerezo intentando hacer una bolita con un trozo de resina. De pronto alzó los hombros, abrió los ojos, dijo algo y sonrió. Esa palabra y esa sonrisa tenían tan poco que ver con él que me avergoncé de estarlo espiando. Me pareció que la palabra había sido «¡Masha!». «No puede ser», pensé. «¡Masha querida!», repitió en voz más baja y con mayor ternura. Pero yo ya había oído claramente esas dos palabras. El corazón me latió con tanta fuerza y una alegría tan inquietante, como prohibida, se apoderó de mí de tal manera que me aferré con las manos a la pared para no caerme y traicionarme. Él oyó mi movimiento, miró asustado y, de pronto, bajando los ojos, se ruborizó, se sonrojó como un niño. Quería decirme algo, pero no podía, y otra vez, y otra vez, y su cara estallaba. Sin embargo, sonrió al mirarme. Yo también sonreí. Todo su rostro resplandecía de alegría. Ya no era un hombre viejo que me mimaba y me reprendía; era un hombre igual a mí que me amaba y me temía y al que yo amaba y temía. No nos decíamos nada, sólo nos mirábamos. Pero de pronto él se frunció, la sonrisa y el brillo de sus ojos desaparecieron, y fríamente se dirigió de nuevo a mí como un padre, como si estuviésemos haciendo algo malo y él hubiese recobrado el sentido y me aconsejara que yo también lo recobrara.
—Hágame el favor de bajarse, se va usted a lastimar —dijo
—. Y arréglese el pelo, mire nada más, pero ¿qué parece?
«¿Por qué finge? ¿Por qué quiere hacerme daño?», pensé con despecho. Y en ese momento tuve el deseo irresistible de volver a crear en él desconcierto y probar mi fuerza.
—No, quiero cortar las cerezas yo misma —dije, y, agarrándome de la rama más cercana, lancé las piernas por encima de la pared. No tuvo tiempo de detenerme cuando yo ya estaba en el suelo del cobertizo.
—¡Qué tonterías hace! —dijo, sonrojándose de nuevo y fingiendo enojo para tratar de ocultar su turbación—. Podría haberse lastimado. ¿Cómo va a salir de aquí?
Estaba más desconcertado que antes, pero ahora su desconcierto ya no me alegraba, sino que me asustaba. Se me contagió, me sonrojé, y, evitando su mirada y sin saber qué decir, comencé a arrancar cerezas que no tenía dónde poner. Me hacía reproches, me arrepentía, tenía miedo y me parecía que a sus ojos estaba acabada para siempre por haber hecho aquello. Ambos guardábamos silencio, y para ambos era difícil. Sonia, que llegó corriendo con la llave, nos sacó de esa penosa situación. Pasó mucho tiempo antes de que nos dijéramos algo el uno al otro; nos dirigíamos a Sonia. Cuando volvimos a donde estaba Katia, que aseguraba que no se había dormido y que lo había oído todo, yo me tranquilicé y él intentó encontrar de nuevo el tono protector, paternal, pero ya no lo consiguió y no me engañaba. Recordé vivamente la conversación que habíamos tenido hacía unos días.
Katia decía que para un hombre era más fácil amar y manifestar su amor que para una mujer.
—El hombre puede decir que ama, pero la mujer no —decía.
—Pues yo creo que el hombre tampoco, ni debe ni puede decir que ama —dijo.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque siempre será una mentira. ¿Qué clase de revelación es que el hombre ame? En cuanto lo dice es como si algo se cerrara, pum: ama. Como si en cuanto pronunciara esas palabras tuviese que ocurrir algo extraordinario, como si ciertas señales se dispararan desde mil y un cañones. Creo —continuó— que la gente que pronuncia con solemnidad las palabras «La amo», o bien se engaña o, peor aún, engaña a los demás.
—¿Y cómo se va a enterar la mujer de que la aman si no se lo dicen? —preguntó Katia.
—Pues eso no lo sé —respondió él—. Cada persona tiene sus propias palabras. Y si el sentimiento existe, ya encontrará la manera de expresarse. Cuando leo novelas, siempre me imagino qué cara de desconcierto tendría que tener el teniente Strelski o Alfredo al decir «Te amo, Eleonora» y pensar que de pronto ocurrirá algo extraordinario; pero no les ocurre nada, ni a él ni a ella. Todo sigue igual, los mismos ojos, la misma nariz, todo lo mismo.
En esa broma percibí entonces algo serio en relación conmigo, pero Katia no permitió que se tratara de manera superficial a los héroes de las novelas.
—Eternas paradojas —dijo—. Pero, a ver, dígame la verdad, ¿acaso usted nunca le ha dicho a ninguna mujer que la ama?
—Nunca lo he dicho ni nunca me he puesto sobre una sola rodilla —respondió riendo—; no lo he hecho ni lo haré.
«Es cierto, él no necesita decirme que me ama —pensé en ese momento, recordando vivamente nuestra conversación—. Me ama y yo lo sé. Y todos sus esfuerzos por parecer indiferente no han logrado convencerme de lo contrario».
Aquella tarde habló poco conmigo, pero en cada una de sus palabras dirigidas a Katia o a Sonia, en cada uno de sus movimientos y en su mirada yo veía amor y no dudaba de él. Sólo me dolía, y me apenaba, por él, que encontrara necesario ocultarse y fingirse frío, cuando todo estaba ya tan claro, cuando era tan sencillo y tan fácil ser prodigiosamente feliz. Pero a mí, el hecho de haber saltado al cobertizo donde él estaba me atormentaba como un crimen. Seguía pareciéndome que por eso dejaría de respetarme y que estaba enfadado conmigo.
Después del té me dirigí al piano, y él me siguió.
—Toque alguna cosa, hace tiempo que no la he escuchado
—dijo, alcanzándome en la sala.
—Eso tenía ganas de hacer… ¡Serguéi Mijáilich! —dije de pronto mirándolo directamente a los ojos—. ¿No está enfadado conmigo?
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque no lo obedecí después de la comida —dije yo, sonrojándome.
Él me entendió, movió la cabeza y sonrió. Su mirada decía que tendría que reprenderme, pero que no se sentía con fuerzas para hacerlo.
—No ha pasado nada, ¿volvemos a ser amigos? —pregunté yo, sentándome al piano.
—¡Faltaría más! —respondió.
En la sala grande del piso de arriba no había sino dos velas encima del piano; el resto se hallaba en la penumbra. Por las ventanas abiertas asomaba la luminosa noche de verano. Todo estaba en calma; sólo los pasos entrecortados de Katia crujían en la oscuridad de la sala, y el caballo de Serguéi Mijáilich, atado debajo de la ventana, bufaba y pisoteaba la bardana con sus cascos. Él estaba sentado a mi espalda, de modo que no podía yo verlo; pero por todos lados, en la penumbra de la habitación, en los sonidos, en mí misma, percibía su presencia. Cada una de sus miradas, cada uno de sus movimientos repercutía en mi corazón. Yo tocaba la sonata-fantasía de Mozart que él me había traído y que había aprendido estando con él y para él. La verdad es que no estaba pensando en lo que interpretaba, pero, creo, tocaba bien, y me parecía que a él le gustaba. Yo percibía el placer que él estaba experimentando y, aun sin verlo, sentía su mirada puesta en mí. De manera involuntaria y sin dejar de mover los dedos mecánicamente, me volví para verlo. Su cabeza se distinguía en el claro fondo de la noche. Estaba sentado con la barbilla apoyada en las manos y me miraba fijamente con sus ojos llenos de brillo. Sonreí al ver esa mirada y dejé de tocar. Él también sonrió y meneó la cabeza con aire reprobatorio señalando la partitura para que yo continuara. Cuando terminé, la luna había adquirido más brillo, se había elevado en el cielo tanto que en la habitación, además de la tenue luz de las velas, entraba por las ventanas una luz distinta, plateada, que se derramaba por el suelo. Katia opinó que aquello había estado muy mal, que me había detenido en el mejor pasaje, y que había tocado pésimamente; pero él, al contrario, dijo que jamás había tocado tan bien como esa noche, y comenzó su andar por las habitaciones. De la sala pasó al oscuro comedor para volver de nuevo a la sala, y siempre me miraba y sonreía. Yo también sonreía, incluso tenía ganas de reír, sin motivo, hasta tal punto estaba contenta por algo que apenas hacía un momento había tenido lugar. En cuanto él se perdió de vista detrás de la puerta, abracé a Katia, que estaba de pie junto a mí al lado del piano, y me puse a besarla en ese puntito que a mí tanto me gustaba, en su rollizo cuello debajo de la barbilla; en cuanto él volvía, yo ponía una cara que aparentaba ser seria y me obligaba a contener la risa.
—¿Qué le habrá ocurrido a Masha hace un momento? —le preguntó Katia.
Pero él no respondió y sólo se reía conmigo. Él sabía lo que me había ocurrido.
—¡Mire qué noche! —dijo desde el comedor frente a la puerta abierta del balcón que daba al jardín…
Nos acercamos. Verdaderamente era una noche como no volví a ver nunca más. La luna llena estaba sobre la casa detrás de nosotros, de manera que no se veía, y la mitad de la sombra del techo, los pilares y el toldo de la terraza yacían al sesgo en raccourci sobre el camino de tierra arenisca y el círculo del parterre. Todo lo demás estaba claro y bañado por la plata del rocío y la luz de la luna. El ancho camino de flores, en el que a un lado se extendían oblicuas las sombras de las dalias y de los soportes, luminoso y frío, lanzando destellos con sus guijas irregulares, se perdía en la niebla y en la lejanía. Detrás de los árboles se distinguía la clara techumbre del invernadero, y desde el fondo del barranco comenzaba a levantarse una niebla creciente. Algunos deshojados arbustos de lilas estaban iluminados hasta las ramas. Las flores humedecidas por el rocío se podían distinguir unas de otras. En las alamedas, la sombra y la luz se fundían de tal manera que estas no parecían hechas de árboles y camino, sino de casas transparentes que se balanceaban y vacilaban. A la derecha, a la sombra de la casa, todo era negro, indiferente y terrible. Pero, en cambio, la caprichosa y tupida cima de un álamo se destacaba, aún más luminosa, al emerger de esa penumbra que, por alguna razón, curiosamente se detenía ahí, cerca de la casa, en lo alto, en una luz brillante, y no salía volando, lejos, al cielo azul que se alejaba.
—Vayamos a dar un paseo —dije.
Katia estuvo de acuerdo, pero me pidió que me pusiera los chanclos.
—No hace falta, Katia —dije—. Serguéi Mijáilich me dará la mano.
Como si eso pudiera impedir que me mojara los pies. Pero en ese momento para los tres estaba claro y a nadie le pareció extraño. Él nunca me había dado la mano, pero ahora yo misma tomé la suya, y a él no le pareció extraño. Los tres salimos de la terraza. Este mundo, este cielo, este jardín, este aire, ahora eran distintos de los que yo conocía.
Cuando miraba de frente por la alameda por la que caminábamos, me parecía que no podríamos ir mucho más allá, que ahí terminaba el mundo de lo posible, que todo aquello quedaría para siempre aherrojado en su propia belleza. Pero seguíamos avanzando y la pared mágica de la belleza se abría y nos permitía la entrada; y allí también, al menos esa era la impresión que teníamos, estaban nuestro jardín, nuestros árboles, y aquellos senderos y hojas secas. Y era como si anduviéramos por los caminos y pisáramos los círculos de luz y de sombra, y las hojas secas crujieran bajo nuestros pies y una rama fresca me rozara la cara. Y todo esto no era sino él, que de manera uniforme y silenciosa iba a mi lado y, solícito, sostenía mi mano; y también era Katia, que, haciendo crujir las hojas, caminaba junto a nosotros. Y, seguramente, también era la luna en el cielo que nos alumbraba a través de las quietas ramas…
Pero con cada paso, detrás de nosotros y delante también, volvía a cerrarse la pared mágica y yo dejaba de creer que fuera posible seguir adelante, dejaba de creer en todo lo que estaba ocurriendo.
—¡Ah! ¡Una rana! —dijo Katia.
«¿Quién dice esto y para qué?», pensé. Pero luego caí en la cuenta de que era Katia, y que Katia tenía miedo a las ranas, y miré a nuestros pies. Una rana, pequeñita y saltarina, se quedó inmóvil frente a mí, y su sombra, tan pequeñita como ella, se dibujaba sobre el barro claro del sendero.
—¿A usted no le dan miedo? —preguntó él.
Lo miré. Faltaba un tilo en la alameda justo en el lugar por donde estábamos pasando y pude ver su rostro con claridad. Era tan bello y tan dichoso…
Él dijo: «¿A usted no le dan miedo?», y yo oí: «¡Te amo!, querida jovencita», «¡Te amo! ¡Te amo!», corroboraban su mirada y su mano… Y la luz, y las sombras, y el aire, todo decía lo mismo.
Rodeamos el jardín. Katia iba a nuestro lado dando pequeños pasitos y respirando con dificultad por la fatiga. Dijo que era hora de volver, y yo me entristecí, me entristecí por ella, pobrecilla. «¿Por qué no sentirá lo que sentimos nosotros? —pensé—. ¿Por qué no todos son jóvenes, por qué no todos son felices como esta noche y como él y yo?».
Volvimos a casa, pero él tardó mucho en marcharse, pese a que ya comenzaban a oírse los gallos, a que todos en casa dormían y a que su caballo resoplaba bajo la ventana y golpeaba los cascos contra la bardana cada vez con más frecuencia. Katia no nos recordaba que era tarde y nosotros conversábamos de las cosas más triviales. Así estuvimos, sin darnos cuenta, hasta pasadas las dos de la madrugada. Ya cantaban los gallos del alba y la aurora comenzaba a despuntar cuando él se fue. Se despidió, como de costumbre, y no dijo nada especial; pero yo sabía que a partir de ese día era mío y que ya no lo perdería. En cuanto me confesé a mí misma que lo amaba, se lo conté todo a Katia. Ella se puso contenta y conmovida de que se lo hubiese yo contado, pero la pobre se quedó dormida, ¡esa noche! Yo pasé un buen tiempo dando vueltas por la terraza, bajé al jardín y, rememorando cada palabra, cada movimiento, paseé por las alamedas por las que habíamos paseado juntos. No dormí en toda la noche y por primera vez en mi vida vi la salida del sol y el despuntar del alba. Y después nunca más volví a ver una noche ni una mañana así. «Pero ¿por qué no me dirá sencillamente que me ama? —pensaba—. ¿Por qué inventa no sé qué dificultades y dice que es viejo cuando todo es tan sencillo y tan hermoso? ¿Por qué pierde un tiempo precioso que, quizá, no vuelva jamás? Que me diga: te amo, que me diga con palabras: te amo. Que tome mi mano con su mano y oprima su cabeza contra ella y me diga: te amo. Que se ruborice y baje los ojos delante de mí, y entonces se lo diré todo. No, no se lo diré; lo abrazaré, me apretaré contra él y me echaré a llorar. Pero… ¿y si es un error y no me ama?», se me ocurrió de pronto.
Me asustó lo que sentí: no sé hasta dónde habría podido llevarme ese sentimiento; recordé su confusión y también la mía en el cobertizo cuando salté a donde él estaba, y volví a sentirme muy, muy afligida. Las lágrimas se derramaron de mis ojos; me puse a rezar. Y de pronto se me ocurrió una idea curiosa que me tranquilizaba y me daba esperanza. Decidí que a partir de ese momento guardaría el ayuno, comulgaría el día de mi cumpleaños y ese mismo día me convertiría en su novia.
¿Para qué? ¿Por qué? ¿Cómo debía ocurrir? Yo misma no lo sabía, pero a partir de ese momento creí que así sucedería y supe que así sería. Ya había amanecido y la gente comenzaba a levantarse cuando yo volví a mi habitación.