Conclusión
Conclusión
¡Voz que clama en el desierto!
Isaías, XL. 3.
Fuerza me es ya concluir, por ahora al menos, estos ensayos que
amenazan convertírseme en el cuento de nunca acabar. Han ido saliendo de
mis manos a la imprenta en una casi improvisación sobre notas recogidas
durante años, sin haber tenido presentes al escribir cada ensayo los
que le precedieron. Y así irán llenos de contradicciones íntimas —al
menos aparentes— como la vida y como yo mismo.
Mi pecado ha sido, si alguno, el haberlos exornado en exceso con
citas ajenas, muchas de las cuales parecerán traídas con cierta
violencia. Mas ya lo explicaré otra vez.
Muy pocos años después de haber andado Nuestro Señor Don Quijote por España, decíanos Jacobo Boehme (Aurora,
capítulo XI, § 75), que no escribía una historia que le hubiesen
contado otros, sino que tenía que estar él mismo en la batalla, y en
ella en gran pelea, donde a menudo tenía que ser vencido como todos los
hombres, y más adelante (§ 83) añade que aunque tenga que hacerse
espectáculo del mundo y del demonio, le queda la esperanza en Dios sobre
la vida futura, en quien quiere arriesgarla y no resistir al Espíritu.
Amén. Y tampoco yo, como este Quijote del pensamiento alemán, quiero
resistir al Espíritu.
Y por esto lanzo mi voz que clamará en el desierto, y la lanzo desde
esta Universidad de Salamanca, que se llamó a sí misma arrogantemente omnium scientiarum princeps,
y a la que Carlyle llamó fortaleza de la ignorancia, y un literato
francés, hace poco, Universidad fantasma; desde esta España, «tierra de
los ensueños que se hacen realidades, defensora de Europa, hogar del
ideal caballeresco», así me decía en carta no ha mucho Mr. Archer M.
Huntington, poeta; desde esta España, cabeza de la Contra-Reforma en el
siglo XVI. ¡Y bien se lo guardan!
En el cuarto de estos ensayos os hablé de la esencia del catolicismo. Y a desesenciarlo,
esto es, a descatolizar a Europa, han contribuído el Renacimiento, la
Reforma y la Revolución, sustituyendo aquel ideal de una vida eterna
ultraterrena por el ideal del progreso, de la razón, de la ciencia. O
mejor de la Ciencia, con letra mayúscula. Y lo último, lo que hoy más se
lleva, es la Cultura.
Y en la segunda mitad del pasado siglo XIX, época infilosófica y
tecnicista, dominada por especialismo miope y por el materialismo
histórico, ese ideal se tradujo en una obra no ya de vulgarización, sino
de avulgaramiento científico —o más bien pseudocientífico— que se
desahogaba en democráticas bibliotecas baratas y sectarias. Quería así
popularizarse la ciencia como si hubiere de ser ésta la que haya de
bajar al pueblo y servir sus pasiones, y no el pueblo el que debe subir a
ella y por ella más arriba aún, a nuevos y más profundos anhelos.
Todo esto llevó a Brunetière a proclamar la bancarrota de la ciencia,
y esa ciencia o lo que fuere, bancarroteó en efecto. Y como ella no
satisfacía, no dejaba de buscarse la felicidad; sin encontrarla ni en la
riqueza, ni en el saber, ni en el poderío, ni en el goce, ni en la
resignación, ni en la buena conciencia moral, ni en la cultura. Y vino
el pesimismo.
El progresismo no satisfacía tampoco. Progresar, ¿para qué? El hombre no se conformaba con lo racional, el Kulturkampf no le bastaba; quería dar finalidad final a la vida, que esta que llamo la finalidad final es el verdadero ὄντως ὄν. Y la famosa maladie du siècle, que se anuncia en Rousseau y acusa más claramente que nadie el Obermann de Sénancour, no era ni es otra cosa que la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma, en la finalidad humana del Universo.
Su símbolo, su verdadero símbolo es un ente de ficción, el Dr. Fausto.
Este inmortal Dr. Fausto que se nos aparece ya a principios del siglo
XVII, en 1604, por obra del Renacimiento y de la Reforma y por
ministerio de Cristóbal Marlowe, es ya el mismo que volverá a descubrir
Goethe, aunque en ciertos respectos más espontáneo y más fresco. Y junto
a él aparece Mefistófeles, a quien pregunta Fausto aquello de «¿qué
bien hará mi alma a tu señor»? Y le contesta: «Ensanchar su reino.» «¿Y
es esa la razón por la que nos tienta así?» vuelve a preguntar el
Doctor, y el espíritu maligno responde: «solamen miseris socios habuisse doloris»,
que es lo que mal traducido en romance, decimos: mal de muchos,
consuelo de tontos. «Donde estamos, allí está el infierno, y donde está
el infierno, allí tenemos que estar siempre» —añade Mefistófeles— a lo
que Fausto agrega que cree ser una fábula tal infierno, y le pregunta
quién hizo el mundo. Y este trágico Doctor, torturado por nuestra
tortura, acaba encontrando a Helena, que no es otra, aunque Marlowe
acaso no lo sospechase, que la Cultura renaciente. Y hay aquí en este Faust de Marlowe una escena que vale por toda la segunda parte del Faust
de Goethe. Le dice a Helena Fausto: «Dulce Helena, hazme inmortal con
un beso —y le besa—. Sus labios me chupan el alma; ¡mira cómo huye!
¡Ven, Helena, ven; devuélveme el alma! Aquí quiero quedarme, porque el
cielo está en estos labios, y todo lo que no es Helena, escoria es.»
¡Devuélveme el alma! He aquí el grito de Fausto, el Doctor, cuando
después de haber besado a Helena va a perderse para siempre. Porque al
Fausto primitivo no hay ingenua Margarita alguna que le salve. Esto de
la salvación fué invención de Goethe. ¿Y quién no conoce a su Fausto,
nuestro Fausto, que estudió Filosofía, Jurisprudencia, Medicina, hasta
Teología, y sólo vió que no podemos saber nada, y quiso huir al campo
libre —hinaus ins weite Land!— y topó con
Mefistófeles, parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal
haciendo siempre el bien, y éste le llevó a los brazos de Margarita, del
pueblo sencillo, a la que aquél, el sabio perdió; pero merced a la
cual, que por él se entregó, se salva, redimido por el pueblo creyente
con fe sencilla? Pero tuvo esa segunda parte, porque aquel otro Fausto
era el Fausto anecdótico y no el categórico de Goethe, y volvió a
entregarse a la Cultura, a Helena, y a engendrar en ella a Euforión,
acabando todo con aquello del eterno femenino entre coros místicos.
¡Pobre Euforión!
Y esta Helena, ¿es la esposa del rubio Menelao, la que robó Paris y
causó la guerra de Troya, y de quien los ancianos troyanos decían que no
debía indignar el que se pelease por mujer que por su rostro se parecía
tan terriblemente a las diosas inmortales? Creo más bien que esa Helena
de Fausto era otra, la que acompañaba a Simón Mago, y que éste decía
ser la inteligencia divina. Y Fausto puede decirle: ¡devuélveme el alma!
Porque Helena con sus besos nos saca el alma. Y lo que queremos y necesitamos es alma, y alma de bulto y de sustancia.
Pero vinieron el Renacimiento, la Reforma y la Revolución,
trayéndonos a Helena, o más bien empujados por ella, y ahora nos hablan
de Cultura y de Europa.
¡Europa! Esta noción primitiva e inmediatamente geográfica nos la han
convertido por arte mágica en una categoría casi metafísica. ¿Quién
sabe hoy ya, en España por lo menos, lo que es Europa? Yo sólo sé que es
un chibolete (v. mis Tres Ensayos). Y cuando me
pongo a escudriñar lo que llaman Europa nuestros europeizantes, paréceme
a las veces que queda fuera de ella mucho de lo periférico —España
desde luego, Inglaterra, Italia, Escandinavia, Rusia...— y que se reduce
a lo central, a Franco-Alemania, con sus anejos y dependencias.
Todo esto nos lo han traído, digo, el Renacimiento y la Reforma,
hermanos mellizos que vivieron en aparente guerra intestina. Los
renacientes italianos, socinianos todos ellos; los humanistas, con
Erasmo a la cabeza, tuvieron por un bárbaro a aquel fraile Lutero, que
del claustro sacó su ímpetu, como de él lo sacaron Bruno y Campanella.
Pero aquel bárbaro era su hermano mellizo; combatiéndolos, combatía a su
lado contra el enemigo común. Todo eso nos han traído el Renacimiento y
la Reforma, y luego la Revolución, su hija, y nos han traído también
una nueva Inquisición: la de la ciencia o la cultura, que usa por armas
el ridículo y el desprecio para los que no se rinden a su ortodoxia.
Al enviar Galileo al Gran Duque de Toscana su escrito sobre la
movilidad de la Tierra, le decía que conviene obedecer y creer a las
determinaciones de los superiores, y que reputaba aquel escrito «como
una poesía o bien un ensueño, y por tal recíbalo Vuestra Alteza». Y
otras veces le llama «quimera» y «capricho matemático». Y así yo en
estos ensayos, por temor también —¿por qué no confesarlo?— a la
Inquisición, pero a la de hoy, a la científica, presento como poesía,
ensueño, quimera o capricho místico lo que más de dentro me brota. Y
digo con Galileo: Eppur si muove! Mas ¿es
sólo por ese temor? ¡Ah, no! que hay otra más trágica Inquisición, y es
la que un hombre moderno, culto, europeo —como lo soy yo, quiéralo o
no—, lleva dentro de sí. Hay un más terrible ridículo, y es el ridículo
de uno ante sí mismo y para consigo. Es mi razón que se burla de mi fe y
la desprecia.
Y aquí es donde tengo que acogerme a mi Señor Don Quijote para
aprender a afrontar el ridículo y vencerlo, y un ridículo que acaso
—¿quién sabe?— él no conoció.
Sí, sí, ¿cómo no ha de sonreir mi razón de estas construcciones
pseudo-filosóficas, pretendidas místicas, diletantescas, en que hay de
todo menos paciente estudio, objetividad y método... científicos? ¡Y,
sin embargo... Eppur si muove!
Eppur si muove, sí! Y me acojo al diletantismo, a lo que un pedante llamaría filosofía demi-mondaine,
contra la pedantería especialista, contra la filosofía de los filósofos
profesionales. Y quién sabe... Los progresos suelen venir del bárbaro, y
nada más estancado que la filosofía de los filósofos y la teología de
los teólogos.
¡Y que nos hablen de Europa! La civilización del Tibet es paralela a
la nuestra, y ha hecho y hace vivir a hombres que desaparecen como
nosotros. Y queda flotando sobre las civilizaciones todas el
Eclesiastés, y aquello de «así muere el sabio como el necio» (II, 3).
Corre entre las gentes de nuestro pueblo una respuesta admirable a la
ordinaria pregunta de «¿qué tal?» o «¿cómo va?», y es aquella que
responde: «¡se
vive!...» Y de hecho es así; se vive, vivimos tanto como los demás. ¿Y
qué más puede pedirse? ¿Y quién no recuerda lo de la copla? «Cada vez
que considero — que me tengo de morir, — tiendo la capa en el suelo — y
no me harto de dormir.» Pero no dormir, no, sino soñar; soñar la vida,
ya que la vida es sueño.
Proverbial se ha hecho también en muy poco tiempo entre nosotros, los
españoles, la frase de que la cuestión es pasar el rato, o sea matar el
tiempo. Y de hecho hacemos tiempo para matarlo. Pero hay algo que nos
ha preocupado siempre tanto o más que pasar el rato —fórmula que marca
una posición estética— y es ganar la eternidad; fórmula de la posición
religiosa. Y es que saltamos de lo estético y lo económico a lo
religioso, por encima de lo lógico y lo ético; del arte a la religión.
Un joven novelista nuestro, Ramón Pérez de Ayala, en su reciente novela La pata de la raposa,
nos dice que la idea de la muerte es el cepo; el espíritu, la raposa, o
sea virtud astuta con que burlar las celadas de la fatalidad, y añade:
«Cogidos en el cepo, hombres débiles y pueblos débiles yacen por
tierra...; los espíritus recios y los pueblos fuertes reciben en el
peligro clarividente estupor, desentrañan de pronto la desmesurada
belleza de la vida y, renunciando para siempre a la agilidad y locura
primeras, salen del cepo con los músculos tensos para la acción y con
las fuerzas del alma centuplicadas en ímpetu, potencia y eficacia.» Pero
veamos; hombres débiles..., pueblos débiles..., espíritus recios...,
pueblos fuertes..., ¿qué es eso? Yo no lo sé. Lo que creo saber es que
unos individuos y pueblos no han pensado aún de veras en la muerte y la
inmortalidad; no las han sentido, y otros han dejado de pensar en ellas,
o más bien han dejado de sentirlas. Y no es, creo, cosa de que se
engrían los hombres y los pueblos que no han pasado por la edad
religiosa.
Lo de la desmesurada belleza de la vida está bien para escrito, y
hay, en efecto, quienes se resignan y la aceptan tal cual es, y hasta
quienes nos quieren persuadir que el del cepo no es problema. Pero ya
dijo Calderón (Gustos y disgustos no son más que imaginación,
act. I, esc. 4.ª) que «No es consuelo de desdichas, — es otra desdicha
aparte, — querer a quien las padece — persuadir que no son tales.» Y
además, «a un corazón no habla sino otro corazón», según fray Diego de
Estella (Vanidad del mundo, cap. XXI).
No ha mucho hubo quien hizo como que se escandalizaba de que,
respondiendo yo a los que nos reprochaban a los españoles nuestra
incapacidad científica, dijese, después de hacer observar que la luz
eléctrica luce aquí, y corre aquí la locomotora tan bien como donde se
inventaron, y nos servimos de los logaritmos como en el país donde
fueron ideados, aquello de: «¡que inventen ellos!» Expresión paradójica a
que no renuncio. Los españoles deberíamos apropiarnos no poco de
aquellos sabios consejos que a los rusos, nuestros semejantes, dirigía
el conde José de Maistre en aquellas sus admirables cartas al conde
Rasoumowski, sobre la educación pública en Rusia, cuando le decía que no
por no estar hecha para la ciencia debe una nación estimarse menos; que
los romanos no entendieron de artes ni tuvieron un matemático, lo que
no les impidió hacer su papel, y todo lo que añadía sobre esa
muchedumbre de semisabios falsos y orgullosos, idólatras de los gustos,
las modas y las lenguas extranjeras, y siempre prontos a derribar cuanto
desprecian, que es todo.
¿Que no tenemos espíritu científico? ¿Y qué, si tenemos algún
espíritu? ¿Y se sabe si el que tenemos es o no compatible con ese otro?
Mas al decir ¡que inventen ellos!, no quise decir que hayamos de
contentarnos con un papel pasivo, no. Ellos a la ciencia de que nos
aprovecharemos;
nosotros, a lo nuestro. No basta defenderse, hay que atacar.
Pero atacar con tino y cautela. La razón ha de ser nuestra arma. Lo
es hasta del loco. Nuestro loco sublime, nuestro modelo, Don Quijote,
después que destrozó de dos cuchilladas aquella a modo de media celada
que encajó con el morrión, «la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas
barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de
su fortaleza, y sin querer hacer nueva experiencia della la diputó y
tuvo por celada finísima de encaje». Y con ella en la cabeza se
inmortalizó. Es decir, se puso en ridículo. Pues fué poniéndose en
ridículo como alcanzó su inmortalidad Don Quijote.
¡Y hay tantos modos de ponerse en ridículo...! Cournot (Traité de l’enchaînement des idées fondamentales,
etc., § 510) dijo: «No hay que hablar ni a los príncipes ni a los
pueblos de sus probabilidades de muerte: los príncipes castigan esta
temeridad con la desgracia; el público se venga de ella por el
ridículo». Así es, y por eso dicen que hay que vivir con el siglo. Corrumpere et corrumpi saeculum vocatur (Tácito, Germania, 19).
Hay que saber ponerse en ridículo, y no sólo ante los demás, sino
ante nosotros mismos. Y más ahora, en que tanto se charla de la
conciencia de nuestro atraso respecto a los demás pueblos cultos; ahora,
en que unos cuantos atolondrados que no conocen nuestra propia historia
—que está por hacer, deshaciendo antes lo que la calumnia protestante
ha tejido en torno de ella— dicen que no hemos tenido ni ciencia, ni
arte, ni filosofía, ni Renacimiento (éste acaso nos sobraba), ni nada.
Carducci, el que habló de los contorcimenti dell’ affannosa grandiosità spagnola, dejó escrito (en Mosche cocchiere)
que «hasta España que jamás tuvo hegemonía de pensamiento, tuvo su
Cervantes». ¿Pero es que Cervantes se dió aquí solo, aislado, sin
raíces, sin tronco, sin apoyo? Mas se comprende que diga que España non ebbe egemonia mai di pensiero
un racionalista italiano que recuerda que fué España la que reaccionó
contra el Renacimiento en su patria. Y qué ¿acaso no fué algo, y algo
hegemónico en el orden cultural, la Contra-Reforma, que acaudilló España
y que empezó de hecho con el saco de Roma, providencial castigo contra
la ciudad de los paganos Papas del Renacimiento pagano? Dejemos ahora si
fué mala o buena la Contra-Reforma, pero ¿es que no fueron algo
hegemónico Loyola y el Concilio de Trento? Antes de éste dábanse en
Italia cristianismo y paganismo, o mejor, inmortalismo y mortalismo en
nefando abrazo y contubernio, hasta en las almas de algunos Papas, y era
verdad en filosofía lo que en teología no lo era, y todo se arreglaba
con la fórmula de salva la fe. Después ya no, después vino la
lucha franca y abierta entre la razón y la fe, la ciencia y la religión.
Y el haber traído esto, gracias sobre todo a la testarudez española,
¿no fué hegemónico?
Sin la Contra-Reforma, no habría la Reforma seguido el curso que
siguió; sin aquélla, acaso ésta, falta del sostén del pietismo, habría
perecido en la ramplona racionalidad de la Aufklärung, de la ilustración. Sin Carlos I, sin Felipe II, nuestro gran Felipe, ¿habría sido todo igual?
Labor negativa, dirá alguien. ¿Qué es eso? ¿Qué es lo negativo? ¿qué
lo positivo? ¿En el tiempo, línea que va siempre en la misma dirección,
del pasado al porvenir, dónde está el cero que marca el límite entre lo
positivo y lo negativo? España, esta tierra que dicen de caballeros y
pícaros —y todos pícaros—, ha sido la gran calumniada de la Historia
precisamente por haber acaudillado la Contra-Reforma. Y porque su
arrogancia le ha impedido salir a la plaza pública, a la feria de las
vanidades, a justificarse.
Dejemos su lucha de ocho siglos con la morisma, defendiendo a Europa
del mahometismo, su labor de unificación interna, su descubrimiento de
América y las Indias —que lo hicieron España y Portugal, y no Colón y
Gama—; dejemos eso y más, y no es dejar poco. ¿No es nada cultural crear
veinte naciones sin reservarse nada y engendrar, como engendró el
conquistador, en pobres indias siervas hombres libres? Fuera de esto, en
el orden del pensamiento, ¿no es nada nuestra mística? Acaso un día
tengan que volver a ella, a buscar su alma, los pueblos a quienes Helena
se la arrebatara con sus besos.
Pero ya se sabe, la Cultura se compone de ideas y sólo de ideas y el
hombre no es sino un instrumento de ella. El hombre para la idea, y no
la idea para el hombre; el cuerpo para la sombra. El fin del hombre es
hacer ciencia, catalogar el Universo para devolvérselo a Dios en orden,
como escribí hace unos años en mi novela Amor y Pedagogía.
El hombre no es, al parecer, ni siquiera una idea. Y al cabo el género
humano sucumbirá al pie de las bibliotecas —talados bosques enteros para
hacer el papel que en ellas se almacena—, museos, máquinas, fábricas,
laboratorios... para legarlos... ¿a quién? Porque Dios no los recibirá.
Aquella hórrida literatura regeneracionista, casi toda ella embuste,
que provocó la pérdida de nuestras últimas colonias americanas, trajo la
pedantería de hablar del trabajo perseverante y callado —eso sí,
voceándolo mucho, voceando el silencio—, de la prudencia, la exactitud,
la moderación, la fortaleza espiritual, la sindéresis, la ecuanimidad,
las virtudes sociales, sobre todo los que más carecemos de ellas. En esa
ridícula literatura caímos casi todos los españoles, unos más y otros
menos, y se dió el caso de aquel archi-español Joaquín Costa, uno de los
espíritus menos europeos que hemos tenido, sacando lo de europeizarnos y
poniéndose a cidear mientras proclamaba que había que cerrar con
siete llaves el sepulcro del Cid y... conquistar África. Y yo di un
¡muera Don Quijote!, y de esta blasfemia, que quería decir todo lo
contrario que decía —así estábamos entonces—, brotó mi Vida de Don Quijote y Sancho y mi culto al quijotismo como religión nacional.
Escribí aquel libro para repensar el Quijote contra
cervantistas y eruditos, para hacer obra de vida de lo que era y sigue
siendo para los más letra muerta. ¿Que me importa lo que Cervantes quiso
o no quiso poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo
allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí pongo y
sobrepongo y sotopongo, y lo que ponemos allí todos. Quise allí rastrear
nuestra filosofía.
Pues abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la
filosofía española, está líquida y difusa en nuestra literatura, en
nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en
sistemas filosóficos. Es concreta. ¿Y es que acaso no hay en Goethe, v.
gr., tanta o más filosofía que en Hegel? Las coplas de Jorge Manrique,
el Romancero, el Quijote, La vida es sueño, la Subida al Monte Carmelo, implican una intuición del mundo y un concepto de la vida, Weltanschauung und Lebensansicht.
Filosofía esta nuestra que era difícil se formulase en esa segunda
mitad del siglo XIX, época afilosófica, positivista, tecnicista, de pura
historia y de ciencias naturales, época en el fondo materialista y
pesimista.
Nuestra lengua misma, como toda lengua culta, lleva implícita una filosofía.
Una lengua, en efecto, es una filosofía potencial. El platonismo es
la lengua griega que discurre en Platón, desarrollando sus metáforas
seculares: la escolástica es la filosofía del latín muerto de la Edad
Media en lucha con las lenguas vulgares; en Descartes discurre la lengua
francesa, la alemana en Kant y en Hegel y el inglés en Hume y en Stuart
Mill. Y es que el punto de partida lógico de toda especulación
filosófica no es el yo, ni es la representación —Vorstellung—
o el mundo tal como se nos presenta inmediatamente a los sentidos, sino
que es la representación mediata o histórica, humanamente elaborada y
tal como se nos da principalmente en el lenguaje por medio del cual
conocemos el mundo; no es la representación psíquica sino la pneumática.
Cada uno de nosotros parte para pensar, sabiéndolo o no y quiéralo o no
lo quiera, de lo que han pensado los demás que le precedieron y le
rodean. El pensamiento es una herencia. Kant pensaba en alemán, y al
alemán tradujo a Hume y a Rousseau, que pensaban en inglés y en francés
respectivamente. Y Spinoza, ¿no pensaba en judeo-portugués, bloqueado
por el holandés y en lucha con él?
El pensamiento reposa en prejuicios y los prejuicios van en la
lengua. Con razón adscribía Bacon al lenguaje no pocos errores de los idola fori.
Pero, ¿cabe filosofar en pura álgebra o siquiera en esperanto? No hay
sino leer el libro de Avenarius de crítica de la experiencia pura —reine Erfahrung—
de esta experiencia prehumana, o sea inhumana, para ver adónde puede
llevar eso. Y Avenarius mismo, que ha tenido que inventarse un lenguaje,
lo ha inventado sobre tradición latina, con raíces que llevan en su
fuerza metafórica todo un contenido de impura experiencia, de
experiencia social humana.
Toda filosofía es, pues, en el fondo, filología. Y la filología, con
su grande y fecunda ley de las formaciones analógicas, da su parte al
azar, a lo irracional, a lo absolutamente inconmensurable. La historia
no es matemática ni la filosofía tampoco. ¡Y cuántas ideas filosóficas
no se debe en rigor a algo así como rima, a la necesidad de colocar un
consonante! En Kant mismo abunda no poco de esto, de simetría estética;
de rima.
La representación es, pues, como el lenguaje, como la razón misma
—que no es sino el lenguaje interior—, un producto social y racial, y la
raza, la sangre del espíritu es la lengua, como ya lo dejó dicho, y yo
muy repetido, Oliver Wendell Holmes, el yanqui.
Nuestra filosofía occidental entró en madurez, llegó a conciencia de
sí, en Atenas, con Sócrates, y llegó a esta conciencia mediante el
diálogo, la conversación social. Y es hondamente significativo que la
doctrina de las ideas innatas, del valor objetivo y normativo de las
ideas, de lo que luego, en la Escolástica, se llamó realismo, se
formulase en diálogos. Y esas ideas, que son la realidad, son nombres,
como el nominalismo enseñaba. No que no sean más que nombres, flatus vocis,
sino que son nada menos que nombres. El lenguaje es el que nos da la
realidad, y no como un mero vehículo de ella, sino como su verdadera
carne, de que todo lo otro, la representación muda o inarticulada, no es
sino esqueleto. Y así la lógica opera sobre la estética; el concepto
sobre la expresión, sobre la palabra, y no sobre la percepción bruta.
Y esto hasta tratándose del amor. El amor no se descubre a sí mismo
hasta que no habla, hasta que no dice: ¡Yo te amo! Con muy profunda
intuición, Stendhal, en su novela La Chartreuse de Parme,
hace que el conde Mosca, furioso de celos y pensando en el amor que
cree une a la duquesa de Sanseverina con su sobrino Fabricio, se diga:
«Hay que calmarse; si empleo maneras rudas, la duquesa es capaz, por
simple pique de vanidad, de seguirle a Belgirate, y allí, durante el
viaje, el azar puede traer una palabra que dará nombre a lo que sienten
uno por otro, y después, en un instante, todas las consecuencias».
Así es, todo lo hecho se hizo por la palabra, y la palabra fué en un principio.
El pensamiento, la razón, esto es, el lenguaje vivo, es una herencia,
y el solitario de Aben Tofail, el filósofo arábigo guadijeño, tan
absurdo como el yo de Descartes. La verdad concreta y real, no metódica e
ideal, es: homo sum, ergo cogito.
Sentirse hombre es más inmediato que pensar. Mas, por otra parte, la
Historia, el proceso de la cultura, no halla su perfección y efectividad
plena sino en el individuo; el fin de la Historia y de la Humanidad
somos los sendos hombres, cada hombre, cada individuo. Homo sum, ergo cogito; cogito ut sim Michael de Unamuno. El individuo es el fin del Universo.
Y esto de que el individuo sea el fin del Universo, lo sentimos muy bien nosotros, los españoles. ¿No dijo Martin A. J. Hume (The spanish people) aquello de la individualidad introspectiva del español, y lo comenté yo en un ensayo publicado en la revista La España Moderna?
Y es acaso este individualismo mismo introspectivo el que no ha
permitido que brotaran aquí sistemas estrictamente filosóficos, o más
bien metafísicos. Y ello, a pesar de Suárez, cuyas sutilezas formales no
merecen tal nombre.
Nuestra metafísica, si algo, ha sido metantrópica, y los nuestros,
filólogos, o más bien humanistas en el más comprensivo sentido.
Menéndez y Pelayo, de quien con exactitud dijo Benedetto Croce (Estética,
apéndice bibliográfico) que se inclinaba al idealismo metafísico; pero
parecía querer acoger algo de los otros sistemas, hasta de las teorías
empíricas; por lo cual su obra sufría, al parecer de Croce —que se
refería a su Historia de las ideas estéticas de España—, de
cierta incerteza, desde el punto de vista teórico del autor, Menéndez y
Pelayo, en su exaltación de humanista español, que no quería renegar
del Renacimiento, inventó lo del vivismo, la filosofía de Luis Vives, y
acaso, no por otra cosa que por ser, como él, este otro, español
renaciente y ecléctico. Y es que Menéndez y Pelayo, cuya filosofía era,
ciertamente, todo incerteza, educado en Barcelona, en las timideces del
escocesismo traducido al espíritu catalán, en aquella filosofía rastrera
del common sense que no quería
comprometerse, y era toda de compromiso, y que tan bien representó
Balmes, huyó siempre de toda robusta lucha interior y fraguó con
compromisos su conciencia.
Más acertado anduvo, a mi entender, Ángel Ganivet, todo adivinación e
instinto, cuando pregonó como nuestro el senequismo, la filosofía, sin
originalidad de pensamiento, pero grandísima de acento y tono, de aquel
estoico cordobés pagano, a quien por suyo tuvieron no pocos cristianos.
Su acento fué un acento español, latino-africano, no helénico, y ecos de
él se oyen en aquel —también tan nuestro— Tertuliano, que creyó
corporales de bulto a Dios y al alma, y que fué algo así como un Quijote
del pensamiento cristiano de la segunda centuria.
Mas donde acaso hemos de ir a buscar el héroe de nuestro pensamiento,
no es a ningún filósofo que viviera en carne y hueso, sino a un ente de
ficción y de acción, más real que los filósofos todos; es a Don
Quijote. Porque hay un quijotismo filosófico, sin duda, pero también una
filosofía quijotesca. ¿Es acaso otra en el fondo la de los
conquistadores, la de los contrarreformadores, la de Loyola, y, sobre
todo, ya en el orden del pensamiento abstracto, pero sentido, la de
nuestros místicos? ¿Qué era la mística de San Juan de la Cruz sino una
caballería andante del sentimiento a lo divino?
Y el de Don Quijote no puede decirse que fuera en rigor idealismo; no
peleaba por ideas. Era espiritualismo; peleaba por espíritu.
Convertid a Don Quijote a la especulación religiosa, como ya él soñó
una vez en hacerlo cuando encontró aquellas imágenes de relieve y
entalladura que llevaban unos labradores para el retablo de su aldea, y a
la meditación de las verdades eternas, y vedle subir al Monte Carmelo
por medio de la noche oscura del alma, a ver desde allí arriba, desde la
cima, salir el sol que no se pone, y como el águila que acompaña a San
Juan en Patmos, mirarle cara a cara y escudriñar sus manchas, dejando a
la lechuza que acompaña en el Olimpo a Atena —la de ojos glaucos, esto
es, lechucinos, la que ve en las sombras, pero a la que la luz del
mediodía deslumbra— buscar entre sombras con sus ojos la presa para sus
crías.
Y el quijotismo especulativo o meditativo es, como el práctico,
locura; locura hija de la locura de la cruz. Y por eso es despreciado
por la razón. La filosofía en el fondo, aborrece al cristianismo, y bien
lo probó el manso Marco Aurelio.
La tragedia de Cristo, la tragedia divina, es la de la cruz. Pilato,
el escéptico, el cultural, quiso convertirla por la burla en sainete, e
ideó aquella farsa del rey de cetro de caña y corona de espinas,
diciendo: ¡He aquí el hombre!; pero el pueblo, más humano que él, el
pueblo que busca tragedia gritó: ¡Crucifícale, crucifícale! Y la otra
tragedia, la tragedia humana, intra-humana, es la de Don Quijote con la
cara enjabonada para que se riera de él la servidumbre de los Duques, y
los Duques mismos, tan siervos como ellos. «¡He aquí el loco!» —se
dirían—. Y la tragedia cómica, irracional, es la pasión por la burla y
el desprecio.
El más alto heroísmo para un individuo, como para un pueblo, es saber
afrontar el ridículo; es, mejor aún, saber ponerse en ridículo y no
acobardarse en él.
Aquel trágico suicida portugués, Antero de Quental, de cuyos
ponderosos sonetos os he ya dicho, dolorido en su patria a raíz del ultimatum
inglés a ella en 1890, escribió: «Dijo un hombre de Estado inglés del
siglo pasado, que era también por cierto un perspicaz observador y un
filósofo, Horacio Walpole, que la vida es una tragedia para los que
sienten y una comedia para los que piensan. Pues bien; si hemos de
acabar trágicamente, nosotros, portugueses, que sentimos,
prefiramos con mucho ese destino terrible, pero noble, a aquel que le
está reservado, y tal vez en un futuro no muy remoto, a Inglaterra que piensa y calcula,
el cual destino es el de acabar miserable y cómicamente». Dejemos lo de
que Inglaterra piensa y calcula, como implicando que no siente, en lo
que hay una injusticia que se explica por la ocasión en que fué eso
escrito, y dejemos lo de que los portugueses sienten, implicando que
apenas piensan ni calculan; pues siempre nuestros hermanos atlánticos se
distinguieron por cierta pedantería sentimental, y quedémonos con el
fondo de la terrible idea, y es que unos, los que ponen el pensamiento
sobre el sentimiento, yo diría la razón sobre la fe, mueren cómicamente,
y mueren trágicamente los que ponen la fe sobre la razón. Porque son
los burladores los que mueren cómicamente, y Dios se ríe luego de ellos,
y es para los burlados la tragedia, la parte noble.
Y hay que buscar, tras de las huellas de Don Quijote, la burla.
¿Y volverá a decírsenos que no ha habido filosofía española en el
sentido técnico de esa palabra? Y digo: ¿cuál es ese sentido? ¿qué
quiere decir filosofía? Windelband, historiador de la filosofía, en su
ensayo sobre lo que la filosofía sea (Was ist Philosophie?, en el volumen primero de sus Präludien),
nos dice que «la historia del nombre de la filosofía es la historia de
la significación cultural de la ciencia»; añadiendo: «Mientras el
pensamiento científico se independentiza como impulso del conocer por
saber, toma el nombre de filosofía; cuando después la ciencia unitaria
se divide en sus ramas, es la filosofía el conocimiento general del
mundo que abarca a los demás. Tan pronto como el pensamiento científico
se rebaja de nuevo a un medio moral o de la contemplación religiosa,
trasfórmase la filosofía en un arte de la vida o en una formulación de
creencias religiosas. Y así que después se liberta de nuevo la vida
científica, vuelve a encontrar la filosofía el carácter de independiente
conocimiento del mundo, y en cuanto empieza a renunciar a la solución
de este problema, cámbiase en una teoría de la ciencia misma». He aquí
una breve caracterización de la historia de la filosofía desde Tales
hasta Kant pasando por la escolástica medieval en que intentó
fundamentar las creencias religiosas. ¿Pero es que acaso no hay lugar
para otro oficio de la filosofía, y es que sea la reflexión sobre el
sentimiento mismo trágico de la vida tal como lo hemos estudiado, la
formulación de la lucha entre la razón y la fe, entre la ciencia y la
religión, y el mantenimiento reflexivo de ella?
Dice luego Windelband: «Por filosofía en el sentido sistemático, no
en el histórico, no entiendo otra cosa que la ciencia crítica de los
valores de validez universal (allgemeingiltigen Werten)».
¿Pero qué valores de más universal validez que el de la voluntad humana
queriendo ante todo y sobre todo la inmortalidad personal, individual y
concreta del alma, o sea, la finalidad humana del Universo, y el de la
razón humana, negando la racionalidad y hasta la posibilidad de ese
anhelo? ¿Qué valores de más universal validez que el valor racional o
matemático y el valor volitivo o teleológico del Universo en conflicto
uno con otro?
Para Windelband, como para los kantianos y neokantianos en general,
no hay sino tres categorías normativas, tres normas universales, y son
las de lo verdadero o falso, lo bello o lo feo, y lo bueno o lo malo
moral. La filosofía se reduce a lógica, estética y ética, según estudia
la ciencia, el arte o la moral. Queda fuera otra categoría, y es la de
lo grato y lo ingrato —o agradable y desagradable—; esto es, lo
hedónico. Lo hedónico no puede, según ellos, pretender validez
universal, no puede ser normativo. «Quien eche sobre la filosofía
—escribe Windelband— la carga de decidir en la cuestión del optimismo y
del pesimismo, quien le pida que dé un juicio acerca de si el mundo es
más apropiado a engendrar dolor que placer, o viceversa; el tal, si se
conduce más que diletantescamente, trabaja en el fantasma de hallar una
determinación absoluta en un terreno en que ningún hombre razonable la
ha buscado.» Hay que ver, sin embargo, si esto es tan claro como parece,
en caso de que sea yo un hombre razonable y no me conduzca nada más que
diletantescamente, lo cual sería la abominación de la desolación.
Con muy hondo sentido, Benedetto Croce, en su filosofía del espíritu
junto a la estética como ciencia de la expresión y a la lógica como
ciencia del concepto puro, dividió la filosofía de la práctica en dos
ramas: económica y ética. Reconoce, en efecto, la existencia de un grado
práctico del espíritu, meramente económico, dirigido a lo singular, sin
preocupación de lo universal. Yago o Napoleón son tipos de perfección,
de genialidad económica, y este grado queda fuera de la moralidad. Y por
él pasa todo hombre, porque ante todo, debe querer ser él mismo, como
individuo, y sin ese grado no se explicaría la moralidad como sin la
estética la lógica carece de sentido. Y el descubrimiento del valor
normativo del grado económico, que busca lo hedónico, tenía que partir
de un italiano, de un discípulo de Maquiavelo, que tan honradamente
especuló sobre la virtú, la eficacia práctica, que no es precisamente la virtud moral.
Pero ese grado económico no es, en el fondo, sino la incoación del
religioso. Lo religioso es lo económico o hedónico trascendental. La
religión es una economía o una hedonística trascendental. Lo que el
hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propia
individualidad, eternizarla, lo que no se consigue ni con la ciencia, ni
con el arte, ni con la moral. Ni ciencia, ni arte, ni moral nos exigen a
Dios; lo que nos exige Dios es la religión. Y con muy genial acierto
hablan nuestros jesuítas del gran negocio de nuestra salvación. Negocio,
sí, negocio, algo de género económico, hedonístico, aunque
trascendente. Y a Dios no le necesitamos ni para que nos enseñe la
verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con
penas y castigos, sino para que nos salve, para que no nos deje morir
del todo. Y este anhelo singular es por ser de todos y de cada uno de
los hombres normales —los anormales por barbarie o por supercultura no
entran en cuenta—, universal y normativo.
Es, pues, la religión una economía trascendente, o si se quiere,
metafísica. El Universo tiene para el hombre, junto a sus valores
lógico, estético y ético, también un valor económico, que hecho así
universal y normativo, es el valor religioso. No se trata sólo para
nosotros de verdad, belleza y bondad; trátase también, y ante todo, de
salvación del individuo, de perpetuación, que aquellas normas no nos
procuran. La economía llamada política nos enseña el modo más adecuado,
más económico, de satisfacer nuestras necesidades, sean o no racionales,
feas o bellas, morales o inmorales —un buen negocio económico puede ser
una estafa, o algo que a la larga nos lleve a la muerte—, y la suprema necesidad
humana es la de no morir, la de gozar por siempre la plenitud de la
propia limitación individual. Que si la doctrina católica eucarística
enseña que la sustancia del cuerpo de Jesucristo está toda en la hostia
consagrada y toda en cada parte de ésta, eso quiere decir que Dios está
todo en todo el Universo y todo en cada uno de los individuos que le
integran. Y éste es, en el fondo, un principio no lógico, ni estético,
ni ético, sino económico trascendente, o religioso. Y con esa norma
puede la filosofía juzgar del optimismo y del pesimismo. Si el alma humana es inmortal, el mundo es económica o hedonísticamente bueno; y si no lo es, es malo.
Y el sentido que a las categorías de bueno y de malo dan el pesimismo y
el optimismo, no es un sentido ético, sino un sentido económico o
hedonístico. Es bueno lo que satisface nuestro anhelo vital y malo
aquello que no lo satisface.
Es, pues, la filosofía también ciencia de la tragedia de la vida,
reflexión del sentimiento trágico de ella. Y un ensayo de esta
filosofía, con sus inevitables contradicciones o antinomias íntimas, es
lo que he pretendido en estos ensayos. Y no ha de pasar por alto el
lector que he estado operando sobre mí mismo; que ha sido éste un
trabajo de auto-cirugía y sin más anestésico que el trabajo mismo. El
goce de operarme ennoblecíame el dolor de ser operado.
Y en cuanto a mi otra pretensión, y es la de que esto sea filosofía española, tal vez la
filosofía española, de que si un italiano descubre el valor normativo y
universal del grado económico sea un español el que enuncie que ese
grado no es sino el principio del religioso y que la esencia de nuestra
religión, de nuestro catolicismo español, es precisamente el ser no una
ciencia, ni un arte, ni una moral, sino una economía a lo eterno, o sea a
lo divino; que esto sea lo español, digo, dejo para otro trabajo —éste
histórico—, el intento siquiera de justificarlo. Mas por ahora y aun
dejando la tradición expresa y externa, la que se nos muestra en
documentos históricos, ¿es que no soy yo un español —y un español que
apenas si ha salido de España—, un producto, por lo tanto, de la
tradición española, de la tradición viva, de la que se trasmite en
sentimientos e ideas que sueñan y no en textos que duermen?
Aparéceseme la filosofía en el alma de mi pueblo como la expresión de
una tragedia íntima análoga a la tragedia del alma de Don Quijote, como
la expresión de una lucha entre lo que el mundo es según la razón de la
ciencia nos lo muestra, y lo que queremos que sea, según la fe de
nuestra religión nos lo dice. Y en esta filosofía está el secreto de eso
que suele decirse de que somos en el fondo irreductibles a la Kultura,
es decir, que no nos resignamos a ella. No, Don Quijote no se resigna ni
al mundo ni a su verdad, ni a la ciencia o lógica, ni al arte o
estética, ni a la moral o ética.
«Es que con todo esto —se me ha dicho más de una vez y más que por
uno— no conseguirías en todo caso sino empujar a las gentes al más loco
catolicismo.» Y se me ha acusado de reaccionario y hasta de jesuíta.
¡Sea! ¿Y qué?
Sí, ya lo sé, ya sé que es locura querer volver las aguas del río a
su fuente, y que es el vulgo el que busca la medicina de sus males en el
pasado; pero
también sé que todo el que pelea por un ideal cualquiera, aunque parezca
del pasado, empuja el mundo al porvenir, y que los únicos reaccionarios
son los que se encuentran bien en el presente. Toda supuesta
restauración del pasado es hacer porvenir, y si el pasado ese es un
ensueño, algo mal conocido... mejor que mejor. Como siempre, se marcha
al porvenir; el que anda, a él va, aunque marche de espaldas. ¡Y quién
sabe si no es esto mejor!...
Siéntome con un alma medieval, y se me antoja que es medieval el alma
de mi patria; que ha atravesado ésta, a la fuerza, por el Renacimiento,
la Reforma y la Revolución, aprendiendo, sí, de ellas, pero sin dejarse
tocar al alma, conservando la herencia espiritual de aquellos tiempos
que llaman caliginosos. Y el quijotismo no es sino lo más desesperado de
la lucha de la Edad Media contra el Renacimiento, que salió de ella.
Y si los unos me acusaren de servir a una obra de reacción católica,
acaso los otros, los católicos oficiales... Pero estos en España apenas
se fijan en cosa alguna ni se entretienen sino en sus propias
disensiones y querellas. ¡Y además, tienen unas entendederas los pobres!
Pero es que mi obra —iba a decir mi misión— es quebrantar la fe de
unos y de otros y de los terceros, la fe en la afirmación, la fe en la
negación y la fe en la abstención, y esto por fe en la fe misma; es
combatir a todos los que se resignan, sea al catolicismo, sea al
racionalismo, sea al agnosticismo; es hacer que vivan todos inquietos y
anhelantes.
¿Será esto eficaz? ¿Pero es que creía Don Quijote acaso en la
eficacia inmediata aparencial de su obra? Es muy dudoso, y por lo menos
no volvió, por si acaso, a acuchillar segunda vez su celada. Y numerosos
pasajes de su historia delatan que no creía gran cosa conseguir de
momento su propósito de restaurar la caballería andante. ¿Y qué
importaba si así vivía él y se inmortalizaba? Y debió de adivinar, y
adivinó de hecho, otra más alta eficacia de aquella su obra, cual era la
que ejercería en cuantos con piadoso espíritu leyesen sus hazañas.
Don Quijote se puso en ridículo, ¿pero conoció acaso el más trágico
ridículo, el ridículo reflejo, el que uno hace ante sí mismo, a sus
propios ojos del alma? Convertid el campo de batalla de Don Quijote a su
propia alma; ponedle luchando en ella por salvar a la Edad Media del
Renacimiento, por no perder su tesoro de la infancia; haced de él un Don
Quijote interior —con su Sancho, un Sancho también interior y también
heroico, al lado— y decidme de la tragedia cómica.
¿Y qué ha dejado Don Quijote? diréis. Y os diré que se ha dejado a sí
mismo y que un hombre, un hombre vivo y eterno, vale por todas las
teorías y por todas las filosofías. Otros pueblos nos han dejado sobre
todo instituciones, libros; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa
vale por cualquier instituto, por cualquier Crítica de la razón pura.
Es que Don Quijote se convirtió. Sí, para morir el pobre. Pero el
otro, el real, el que se quedó y vive entre nosotros alentándonos con su
aliento, ése no se convirtió, ése sigue animándonos a que nos pongamos
en ridículo, ése no debe morir. Y el otro, el que se convirtió para
morir, pudo haberse convertido porque fué loco y fué su locura, y no su
muerte ni su conversión, lo que le inmortalizó, mereciéndole el perdón
del delito de haber nacido. Felix culpa! Y
no se curó tampoco, sino que cambió de locura. Su muerte fué su última
aventura caballeresca; con ella forzó el cielo, que padece fuerza.
Murió aquel Don Quijote y bajó a los infiernos, y entró en ellos
lanza en ristre, y libertó a los condenados todos, como a los galeotes, y
cerró sus puertas, y quitando de ellas el rótulo que allí viera el
Dante, puso uno que decía: ¡viva la esperanza!, y escoltado por los
libertados, que de él se reían, se fué al cielo. Y Dios se rió
paternalmente de él y esta risa divina le llenó de felicidad eterna el
alma.
Y el otro Don Quijote se quedó aquí, entre nosotros, luchando a la
desesperada. ¿Es que su lucha no arranca de desesperación? ¿Por qué
entre las palabras que el inglés ha tomado a nuestra lengua figura entre
siesta, camarilla, guerrilla y otras, la de desperado, esto es, desesperado? Ese Quijote interior que os decía, consciente de su propia trágica comicidad, ¿no es un desesperado? Un desperado, sí, como Pizarro y como Loyola. Pero, «es la desesperación dueña de los imposibles», nos enseña Salazar y Torres (en Elegir al enemigo, act. I), y es de la desesperación y sólo de ella de donde nace la esperanza heroica, la esperanza absurda, la esperanza loca. Spero quia absurdum, debía decirse, más bien que credo.
Y Don Quijote, que estaba solo, buscaba más soledad aún, buscaba las
soledades de la Peña Pobre para entregarse allí, a solas, sin testigos, a
mayores disparates en que desahogar el alma. Pero no estaba tan solo,
pues le acompañaba Sancho. Sancho el bueno, Sancho el creyente, Sancho
el sencillo. Si, como dicen algunos, Don Quijote murió en España y queda
Sancho, estamos salvados, porque Sancho se hará, muerto su amo,
caballero andante. Y en todo caso, espera otro caballero loco a quien
seguir de nuevo.
Hay también una tragedia de Sancho. Aquél, el otro, el que anduvo con
el Don Quijote que murió no consta que muriese, aunque hay quien cree
que murió loco de remate, pidiendo la lanza y creyendo que había sido
verdad cuanto su amo abominó por mentira en su lecho de muerte y de
conversión. Pero tampoco consta que murieran ni el bachiller Sansón
Carrasco, ni el cura, ni el barbero, ni los duques y canónigos, y con
éstos es con los que tiene que luchar el heroico Sancho.
Solo anduvo Don Quijote, solo con Sancho, solo con su soledad. ¿No
andaremos también solos sus enamorados, forjándonos una España
quijotesca que sólo en nuestro magín existe?
Y volverá a preguntársenos: ¿qué ha dejado a la Kultura Don Quijote? Y
diré: ¡el quijotismo, y no es poco! Todo un método, toda una
epistemología, toda una estética, toda una lógica, toda una ética, toda
una religión sobre todo, es decir, toda una economía a lo eterno y lo
divino, toda una esperanza en lo absurdo racional.
¿Por qué peleó Don Quijote? Por Dulcinea, por la gloria, por vivir,
por sobrevivir. No por Iseo, que es la carne eterna; no por Beatriz, que
es la teología; no por Margarita, que es el pueblo; no por Helena, que
es la cultura. Peleó por Dulcinea, y la logró, pues que vive.
Y lo más grande de él fué haber sido burlado y vencido, porque siendo
vencido es como vencía; dominaba al mundo dándole que reir de él.
¿Y hoy? Hoy siente su propia comicidad y la vanidad de su esfuerzo en
cuanto a lo temporal; se ve desde fuera —la cultura le ha enseñado a
objetivarse, esto es, a enajenarse en vez de ensimismarse—, y al verse
desde fuera, se ríe de sí mismo, pero amargamente. El personaje más
trágico acaso fuese un Margutte íntimo, que, como el de Pulci, muera
reventando de risa, pero de risa de sí mismo. E riderá in eterno, reirá eternamente, dijo de Margutte el ángel Gabriel. ¿No oís la risa de Dios?
Don Quijote el mortal, al morir, comprendió su propia comicidad y
lloró sus pecados, pero el inmortal, comprendiéndola, se sobrepone a
ella y la vence sin desecharla.
Y Don Quijote no se rinde, porque no es pesimista, y pelea. No es
pesimista porque el pesimismo es hijo de vanidad, es cosa de moda, puro snobismo, y Don Quijote ni es vano ni vanidoso, ni moderno de ninguna modernidad —menos modernista—, y no entiende qué es eso de snob mientras no se lo digan en cristiano viejo español. No es pesimista Don Quijote, porque como no entiende qué sea eso de la joie de vivre, no entiende de su contrario. Ni entiende de tonterías futuristas
tampoco. A pesar de Clavileño, no ha llegado al aeroplano, que parece
querer alejar del cielo a no pocos atolondrados. Don Quijote no ha
llegado a la edad del tedio de la vida, que suele traducirse en esa tan
característica topofobia de no pocos espíritus modernos, que se pasan la
vida corriendo a todo correr de un lado para otro, y no por amor a
aquel adonde van, sino por odio a aquel otro de donde vienen, huyendo de
todos. Lo que es una de las formas de la desesperación.
Pero Don Quijote oye ya su propia risa, oye la risa divina, y como no
es pesimista, como cree en la vida eterna, tiene que pelear,
arremetiendo contra la ortodoxia inquisitorial científica moderna por
traer una nueva e imposible Edad Media, dualística, contradictoria,
apasionada. Como un nuevo Savonarola, Quijote italiano de fines del
siglo XV, pelea contra esta Edad Moderna que abrió Maquiavelo y que
acabará cómicamente. Pelea contra el racionalismo heredado del XVIII. La
paz de la conciencia, la conciliación entre la razón y la fe, ya,
gracias a Dios providente, no cabe. El mundo tiene que ser como Don
Quijote quiere y las ventas tienen que ser castillos, y peleará con él y
será, al parecer, vencido, pero vencerá al ponerse en ridículo. Y se
vencerá riéndose de sí mismo y haciéndose reir.
«La razón habla y el sentido muerde», dijo el Petrarca; pero también
la razón muerde, y muerde en el cogollo del corazón. Y no hay más calor a
más luz. «¡Luz, luz, más luz todavía!» dicen que dijo Goethe moribundo.
No, calor, calor, más calor todavía, que nos morimos de frío y no de
oscuridad. La noche no mata; mata el hielo. Y hay que libertar a la
princesa encantada y destruir el retablo de Maese Pedro.
¿Y no habrá también pedantería, Dios mío, en esto de creerse uno burlado y haciendo el Quijote? Los regenerados (Opvakte)
desean que el mundo impío se burle de ellos para estar seguros de ser
regenerados, puesto que son burlados, y gozar la ventaja de poder
quejarse de la impiedad del mundo, dijo Kierkegaard (Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, II Afsnit II, cap. 4, sectio II, B.)
¿Cómo escapar a una u otra pedantería, o una u otra afectación, si el
hombre natural no es sino un mito, y somos artificiales todos?
¡Romanticismo! Sí, acaso sea esa en parte la palabra. Y nos sirve más
y mejor por su imprecisión misma. Contra eso, contra el romanticismo,
se ha desencadenado recientemente, sobre todo en Francia, la pedantería
racionalista y clasicista. ¿Que él, que el romanticismo, es otra
pedantería, la pedantería sentimental? Tal vez. En este mundo un hombre
culto, o es diletante o es pedante: a escoger, pues. Sí, pedantes acaso
René y Adolfo y Obermann y Lara... El caso es buscar consuelo en el
desconsuelo.
A la filosofía de Bergson, que es una restauración espiritualista, en
el fondo mística, medieval, quijotesca, se le ha llamado filosofía demi-mondaine. Quitadle el demi; mondaine,
mundana. Mundana, sí para el mundo y no para los filósofos, como no
debe ser la química para los químicos solos. El mundo quiere ser
engañado —mundus vult decipi—, o con el
engaño de antes de la razón, que es la poesía, o con el engaño de
después de ella, que es la religión. Y ya dijo Maquiavelo que quien
quiera engañar encontrará siempre quien deje que le engañen. ¡Y
bienaventurados los que hacen el primo! Un francés, Jules de Gaultier,
dijo que el privilegio de su pueblo era n’être pas dupe, no hacer el primo. ¡Triste privilegio!
La ciencia no le da a Don Quijote lo que éste le pide. «¡Que no le
pida eso —dirán—; que se resigne, que acepte la vida y la verdad como
son!» Pero él no las acepta así, y pide señales, a lo que le mueve
Sancho, que está a su lado. Y no es que Don Quijote no comprenda lo que
comprende quien así le habla, el que procura resignarse y aceptar la
vida y la verdad racionales. No; es que sus necesidades efectivas son
mayores. ¿Pedantería? ¡Quién sabe...!
Y en este siglo crítico, Don Quijote, que se ha contaminado de
criticismo también, tiene que arremeter contra sí mismo, víctima de
intelectualismo y de sentimentalismo, y que cuando quiere ser más
espontáneo, más afectado aparece. Y quiere el pobre racionalizar lo
irracional e irracionalizar lo racional. Y cae en la desesperación
íntima del siglo crítico de que fueron las dos más grandes víctimas
Nietzsche y Tolstoi. Y por desesperación entra en el furor heroico de
que hablaba aquel Quijote del pensamiento que escapó al claustro,
Giordano Bruno, y se hace despertador de las almas que duermen, dormitantium animorum excubitor,
como dijo de sí mismo el exdominicano, el que escribió: «El amor
heroico es propio de las naturalezas superiores llamadas insanas —insane—, no porque no saben —non sanno—, sino porque sobresaben —soprasanno.»
Pero Bruno creía en el triunfo de sus doctrinas, o por lo menos al
pie de su estatua, en el Campo dei Fiori, frente al Vaticano, han puesto
que se la ofrece el siglo por él adivinado, il secolo da lui divinato.
Mas nuestro Don Quijote, el redivivo, el interior, el consciente de su
propia comicidad, no cree que triunfen sus doctrinas en este mundo
porque no son de él. Y es mejor que no triunfen. Y si le quisieran hacer
a Don Quijote rey, se retiraría solo al monte, huyendo de las turbas
regificientes y regicidas, como se retiró solo al monte el Cristo
cuando, después del milagro de los peces y los panes, le quisieron
proclamar rey. Dejó el título de rey para encima de la cruz.
¿Cuál es, pues, la nueva misión de Don Quijote hoy en este mundo?
Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no oigan los
hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria
que va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que
con sus cien mil lenguas cantará un hosana eterno al Señor de la vida y
de la muerte.
Y vosotros ahora, bachilleres Carrascos del regeneracionismo
europeizante, jóvenes que trabajáis a la europea, con método y
crítica... científicos, haced riqueza, haced patria, haced arte, haced
ciencia, haced ética, haced o más bien traducid sobre todo Kultura, que
así mataréis a la vida y a la muerte. ¡Para lo que ha de durarnos
todo...!
*
Y con esto se acaban ya —¡ya era hora!— por ahora al menos, estos
ensayos sobre el sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los
pueblos, o por lo menos en mí —que soy hombre— y en el alma de mi pueblo
tal como en la mía se refleja.
Espero, lector, que mientras dure nuestra tragedia, en algún
entreacto, volvamos a encontrarnos. Y nos reconoceremos. Y perdona si te
he molestado más de lo debido e inevitable, más de lo que, al tomar la
pluma para distraerte un poco de tus distracciones, me propuse. ¡Y Dios
no te dé paz y sí gloria!
En Salamanca, año de gracia de 1912.