Niebla

Epílogo

Epílogo

Suele ser costumbre al final de las novelas y luego que muere o

se casa el héroe o protagonista dar noticia de la suerte que

corrieron los demás personajes. No la vamos a seguir aquí ni a dar

por consiguiente noticia alguna de cómo les fue a Eugenia y

Mauricio, a Rosario, a Liduvina y Domingo; a don Fermín y doña

Ermelinda, a Víctor y su mujer y a todos los demás que en tomo a

Augusto se nos han presentado, ni vamos siquiera a decir lo que de

la singular muerte de este sintieron y pensaron. Sólo haremos una

excepción y es en favor del que más honda y más sinceramente sintió la muerte de Augusto, que fue su perro, Orfeo.

Orfeo, en efecto, encontróse huérfano. Cuando saltando en la cama

olió a su amo muerto, olió la muerte de su amo, envolvió a su

espíritu perruno una densa nube negra. Tenía experiencia de otras

muertes, había olido y visto perros y gatos muertos, había matado

algún ratón, había olido muertes de hombres, pero a su amo le creía inmortal. Porque su amo era para él como un dios. Y al sentirle

ahora muerto sintió que se desmoronaban en su espíritu los

fundamentos todos de su fe en la vida y en el mundo, y una inmensa

desolación llenó su pecho.

Y acurrucado a los pies de su amo muerto pensó así: «¡Pobre

amo mío!, ¡pobre amo mío! ¡Se ha muerto; se me ha muerto! ¡Se muere todo, todo, todo; todo se me muere! Y es peor que se me muera todo

a que me muera para todo yo. ¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! Esto

que aquí yace, blanco, frío, con olor a próxima podredumbre, a

carne de ser comida, esto ya no es mi amo. No, no lo es. ¿Dónde se

fue mi amo?, ¿dónde el que me acariciaba, el que me hablaba?

» ¡Qué extraño animal es el hombre! Nunca está en lo que tiene

delante. Nos acaricia sin que sepamos por qué y no cuando le

acariciamos más, y cuando más a él nos rendimos nos rechaza o nos

castiga. No hay modo de saber lo que quiere, si es que lo sabe él

mismo. Siempre parece estar en otra cosa que en lo que está, y ni

mira a lo que mira. Es como si hubiese otro mundo para él. Y es

claro, si hay otro mundo, no hay este.

»Y luego habla, o ladra de un modo complicado. Nosotros aullábamos

y por imitarle aprendimos a ladrar, y ni aun así nos entendemos con él. Solo le entendemos de veras cuando él también aúlla. Cuando el

hombre aúlla o grita o amenaza le entendemos muy bien los demás

animales. ¡Como que entonces no está distraído en otro mundo…

! Pero ladra a su manera, habla, y eso le ha servido para

inventar lo que no hay y no fijarse en lo que hay. En cuanto le ha

puesto un nombre a algo, ya no ve este algo; no hace sino oír el

nombre que le puso o verlo escrito. La lengua le sirve para mentir, inventar lo que no hay y confundirse. Y todo es en él pretextos

para hablar con los demás o consigo mismo. ¡Y hasta nos ha

contagiado a los perros!

»Es un animal enfermo, no cabe duda. ¡Siempre está enfermo! ¡Sólo

parece gozar de alguna salud cuando duerme, y no siempre, porque a

las veces hasta durmiendo habla! Y esto también nos ha contagiado.

¡Nos ha contagiado tantas cosas!

»¡Y luego nos insulta! Llama cinismo, esto es, perrismo o perrería, a la impudencia o sinvergüencería, él, el animal hipócrita por

excelencia. El lenguaje le ha hecho hipócrita. Como que la

hipocresía debería llamarse antropismo si es que a la impudencia se le llama cinismo. ¡Y ha querido hacernos hipócritas, es decir,

cómicos, farsantes, a nosotros, a los perros! A los perros, que no

fuimos sometidos y domesticados por el hombre como el toro o el

caballo, a la fuerza, sino que nos unimos a él libremente, en pacto sinalagmático, para explotar la caza. Nosotros le descubríamos la

pieza, él la cazaba y nos daba nuestra parte. Y así, en contrato

social, nació nuestro consorcio.

»Y nos lo ha pagado prostituyéndonos a insultándonos. ¡Y queriendo

hacernos farsantes, monos y perros sabios! ¡Perros sabios llaman a

unos perros a los que les enseñan a representar farsas, para lo

cual les visten y les adiestran a andar indecorosamente sobre las

patas traseras, en pie! ¡Perros sabios! ¡A eso le llaman los

hombres sabiduría, a representar farsas y a andar sobre dos

pies!

»¡Y es claro, el perro que se pone en dos pies va enseñando

impúdica, cínicamente, sus vergüenzas, de cara! Así hizo el hombre

al ponerse de pie, al convertirse en un mamífero vertical, y sintió al punto vergüenza y la necesidad moral de taparse las vergüenzas

que enseñaba. Y por eso dice su Biblia, según les he oído, que el

primer hombre, es decir, el primero de ellos que se puso a andar en dos pies, sintió vergüenza de presentarse desnudo ante su Dios. Y

para eso inventaron el vestido, para cubrirse el sexo. Pero como

empezaron vistiéndose lo mismo ellos y ellas, no se distinguían

entre sí, no se conocían siempre y bien el sexo, y de aquí mil

atrocidades… humanas, que ellos se empeñan en llamar perrunas o

cínicas. Ellos, los hombres, que son quienes nos han pervertido a

los perros, quienes nos han hecho perrunos, cínicos, que es nuestra hipocresía. Porque el cinismo es en el perro hipocresía, así como

en el hombre la hipocresía es cinismo. Nos hemos contagiado unos a

otros.

»Se vistió el hombre, primero, con el mismo traje ellos y ellas;

mas como se confundían, tuvieron que inventar diferencia de trajes

y llevar el sexo al vestido. Esos pantalones no son sino una

consecuencia de haberse el hombre puesto en dos pies.

»¡Qué extraño animal es el hombre! ¡No está nunca en donde debe

estar, que es a lo que está, y habla para mentir y se viste!

»¡Pobre amo! Dentro de poco le enterrarán en un sitio que para eso

tienen destinado. ¡Los hombres guardan o almacenan sus muertos, sin dejar que perros o cuervos los devoren! Y que quede lo único que

todo animal, empezando por el hombre, deja en el mundo: unos

huesos. ¡Almacenan sus muertos! ¡Un animal que habla, que se viste

y que almacena sus muertos! ¡Pobre hombre!

»¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! ¡Fue un hombre, sí, no fue más

que un hombre, fue sólo un hombre! ¡Pero fue mi amo! ¡Y cuánto, sin él creerlo ni pensarlo, me debía… !, ¡cuánto! ¡Cuánto le enseñé con mis silencios, con mis lametones, mientras él me hablaba, me

hablaba, me hablaba! “¿Me entenderás?”, me decía. Y sí, yo le

entendía, le entendía mientras él me hablaba hablándose y hablaba,

hablaba, hablaba. Él al hablarme así hablándose hablaba al perro

que había en él. Yo mantuve despierto su cinismo.

»¡Perra vida la que ha llevado, muy perra! ¡Y grandísima perrería,

o mejor, grandísima hombrada la que le han hecho esos dos!

¡Hombrada la que Mauricio le ha hecho; mujerada la que le ha hecho

Eugenia! ¡Pobre amo mío!

»Y ahora aquí, frío y blanco, inmóvil, vestido, sí, pero sin habla

ni por fuera ni por dentro. Ya nada tienes que decir a tu Orfeo.

Tampoco tiene ya nada que decirte Orfeo con su silencio.

»¡Pobre amo mío! ¿Qué será ahora de él? ¿Dónde estará aquello que

en él hablaba y soñaba? Tal vez allá arriba, en el mundo puro, en

la alta meseta de la tierra, en la tierra pura toda ella de colores puros, como la vio Platón, al que los hombres llaman divino; en

aquella sobrehaz terrestre de que caen las piedras preciosas, donde están los hombres puros y los purificados bebiendo aire y

respirando éter. Allí están también los perros puros, los de san

Humberto el cazador, el de santo Domingo de Guzmán con su antorcha

en la boca, el de san Roque, de quien decía un predicador señalando a su imagen: ¡Allí le tenéis a san Roque, con su perrito y todo!

Allí, en el mundo puro platónico, en el de las ideas encarnadas,

está el perro puro, el perro de veras cínico. ¡Y allí está mi

amo!

» Siento que mi espíritu se purifica al contacto de esa muerte, de

esta purificación de mi amo, y que aspira hacia la niebla en que él al fin se deshizo, a la niebla de que brotó y a que revertió. Orfeo siente venir la niebla tenebrosa… Y va hacia su amo saltando y

agitando el rabo. ¡Amo mío! ¡Amo mío! ¡Pobre hombre!»

Domingo y Liduvina recogieron luego al pobre perro muerto a los

pies de su amo, depurado como este y como él envuelto en la nube

tenebrosa. Y el pobre Domingo, al ver aquello, se enterneció y

lloró, no se sabe bien si por la muerte de su amo o por la del

perro, aunque lo más creíble es que lloró al ver aquel maravilloso

ejemplo de lealtad y fidelidad. Y dijo:

—¡Y luego dirán que no matan las penas!

¡QUEDA ESCRITO!

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