XXX
Cuanto más iba conociendo a los habitantes de Moor House, más les apreciaba.
A los pocos días había recobrado mi salud, podía hablar con Diana y Mary cuanto
querían y ayudarlas como y cuando les parecía bien. Había para mí un placer en aquella
especie de resurrección: el de convivir con gentes que congeniaban conmigo en gustos,
sentimientos y principios.
Me gustaban las lecturas que a ellas, disfrutaba con lo que ellas disfrutaban,
reverenciaba las cosas que aprobaban ellas. Ellas amaban su casa y yo, en aquel edificio de antigua arquitectura-con su techo bajo, sus ventanas enrejadas, su avenida de pinos
añosos, su jardín, con sus plantas de tejo y acebo, donde sólo florecían las más
silvestres flores- encontraba un encanto constante y profundo. Compartía su afecto
hacia los rojizos páramos que rodeaban la residencia, hacia el profundo valle al que
conducía el sendero que arrancaba de la verja, y que, serpenteando entre los helechos,
alcanzaba los silvestres prados del fondo, donde pastaban rebaños de ovejas y
corderitos. Yo comprendía sus sentimientos, experimentaba el atractivo del solitario
lugar, amaba aquellas laderas y cañadas cubiertas de musgo, campánulas y otras
florecillas silvestres, y sembradas, aquí y allá, de rocas. Tales detalles eran para mí, como para ellas, manantial de puros placeres. El viento huracanado y la dulce brisa, los días desapacibles y los serenos, el alba y el crepúsculo, las noches sombrías y las
noches de luna, me producían a mí las mismas sensaciones que a ellas.
Dentro de la casa también nos entendíamos en todo. Ambas habían leído mucho
y sabían más que yo, pero yo las seguía con facilidad en el camino que ellas recorrieran antes. Devoraba los libros que me dejaban y comentaba con entusiasmo por las noches
lo que había leído durante el día. En opiniones y pensamientos coincidíamos de un
modo absoluto.
Si en nuestro trío había alguna superior a las demás, era Diana. Físicamente,
valía más que yo: era hermosa y fuerte y poseía un dinamismo que excitaba mi
asombro. Yo podía hablar algo sobre un asunto, pero en cuanto agotaba mi primer
ímpetu de elocuencia, me sentía cansada y sin saber qué decir. Entonces me sentaba en
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un escabel, apoyaba la cabeza en las rodillas de Diana y oía alternativamente, a ella y a Mary, profundizar y glosar el tema que yo apenas había desflorado. Diana me ofreció
enseñarme el alemán. Me gustaba aprender con ella, y a ella no le placía menos
instruirme. El resultado de aquella afinidad de nuestros temperamentos fue el afecto que se desarrolló entre nosotras. Descubrieron que yo sabía pintar e inmediatamente
pusieron a mi disposición sus calas y útiles de dibujo. Les sorprendió y encantó
encontrar que siquiera en un aspecto las superaba. Mary se sentaba a mi lado para
verme trabajar y tomar lecciones, y se convirtió en una discípula inteligente, asidua y dócil. Así ocupadas y entretenidas, los días pasaban como minutos y las semanas como
días.
La intimidad que tan rápida y naturalmente brotó entre las jóvenes y yo, no se
extendió a su hermano. Una de las razones de ello era que él estaba en casa
relativamente poco, ya que solía dedicar su tiempo a visitar a sus feligreses pobres y
enfermos.
Lloviese o hiciera viento, una vez pasadas las horas que dedicaba al estudio,
tomaba el sombrero y seguido de Carlo, el viejo perro de caza, salía a cumplir su
misión. Yo ignoraba si ésta le era agradable o si simplemente la consideraba como un
deber. Cuando el tiempo era muy malo, sus hermanas insistían para que no saliera, pero
él contestaba con una sonrisa más solemne que amable:
-Si el viento o la lluvia me detuviesen en el cumplimiento de mi labor, ¿cómo
podría prepararme a la tarea que he resuelto realizar en el porvenir?
Diana y Mary contestaban con un suspiro y quedaban pensativas.
A más de sus frecuentes ausencias, el carácter reservado y concentrado de John
Rivers elevaba en torno suyo una barrera que impedía la amistad con él. Celoso de su
ministerio, impecable en su vida y costumbres, no parecía gozar, sin embargo, de la
interior satisfacción, de la serenidad espiritual que debe ser característica de todo
cristiano sincero y todo filántropo práctico. A veces, por las tardes, al sentarse junto a la ventana, con sus papeles ante sí, dejaba de escribir o de leer y se entregaba a no sé qué clase de pensamientos, que evidentemente, le excitaban y le perturbaban, como se podía
apreciar por la expresión de sus ojos.
La naturaleza, además, parecía no ofrecer tanto encanto para él como para sus
hermanas. Una vez habló ante mí del afecto que experimentaba hacia su hogar y hacia
aquellas colinas que lo rodeaban, pero más que contento, creí adivinar una sombra de
tristeza en sus palabras.
Era tan poco comunicativo, que, no me resultaba fácil apreciar la magnitud o
estrechez de su inteligencia. La primera idea real que tuve de ella fue cuando le oí predicar en la iglesia de Morton. Describir aquel sermón escapa a mi capacidad. Imposible expresar fielmente el efecto que me produjo.
Empezó a hablar con calma y su voz poderosa y sus conceptos enérgicos,
contenidos, comprimidos, condensados, resultaban de una fuerza infinita. El corazón
quedaba traspasado y la mente atónita ante las palabras del predicador. No había en ellas blandura, ni abundaban los consuelos. Sentíase en ellas más bien una amargura extraña,
percibíanse frecuentes alusiones a las doctrinas calvinistas -elección, predestinación,
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reprobación- y cada una de aquellas frases sonaba en su boca como una sentencia
inapelable. Cuando concluyó el sermón, yo, más que calmada y alentada, me sentí triste, con una indefinible tristeza, porque me parecía -no sé si los demás experimentarían lo
mismo- que bajo la elocuencia del predicador se ocultaban insatisfechos anhelos y
fracasadas aspiraciones. Estaba segura de que John Rivers -por puro, honrado y celoso que fuerano había encontrado la paz de Dios, no la había encontrado más que yo, con mis
ocultos recuerdos de mi paraíso perdido y mi ídolo destrozado, que me atormentaban
amargamente.
Pasó un mes. Diana y Mary iban a dejar en breve Moor House para dirigirse a la
gran ciudad meridional en que ejercían como institutrices en casas de acaudaladas familias que no reparaban en ellas sino para considerarlas humildes servidoras, sin apreciar lo que valían más de lo que pudieran apreciar la habilidad de su cocinera o la disposición de sus criadas. John no me había hablado nada del trabajo que yo le pidiera y que ya me urgía.
Una mañana, estando a solas con él en el salón, me aventuré a acercarme al rincón de la ventana en que su mesa, su tintero y sus libros habían improvisado un pequeño despacho y, aunque no sabía cómo empezar, porque es difícil romper el hielo cuando se trata de
naturalezas tan reservadas como la suya, tuve la fortuna de que él me ayudara, comenzando el diálogo.
-Quiere preguntarme algo, ¿no? -me dijo.
-Sí; quisiera saber si ha encontrado un trabajo en que pudiese ocuparme.
-Hace tres semanas lo encontré, pero como veía que estaba usted a gusto con mis
hermanas y ellas con usted, me pareció mejor aplazarlo hasta que la marcha de ellas hiciera forzosa la suya.
-Se van de aquí a tres días, ¿verdad?
-Sí, y cuando se vayan yo regresaré a Morton, llevándome a Hannah, y cerraremos
esta vieja casa. Esperé que se explicase, pero él parecía abstraído en sus propios
pensamientos y ajeno a mis asuntos. Le recordé el tema, porque la cosa era para mí de un interés que no admitía demora.
-¿Y de qué empleo se trata, Mr. Rivers? Confío en que las semanas transcurridas no
dificulten...
-No, ya que depende únicamente de mí concederlo y de usted aceptarlo.
Se detuvo, como si le desagradase continuar. Mi impaciencia crecía. Algún
movimiento que hice, alguna mirada que le dirigí fueron lo bastante elocuentes para hacerle continuar.
-No tenga prisa -dijo- Ante todo, permítame decirle francamente que no he hallado
nada adecuado para usted. Ya le advertí que mi ayuda no sería mayor que la que un ciego puede prestar a un lisiado. Soy pobre: después de pagar las deudas de mi padre, no me
quedará sino esta vieja granja, esa hilera de pinos que ve ahí y ese jardín con plantas de tejo y acebo que rodea la casa.
Soy humilde. La raza de los Rivers es antigua, pero de sus últimos tres
descendientes, dos han de servir a desconocidos y el tercero se considera extraño en su propio país para vida y para muerte. Para muerte, porque no volverá a su patria, ya que
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tomará la cruz de la separación cuando el jefe de la Iglesia militante de que él es uno de los más humildes miembros, pronuncie la palabra: «¡Sígueme!»
John pronunció aquellas palabras con la mirada radiante y con la voz profunda y
serena con que predicaba. -Siendo, pues, pobre y humilde, no puedo ofrecer a usted trabajos que no sean humildes y pobres. Usted quizá se considere rebajada, porque me doy cuenta
de que tiene los hábitos que el mundo llama refinados, y que ha tratado con gentes
educadas. Mas yo opino que no es degradante trabajo alguno que tienda a hacer mejores a los hombres. Cuanto más duro es el suelo que el cristiano ara, mayor es el honor que
consigue. Así lo hicieron los Apóstoles, capitaneados por Jesús, el Redentor...
-Continúe -dije viendo que se interrumpía.
Me miró con detenimiento, como si mis facciones fueran líneas de una página y
quisiera leer en ellas. Las conclusiones que obtuvo fueron parcialmente expuestas en las siguientes palabras:
-Creo que aceptará usted lo que voy a ofrecerle -dijo-, pero no de modo permanente,
no quizá por más tiempo que el que yo continúe siendo cura de esta pacífica parroquia de la campiña inglesa. El carácter de usted es tan inquieto como el mío, aunque en otro sentido.
-Explíquese -pedí cuando él se interrumpió una vez más.
-Lo haré, y verá cuán pobre es mi oferta. Ahora que mi padre ha muerto y soy señor
de mí mismo, no estaré mucho tiempo en Morton. Probablemente me iré antes de un año.
Pero mientras esté aquí, debo preocuparme de mis feligreses. Morton, cuando me encargué de la parroquia hace dos años, carecía de escuela, y los hijos de los pobres no tenían
posibilidad alguna de instruirse. Establecí una escuela para muchachos y ahora voy a abrir otra para niñas. He alquilado una casa a ese propósito, con un pabellón contiguo, de dos habitaciones, para vivienda de la maestra. Ganará usted treinta libras al año y la casa estará amueblada, aunque muy modestamente, gracias a la munificencia de Miss Oliver, única
hija del solo hombre adinerado que hay en mi parroquia: Oliver, el dueño de la fábrica de agujas y la fundición de hierro que hay en el valle. La misma señorita paga la educación y vestido de una huérfana a condición de que ayude a la maestra en los trabajos domésticos que ella no podría hacer sin detrimento de su cargo de profesora. ¿Le conviene este
empleo?
Había hablado como si esperase de mi parte una indignada repulsa, ignoraba mis
verdaderos sentimientos y pensamientos, aunque adivinase alguno. En verdad, el cargo,
aunque humilde, tenía sobre el de institutriz de una casa la ventaja de la independencia, ya que me hería más profundamente que el sentimiento de dependencia respecto a terceros. No era un empleo innoble, ni degradante, ni indigno. Me resolví.
-Le doy gracias por su oferta, Mr. Rivers, y la acepto de todo corazón.
-¿Ha comprendido bien? -insistió-. Es una escuela de aldea; sus discípulas serán
niñas pobres, hijas de labradores en el caso mejor. No tiene usted que enseñar sino a leer, escribir, contar, coser y hacer calceta. Nada adecuado a sus conocimientos, a sus
inclinaciones... ¿Qué hará con ellos?
-Guardarlos hasta que haya ocasión de aplicarlos. -¿Sabe usted de lo que se
encarga?
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-Sí.
Sonrió, pero no con amargura, sino satisfecho.
-Si le parece, iré a la casa mañana y abriré la escuela la semana próxima.
-Muy bien.
Se levantó y comenzó a pasear por la sala. Movió la cabeza.
-Usted no estará mucho en Morton, no. -¿Por qué? ¿qué motivos tiene para
creerlo?
-Leo en sus ojos que no soportará largo tiempo tal género de vida.
-No tengo ambición.
Se sobresaltó al oírme. Repitió:
-¿Quién habla de ambición? Ya sé que la tengo, pero ¿cómo lo sabe usted?
-Hablaba de mí.
-Bien; no es ambiciosa, pero es... -y se interrumpió.
-¿Qué soy?
-Iba a decir apasionada, pero temo que dé usted un sentido equívoco a la
palabra. Quiero decir que los afectos y simpatías humanas influyen mucho sobre
usted. Estoy cierto de que no será capaz de pasar su vida en una tarea tan monótona,
tan falta de estímulo. ¿Quién puede vivir encerrada entre pantanos y montañas, sin
emplear las facultades que nos ha dado Dios...? Contestará que me contradigo, yo que
aconsejo a los fieles conformarse con su suerte, aun a los leñadores, aun a los
aguadores, pensando que todo es servicio de Dios... En fin: cabe conciliar las
inclinaciones con los principios.
Salió del aposento. En aquel breve rato yo había sabido más de su carácter que
en todo el mes precedente. No obstante, seguía sintiéndome desconcertada respecto a
su modo de ser.
Diana y Mary Rivers se entristecían y poníanse más taciturnas a medida que
llegaba el momento de abandonar a su hermano y su casa. Trataban de aparecer como
de costumbre, pero no podían disimular el esfuerzo que les costaba. Diana entendía
que aquella separación iba a ser diferente a otras anteriores, ya que acaso no volvieran a ver a John en muchos años o quizá nunca.
-Todo lo sacrificará a sus propósitos -me dijo-, incluso los mayores afectos.
John parece tranquilo,
Jane, pero en su interior es un hombre ardiente. Aunque se muestra amable y
dúctil, en ciertas cosas es inflexible como la muerte. Y lo peor de todo es que no me
atrevo a disuadirle, ni menos a censurarle, porque sus intenciones son elevadas, nobles y cristianas, aunque me desgarren el corazón.
Mary inclinó la cabeza sobre la costura.
-Ya no tenemos padre -dijo- y pronto no tendremos casi ni hermano.
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En aquel momento sobrevino un incidente de aquellos que prueban la verdad
del adagio de que las desgracias nunca vienen solas y que demuestran que siempre
queda algo más que libar en la copa de la amargura, John entró leyendo una carta.
-Parece que desaprueba usted algo -dije. -El tío John ha muerto -dijo.
Las hermanas parecieron impresionarse, pero sin quedar afectadas, como si se
tratase de algo más inesperado que aflictivo.
-¿Muerto? -repitió Diana. Dirigió una mirada a su hermano.
-¿Y entonces, John? -preguntó, en voz baja. -Entonces, ¿qué? -dijo él con el
rostro impasible como el mármol-. Entonces, nada... Lee.
Le echó la carta en la falda. Diana la leyó en silencio y se la pasó a Mary,
quien después de leerla, la devolvió a su hermano. Los tres se miraron y los tres
sonrieron, pensativos.
-Amén. No vamos a morirnos por eso - dijo Diana. -Después de todo, hemos
quedado como estábamos antes -observó Mary.
-Unicamente ocurre que resulta fuerte el contraste de lo que podía haber sido
con lo que es -comentó John Rivers.
Colocó la carta en el escritorio y salió.
Tras algunos minutos de silencio, Diana se volvió a mí. -Te asombrarán estos
misterios, Jane, y nos considerarás insensibles viendo cómo acogemos la muerte de un
tío -dijo-. Pero no le hemos visto nunca. Era hermano de mi madre. Mi padre y él riñeron hace mucho. Por consejo suyo, mi padre había invertido la mitad de sus bienes en una
especulación que le arruinó. Hubo recriminaciones mutuas, se separaron disgustados y no volvieron a verse. Mi tío tuvo suerte después en sus negocios y parece que ganó veinte mil libras. No se casó nunca, ni tenía más parientes que nosotros y otro, no más cercano. Mi padre esperaba que el tío nos dejase sus bienes, pero esta carta nos informa de que los ha dejado íntegros a ese otro pariente, excepto treinta guineas que nos lega a los tres para lutos. Desde luego, tenía perfecto derecho a hacer lo que quisiera, pero siempre impresiona un poco recibir noticias de éstas. Mary y yo nos habríamos considerado ricas con mil libras cada una y John hubiera sido feliz con análoga cantidad, porque hubiera podido hacer
mucho bien con ella.
Tras esta explicación, pasamos a otro tema y no se insistió más en aquél. Al día
siguiente me instalé en Morton, y al otro Diana y María partieron para B... Una semana
después, John Rivers y Hannah se presentaron en la rectora y la vieja granja quedó
abandonada.