Capitulo 18
CAPÍTULO 18
En aquel momento, mi situación era tal que todos los pensamientos razonables se consumían y desaparecían. Me veía arrastrado por la ira. Solo la venganza me proporcionaba fuerza y serenidad. Modelaba mis sentimientos y me permitía pensar con frialdad y estar tranquilo en períodos en los que de otro modo el delirio o la muerte se habrían apoderado de mí. Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siempre. Mi país, al que amaba cuando era feliz y querido… ahora, en la adversidad, se convirtió en un lugar odioso. Me hice con una pequeña suma de dinero, junto con algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.
Y entonces comenzó mi peregrinación, que no terminará hasta que muera. He recorrido vastas regiones de la Tierra y he sufrido todas las penurias que suelen afrontar los aventureros en los desiertos y en otros territorios salvajes. Apenas sé cómo he logrado sobrevivir; muchas veces me he derrumbado, con mi cuerpo rendido, sobre la misma tierra, agotado y sin nadie que me socorriera, y he rogado que me llevara la muerte. Pero la venganza me mantenía vivo. No me atrevía a morir y dejar a mi enemigo vivo.
Cuando abandoné Ginebra, mi primera labor fue obtener alguna clave mediante la cual pudiera seguir el rastro de los pasos de mi diabólico enemigo. Pero mi plan no dio resultado; y vagué durante muchas horas por los alrededores de la ciudad, sin saber a ciencia cierta qué camino debería seguir. Al caer la noche, me encontré a la entrada del cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre. Entré y me acerqué a las estelas que marcaban sus sepulturas. Todo permanecía en silencio, excepto las hojas de los árboles, que se agitaban suavemente con la brisa. Era casi noche cerrada, y el escenario habría resultado conmovedor y solemne incluso para un observador desinteresado. Me parecía que los espíritus de los que se habían ido vagaban por el aire, a mi alrededor, y proyectaban una sombra que se sentía, pero no se veía, en torno a la cabeza de aquel que los lloraba. El profundo dolor que esta escena me produjo al principio inmediatamente dio paso a la rabia y la desesperación. Ellos estaban muertos, y yo aún vivía. También vivía su asesino y, para destruirlo, yo debía alargar mi agotadora existencia. Me arrodillé en la tierra y con labios temblorosos exclamé:
—Por la tierra sagrada en la que estoy arrodillado, por estas sombras que me rodean, por el profundo y eterno dolor que sufro, ¡lo juro! ¡Y por vos, oh, Noche, y por los espíritus que te pueblan, juro perseguir a ese diabólico ser que causó este sufrimiento, hasta que él o yo perezcamos en combate mortal! Solo con ese propósito conservaré mi vida. Para ejecutar la ansiada venganza, volveré a ver el sol y pisaré la hierba verde de la tierra, que de otro modo apartaría de mi vista para siempre. ¡Y os invoco, espíritus de los muertos, y a vosotros, heraldos etéreos de la venganza, que me ayudéis y me guieis en esta tarea! ¡Que ese maldito monstruo infernal beba hasta las heces el cáliz de la agonía! ¡Que sienta la desesperación que ahora me atormenta a mí!
Yo había comenzado mi juramento con una solemnidad y un temor reverencial que casi me aseguraban que las sombras de mis seres queridos estaban escuchando y aprobaban mi promesa. Pero las furias se apoderaron de mí cuando terminé, y la rabia ahogó mis palabras. En la quietud de la noche, una carcajada ruidosa y diabólica fue la única respuesta que obtuve. Resonó en mis oídos larga y sombríamente; las montañas repitieron su eco, y sentí como si el mismísimo infierno me rodeara, burlándose y riéndose de mí. Seguramente en aquel momento me habría dejado llevar por la locura y habría acabado con mi miserable existencia, pero ya había lanzado mi juramento y mi vida se había consagrado definitivamente a la venganza. La carcajada se fue desvaneciendo y entonces una voz repugnante y bien conocida se dirigió a mí en un audible susurro:
—Me alegro… pobre desgraciado: has decidido vivir, y yo me alegro.
Corrí hacia el lugar de donde procedía la voz, pero el demonio pudo escapar. De repente, el enorme disco lunar se iluminó y brilló sobre su fantasmal y deforme figura, mientras huía a una velocidad sobrehumana.
Lo perseguí; y durante muchos meses esta persecución ha sido mi único objetivo. Guiado por una pista muy leve, lo seguí por los meandros del Ródano, pero todo fue en vano. Llegué al Mediterráneo, y por una extraña casualidad vi cómo el engendro subía una noche a un barco que iba a zarpar hacia el mar Negro y se ocultaba allí. Fui tras él —yo sabía cuál era el barco en el que se había escondido—, pero se me escapó, no sé cómo. En las tierras inexploradas de Tartaria y Rusia, aunque todavía conseguía esquivarme, ya seguía de cerca sus pasos. Algunas veces, los campesinos, aterrorizados por su espantosa figura, me informaban de cuál era su camino; en otras ocasiones y a menudo, él mismo, que temía que si yo le perdía el rastro, podría desesperar y morir, me dejaba algunas señales para guiarme. La nieve cayó sobre mí, y vi la huella de su tremendo pie en las blancas llanuras. Pero usted, que apenas está comenzando su vida, y las preocupaciones son nuevas para usted y la angustia, desconocida, ¿cómo puede comprender lo que he sentido y lo que aún siento? El frío, las necesidades y el cansancio fueron los males menores que tuve que soportar. Me maldijo algún demonio y tengo que sufrir en mi pecho un infierno eterno. Sin embargo, aún un espíritu bueno me seguía y guiaba mis pasos, y cuando más lamentaba mi suerte, repentinamente me salvaba de lo que me parecían dificultades insalvables. En ocasiones, cuando mi cuerpo, abrumado por el hambre, se desplomaba en el agotamiento, encontraba una comida reparadora en el desierto, que me devolvía las fuerzas y me animaba. La comida era tosca, como la que suelen comer los campesinos de aquellas regiones; pero yo no dudaba que aquello lo habían dispuesto los espíritus que yo había invocado para que me ayudaran. A menudo, cuando todo estaba seco, y no había nubes en el cielo, y me abrasaba la sed, unas nubecillas aparecían el firmamento y dejaban caer algunas gotas de lluvia que me reanimaban, y luego se desvanecían.
Cuando me era posible, seguía los cursos de los ríos; pero el monstruo principalmente los evitaba, porque es en esos lugares donde generalmente se asientan las poblaciones del campo. En otras regiones apenas se veían seres humanos, y en esas zonas generalmente subsistía con los animales salvajes que se cruzaban en mi camino. Tenía algún dinero y me granjeaba la amistad de los aldeanos repartiéndoselo u ofreciéndoles la carne de algún animal que hubiera cazado, la cual, después de coger para mí una pequeña porción, se la regalaba a aquellos que me proporcionaban fuego y utensilios para cocinar. Así transcurría mi vida, de un modo que realmente me resultaba odioso, y solo durante el sueño me sentía un poco mejor. ¡Oh, bendito sueño! A menudo, cuando más miserable me sentía, me sumía en el descanso y mis sueños me calmaban casi hasta el éxtasis. El ángel que me guardaba seguramente me proporcionaba aquellos momentos o, más bien, aquellas horas de felicidad en las que podía reunir fuerzas para continuar mi peregrinación. Privado de estos instantes de alivio, habría sucumbido a mis sufrimientos. Así, durante el día me sostenían y animaban las esperanzas de la noche: porque durante el sueño veía a mis seres queridos, a mi esposa, y mi amado país; volvía a ver el rostro de mi bondadoso padre, oía la argentina voz de mi Elizabeth y podía ver a Clerval, rebosante de vida y juventud. A menudo, cuando me encontraba exhausto tras una agotadora marcha, me convencía de que estaba soñando, y de que la noche llegaría y entonces disfrutaría realmente en brazos de mis seres queridos. ¡Qué anhelo tan angustioso sentía por ellos! ¡Cómo intentaba abrazar aquellas amadas figuras cuando se me aparecían a veces, incluso en las visiones que tenía durante la vigilia, y llegaba a convencerme de que aún estaban vivos! En aquellos momentos, la venganza que ardía en mi interior se apagaba en mi corazón, y seguía mi camino en pos de la destrucción del engendro demoníaco más como una tarea que agradaba a los cielos, como si fuera un impulso mecánico de algún poder del cual yo no tenía conciencia, que por un verdadero y ardiente deseo de mi alma.
¿Qué sentía aquel a quien perseguía? No puedo saberlo. En efecto, en ocasiones dejaba señales escritas en las cortezas de los árboles o grabadas en la piedra, que me guiaban y aguzaban mi furia. «Mi reinado aún no ha terminado», se podía leer en una de aquellas inscripciones; «Vives, y por eso mi poder es absoluto. ¡Sígueme…! Voy en busca de los hielos eternos del norte, donde sentirás el dolor del frío y el hielo, ante los cuales yo no me inmuto. Muy cerca de aquí, si no te retrasas mucho, encontrarás una liebre muerta; cómela y así te repondrás. ¡Vamos, enemigo mío…! Lucharemos a muerte, pero antes de que llegue ese momento, te esperan largas horas de sufrimiento y dolor».
¡Así te burlas, maldito demonio! Vuelvo a jurar venganza, vuelvo a prometer, miserable engendro, que te haré sufrir y te mataré; nunca abandonaré esta persecución, hasta que uno de los dos perezca. Y entonces, con qué placer me uniré a mi Elizabeth y a aquellos que ya preparan para mí la recompensa de mi penosa y horrible peregrinación.
A medida que avanzaba en mi viaje hacia el norte, las nieves se hicieron más abundantes, y aumentó el frío hasta extremos que apenas era posible resistirlo. Los campesinos se encerraron en sus cabañas y solo un puñado de los más atrevidos se aventuraban a salir para cazar animales a los que solo la inanición había obligado a salir para buscar algo que comer. Los ríos bajaban cubiertos de hielo, y no había modo de pescar nada. El triunfo de mi enemigo se engrandecía con la penuria de mis trabajos. Otra inscripción que dejó decía lo siguiente: «¡Prepárate! ¡Tus sufrimientos solo están comenzando ahora! Cúbrete con pieles y aprovisiónate con comida, porque pronto comenzaremos un viaje en el que tus sufrimientos colmarán mi odio eterno.» Mi valor y mi perseverancia se reforzaron ante esas dificultades; decidí no cejar en mi propósito; e invocando al cielo para que me ayudara, avancé con irremisible pasión y crucé inmensas regiones desiertas, hasta que el océano apareció en la distancia y dibujó la última frontera del horizonte. ¡Oh, qué distinto era de los mares azules del sur! Cubierto con hielos, solo se podía distinguir de la tierra porque estaba más desolado y era más accidentado. Los griegos lloraron cuando vieron el Mediterráneo desde las colinas de Asia, y celebraron con febril alegría el final de sus sufrimientos. Yo no lloré; pero me arrodillé y agradecí a mi ángel de la guarda, de todo corazón, que me hubiera guiado sano y salvo hasta el lugar donde, a pesar de las amenazas de mi enemigo, esperaba encontrarlo y abatirlo. Algunas semanas antes de ese momento me había procurado un trineo y perros, y así pude surcar las nieves a una gran velocidad. Yo no sé si el engendro contaba con el mismo vehículo; pero descubrí que, así como antes había ido perdiendo diariamente ventaja en mi persecución, ahora se la ganaba a él con tanta celeridad que, cuando vi por vez primera el océano, apenas me sacaba una jornada de ventaja, y esperaba poder alcanzarlo pronto. Así pues, con renovado valor continué sin desfallecer y dos días después llegué a una miserable aldea junto a la orilla del mar. Pregunté si habían visto a aquel engendro y conseguí alguna información. Un monstruo gigantesco, dijeron, había llegado allí la noche anterior. Armado con un rifle y muchas pistolas, y poniendo en fuga a los habitantes de una granja solitaria, atemorizándolos con su terrorífica apariencia, les había arrebatado todas las provisiones que tenían para el invierno; y poniéndolas en un trineo, había enganchado al mismo un buen número de perros adiestrados… y la misma noche, para alegría de los conmocionados y aterrorizados aldeanos, había proseguido su viaje por el mar helado, en dirección a ninguna parte; y pensaron que no tardaría en morir en una grieta de hielo o congelado en aquellos glaciares eternos.
Al escuchar aquella información, sufrí un pasajero ataque de desesperación. Se me había escapado; y ahora debía comenzar un viaje casi interminable y peligrosísimo por las montañas de hielo que se alzan en el océano… en medio de un frío que pocos seres humanos de aquella parte pueden soportar durante mucho tiempo y en el cual yo, un hombre nacido en un clima amable y soleado, seguramente no sobreviviría. Sin embargo, ante la idea de que aquel demonio pudiera vivir y salir triunfante, mi rabia y mi venganza retornaron, como una poderosa oleada, imponiéndose sobre cualquier otro sentimiento. Después de un ligero descanso, durante el cual los espíritus de los muertos me rodearon y me animaron a continuar en pos de la destrucción y la venganza, me preparé para el viaje.
Cambié mi trineo de tierra por otro preparado para las quebradas del océano helado; y, tras hacer un buen acopio de provisiones, abandoné tierra firme. No sé cuántos días han transcurrido desde entonces, pero he soportado sufrimientos que nada podría haberme capacitado para resistir, salvo el eterno sentimiento de una justa venganza ardiendo en mi corazón. A menudo inmensas y escarpadas montañas de hielo me impedían el paso, y a menudo oía las sacudidas y los estallidos del suelo marino al quebrarse, que amenazaba con destruirme, pero enseguida caía una nueva helada y los caminos del mar volvían a ser seguros. A juzgar por la cantidad de provisiones que he consumido, diría que han transcurrido tres semanas de viaje. El desaliento y el dolor con frecuencia arrancaban amargas lágrimas de mis ojos. En realidad, la desesperación casi había hecho presa en mí y pronto me habría sumido en la más completa miseria. Pero entonces, después de que los pobres animales que me arrastraban alcanzaran, con un increíble sufrimiento, la cima de una montaña de hielo, y se detuvieran para descansar —y uno, incapaz de avanzar, agotado por el esfuerzo, murió—, pude ver angustiado la enorme extensión de hielo que se abría delante de mí; cuando, de repente, mi mirada se detuvo en un punto oscuro en la llanura sombría, agudicé la vista para averiguar qué podría ser y proferí un alarido salvaje de placer cuando distinguí un trineo, perros, y las deformes proporciones de un ser bien conocido. ¡Oh, con qué llamarada de emoción la esperanza volvió a arder en mi corazón! Cálidas lágrimas enturbiaron mis ojos, pero las aparté rápidamente para que no me impidieran ver a aquel engendro. Continué… pero aún las lágrimas me impedían ver bien, hasta que, liberando las emociones que me oprimían, prorrumpí en llanto.
Pero no era momento de entretenerse. Desembaracé a los perros de su compañero muerto, les di una generosa porción de comida y, después de descansar una hora —lo cual era absolutamente necesario y, sin embargo, amargamente enojoso—, continué mi camino. El trineo aún era visible; no volví a perderlo de vista, excepto en los momentos en que, durante unos breves instantes, alguna quebrada de hielo me lo ocultaba con sus importunas aristas. Era evidente que estaba ganándole terreno al objeto de mi persecución. Y después de otra jornada de viaje aproximadamente, me vi a no más de media milla de distancia. Mi corazón latía poderosamente en mi interior. Pero entonces, cuando parecía tener casi a mi alcance al monstruo, mis esperanzas se desvanecieron súbitamente, y perdí cualquier rastro de él, absolutamente, como jamás me había ocurrido antes. Se oyó entonces el mar… El rugido de su avance, a medida que las aguas se levantaban y crecían las olas bajo mis pies, se hacía a cada paso más espantoso y aterrador. Procuré continuar, pero fue en vano. Se levantó una ventisca; el mar rugía; y, con la violentísima sacudida de un terremoto, la superficie helada se quebró y se despedazó con un estallido terrible y abrumador. Pronto concluyó todo: en pocos minutos, un imponente océano se abrió entre mi enemigo y yo. Y yo me quedé flotando en un fragmento de hielo desprendido que a cada paso se hacía más pequeño y me advertía de ese modo de una espantosa muerte. Así transcurrieron varias horas: varios de mis perros murieron; y yo mismo estaba a punto de sucumbir ante tantas penurias, cuando vi este barco anclado, que me hizo mantener alguna esperanza de obtener socorro y poder salvar la vida. No sabía que los barcos navegaran tan al norte y verdaderamente me asombró semejante visión. Rápidamente rompí parte de mi trineo para construir remos y con esos medios pude, con un esfuerzo infinito, mover mi navío de hielo en dirección a su barco. Había decidido que, si ustedes se dirigían al sur, me encomendaría a la piedad de los mares antes que abandonar mi propósito. Esperaba ser capaz de convencerles para que me prestaran un bote y algunas provisiones con las cuales aún podría seguir buscando a mi enemigo. Pero iban ustedes al norte. Me subieron a bordo cuando todas mis fuerzas estaban exhaustas, y pronto habría sucumbido ante el peso de mis múltiples desgracias, y me habría entregado a una muerte que aún temo, porque mi objetivo aún no se ha cumplido. ¡Oh…! ¿Cuándo mi espíritu guardián, guiándome hacia él, me concederá el descanso que tanto ansío? ¿O debo morir, y él vivir? Si muero, júreme, Walton, que no escapará, que usted lo buscará y cumplirá mi venganza y lo matará. Pero… ¿cómo me atrevo a pedirle que se haga cargo de mi peregrinación, que soporte los sufrimientos que yo he sobrellevado? No, no soy tan egoísta; sin embargo, cuando esté muerto, si él apareciera, si los heraldos de la venganza lo condujeran hacia donde usted se encuentra, jure que no vivirá… jure que no saldrá victorioso ante todas mis desdichas… y que no vivirá para hacer a otra persona tan desgraciada como yo. ¡Oh…! Es elocuente y persuasivo, y en una ocasión sus palabras incluso tuvieron algún poder en mi corazón… pero no confíe en él. Su alma es tan infernal como su aspecto, podrido de traición y de una maldad diabólica… no le escuche. Invoque a los manes de William, Justine, Clerval, Elizabeth, de mi padre y del desgraciado Víctor; y hunda su espada en lo más profundo de su corazón. Yo estaré a su lado y le mostraré el camino al acero.
Walton - Continuación
Día 26 de agosto
Ya has leído esta extraña y aterradora historia, Margaret, ¿y no sientes que se te hiela la sangre de horror, como se me congela incluso a mí en este preciso instante? A veces, atrapado en un repentino ataque de angustia, no podía continuar su relato; en otras ocasiones, su voz, quebrada y emocionada, profería las palabras que he transcrito. Sus hermosos y encantadores ojos ahora se encendían de indignación, ahora se apagaban hasta el abatimiento más penoso y una infinita desdicha. A veces podía dominar sus gestos y su expresión, y relataba los incidentes más horribles con una voz tranquila, evitando cualquier rastro de conmoción… y entonces, de pronto, estallaba como un volcán, su rostro repentinamente se demudaba y adquiría una expresión de furia salvaje cuando lanzaba esas maldiciones sobre el monstruo que lo acosaba.
Su historia es coherente y la contaba de tal modo que parecía sencillamente la verdad; sin embargo, reconozco, hermana, que las cartas de Felix y Safie, que me mostró, y la aparición del monstruo, que vimos desde el barco, me convencieron más de la verdad de su historia que todas sus afirmaciones, por muy vehementes y coherentes que fueran. Ese monstruo es real, desde luego; no puedo dudarlo; sin embargo, estoy un poco confuso, y me debato entre el asombro y la admiración. A veces intentaba que Frankenstein me contara los particulares de su creación, pero en este punto era inflexible. «¿Está usted loco, amigo mío?», me decía; «¿Adónde pretende llegar con su insensata curiosidad? ¿Acaso también desea usted engendrar un demonio infernal para sí mismo y para el mundo… o qué pretende con esas preguntas? Tranquilo, tranquilo… Aprenda de mis desdichas, y no pretenda aumentar las suyas».
Frankenstein descubrió que yo apuntaba o cogía notas relativas a su historia; me pidió verlas, y él mismo las corrigió y las aumentó en muchos lugares, pero principalmente se ocupó de dar vida y fuerza a las conversaciones que mantuvo con su enemigo. «Puesto que ha tomado usted algunas notas», dijo, «no querría que la historia pasara mutilada a la posteridad».
Así ha transcurrido una semana, mientras he estado escuchando el relato más extraño que imaginación alguna ha pergeñado jamás. Mi huésped ha conseguido que mis emociones y todos los sentimientos de mi alma hayan quedado prendidos de su historia, un interés que él mismo ha ido animando con su relato y la gentileza de su carácter. Quisiera ayudarlo; sin embargo, ¿cómo puedo aconsejar que siga viviendo a alguien tan miserable, tan desprovisto de cualquier esperanza y consuelo? ¡Oh, no…! La única alegría que podrá disfrutar será la que goce cuando prepare sus trastornados sentimientos para el descanso y la muerte. Sin embargo, sí disfruta de una pequeña alegría, fruto de la soledad y el delirio: cree que cuando mantiene conversaciones con sus seres queridos en sueños, y obtiene de esos encuentros algún consuelo para sus desgracias o coraje para su venganza, esas figuras no son creaciones de su imaginación, sino los seres reales que lo visitan desde las regiones del más allá. Semejante fe confiere cierta solemnidad a sus delirios, que me resultan casi tan asombrosos y apasionantes como la verdad.
Nuestras conversaciones no siempre se reducen a su propia historia y sus desdichas. Demuestra un notabilísimo conocimiento de la literatura y una inteligencia rápida y perspicaz. Su elocuencia es vehemente y conmovedora: desde luego, no soy capaz de escucharlo sin lágrimas en los ojos cuando narra un acontecimiento patético o cuando pretende excitar las pasiones de la piedad o el amor. ¡Qué extraordinaria persona tuvo que haber sido en sus buenos tiempos, si estando en la miseria se muestra así de noble y bondadoso! Parece intuir lo mucho que vale y la grandeza de su caída. «Cuando era joven», me dijo, «me sentía como si estuviera destinado a alguna gran empresa. Mis sentimientos eran muy intensos, pero poseía un juicio tan equilibrado que se me prometían notables triunfos. Este sentimiento de valía respecto a mí mismo me animaba en aquellos momentos en los que otros se hubieran hundido, pues consideraba un crimen desperdiciar en inútiles lamentos aquellos talentos que podrían resultar útiles a mis semejantes. Cuando reflexioné sobre el trabajo que había realizado, nada menos que la creación de un animal sensible y racional, no me pude considerar uno más entre todos los demás científicos. Pero ese sentimiento que entonces me animó ahora solo me sirve para sumergirme aún más en el fango. Todas mis fantasías y esperanzas han quedado en nada; y como aquel arcángel que aspiraba a la omnipotencia, ahora me veo encadenado en un infierno eterno. Mi imaginación era viva, pero también tenía una gran capacidad para el estudio… y gracias a la conjunción de ambas cualidades pude concebir la idea y ejecutar la creación de un hombre. Incluso ahora, no puedo recordar sin emoción mis delirios cuando el trabajo aún estaba incompleto: tocaba el cielo en mis sueños… unas veces exultante por mi inteligencia, y otras, orgulloso ante la idea de sus consecuencias. Desde la infancia concebí las más altas esperanzas y las más elevadas ambiciones, ¡y ahora estoy hundido…! ¡Oh, amigo mío! Si me hubiera conocido usted como fui un día, no me reconocería en este estado de degradación. El desánimo casi nunca visitaba mi corazón; parecía esperarme un gran porvenir… hasta que caí, y… ¡oh… nunca, nunca jamás volví a levantarme!».
¿Voy a perder a este ser admirable? He suspirado por un amigo; he buscado uno que pudiera comprenderme y apreciarme. Y ya ves, en estos océanos desiertos lo he encontrado; pero me temo que he ganado a un amigo solo para conocer su valía y perderlo. Querría reconciliarlo con la vida, pero rechaza esa idea. «Se lo agradezco, Walton», dijo; «le agradezco que tenga tan buenas intenciones para con un desgraciado tan miserable; pero cuando usted habla de nuevas relaciones y nuevos afectos, ¿piensa que hay algo que pueda reemplazar a aquellos que se fueron? ¿Es que algún hombre puede ser lo que fue Clerval para mí? ¿O es que alguna mujer puede ser otra Elizabeth? Y aunque los afectos no se deban especialmente a cualidades extraordinarias, los compañeros de nuestra infancia siempre poseen cierta influencia en nuestro espíritu: una influencia que difícilmente otro amigo posterior puede conseguir. Ellos conocen nuestros sentimientos de la infancia, los cuales, aunque puedan modificarse más adelante, nunca desaparecen del todo; y pueden juzgar nuestros actos con más ecuanimidad. Una hermana o un hermano nunca puede sospechar que el otro lo engaña o le miente, a no ser que efectivamente esos rasgos se hayan dado en uno de ellos previamente; mientras que otro amigo, aunque nos tenga en gran aprecio, puede sentir, aun a pesar suyo, la punzada de la sospecha. Pero yo tuve amigos, a los que quise no solo por las relaciones de parentesco, sino por sí mismos… y, dondequiera que esté, la dulce voz de mi Elizabeth o la conversación de Clerval siempre están susurrando en mis oídos. Están muertos, y en esta horrible soledad solo un sentimiento puede convencerme de que conserve la vida. Si estuviera comprometido en una noble tarea o en un proyecto que fuera de gran utilidad para mis semejantes, entonces podría vivir para llevarlo a cabo. Pero ese no es mi destino. Debo perseguir y destruir al ser al que di vida; entonces mi objetivo estará cumplido, y podré morir».
Día 2 de septiembre
Mi querida hermana:
Te escribo cercado por el peligro y no sé si el destino me permitirá alguna vez volver a ver mi querida Inglaterra y a los queridos amigos que viven allí. Estoy rodeado por montañas de hielo que no nos permiten movernos y a cada momento amenazan con aplastar el barco. Mis valientes hombres, a los que convencí para que fueran mis compañeros, me miran pidiéndome ayuda, pero no tengo nada que ofrecer. Hay algo terriblemente espantoso en nuestra situación… Sin embargo, mi valor y mi confianza no me abandonan. Podemos sobrevivir; y si no, volveré a leer las enseñanzas de mi Séneca y moriré con buen ánimo.
Pero, Margaret, ¿cómo te encontrarás tú? No sabrás de mi muerte, y esperarás angustiada mi regreso. Pasarán los años, y a veces caerás en la desesperación y, sin embargo, aún acariciarás esperanzas. ¡Oh, mi querida hermana…! La dolorosa desilusión de tus afectuosas esperanzas me parecen ahora más terribles que mi propia muerte. Pero tienes un marido y unos hijos adorables; y vas a ser feliz. ¡Que el Cielo te bendiga, y permita que lo seas!
Mi desafortunado huésped me observa con comprensión, intenta darme esperanzas y habla como si la vida fuera algo que amara verdaderamente. Me recuerda cuán a menudo estos incidentes le han ocurrido a otros navegantes que han surcado los mismos mares. A pesar de mí mismo, me anima con los mejores augurios. Incluso los marineros notan el benéfico influjo de su elocuencia —cuando habla, se mitiga su desesperanza—; reanima su valor, y acaban creyendo que estas tremendas montañas de hielo son pequeñas colinas que se desvanecerán ante la decidida voluntad del hombre. Sin embargo, todo esto es pasajero, y cada día de esperanza frustrada no hace sino infundirles miedo; y empiezo a temer que la desesperación desemboque en un motín.
Día 5 de septiembre
Ha ocurrido algo tan extraño que, aunque sea muy probable que estas cartas nunca te lleguen, mi querida Margaret, no puedo evitar consignarlo aquí. Aún estamos rodeados por montañas de hielo, aún estamos en constante peligro de ser aplastados en medio de su fragor. El frío es espantoso, y muchos de mis desafortunados camaradas ya han encontrado la muerte en medio de este escenario de desolación. Frankenstein cada día está más enfermo; un fuego febril aún centellea en sus ojos, pero está exhausto, y si decide realizar algún esfuerzo, inmediatamente cae de nuevo en un completo estupor.
Mencionaba en mi última carta los temores que tenía a propósito de un amotinamiento. Esta mañana, mientras me encontraba vigilando el pálido rostro de mi amigo, sus ojos medio cerrados y sus brazos colgando exánimes, me interrumpieron media docena de marineros que deseaban que los recibiera en el camarote. Entraron, y su jefe se dirigió a mí. Me dijo que él y sus compañeros habían sido elegidos por los otros marineros para venir en comisión con el fin de exigirme lo que en justicia no les podría negar. Estábamos atrapados entre muros de hielo y probablemente jamás saldríamos vivos de allí; pero ellos temían que si el hielo se descongelaba, cosa que podía ocurrir, y se abría un canal, yo fuera lo bastante temerario como para proseguir mi viaje y conducirlos a nuevos peligros después de haber podido superar felizmente este. Así pues, querían que yo hiciera una promesa solemne: que si el barco se liberaba, inmediatamente pondría rumbo a Arkangel.
Aquella conversación me preocupó. Yo aún no había perdido la esperanza, ni había pensado en absoluto en regresar, si el hielo nos liberaba. Sin embargo, en justicia, ¿podía, aunque estuviera en mi mano, negarles aquella petición? Dudé antes de responder, cuando Frankenstein, que al principio había permanecido en silencio y, en realidad, parecía que apenas tenía fuerzas para escuchar, se incorporó. Sus ojos centelleaban, y sus mejillas se inflamaron con un momentáneo vigor. Volviéndose hacia los hombres, dijo:
—¿Qué queréis decir? ¿Qué le estáis pidiendo a vuestro capitán? ¿De modo que abandonáis con esta facilidad vuestro trabajo? ¿No decíais que esta expedición era gloriosa? ¿Y por qué iba a ser gloriosa? Desde luego, no porque la ruta fuera sencilla y plácida como en un mar del sur, sino porque estaba atestada de peligros y horrores… porque a cada nueva dificultad se exigiría más de vuestra fortaleza, y se mostraría vuestro coraje… porque cuando la muerte y el peligro os rodearan, vosotros demostraríais vuestro valor y todo lo superaríais. Por eso era una expedición gloriosa… por eso era una empresa de honor. A partir de aquí, todo el mundo os saludaría como benefactores de la humanidad… vuestros nombres serían honrados como los de hombres valientes que se enfrentaron a la muerte con honor y por el beneficio de la humanidad. ¡Y miraos ahora…! A la primera señal de peligro… o, si lo preferís, ante la primera prueba importante y aterradora a la que se somete vuestro valor… retrocedéis y preferís abandonar como hombres que no tuvieran fortaleza para soportar el frío y el peligro. Muy bien, pobres de espíritu: «¡Tenían frío y volvieron al calor de sus chimeneas…!» ¡Vaya! ¡Para ese viaje no necesitábamos tantos preparativos! No necesitabais venir hasta tan lejos, ni arrastrar a vuestro capitán a la vergüenza de un fracaso, para demostrar que sois unos cobardes. ¡Oh…! ¡Sed hombres… o sed más que hombres! Sed fieles a vuestros compromisos y firmes como la roca. Este hielo no está hecho de la misma materia que vuestros corazones; es débil, y no puede derrotaros, si vosotros decís que no va a derrotaros. No volváis junto a vuestras familias con el estigma de la derrota marcada en vuestras frentes; volved como héroes que han luchado y han conquistado y no han sabido qué es volver la espalda al enemigo.
Dijo aquello con un espíritu tan adecuado a los distintos sentimientos que expresaba en su arenga, y con una mirada cargada de elevados propósitos y heroísmo, que no fue maravilla que aquellos hombres se conmovieran. Se miraban los unos a los otros, y eran incapaces de contestar. Hablé. Les dije que se retiraran y que pensaran en todo lo que se había dicho: que no los llevaría más al norte si verdaderamente deseaban lo contrario; pero que esperaba que lo pensaran bien y que pudieran recobrar el valor. Se fueron y me volví hacia mi amigo, pero se había sumido en un profundo estupor y casi le había abandonado la vida.
No sé en qué terminará todo esto. Pero preferiría morir antes que regresar vergonzosamente, sin cumplir mi objetivo. Sin embargo, creo que tal será mi destino. Los hombres que no sienten con fervor las ideas de gloria y honor jamás tienen voluntad para seguir soportando penalidades.
Día 7 de septiembre
La suerte está echada. He aceptado regresar si no perecemos antes. Así se malogran mis esperanzas, por la cobardía y la falta de arrojo. Regresaré a casa sin haber descubierto nada y desilusionado. Se precisa más filosofía de la que sé para soportar con buen ánimo esta humillación.
Día 12 de septiembre
Todo ha acabado. Regresamos a Arkangel. He perdido cualquier esperanza de ser útil a los demás y de alcanzar la fama… y he perdido a mi amigo. Pero intentaré describirte detalladamente estos amargos acontecimientos, mi querida hermana. Y si los vientos me llevan a Inglaterra y a ti, no seré del todo desgraciado.
Día 9 de septiembre: el hielo comenzó a ceder, y los bramidos del mar, como truenos, se oían en la distancia, a medida que las islas se desprendían y se resquebrajaban en todas direcciones. Estábamos corriendo un extremo peligro. Pero como lo único que podíamos hacer era permanecer pasivos, dediqué todas mis atenciones a mi desdichado huésped, cuya enfermedad se agravó hasta tal punto que siempre permanecía en cama. El hielo se resquebrajó por detrás de nosotros y los témpanos fueron arrastrados rápidamente hacia el norte. Una brisa se levantó desde ese preciso cuadrante… y el día 11 se abrió un paso hacia el sur y el barco quedó liberado. Cuando los marineros lo vieron, y comprobaron que el regreso a sus pueblos estaba prácticamente asegurado, estallaron en gritos de incontenible alegría… que duró mucho tiempo. Frankenstein, que estaba adormilado, se despertó y preguntó la razón de aquella algarabía. Era incapaz de contestarle. Preguntó de nuevo… «Gritan», dije, «porque pronto regresarán a Inglaterra».
«Entonces… ¿de verdad regresa usted?»
«¡En fin… sí! No puedo oponerme a sus peticiones. No puedo conducirlos al peligro si no quieren, y debo regresar»
«Hágalo si quiere, pero yo no. Puede usted abandonar su propósito, pero el mío me lo asignó el Cielo, y no puedo hacerlo. Estoy muy débil, pero seguramente los espíritus que me ayudan en mi venganza me concederán la fuerza suficiente…»
Y al decir eso, intentó levantarse de la cama, pero el esfuerzo fue demasiado para él; se derrumbó hacia atrás y perdió la consciencia. Transcurrió mucho tiempo antes de que se recobrara; a menudo pensaba que la vida le había abandonado por completo. Al final abrió los ojos, pero respiraba con dificultad y era incapaz de hablar. El doctor le dio una medicina reconstituyente y nos ordenó que no lo molestáramos. Entonces me dijo que con toda seguridad a mi amigo no le quedaban muchas horas de vida.
Así se pronunció su sentencia, y yo solo podía lamentarlo y resignarme. Me senté junto a su cama, velándolo… Tenía los ojos cerrados, y yo creí que dormía. Pero entonces me llamó con un débil susurro y, rogándome que me acercara, me dijo: «¡Dios mío…! Las fuerzas en que confiaba me han abandonado; sé que voy a morir pronto, y él, mi enemigo y mi acosador, aún puede estar con vida. No crea, Walton, que en los últimos instantes de mi existencia siento aquel odio feroz y aquel ardiente deseo de venganza que un día le conté; pero tengo derecho a desear la muerte del monstruo. Durante estos últimos días he estado examinando mi conducta en el pasado… y no creo que sea culpable. En un ataque de apasionada locura creé una criatura racional y me vi obligado a proporcionarle, en lo que me fuera posible, felicidad y bienestar. Ese era mi deber, pero había un deber aún mayor que ese. Mis obligaciones respecto a mis semejantes tenían más fuerza porque de ellas dependían a su vez la felicidad o la desgracia para muchos otros. Apremiado por esta perspectiva, me negué, e hice bien en negarme, a crear una compañera para la primera criatura. Él demostró una maldad insólita. Acabó con mis seres queridos… se consagró a la destrucción de seres que gozaban de una sensibilidad, una alegría y una sabiduría maravillosas. Y no sé dónde puede acabar esa sed de venganza. Miserable como es, para que no pueda hacer desgraciados a otros, debe morir. La tarea de su destrucción me correspondía a mí, pero he fracasado. En cierta ocasión, cuando actuaba por egoísmo y por ansias de venganza, le pedí que completara mi trabajo inacabado; y ahora renuevo mi petición, cuando solo me veo inducido a ello por la razón y la virtud.
»Sin embargo, no le puedo pedir que renuncie a su país y a sus seres queridos para llevar a cabo esta tarea. Y ahora que usted va a regresar a Inglaterra, tendrá pocas posibilidades de encontrarse con él. Pero le dejo a usted la consideración de esos detalles y la tarea de evaluar lo que usted puede estimar como sus verdaderos deberes. Mi razón y mis ideas ya no están claros por la cercanía de la muerte. No me atrevo a pedirle que haga lo que yo creo que es correcto, porque aún puedo estar perturbado por la pasión.
»Me enloquece pensar que él pudiera seguir viviendo para ser instrumento del mal, y más en esta hora, cuando de un momento a otro espero mi liberación, la única hora de felicidad que he gozado desde hace tantos años. Ya puedo ver las imágenes de mis seres queridos muertos a mi alrededor, y deseo apresurarme a abrazarlos. Adiós, Walton. Busque la felicidad en la tranquilidad y evite la ambición, aunque sea la ambición aparentemente inocente de sobresalir en las ciencias y los descubrimientos. Pero… ¿por qué digo eso? Yo mismo he fracasado en semejantes esperanzas, pero quizá otro pueda tener éxito…»
Su voz se debilitó aún más; y, exhausto por aquel esfuerzo, se sumió en el más profundo silencio. Alrededor de media hora después intentó hablar de nuevo, pero no pudo; apretó mi mano débilmente, y sus ojos se cerraron mientras una amable sonrisa se dibujó en sus labios.
Margaret… ¿qué puedo decir? ¿Puedo hacer algún comentario acerca de este hombre asombroso? ¡Dios mío! Todo lo que puedo decir sería inapropiado y vulgar. Las lágrimas corren por mi rostro. Pero ya viajo hacia Inglaterra, y quizá allí encuentre algún consuelo.
Me interrumpen. ¿Qué significan esos ruidos? Es medianoche, la brisa sopla suavemente, y el vigía del puente apenas se mueve. Otra vez he vuelto a oír ese ruido… y procede del camarote donde aún permanecen los restos mortales de Frankenstein. Debo levantarme e ir a ver qué ocurre. Buenas noches, hermana mía.
¡Dios mío! ¡No sabes lo que acaba de ocurrir! Aún estoy aturdido ante el recuerdo de lo que he visto. Apenas sé si tendré fuerzas para contártelo con precisión; sin embargo, lo intentaré, porque el relato que he transcrito hasta aquí estaría incompleto sin este episodio final y asombroso.
Entré en el camarote donde yacían los restos de mi desdichado huésped. Sobre él se inclinaba una figura para cuya descripción no tengo palabras… de una estatura gigantesca, pero desproporcionado y deforme. Como estaba inclinado hacia el ataúd, su rostro permanecía oculto por largos mechones de pelo desgreñado; pero su mano extendida parecía como la de las momias, porque no sé de otra cosa que pueda parecérsele en color y textura. Cuando escuchó un ruido y me vio entrar, interrumpió sus exclamaciones de dolor y se apartó hacia la ventana. Jamás vi una cosa tan espantosa como su rostro, tan asquerosa y tan aterradora. Cerré los ojos involuntariamente mientras le gritaba que se quedara quieto. Se detuvo. Mirándome con asombro y volviéndose luego hacia la figura exánime de su creador, pareció olvidar mi presencia, aunque todos sus movimientos y sus gestos parecían movidos por la ira más violenta. «Esta es también mi víctima», exclamó. «Con su asesinato culmino mis crímenes. ¡Oh, Frankenstein…! ¡Ser generoso y abnegado…! ¿Me atreveré a pediros que me perdonéis? Yo, que os maté porque maté a aquellos que vos más queríais… ¡Oh, ha muerto y no puede responderme…!»
Su voz pareció ahogada; y mi primer impulso, que había sido obedecer la petición de mi amigo moribundo y acabar con su enemigo, ahora parecía atenazado por una mezcla de curiosidad y compasión. Me aproximé a él, aunque no me atrevía a mirarlo: había algo demasiado aterrador y sobrehumano en su horrenda fealdad. Intenté decir algo, pero las palabras murieron en mis labios. El monstruo continuó culpándose y reprochándose locuras e incoherencias. Al final, dije: «De nada sirve ya tu arrepentimiento. Si hubieras sentido la punzada de los remordimientos antes de haber llevado tu diabólica venganza hasta este extremo, Frankenstein aún estaría vivo.»
«¿Es que piensa que yo era insensible a la angustia y a los remordimientos?», dijo aquel ser demoníaco. «Él», añadió, señalando el cadáver, «él no ha sufrido más en la consumación de los hechos que yo en su ejecución. Un espantoso egoísmo me animaba, al tiempo que mi corazón sufría la más dolorosa angustia. ¿Acaso cree que los gemidos de Clerval eran música para mis oídos? Mi corazón estaba hecho para el amor y la comprensión; y, cuando las desgracias me empujaron hacia la maldad y el odio, no soporté la violencia del cambio sin un sufrimiento tal que usted sería incapaz de imaginar. Cuando murió Clerval, regresé a Suiza, con el corazón destrozado y vencido. Sentía compasión por Frankenstein y por sus amargos sufrimientos; mi piedad se tornó en horror; me aborrecía a mí mismo. Pero cuando vi que de nuevo se atrevía a tener esperanzas de felicidad… que mientras amontonaba desdichas y desesperación sobre mí, buscaba su propia alegría en los amables sentimientos y las pasiones que a mí me estaban absolutamente vedados, de nuevo me asaltó la indignación y la sed de venganza. Recordé mi amenaza y decidí ejecutarla. Y cuando ella murió… no, en aquel momento no lo lamenté… abandoné cualquier sentimiento y cualquier angustia. Disfruté enloquecidamente en mi absoluta desesperación; y habiendo llegado tan lejos, decidí concluir mi diabólico plan. Y ya ha concluido. He aquí mi última víctima».
Me conmovieron los lamentos por sus desdichas, pero recordé lo que Frankenstein me había dicho a propósito de su elocuencia y su capacidad de persuasión; y, cuando de nuevo volví la mirada a los restos de mi amigo, mi indignación se encendió: «¡Miserable!», grité. «¡Muy bien: así que vienes aquí a lloriquear sobre las desgracias que has causado…! Arrojas una antorcha en medio de una aldea, y cuando ha quedado destruida, te sientas en mitad de las ruinas y lamentas que se hayan quemado… ¡Maldito hipócrita! Si el hombre por quien gimoteas aún viviera, lo seguirías acosando y persiguiendo con tu maldita sed de venganza. No es compasión lo que sientes… ¡solo es la pena porque se ha terminado tu excusa para causar el mal!»
«No es eso…», dijo el engendro demoníaco, «y sin embargo, tal debe de ser la impresión que usted tenga de mí, porque tal parece haber sido el sentido de mis actos. Pero no busco a nadie que entienda mi desgracia… lo sé absoluta y perfectamente, ni busco una comprensión que nunca podré encontrar. Cuando la busqué, al principio, solo deseaba participar del amor al bien y de los sentimientos de felicidad y alegría. Pero ahora que la virtud no es para mí más que una sombra, y la felicidad y la alegría se han tornado desesperación, ¿dónde tendría que buscar comprensión? No… Me conformo con sufrir solo, mientras tenga que sufrir. Y cuando muera, aceptaré que el odio y el oprobio descansen sobre mi memoria. En cierta ocasión mi imaginación se deleitó en sueños de virtud, de fama, y alegría. En cierta ocasión confié en encontrar a alguien que, ignorando mi aspecto externo, me apreciaría por las excelentes cualidades que sin duda poseía. En aquel tiempo estaba embargado por los altos ideales del honor y de la abnegación. Pero ahora la vileza me ha hundido hasta convertirme en una alimaña bestial… No hay crímenes que se asemejen a los míos; y, cuando repaso la horrenda nómina de mis actos, apenas puedo creer que yo sea aquel cuyos pensamientos estuvieron una vez animados por las sublimes y trascendentes visiones del amor y la belleza. Pero así es. El ángel caído se convierte en un demonio maligno. Pero él… incluso él, el enemigo del hombre, tuvo amigos y compañeros. Yo estoy absolutamente solo.
»Usted, que se llama amigo de Frankenstein, parece saber algo de mis crímenes y mis desdichas. Pero, en el relato que él tal vez le ha hecho de mis sufrimientos, no ha podido contar las horas y los meses de miseria que he soportado mientras mi alma ardía de furia e impotencia. Porque cuando destruí su futuro, no satisfice mis propios deseos, que eran tan ardientes y devoradores como siempre. Aún deseaba amor y compañía, y siempre me despreciaban. ¿Acaso esto no era una injusticia? ¿Y soy yo el único criminal, cuando toda la humanidad ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia usted a Felix, que expulsó de su casa a quien lo apreciaba de verdad? ¿O por qué no odia usted al hombre que deseaba matar a quien salvó a su hija? No, desde luego: ellos son seres virtuosos e inmaculados… mientras que yo, el miserable y el pisoteado, ¡solo soy un aborto que debe ser despreciado y apaleado y odiado! Incluso ahora me hierve la sangre cuando recuerdo semejante injusticia…
»Pero es verdad que soy un miserable. He destruido todo lo bello y lo indefenso. He cazado a los inocentes mientras dormían y he estrangulado hasta la muerte el cuello de quien jamás me hizo daño. He conducido a mi creador al sufrimiento y lo he acosado hasta su muerte. Usted me odia, pero su aborrecimiento ni siquiera puede compararse al que yo siento por mí mismo. Miro las manos que han cometido esos actos, pienso en el corazón que los planeó, y me detesto. No tema: no volveré a hacer ningún mal; mi tarea está a punto de concluir. No necesito de usted ni de nadie para consumarla, me basto yo solo. Y no crea que tardaré en llevar a cabo el sacrificio. Abandonaré su barco; y, en el témpano que me trajo hasta aquí, buscaré el extremo de tierra más septentrional que pueda tener el globo. Yo mismo levantaré mi pila funeraria y me consumiré en cenizas, para que mis restos no puedan sugerir a ningún desgraciado curioso e ingenuo que puede ser capaz de crear a otro como yo. Moriré. Ya no volveré a sentir la angustia que me consume, ni seré presa de sentimientos insatisfechos y, sin embargo, eternos. Quien me creó ha muerto; y cuando yo muera, el recuerdo de mí morirá para siempre. Ya no volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni sentiré el viento en el rostro. La luz, los sentimientos y la razón morirán. Y entonces hallaré mi felicidad. Hace algunos años, cuando las imágenes del mundo se mostraron abiertamente ante mí, cuando sentía la alegre calidez del verano y oía el murmullo de las hojas y el gorjeo de los pájaros, y aquello era todo para mí, habría lamentado morir; pero ahora la muerte es mi único consuelo. Enfangado en el crimen y corroído por los remordimientos más amargos, ¿dónde podré encontrar descanso, sino en la muerte?
»Adiós. Me voy, usted será el último hombre que vean mis ojos. ¡Y adiós, Frankenstein! Si en la muerte aún os restara algún deseo de venganza, esta se vería más satisfecha si siguiera viviendo que con mi muerte. Pero eso no ocurrirá. Deseabais mi absoluta destrucción para que no pudiera causar mayores sufrimientos a otros, y ahora no desearíais sino que viviera para que siguiera sufriendo. Aunque estabas destrozado, mi agonía es mayor que la tuya, porque los remordimientos son la amarga punzada que atormenta mis heridas y me tortura hasta la locura.
»Pero pronto moriré», dijo, entrelazando las manos, «y lo que siento ahora ya no lo sentiré; pronto estos pensamientos… estas dolorosas heridas… ya no existirán. Levantaré triunfal mi pira funeraria, y las llamas que consuman mi cuerpo concederán la alegría y la paz a mi espíritu».
Y tras decir aquello, saltó por la ventana del camarote y cayó sobre un témpano de hielo que permanecía junto al barco; y apartándose con fuerza de la nave, las olas lo alejaron, y muy pronto se perdió de vista en la oscuridad y la distancia.