El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 19. Rouletabille me invita a comer en la venta «La Torre del Homenaje»

Capítulo 19 Rouletabille me invita a comer en la venta «La Torre del Homenaje»

Solo mucho tiempo después me entregó Rouletabille estos apuntes en los que, la misma mañana que siguió a aquella noche enigmática, refirió con amplitud la historia del fenómeno de la «galería inexplicable». El día en que me reuní con él en el Glandier, me contó con muchísimos detalles todo lo que ahora saben ustedes, incluso el empleo de su tiempo durante las pocas horas que aquella semana fue a pasar a París, donde, por lo demás, no se enteraría de nada que le sirviera.

El acontecimiento de la «galería inexplicable» sobrevino en la noche del 29 al 30 de octubre, es decir, tres días antes de mi vuelta al castillo, pues estábamos a 2 de noviembre. Así pues, «el 2 de noviembre» vuelvo al Glandier, llamado por el telegrama de mi amigo y llevando los revólveres.

Estoy en la habitación de Rouletabille; acaba de terminar su relato.

Mientras hablaba, no dejaba de acariciar la convexidad de los cristales de los quevedos que había encontrado encima del velador, y comprendí, por la alegría con que manipulaba aquellos cristales de présbita, que debían de constituir una de esas «marcas sensibles destinadas a entrar en el círculo trazado por el lado bueno de su razón». Esa forma rara, única, de expresarse que tenía, utilizando términos maravillosamente adecuados a su pensamiento, ya no me sorprendía; pero a menudo había que conocer su pensamiento para comprender los términos, y no siempre era fácil penetrar en el pensamiento de Joseph Rouletabille. El pensamiento de este niño era una de las cosas más curiosas que jamás tuve ocasión de observar. Rouletabille se paseaba por la vida con ese pensamiento sin sospechar el asombro —digamos la palabra—, la estupefacción que encontraba en su camino. La gente volvía la cabeza hacia aquel pensamiento, lo miraba pasar, alejarse, del mismo modo que nos paramos a mirar con más detenimiento una silueta original que se cruzó en nuestro camino. Y así como nos decimos: «¿De dónde viene ese? ¿Adónde va?», nos decíamos: «¿De dónde viene el pensamiento de Joseph Rouletabille y adónde va?». He confesado que él no sospechaba el color original de su pensamiento; por eso no lo molestaba para pasearse por la vida como todo el mundo. Del mismo modo, un individuo que no sospecha de su presentación excéntrica se encuentra a gusto, sea cual fuere el medio en que se mueve. Así pues, este niño, irresponsable de su cerebro supernatural, expresaba con natural sencillez cosas formidables «por medio de su lógica resumida», tan resumida que los demás no podíamos comprender su forma sino en la medida en que se dignaba desplegarla ante nuestros ojos maravillados y presentarla de frente en su posición normal.

Joseph Rouletabille me preguntó qué me parecía el relato que acababa de hacerme. Le respondí que su pregunta era harto embarazosa, a lo que me replicó que intentara a mi vez tomar mi razón por el lado bueno.

—Bueno —dije—, pues me parece que el punto de partida de mi razonamiento debe ser este: no cabe duda de que el asesino perseguido por ustedes estuvo en la galería en un momento dado de la persecución…

Y me paré…

—Empezando tan bien —exclamó— no tendría por qué detenerse tan pronto. Vamos, un pequeño esfuerzo.

—Voy a intentarlo. Puesto que estaba en la galería y desapareció de ella, si no pudo pasar por una puerta ni por una ventana, tuvo que escapar por otra abertura.

Joseph Rouletabille me consideró con lástima, se sonrió negligentemente y no dudó más en confiarme que yo razonaba siempre «como una zapatilla».

—¡Qué digo, como una zapatilla! ¡Razona usted como Frédéric Larsan!

Y es que Joseph Rouletabille pasaba por períodos alternativos de admiración y de desdén hacia Frédéric Larsan; tan pronto exclamaba: «¡Es realmente hábil!», como se lamentaba: «¡Qué animal!», según que —y eso lo había notado yo muy bien— los descubrimientos de Frédéric Larsan vinieran a corroborar o a contradecir su razonamiento. Era una de las caras del noble carácter de aquel extraño niño.

Nos levantamos y me arrastró hacia el parque. Cuando estábamos en el patio y nos dirigíamos hacia la salida, un ruido de contraventanas echadas contra la pared nos hizo volver la cabeza, y en una ventana del primer piso del ala izquierda del castillo vimos un rostro colorado y completamente afeitado que yo no conocía.

—¡Vaya! —murmuró Rouletabille—. ¡Arthur Ranee!

Bajó la cabeza, aceleró el paso y le oí que decía entre dientes:

—¿Entonces estaba esta noche en el castillo?… ¿A qué habrá venido aquí?

Cuando estuvimos bastante lejos del castillo, le pregunté quién era ese Arthur Ranee y cómo lo había conocido. Entonces aludió a su relato de aquella mañana, y me recordó que Arthur W. Ranee era aquel americano de Filadelfia con el cual había brindado tan copiosamente en la recepción del Elíseo.

—¿Pero no iba a abandonar Francia casi inmediatamente? —pregunté.

—Sin duda; por eso me ve usted tan extrañado de encontrármelo no solo en Francia, sino, y sobre todo, en el Glandier. No ha llegado esta mañana; no ha llegado esta noche; llegaría, pues, antes de la cena y no lo vi. ¿Cómo puede ser que los porteros no me hayan avisado?

Hice observar a mi amigo que, a propósito de los porteros, todavía no me había dicho cómo se las había apañado para ponerlos de nuevo en libertad.

Nos acercábamos precisamente a la casita; el tío y la tía Bernier nos miraban llegar. Una amplia sonrisa iluminaba su cara próspera. Parecían no haber guardado ningún mal recuerdo de su detención preventiva. Mi joven amigo les preguntó a qué hora había llegado Arthur Ranee. Le contestaron que ignoraban que Arthur Ranee estuviera en el castillo. Debió de presentarse la víspera por la noche, pero no tuvieron que abrirle la reja, pues Arthur Ranee, que, al parecer, era un buen andarín y no quería que fueran a buscarlo en coche, solía bajar en la estación del pueblecito de Saint-Michel; de allí se dirigía al castillo a través del bosque. Llegaba al parque por la gruta de Santa Genoveva, bajaba a la gruta, saltaba de una zancada la alambrada y estaba en el parque.

A medida que hablaban los porteros, yo veía ensombrecerse el rostro de Rouletabille, manifestar cierto descontento y, a no dudarlo, cierto descontento de sí mismo. Evidentemente, se sentía un poco humillado de que, después de trabajar en el lugar, estudiar los seres y las cosas del Glandier con un cuidado meticuloso, tuviera que enterarse todavía de que «Arthur Ranee solía venir al castillo».

Malhumorado, pidió explicaciones.

—Dicen que Arthur Ranee suele venir al castillo…, pero ¿cuándo vino por última vez?

—No sabríamos decirle exactamente —respondió el señor Bernier, que este era el nombre del portero—, puesto que no podíamos saber nada mientras nos tenían presos, y también porque ese señor, si cuando viene al castillo no pasa por la reja, tampoco pasa por ella cuando lo abandona…

—En fin, ¿sabe cuándo vino por primera vez?

—¡Oh, sí señor, hace nueve años!…

—Así pues, vino a Francia hace nueve años —respondió Rouletabille—. Y esta vez, que usted sepa, ¿cuántas veces vino al Glandier?

—Tres veces.

—¿Cuándo vino al Glandier por última vez, «que usted sepa», antes de hoy?

—Unos ocho días antes del atentado del «Cuarto Amarillo».

Rouletabille preguntó aún, esta vez dirigiéndose a la mujer:

—¿En la ranura del ?

—En la ranura del —respondió.

—Gracias —dijo Rouletabille—, y prepárense para esta noche.

Pronunció esta última frase con un dedo en la boca, para recomendar silencio y discreción.

Salimos del parque y nos dirigimos a la venta «La Torre del Homenaje».

—¿Va alguna vez a comer a la venta?

—Alguna vez.

—¿Pero come también en el castillo?

—Sí; a Larsan y a mí nos sirven en nuestras habitaciones: unas veces en la una y otras en la otra.

—¿Nunca los invitó a su mesa el señor Stangerson?

—Nunca.

—¿No le cansará su presencia en la casa?

—No lo sé, pero, en todo caso, hace como si no lo molestáramos.

—¿Nunca les pregunta nada?

—¡Nunca! Sigue teniendo el estado de ánimo del señor que estaba detrás de la puerta del «Cuarto Amarillo» mientras asesinaban a su hija, que derribó la puerta y no encontró al asesino. Está convencido de que, si no pudo descubrir nada «en el acto», con menos motivos podremos descubrir nada nosotros… Pero «desde la hipótesis de Larsan» se ha impuesto el deber de no contrariar nuestras ilusiones.

Rouletabille se sumió de nuevo en sus reflexiones. Surgió, por fin, para explicarme cómo liberó a los dos porteros.

—Hace poco fui a ver al señor Stangerson con una hoja de papel. Le dije que escribiera en la hoja estas palabras: «Me comprometo, digan lo que digan, a conservar a mi servicio a mis dos fieles servidores, Bernier y su mujer», y que firmara. Le expliqué que con esta frase yo estaría en condiciones de hacer hablar al portero y a su mujer y le afirmé que estaba seguro de que no tenían nada que ver con el crimen. Por otra parte, siempre he sido de ese parecer. El juez de instrucción presentó la hoja firmada a los Bernier, que entonces hablaron. Dijeron lo que yo sabía que dirían en cuanto perdieran el temor de no ser despedidos de su trabajo. Contaron que cazaban furtivamente en las propiedades del señor Stangerson, que aquella noche salieron de caza, y por eso se encontraban no muy lejos del pabellón en el momento del drama. Los pocos conejos que cogían de esa forma, en detrimento del señor Stangerson, se los vendían al patrón de la venta «La Torre del Homenaje», que los utilizaba para su clientela o los despachaba a París. Esa era la verdad y la adiviné desde el primer día. ¿Recuerda la frase con la que entré en la venta «La Torre del Homenaje»: «¡Ahora habrá que comer matanza!»? Esta frase la oí aquella misma mañana, cuando llegamos ante la reja del parque, y también usted la oyó, pero no le dio importancia. Recuerde que en el momento de alcanzar la reja nos detuvimos para mirar un instante a un hombre que iba y venía ante la pared del parque y consultaba a cada momento su reloj. Ese hombre era Frédéric Larsan, que ya estaba trabajando. Ahora bien, detrás de nosotros, el patrón de la venta, en el umbral, decía a alguien que estaba dentro de la venta: «¡Ahora habrá que comer matanza!».

»¿Por qué ese “ahora”? Cuando uno está como yo, buscando la verdad más misteriosa, no deja escapar nada de lo que ve ni de lo que oye. Hay que encontrar un sentido a la menor cosa. Acabábamos de llegar a una tierra que estaba todavía conmocionada por un crimen. La lógica me llevaba a sospechar de toda frase pronunciada como posible referencia al acontecimiento del día. “Ahora” significaba para mí: “Después del atentado”. Así que desde el principio de mi investigación intenté encontrar una correlación entre esta frase y el drama. Fuimos a comer a “La Torre del Homenaje”. Repetí de sopetón la frase y vi, ante la sorpresa y el fastidio del tío Mathieu, que en lo que a él respectaba, no había exagerado la importancia de la frase. En aquel momento ya me había enterado de la detención de los porteros. El tío Mathieu nos habló de esa gente como se habla de verdaderos amigos…, a quienes se echa de menos… Fatal ilación de ideas… Me digo: “Ahora” que los porteros están detenidos, “habrá que comer matanza”. ¡No hay porteros, no hay caza! ¿Cómo llegué a esta idea precisa de la “caza”? El odio que el tío Mathieu expresó hacia el guarda del señor Stangerson, odio que, según pretendía, compartían los porteros, me llevó poco a poco a la idea de la caza furtiva… Ahora bien, como era totalmente evidente que los porteros no podían estar en su cama en el momento del drama, ¿por qué estaban fuera aquella noche? ¿Por el drama? No estaba dispuesto a creerlo, pues ya pensaba yo, por las razones que le diré más tarde, que el asesino no tenía cómplice y que todo este drama ocultaba un misterio entre la señorita Stangerson y el asesino, y en el que los porteros no tenían nada que ver. La historia de la caza furtiva lo explicaba todo respecto a los porteros. Lo admití en principio y busqué una prueba donde vivían, en su casa. Entré en su casita, como sabe, y descubrí debajo de su cama lazos y alambre. “¡Pardiez!, pensé, ¡pardiez! Por eso estaban aquella noche en el parque”. No me extrañó que callaran ante el juez y que, bajo una acusación tan grave como la complicidad en el crimen, no respondieran en seguida confesando la caza furtiva. La caza furtiva los libraba del tribunal, pero los ponía de patitas en la calle, y como estaban perfectamente seguros de su inocencia respecto al crimen, esperaban que esta se demostraría y que se seguiría ignorando el asunto de la caza furtiva. ¡Siempre sería posible hablar a tiempo! Apresuré su confesión con la promesa firmada por el señor Stangerson que les llevé. Dieron todas las pruebas necesarias, fueron puestos en libertad y me quedaron muy agradecidos. ¿Por qué no hice que los pusieran en libertad antes? Porque no estaba seguro de que, en su caso, no hubiera más que caza furtiva. Quería verlos venir y estudiar el terreno. A medida que pasaban los días, mi convicción se hizo más cierta. Al día siguiente de la “galería inexplicable”, y como necesitaba gente fiel, decidí atraérmelos inmediatamente haciendo que cesara su cautividad. ¡Y eso es todo!

Así se expresó Joseph Rouletabille y una vez más no pude dejar de asombrarme de la simplicidad de razonamiento que lo condujo a la verdad en el asunto de la complicidad de los porteros. Es verdad que el asunto era mínimo, pero pensaba para mí que el joven no dejaría de explicarnos cualquier día, con la misma sencillez, la formidable noche del «Cuarto Amarillo» y la de la «galería inexplicable».

Habíamos llegado a la venta «La Torre del Homenaje». Entramos.

Esta vez no vimos al hospedero, sino a su mujer, que nos acogió con una sonrisa feliz. Ya he descrito la sala donde estábamos, y di una ligera idea de la encantadora mujer, rubia, de ojos dulces, que se puso inmediatamente a nuestra disposición para preparar la comida.

—¿Cómo está el tío Mathieu? —preguntó Rouletabille.

—No mejora, señor, no mejora: sigue en la cama.

—¿Así que sus reúmas no lo dejan en paz?

—¡Pues no! La noche pasada tuve que volverle a poner una inyección de morfina. Es la única droga que le calma los dolores.

Hablaba con voz dulce; todo en ella expresaba dulzura. Era realmente una hermosa mujer, un poco indolente, con ojos grandes y ojerosos, ojos de enamorada. Cuando no tenía reúmas, el tío Mathieu debía de ser un feliz mocetón. Pero ¿era ella feliz con aquel reumático agrio? La escena que presenciamos en otra ocasión no nos permitía creerlo y, sin embargo, había algo en toda la actitud de la mujer que no denotaba desesperación. Desapareció en la cocina para preparar nuestra comida, dejando encima de la mesa una botella de excelente sidra. Rouletabille echó un poco en los vasos, cargó su pipa, la encendió y, al fin, me explicó tranquilamente el motivo que lo había impulsado a hacerme volver al Glandier con revólveres.

—Sí —dijo, siguiendo con ojos contemplativos las volutas de humo que sacaba de su cachimba—, sí, amigo mío, esta noche espero al asesino.

Hubo un breve silencio, que me cuidé muy mucho de no interrumpir, y prosiguió:

—Ayer por la noche, en el momento de meterme en la cama, el señor Darzac llamó a la puerta de mi habitación. Le abrí y me confió que se veía obligado a ir a París al día siguiente, es decir esta misma mañana. La razón que lo determinó a hacer el viaje era a la vez perentoria y misteriosa; perentoria, porque le era imposible dejar de hacer el viaje, y misteriosa, porque le era imposible descubrirme la finalidad.

»—Me voy —añadió— y, sin embargo, daría media vida por no abandonar en este momento a la señorita Stangerson.

»No me ocultó que la creía otra vez en peligro.

»—No me extrañaría nada que sucediera algo la próxima noche —confesó— y, sin embargo, tengo que ausentarme. Hasta pasado mañana por la mañana no podré estar de vuelta al Glandier.

»Le pedí explicaciones y verá lo que me explicó. La idea de un peligro acuciante le venía únicamente de la coincidencia que existía entre sus ausencias y los atentados de que era objeto la señorita Stangerson. La noche de la “galería inexplicable” tuvo que abandonar el Glandier; la noche del “Cuarto Amarillo”, le habría sido imposible estar en el Glandier y, de hecho, sabemos que no estaba. Por lo menos lo sabemos oficialmente, según sus declaraciones. Para que, acometido de semejante idea, se ausentara de nuevo hoy, tenía que obedecer a una voluntad más fuerte que la suya. Fue lo que se me ocurrió y se lo dije. Me respondió:

»—¡Puede ser!

»Le pregunté si esa voluntad más fuerte que la suya era la de la señorita Stangerson; me juró que no y que él había tomado la decisión de irse al margen de toda instrucción de la señorita Stangerson. En una palabra, me repitió que no veía la posibilidad de un nuevo atentado más que por la extraordinaria coincidencia que había notado “y que, por lo demás, le había hecho notar el juez de instrucción”.

»—Si le sucede algo a la señorita Stangerson —dijo—, será terrible para ella y para mí; para ella, que una vez más estará entre la vida y la muerte; para mí, que no podré defenderla en caso de ataque y que, después, me veré en la necesidad de no decir dónde pasé la noche. Ahora bien, me doy perfecta cuenta de las sospechas que pesan sobre mí. El juez de instrucción y Frédéric Larsan (este último me siguió la pista la última vez que fui a París, y me costó todo el trabajo del mundo librarme de él) están a dos dedos de creerme culpable.

»—¿Por qué no me dice el nombre del asesino —exclamé de repente—, puesto que lo conoce?

»El señor Darzac pareció extremadamente confuso por mi vacilación. Me replicó con voz vacilante:

»—¿Yo? ¿Que yo conozco el nombre del asesino? ¿Quién me lo habría dicho?

»Repliqué en seguida:

»—La señorita Stangerson.

»Entonces se puso tan pálido que creí que le iba a dar algo, y vi que había dado en el blanco: ¡la señorita Stangerson y él saben el nombre del asesino! Cuando se hubo repuesto un poco me dijo:

»—Voy a dejarlo. Desde que está usted aquí, he podido apreciar su excepcional inteligencia y su ingenio sin igual. Voy a pedirle un favor. Puede que esté equivocado al temer un atentado la noche que viene; pero como hay que preverlo todo, cuento con usted para hacer imposible ese atentado… Tome todas las disposiciones que haga falta para aislar y cuidar de la señorita Stangerson. Vigile la habitación como un buen perro guardián. No duerma. No se conceda un segundo de descanso. El hombre que tememos es de una astucia prodigiosa, como quizá nunca ha sido igualada en el mundo. Esa misma astucia la salvará si usted vigila; pues, debido a su misma astucia, es imposible que no sepa que está usted vigilando, y, si él sabe que usted vigila, no intentará nada.

»—¿Ha hablado usted de estas cosas con el señor Stangerson?

»—¡No!

»—¿Por qué?

»—Porque no quiero que el señor Stangerson me diga lo que ha dicho usted hace un momento: “¡Usted conoce el nombre del asesino!”. Si usted mismo se ha extrañado de lo que acabo de decirle: “¡Quizá venga mañana el asesino!”, ¡cuál no sería el asombro del señor Stangerson si le repitiera lo mismo! Quizá no admita que mi siniestro pronóstico se base únicamente en coincidencias que a él mismo también acabarían por parecerle extrañas… Le digo esto, señor Rouletabille, porque tengo confianza…, una gran confianza en usted… ¡Sé que usted no sospecha de mí!…

»El pobre hombre —prosiguió Rouletabille— me respondía como podía, con rodeos y vacilaciones. Sufría. Me dio lástima, tanto más cuanto que me daba perfectamente cuenta de que se dejaría matar antes que decirme quién era el asesino, del mismo modo que la señorita Stangerson se dejaría asesinar antes que denunciar al hombre del “Cuarto Amarillo” y de la “galería inexplicable”. El hombre la tiene en su poder, o debe de tenerlos a los dos, de una forma terrible, “y no deben de temer nada tanto como ver al señor Stangerson enterarse de que su hija está ‘en poder’ del asesino”. Di a entender al señor Darzac que se había explicado suficientemente y que podía callar puesto que no podía decirme nada más. Le prometí vigilar y no acostarme en toda la noche. Insistió para que organizara una verdadera barrera infranqueable en torno a la habitación de la señorita Stangerson, en torno al gabinete donde dormían las dos enfermeras y en torno al salón donde dormía, desde el suceso de la “galería inexplicable”, el señor Stangerson; en una palabra, en torno a los aposentos. No solo comprendí, ante la insistencia del señor Darzac, que me pedía hacer imposible la entrada a la habitación de la señorita Stangerson, sino hacerla tan “visiblemente” imposible que el hombre fuera repelido en seguida y desapareciera sin dejar huella. Así me expliqué para mis adentros la frase final con que se despidió de mí:

»—Cuando yo me haya marchado, podrá usted hablar de “sus” sospechas para esta noche al señor Stangerson, al tío Jacques, a Frédéric Larsan, a toda la gente del castillo, y de esta forma organizar, hasta que yo vuelva, una vigilancia, cuya idea a los ojos de todos “habrá sido solo suya”.

»El hombre, el pobre hombre, se fue sin saber muy bien lo que decía, ante mi silencio y mis ojos que le “gritaban” que había adivinado las tres cuartas partes de su secreto. Sí, sí, verdaderamente, tenía que estar desamparado del todo para haber venido a mí en tal momento y abandonar a la señorita Stangerson, cuando le ocupaba la mente la terrible idea de la “coincidencia”…

»Cuando se fue, me puse a pensar. Pensé que había que ser más astuto que el mismo asesino, de tal forma que el hombre, si debía venir esta noche al cuarto de la señorita Stangerson, no presintiera un segundo que sospechábamos su venida. ¡Desde luego, impedirle que entrara, incluso matándolo, pero dejarlo avanzar lo suficiente para que, muerto o vivo, pudiéramos ver claramente su cara! Pues había que acabar con esto, ¡había que liberar a la señorita Stangerson de ese asesinato latente!

»Sí, amigo mío —declaró Rouletabille, después de colocar su pipa en la mesa y vaciar su vaso—, tengo que ver de una forma clara y distinta su cara para estar seguro de que entra en el círculo que he trabado con el lado bueno de mi razón.

En aquel momento volvió a aparecer la hospedera, llevando la tradicional tortilla con tocino. Rouletabille bromeó un poco con la señora Mathieu y esta se mostró del humor más encantador.

—¡Es mucho más alegre —me dijo— cuando el tío Mathieu está clavado en la cama por sus reúmas que cuando está ágil!

Pero yo no estaba pendiente ni de los juegos de Rouletabille, ni de las sonrisas de la hospedera; yo solo estaba pendiente de las últimas palabras de mi buen amigo y de la extraña actitud de Robert Darzac.

Cuando acabó la tortilla y estuvimos de nuevo solos, Rouletabille prosiguió el curso de sus confidencias:

—Cuando le mandé el telegrama a primera hora de esta mañana —me dijo—, aún estaba con las palabras del señor Darzac: «El asesino vendrá “quizá” la próxima noche». Ahora puedo decirle que vendrá «con seguridad». Sí, lo espero.

—¿Qué le ha dado esa certeza? ¿No será por casualidad…?

—Calle —me interrumpió, sonriendo Rouletabille—, calle, que va a decir una tontería. Estoy seguro de que el asesino vendrá desde esta mañana, a las diez y media, es decir, antes de su llegada, y, por consiguiente, antes de que viéramos a Arthur Ranee a la ventana del patio.

—¡Ah! ¡Ah!… —dije—. Verdaderamente… Pero ¿por qué estaba seguro de ello desde las diez y media?

—Porque a las diez y media tuve la prueba de que la señorita Stangerson hacía tantos esfuerzos para permitir al asesino entrar en su habitación esta noche, como precauciones para que no entrara había tomado el señor Darzac al dirigirse a mí…

—¡Oh! ¡Oh! —exclamé—. ¿Es posible?

Y más bajo:

—¿No me ha dicho que la señorita Stangerson adoraba a Robert Darzac?

—¡Sí, lo he dicho porque es verdad!

—Entonces, ¿no le parece extraño…?

—¡Todo es extraño en este caso, amigo mío, pero créame si le digo que lo extraño que usted conoce no es nada al lado de lo extraño que le espera!…

—Habría que admitir —seguí diciendo— que la señorita Stangerson «y su asesino» tuvieran relaciones por lo menos epistolares.

—¡Admítalo, amigo mío, admítalo!… ¡No arriesga usted nada!… Ya le he contado la historia de la carta que había encima de la mesa de la señorita Stangerson, la carta que dejó el asesino la noche de la «galería inexplicable», carta desaparecida… en el bolsillo de la señorita Stangerson… ¿Quién podría asegurar que «en esa carta el asesino no obliga a la señorita Stangerson a darle una próxima cita efectiva» y, en fin, que no ha hecho saber a la señorita Stangerson, «tan pronto como ha estado seguro de la marcha del señor Darzac», que la cita debía ser para la noche que viene?

Y mi amigo se rio silenciosamente; había momentos en que me preguntaba si no me tomaba el pelo.

La puerta de la venta se abrió. Rouletabille se puso de pie tan súbitamente, que se hubiera podido creer que acababa de sufrir bajo su silla una descarga eléctrica.

—¡Señor Arthur Ranee! —exclamó.

Arthur Ranee estaba ante nosotros y flemáticamente saludaba.

Download Newt

Take El misterio del cuarto amarillo with you