El eco de la llamada
Al haber ganado en cinco minutos mil seiscientos dólares paraJohn Thornton, Buck hizo posible que su amo pagase deudas yemprendiese con sus socios el viaje hacia el este en busca de unafabulosa mina perdida cuya historia era tan antigua como la de lapropia región. Eran muchos los que la habían buscado, pocos los quela habían encontrado y unos cuantos los que nunca habían vuelto.Aquella mina perdida estaba impregnada de tragedia y envuelta en unvelo de misterio. Nadie sabía quién la había descubierto. Los másantiguos relatos no daban cuenta de ese momento. Desde el principiohabía habido allí una vieja cabaña destartalada. Individuosmoribundos habían jurado solemnemente que la cabaña existía, lomismo que la mina cuya ubicación señalaban, y habían confirmado sutestimonio con pepitas de oro de una pureza desconocida en laregión septentrional.
Pero ningún ser viviente había saqueado la sede del tesoro, ylos muertos, muertos estaban; por esta razón, John Thornton, Pete yHans, con Buck y otra media docena de perros, pusieron rumbo aleste por un camino desconocido, con el objetivo de alcanzar eléxito donde otros hombres y perros, tan buenos como ellos, habíanfracasado. Recorrieron en el trineo unos ciento treinta kilómetrospor el territorio del Yukón, giraron a la izquierda para continuarpor el río Stewart, dejaron atrás el Mayo y el McQuestion, ysiguieron adelante hasta que el Stewart se convirtió en unriachuelo que se abría paso entre los erguidos picos que marcabanel espinazo del continente.
John Thornton le exigía poco al hombre y a la naturaleza. No letenía miedo a un entorno no civilizado. Con un puñado de sal y unrifle era capaz de internarse en un territorio inexplorado y andarpor donde quisiera durante el tiempo que se le antojase. Sin prisaalguna, a la manera india, cazaba lo que comía en el curso de lajornada; y si no lo encontraba continuaba andando, como el indio,con la convicción de que tarde o temprano daría con ello. Así pues,en aquel largo viaje hacia el este, el menú consistía en carnefresca, la carga del trineo estaba formada principalmente pormuniciones y herramientas, y el viaje se perdía en el panorama deun futuro ilimitado.
Para Buck, lo de cazar, pescar y deambular indefinidamente porlugares desconocidos era una fuente inagotable de placer. Pasabansemanas y semanas andando sin parar y semanas enteras acampados encualquier sitio, donde los perros holgazaneaban y los hombresperforaban la grava y el barro helados para, al calor del fuego,cribar incontables calderos de lodo y grava. A veces pasabanhambre, otras se hartaban de comer, según fueran las piezas y elacierto en la caza. Llegó el verano, y perros y hombres, con elequipo a cuestas, atravesaron en balsas azulados lagos de montaña,y bajaron o subieron ríos desconocidos en estrechas embarcacioneshechas de troncos cortados en el bosque.
Pasaban los meses y ellos iban y venían por aquella inmensidadinexplorada, donde ahora no había nadie, pero donde alguna vez hubohombres, si es que lo de la cabaña perdida era cierto. Cruzarondesfiladeros en días de tormentas veraniegas, tiritaron bajo el solde medianoche en las montañas desnudas que se alzaban entre losbosques y las nieves eternas, se metieron en cálidos valles entreenjambres de moscas y mosquitos y, a la sombra de glaciares,cogieron fresas tan rojas y flores tan hermosas como cualesquierade las que crecían en las tierras del sur. Con el otoño seinternaron en una extraña región lacustre, triste y silenciosa quehabía estado poblada por aves de caza pero donde por entonces nohabía seres ni señales de vida, sólo un viento gélido, el hielo quese formaba en rincones escondidos y suaves olas melancólicas en lasorillas de las playas solitarias.
Y durante otro invierno deambularon sobre las desaparecidashuellas de unos hombres que los habían precedido. Una vez dieroncon una senda marcada en el bosque, un antiguo camino, y creyeronque la cabaña perdida estaba cerca. Pero la senda no empezaba enninguna parte ni llevaba a ningún lugar, y quedó como un misterio,lo mismo que el hombre que la abrió y la razón que lo llevó ahacerlo. Otra vez encontraron por casualidad los restos de unrefugio de caza corrompido por el tiempo y, entre los andrajos deunas mantas podridas, John Thornton descubrió un arcabuz de chispacon cañón largo. Lo reconoció como uno de los que se usaban alprincipio en el noroeste por la Hudson Bay Company, _cuando un armacomo aquella valía el equivalente a su altura en pieles de castorapiladas una sobre otra. Y eso fue todo: ningún otro rastro delhombre que un lejano día levantara el refugio y dejara el armaentre las mantas.
Una vez más llegó la primavera y, al cabo de tantas andanzas,descubrieron, no la cabaña perdida, sino un yacimiento a flor detierra en un ancho valle, donde el oro quedaba a la vista en elfondo del mismo, en un grumoso depósito amarillento. No siguieronbuscando. Cada día de labor les significaba miles de dólares enoro, en polvo limpio y en pepitas, así que trabajaban todos losdías. Ensacaban el oro en talegos de piel de alce, veinticincokilos en cada uno, y los apilaban como si fueran leña junto a lachoza de ramas de abeto. Trabajaron duro, y los días se sucedíancomo sueños mientras iban acumulando su tesoro.
Los perros no tenían nada que hacer, excepto cobrar las piezasque Thornton cazaba de vez en cuando, y Buck pasaba largas horasabstraído junto al fuego. Ahora que permanecía inactivo, la visióndel hombre velludo de piernas cortas se le aparecía con mayorfrecuencia; y a menudo, parpadeando junto a la hoguera, vagaba conél por aquel otro mundo que evocaba.
Al parecer, el rasgo más común de aquel mundo era el miedo.Observando al hombre dormido junto al fuego, con la cabeza entrelas rodillas res guardada por las manos entrelazadas, Buck lo veíaagitarse y despertar con frecuencia sobresaltado, lanzar una miradatemerosa a la oscuridad y entonces echar más leña a la hoguera. Siiban por la orilla de un mar, donde el hombre recogía moluscos y selos comía al momento, los dos lo hacían con la mirada alerta anteun peligro oculto, listos para correr como el viento al menoratisbo. Por el bosque avanzaban sin ruido, Buck pegado a lostalones del hombre velludo, atentos y vigilantes los dos, tensaslas orejas y temblorosas las aletas de la nariz, pues el oído y elolfato del hombre eran tan agudos como los de Buck. El hombre eracapaz de trepar a los árboles y desplazarse con la misma rapidezque por el suelo, columpiándose de rama en rama, separadas a vecespor más de tres metros, soltándose y volviéndose a agarrar, sincaer nunca ni errar jamás el asidero. En realidad parecía estar tana sus anchas entre los árboles como en tierra, y a Buck le venían ala memoria noches de vigilia al pie de un árbol, donde, encaramadoa una rama, dormía el hombre velludo.
En estrecha relación con las visiones del hombre velludo estabala llamada que todavía sonaba en las entrañas del bosque. Leproducía una gran inquietud y unos extraños deseos. Le hacíaexperimentar una vaga y dulce alegría y despertaba en él ansias yanhelos salvajes no sabía bien de qué. A veces se internaba en elbosque buscando la llamada como si fuera un objeto tangible, yladraba apenas o con fuerza, según su humor. Hundía el hocico en elmusgo del bosque o en la tierra negra donde crecía alta la hierba,y los densos olores lo hacían resoplar de gozo; o bien seacurrucaba durante horas al acecho, detrás del tronco cubierto deliquen de un árbol caído, con los ojos bien abiertos y las orejasmuy erguidas, atento a todo cuanto se movía o sonaba a sualrededor. Puede que en esa actitud esperase descubrir la llamadaque no lograba comprender. Aunque no sabía por qué hacía aquellascosas. Se sentía empujado a hacerlas pero no reflexionaba enabsoluto sobre ellas.
Lo acometían impulsos irresistibles. Estaba tumbado en elcampamento, dormitando perezosamente al sol, cuando de prontoerguía la cabeza y levantaba las orejas escuchando con atención, y,tras ponerse de pie de un brinco, se alejaba velozmente y corríadurante horas por las veredas del bosque y a través de los espaciosabiertos llenos de matorrales. Le encantaba correr por los caucessecos y espiar agazapado la vida de las aves en el bosque.Permanecía un día entero tumbado en el monte bajo observando a lasperdices que se pavoneaban de un lado a otro agitando las alas.Pero lo que le gustaba especialmente era correr bajo el suaveresplandor de las noches de verano, escuchar los atenuados ysomnolientos murmullos del bosque, interpretar los indicios delmismo modo que una persona lee un libro, e indagar el origen deaquel soplo misterioso que, dormido o despierto, lo llamaba a todashoras.
Una noche despertó sobresaltado con la mirada ansiosa, lasaletas nasales husmeando temblorosas, la pelambre encrespada enolas sucesivas. De la selva llegaba la llamada (o una nota de lasmuchas melodías de la llamada), clara y definida como nunca: unprolongado aullido, semejante y sin embargo diferente al producidopor cualquier perro esquimal. Y Buck reconoció, en su familiarcarácter ancestral, un sonido que ya había oído antes. De un saltoatravesó el campamento dormido y en silencio se internó en elbosque. Según se fue acercando aflojó el paso prestando atención acada movimiento, hasta que llegó al borde de un claro entre losárboles y al mirar vio, erguido sobre las ancas, apuntando al cielocon el hocico, a un largo y escuálido lobo gris.
Aunque Buck no había hecho ruido, el lobo interrumpió el aullidopara localizar la presencia del intruso. Buck salió al claro conprecaución, medio agazapado, con el cuerpo en tensión, el raboextendido y rígido, pisando con inusitada cautela. Cada uno de susmovimientos era una mezcla de amenaza y de ofrecimiento a laamistad. Era la tregua amenazadora que caracteriza el encuentroentre bestias feroces. Pero el lobo huyó al ver a Buck, que salióprecipitadamente tras él, desesperado por alcanzarlo. Lo persiguióa lo largo de un conducto sin salida, el cauce de un riachuelointerrumpido por un amontonamiento de troncos que impedía el paso.El lobo giró sobre sí mismo, apoyándose en las patas traseras comolo había hecho Joe y lo hacían todos los perros esquimales cuandoestaban acorralados, gruñendo y erizando el pelaje, entrechocandolos dientes en una continua y rápida sucesión de chasquidos.
Buck no atacó, sino que se movió en círculo rodeándolo enactitud amistosa. El lobo se mostraba desconfiado y temeroso; sucabeza apenas si llegaba a la altura del lomo de Buck, que pesabatres veces más que él. Atento a la primera ocasión, el lobo escapócomo una flecha y la persecución se reanudó. Una y otra vez estuvoacorralado y la escena se repitió, pero estaba físicamente en malaforma, pues de no ser así Buck no habría podido darle alcance tanfácilmente. Él corría hasta tener a su flanco la cabeza de Buck yentonces giraba, acosado, para volver a huir a la menoroportunidad.
Pero, al final, la tenacidad de Buck fue recompensada, porque ellobo, al comprender que aquel animal no intentaba hacerle daño,acabó por acercarle el hocico para que se olfateasen el uno alotro. Después se hicieron amigos y estuvieron jugueteando de laforma nerviosa y un poco tímida con que los animales salvajesencubren su ferocidad. Al cabo de un rato, el lobo se puso a andarcon paso ligero revelando que se dirigía a alguna parte. Con suactitud dejó claro que Buck había de acompañarlo. Y los dosmarcharon de lado en la penumbra por el lecho del riachuelo, rumboa la garganta donde nacía la corriente, y cruzaron la divisoria delas aguas.
Por la otra ladera descendieron a un llano cubierto de grandesextensiones de bosque y numerosas corrientes de agua, y por ellasmarcharon a ritmo constante, hora tras hora, con el sol en ascensoy el día cada vez más caluroso. Buck estaba loco de alegría. Sabíaque marchando al lado de su hermano selvático hacia el lugar dedonde seguramente venía la llamada, estaba por fin respondiendo.Recuerdos de otro tiempo acudían a él vertiginosamente y ya no loconmovían sombras sino realidades. Corría con libertad en campoabierto, pisaba la tierra virgen y tenía sobre la cabeza el vastocielo. Había hecho aquello antes, en algún lugar de aquel otromundo vagamente recordado, y lo volvía a hacer ahora.
Se detuvieron a beber en un arroyo y entonces Buck se acordó deJohn Thornton. Se sentó. El lobo reinicio la marcha hacia el lugarde donde seguramente venía la llamada; luego retornó a donde estabaBuck, se olisquearon mutuamente el morro y el lobo intentóestimularlo. Pero Buck dio media vuelta y partió lentamente pordonde había venido. Durante casi una hora, el hermano salvajemarchó a su lado, gañendo levemente. Después se sentó, apuntó alcielo con el hocico y aulló. Fue un aullido lastimero, y Buck, quecontinuó andando sin parar, lo oyó cada vez más débil hasta que seperdió a lo lejos.
John Thornton estaba cenando cuando Buck irrumpió en elcampamento y saltó sobre él en un arrebato de afecto, lo derribó yse le subió encima, lamiéndole la cara y mordisqueándole la mano:«haciendo el payaso», como dijo John Thornton mientras lozarandeaba profiriendo insultos afectuosos.
Durante dos días con sus noches, Buck no abandonó en ningúninstante el campamento ni perdió de vista a John Thornton. Loseguía de un lado a otro mientras trabajaba, lo observaba a la horade comer, lo acompañaba al acostarse y al levantarse. Pero al cabode dos días, la llamada de la selva empezó a sonar másimperiosamente que nunca. La inquietud volvió a apoderarse de él,asaltado por los recuerdos del hermano salvaje, de la prometedoracomarca más allá de la divisoria de aguas y de sus recorridosjuntos por las vastas extensiones de la selva. Una vez más sededicó a deambular por el bosque, pero el hermano salvaje novolvía; y a pesar de sus prolongadas vigilias escuchando, elaullido lastimero no se dejaba oír.
Empezó a dormir fuera por las noches y a pasar días enteroslejos del campamento. Una vez cruzó la divisoria en la fuente delriachuelo y se internó en la comarca de los bosques y lascorrientes. Estuvo una semana recorriéndola, buscando vanamentealgún indicio reciente del hermano salvaje, matando para comerdurante la marcha y andando con ese desenvuelto paso largo quesegún dicen nunca agota. Pescó un salmón en un ancho río quedesembocaba en el mar por alguna parte y, en sus orillas, mató a ungran oso negro que, cegado por los mosquitos mientras pescaba,había caminado rugiendo por el bosque, incapacitado y terrible. Aunasí, la pelea fue tremenda y puso en acción las dosis de ferocidadlatentes en Buck. Y dos días más tarde, cuando volvió al mismolugar y encontró a una docena de glotones disputándose los despojosde su víctima, los dispersó como si fueran paja; y los fugitivosdejaron atrás a dos de ellos que no volverían a disputar pornada.
La sed de sangre se hizo en él más fuerte que nunca. Era undepredador, un animal de presa, que se alimentaba de seresvivientes; que solo, sin ayuda, gracias a su fuerza y su destreza,sobrevivía triunfante en un entorno hostil en el que únicamente lohacían los fuertes. Todo aquello insufló en su ser un gran orgullo,que se extendió como por contagio a su figura. Se hacía patente entodos sus movimientos, era visible en el juego de cada uno de susmúsculos, se expresaba elocuentemente en su porte y tornaba inclusomás soberbio su espléndido pelaje. De no ser por algunos pelosmarrones aislados en el hocico y sobre los ojos, y por el plastrónde pelo blanco que le bajaba por el pecho, habrían podido tomarlopor un lobo gigantesco, más grande. que el más grande de su raza.De su padre el san bernardo había heredado el tamaño y el peso,pero había sido su madre, la pastora escocesa, quien había moldeadoesos atributos. El hocico era el largo hocico de un lobo, aunqueera más grande que el de cualquier lobo; y su cabeza, bastanteancha, era una cabeza de lobo a escala colosal. Su astucia era ladel lobo, una astucia salvaje; su inteligencia, la inteligencia delpastor escocés y el san bernardo; y esta conjunción, añadida a laexperiencia adquirida en la más feroz de las escuelas, loconvertían en una criatura tan formidable como las que habitaban laselva. Animal carnívoro cuya dieta consistía sólo en carne, sehallaba en la flor de la vida, en el período culminante de suexistencia, y destilaba vigor y virilidad. Cuando Thornton leacariciaba el lomo, el paso de la mano era seguido por un crujientechasquido, al descargar cada pelo, con el contacto, su magnetismoestático. Cada parte de su mente y de su cuerpo, cada fibra de sutejido nervioso funcionaba con exquisita precisión; y entre todaslas partes existía un equilibrio y un ajuste perfecto. A lasimágenes, sonidos y situaciones que requerían acción respondía él ala velocidad del relámpago. Por más ágilmente que se moviese unperro esquimal para defenderse o atacar, él podía hacerlo dos vecesmás rápido. Veía el movimiento o percibía el sonido y respondía enmenos tiempo del que otro perro empleaba en percatarse de lo vistou oído. Él percibía, decidía y actuaba en el mismo instante. Enrigor, las tres instancias eran consecutivas, pero los intervalosde tiempo entre ellas eran tan infinitesimales que las hacíanparecer simultáneas. Sus músculos estaban rebosantes de energía yentraban en acción de modo fulminante, como muelles de acero. Lavida fluía a través de él en espléndido torrente, gozoso ydesenfrenado, y daba la impresión de que de puro éxtasis acabaríadesbordándose y desparramándose con generosidad sobre el mundo.
Jamás ha existido otro perro como él -dijo John Thornton un día,mientras lo veían salir del campamento a paso acelerado.
-Una vez hecho él, rompieron el molde -dijo Pete.
-¡Caray! Eso mismo creo yo -afirmó Hans.
Lo vieron partir, pero no vieron la súbita y terribletransformación que experimentó en cuanto se adentró en la selva.Abandonó el paso acelerado. Se convirtió de pronto en parte delentorno silvestre, donde avanzaba con sigilosa cautela, pisandocomo un gato, sombra fugaz que aparecía y desaparecía entre lasdemás sombras. Sabía aprovechar cualquier cobertura, arrastrarsesobre la panza como una serpiente y, como ésta, impulsarse ygolpear. Era capaz de capturar una perdiz blanca en el propio nido,matar un conejo dormido y apresar con un mordisco en el aire laspequeñas ardillas listadas que, intentando huir, tardaban unsegundo de más en saltar a las ramas. En las lagunas abiertas, lospeces nunca eran demasiado rápidos para él; ni suficientementeprecavidos los castores ocupados en reparar sus diques. Mataba paracomer, no porque sí; simplemente prefería comer lo que mataba élmismo. De ahí que un latente humor impregnara sus acciones, y lodivirtiese acechar a una ardilla para, a punto de cazarla, dejarlair chillando de terror hacia la copa de un árbol.
Al llegar el otoño se presentaban con mayor abundancia losalces, que se desplazaban lentamente para recibir al invierno enlos valles bajos, donde era menos riguroso. Buck ya había derribadoa algún ejemplar muy joven extraviado de la manada; pero teníagrandes deseos de enfrentarse a una presa mayor y más temible, y undía tropezó con una en la divisoria de aguas junto a las fuentesdel riachuelo. Una manada de veinte alces había atravesado laregión de los bosques y las múltiples corrientes de agua, y en elladestacaba un gran macho. Estaba en un estado de furia salvaje, y sumetro ochenta de altura lo convertían en un enemigo tan formidablecomo había querido Buck. El macho sacudía sus enormes astas enforma de pala con catorce ramas puntiagudas que abarcaban dosmetros de un extremo al otro. Al ver a Buck, sus ojillos seencendieron con un brillo de malignidad y resentimiento, al tiempoque bramaba de furor.
Del costado del animal, justo delante de la ijada, sobresalía elextremo emplumado de una flecha, lo cual explicaba la fiereza de sutalante. Guiado por el instinto originario de un remoto pasado decazador en el mundo primitivo, Buck procedió a apartar al alcemacho de la manada. No resultó tarea fácil. Ladraba y se movíafuera del alcance de las grandes astas y de los terribles cascosque habrían podido acabar con su vida de un solo golpe. El hecho deno poder dar la espalda a los colmillos y reanudar su caminoprovocaba en el alce espasmos de ira. En esos momentos cargabacontra Buck, que astutamente retrocedía, una treta para atraerlosimulando no ser capaz de escapar. Pero cuando de esa formaconseguía apartar al alce de sus compañeros, dos o tres machos másjóvenes atacaban a Buck, permitiendo así que el alce herido sereincorporase a la manada.
Existe en la naturaleza una paciencia (tenaz, incansable,constante como la vida misma), que mantiene inmóvil durante horas ala araña en su tela, a la serpiente enroscada, a la pantera alacecho. Esa paciencia es propia de los seres cuyo sustento loconstituyen otros seres vivos; y Buck demostró tenerla al nodespegarse del costado de la manada, retrasando su marcha,irritando a los machos jóvenes, preocupando a las hembras por suscrías y enloqueciendo de impotente furia al alce herido. Estasituación se prolongó media jornada. Buck se multiplicaba, atacandodesde todos los flancos, moviéndose alrededor de la manada como untorbellino amenazador, volviendo a aislar a su víctima en cuantoconseguía reincorporarse al rebaño, desgastando la paciencia de lascriaturas acosadas, que siempre es menor que la de las queacosan.
A medida que fue avanzando el día y el sol se fue poniendo porel noroeste (había vuelto la oscuridad y las noches de otoñoduraban seis horas), los machos jóvenes se sintieron cada vez menosdispuestos a volver sobre sus pasos en ayuda de su acosado jefe. Elinvierno inminente los empujaba hacia lugares más protegidos, y lesparecía que nunca podrían dejar atrás a aquella criatura que losretrasaba. Además, no era la existencia de la manada ni la de losmachos jóvenes, la amenazada. Se les reclamaba la vida de un únicomiembro del rebaño, en la cual tenían un interés mucho más remotoque en la propia, y en definitiva accedieron a pagar aquelpeaje.
Cuando el sol se puso, el viejo alce se detuvo con la cabezaabatida observando a sus congéneres (las hembras que habíafecundado, las crías que había procreado, los machos a los quehabía dominado), que, a paso ligero, continuaron avanzandotorpemente en la semioscuridad. No pudo seguirlos, porque ante élse plantó de un salto el despiadado terror con colmillos que no ledaba tregua. Pesaba más de media tonelada; había vivido unaexistencia plena e intensa, abundante en luchas y dificultades, yal final se enfrentaba a la muerte en los dientes de una criaturacuya cabeza no sobrepasaba la altura de sus grandes patas.
A partir de ese momento, día y noche, Buck no abandonó su presa,no le dio un instante de descanso ni le dejó morder las hojas delos árboles o los tiernos brotes de abedules y sauces. Tampoco ledio oportunidad de aplacar la ardiente sed en los exiguos cursos deagua que cruzaban. Muchas veces, desesperado, huía repentinamente ala carrera durante un largo rato. En tales ocasiones, Buck nointentaba detenerlo, sino que lo seguía al trote largo, contento alver la forma en que se desarrollaba la partida, tumbándose cuandoel alce paraba, atacándolo ferozmente cuando trataba de comer o debeber.
La gran cabeza se le abatía cada vez más bajo la arbóreacornamenta, y su trote desgarbado se debilitaba por momentos.Empezó a quedarse de pie in móvil durante largo rato con el hocicopegado al suelo y las orejas caídas. Buck encontraba entonces mástiempo para procurarse agua y para descansar. Fue en un momentocomo éste cuando, jadeante, con la lengua fuera y la mirada fija enel gran alce, le pareció que un cambio se estaba operando en elmundo. Percibía una excitación inusitada en la tierra. Así como losalces, otras formas de vida llegaban a la zona. La selva, lascorrientes y el aire parecían palpitar con su presencia. No se diocuenta con el olfato ni con la vista o el oído, sino gradualmentepor medio de un sentido más sutil. Sin escuchar nada, sin ver nada,supo que por algún motivo la región había cambiado; que unos seresdesconocidos se estaban moviendo por ella; y resolvió investigarcuando hubiera terminado con lo que tenía pendiente.
Por fin, al anochecer del cuarto día, logró abatir al gran alce.Un día y una noche enteros permaneció al lado del animal muerto,comiendo y durmiendo. Después, sintiéndose descansado, fresco yfuerte, giró la cabeza en dirección al campamento y a JohnThornton. Comenzó a trotar y anduvo por aquel territoriodesconocido hora tras hora, sin que lo desorientase la maraña desendas, siguiendo el rumbo con una certeza que no habría superadoel hombre con su aguja magnética.
Según avanzaba iba notando cada vez más las señales de una vidanueva. Señales foráneas de seres distintos de los que la habíanhabitado a lo largo del verano. Ya no se trataba de un hecho delque se percatase de forma sutil, misteriosa. Lo transmitían lospájaros, las ardillas lo comentaban, hasta la misma brisa locomunicaba susurrando. Varias veces se detuvo a aspirar grandesbocanadas del aire fresco de la mañana, y en él leyó un mensaje quelo indujo a avanzar a grandes saltos. Lo oprimía el presentimientode una inminente calamidad, de un desastre ya consumado; y cuandoatravesó la última divisoria de aguas e inició el descenso parainternarse en el valle en dirección al campamento, empezó a andarcon mayores precauciones.
A cinco kilómetros del campamento tropezó con un rastro que lehizo erizar los pelos. El rastro llevaba directamente al campamentoy a John Thornton. Buck apretó el paso, moviéndose rápida ysigilosamente, con los nervios crispados y en tensión, atento a losmúltiples detalles que le revelaban una historia… aunque no sufinal. El olfato le explicó la diversidad de elementos relacionadoscon los seres tras los que corría. Notó el preñado silencio de laselva. Las aves habían huido. Las ardillas estaban escondidas. Sólovio una, un lustroso ejemplar gris aplastado contra una rama secacomo si fuera una protuberancia leñosa de la madera.
Mientras se deslizaba silencioso como una sombra, su hocico giróbruscamente a un lado, como si una fuerza se lo hubiera agarrado yhubiese tirado de él. Siguiendo el inesperado olor hasta elinterior de unos matorrales, Buck encontró a Nig. Yacía de costado,muerto en el lugar donde se había arrastrado, con la flecha que lohabía atravesado saliendo por el cuerpo.
Cien metros más allá, Buck se encontró con uno de los perros detrineo que Thornton había comprado en Dawson. Se revolcaba en luchacon la muerte, en mitad del camino, y Buck pasó bordeándolo sindetenerse. Del campamento llegaban débilmente numerosas voces, enuna cantinela cuyo sonido aumentaba y decrecía de forma monótona.Al aproximarse, pegado al suelo, al borde del claro, encontró aHans boca abajo, emplumado de flechas como un puerco espín. En elmismo instante miró hacia donde había estado la choza de ramas y loque vio hizo que se le erizase el pelo del cuello y del lomo. Unaráfaga de rabia insuperable lo recorrió. Sin ser consciente deello, emitió un terrible bramido de furia. Por última vez en suvida permitió que la pasión usurpara el lugar de la astucia y larazón; y si esa vez perdió la cabeza fue por el gran amor queprofesaba a John Thornton.
Los yeehat estaban bailando en torno a los restos de la choza deramas cuando oyeron el espantoso rugido y vieron venírseles encimaa un animal como nunca habían visto otro igual. Era Buck, furiosociclón viviente, que se lanzaba contra ellos poseído de frenesídestructivo. Saltó sobre el que más destacaba (era el jefe de losyeehat) y le hizo un amplio desgarrón en la garganta, hasta que layugular destrozada se convirtió en una fuente de sangre. No seentretuvo en acosar a la víctima, sino que prosiguió mordiendoindiscriminadamente, y al siguiente brinco le desgarró la gargantaa un segundo hombre. No había forma de detenerlo. Metido entreellos, mordía, rasgaba, destrozaba, en un aterrador movimientocontinuo que desafiaba las flechas que le arrojaban. De hecho, tanincreíblemente rápidos eran sus movimientos y tan amontonadosestaban los indios, que eran ellos los que se herían con lasflechas unos a otros. Y un cazador joven que lanzó un venablo aBuck en pleno salto, se lo clavó a otro cazador con tanta fuerza,que se le quedó clavado en la espalda. Entonces el pánico seapoderó de los yeehat que escaparon despavoridos al bosqueproclamando en la huida el advenimiento del Espíritu del Mal.
Y verdaderamente Buck era la encarnación del mal rugiendo trasellos para seguir matándolos entre los árboles. Fue un día aciagopara los yeehat. Se desperdigaron por todo el territorio y hastauna semana más tarde no lograron reunirse los últimos para contarlas bajas que habían tenido. Por su parte, Buck, cansado de lapersecución, regresó al campamento desolado. Halló a Pete acostadoentre las mantas donde le habían sorprendido y dado muerte en elprimer momento. La lucha desesperada de Thornton estaba escrita enla tierra, y Buck siguió su rastro paso a paso hasta la orilla deuna laguna profunda. Allí, con la cabeza y las patas delanteras enel agua, yacía Skeet, fiel hasta el final. La misma charca, fangosay amarillenta, ocultaba lo que contenía. Y lo que contenía era JohnThornton, ya que el rastro que Buck había seguido se internaba enel agua y no volvía a aparecer.
El día entero estuvo Buck rumiando junto a la charca orecorriendo el campamento sin descanso. Conocía la muerte, el cesedel movimiento, la su presión y extinción de la vida de los seresvivientes, y Buck supo que Thornton estaba muerto. Aquello leprodujo un gran vacío, una sensación semejante al hambre, aunqueera un vacío que dolía y dolía y que la comida no podía paliar. Aveces, cuando se detenía a contemplar los cadáveres de los yeehat,olvidaba el dolor, y entonces sentía un gran orgullo, el mayororgullo que había sentido jamás. Había matado hombres, la presa demayor rango, y lo había hecho con la ley del garrote y el colmillo.Olfateó con curiosidad los cadáveres. Habían muerto con sumafacilidad. Era más difícil matar a un husky que a uno de ellos. Sino tuvieran flechas, venablos y garrotes, los hombres no podríanconsiderarse rivales. A partir de ahora no los temería, exceptocuando llevaran en las manos sus flechas, sus venablos y susgarrotes.
Se hizo la noche y una luna llena se elevó por encima de losárboles hasta lo alto del cielo, iluminando la tierra, que quedóbañada de una claridad fantasmal. Y, con la llegada de la noche,Buck, pensativo y afligido junto a la laguna, sintió el despertarde una vida nueva en la selva, una vida distinta de la que habíanvivido los yeehat. Se puso de pie, escuchando y husmeando. Desdemuy lejos le llegó débilmente, empujado por el viento, unpenetrante aullido, al que respondió un coro de aullidossemejantes. Poco a poco los aullidos se fueron haciendo más clarosy cercanos. De nuevo, Buck supo que los había oído en aquel otromundo que vivía en su memoria. Se dirigió al centro del claro delbosque y escuchó. Era la llamada, la llamada tantas veces oída, quesonaba más atractiva e imperiosa que nunca. Y más que nunca estuvodispuesto a obedecer. John Thornton había muerto. El último vínculose había roto. Ni el hombre ni sus lazos lo retenían ya.
Cazando sus presas en los flancos del grupo migratorio de alces,como lo hacían los yeehat, la manada de lobos finalmente habíadejado atrás los bosques y las corrientes para invadir el valle deBuck. Llegaron al claro del bosque como una avalancha de sombrasplateadas por la luna; y en el centro del claro estaba Buck,inmóvil como una estatua, esperándolos. Sobrecogidos ante suquietud y su corpulencia, se detuvieron, hasta que el más audaz seabalanzó sobre él. Buck reaccionó como un rayo y le quebró elpescuezo. A continuación se quedó, como antes, inmóvil, con el loboherido agonizando a sus pies. Otros tres lo intentaron y uno trasotro se retiraron, chorreando sangre por la garganta y con el lomodesgarrado.
Eso bastó para que la manada entera atacase, precipitándose yobstruyéndose el camino en su ansia por derribar a la presa. Larapidez y agilidad pasmosas de Buck le fueron de gran provecho.Girando sobre las patas traseras, dando mordiscos y dentelladas,estaba en todas partes al mismo tiempo, presentando un frenteinquebrantable por la rapidez con que giraba y se cubría losflancos. Pero, para evitar que se colocasen detrás, se vio obligadoa retroceder más allá de la laguna y por el cauce del riachuelohasta dar contra un elevado talud de grava. Se fue desplazandogradualmente hasta llegar a un entrante del talud que los mineroshabían excavado en ángulo recto, y allí se guareció, protegido portres lados y teniendo que ocuparse únicamente del frente.
Y tan bien lo hizo que al cabo de media hora los lobos seretiraron, frustrados. Estaban todos con la lengua fuera y loscolmillos blancos de luz de luna. Unos yacían en el suelo con lacabeza levantada y las orejas tiesas, otros estaban de pie mirandoa Buck; y otros bebían agua en la laguna. Un lobo largo, flaco ygris se adelantó cautelosamente en actitud amistosa, y Buck loreconoció como el hermano salvaje con el que había corrido duranteun día y una noche. Gruñía suavemente, y cuando Buck hizo otrotanto, se frotaron los hocicos.
Entonces se acercó un lobo viejo, descarnado y cubierto decicatrices de mil batallas. Buck contrajo los labios anticipando ungruñido, pero se olisquearon el hocico el uno al otro. Después, ellobo viejo se sentó y, mirando a la luna, soltó el prolongadoaullido. Los demás se sentaron y aullaron a su vez. Y entonces lallamada le llegó a Buck con acentos inconfundibles. También él sesentó y aulló. Pasado lo cual, abandonó su posición y la manada seaglomeró a su alrededor olisqueando de un modo entre amistoso ysalvaje. Los jefes emitieron el ladrido de marcha de la manada ypartieron velozmente hacia el bosque. Los demás partieron detrás,ladrando a coro. Y Buck se puso a correr con ellos, al lado delhermano salvaje, ladrando él también.
Y aquí podría acabar la historia de Buck. No transcurrieronmuchos años antes de que los yeehat notasen un cambio en la raza delos lobos grises, porque comenzaron a verse algunos con manchaspardas en la cabeza y el hocico, o con una franja blancadividiéndoles el pecho. Pero más extraordinario aún es querecuerden un Perro Fantasma corriendo al frente de la manada. Losyeehat le temen porque es más astuto que ellos, se mete en suscampamentos a robar cuando el invierno es crudo, les desbarata lastrampas, les mata los perros y desafia a sus cazadores másvalientes.
Eso no es todo, hay historias peores. Historias de cazadores queno volvieron al campamento y de otros que fueron encontrados pormiembros de su tribu con la garganta desgarrada y a su alrededorunas huellas en la nieve más grandes que la de un lobo. Cada otoño,cuando los yeehat siguen el movimiento migratorio de los alces, hayun valle en el que nunca se adentran. Y hay mujeres que seentristecen cuando alrededor del fuego se cuenta cómo fue que elEspíritu del Mal escogió como morada ese valle.
Sin embargo, el valle recibe todos los veranos una visita de laque los yeehat no llegan a enterarse. La de un gran lobo deespléndido pelaje, parecido, y sin embargo distinto, a todos losdemás lobos. Atraviesa solitario la venturosa región de los bosqueshasta alcanzar un claro entre los árboles. Allí fluye una corrientede aguas amarillas por sacos podridos de piel de alce que se hundeen la tierra, entre altas hierbas que protegen del sol eseamarillo, y allí permanece un rato y aúlla una vez de un modoprolongado y lastimero antes de partir.
Pero no siempre está solo. Cuando llegan las largas noches deinvierno y los lobos siguen a sus presas en los valles más bajos,se lo puede ver corriendo a la cabeza de la manada bajo la pálidaluz de la luna o el leve resplandor de la aurora boreal, destacandocon saltos de gigante sobre sus compañeros, con la gargantahenchida cuando entona el canto salvaje del mundo primitivo, elcanto de la manada.