Capítulo 10. Los observadores de la Luna
Capítulo 10. Los observadores de la Luna
Sin duda había comprendido Barbicane la verdadera causa de
aquella desviación; por pequeña que fuera, bastante para modificar
la trayectoria del proyectil. Era una lástima; la tenaz tentativa
abortada por una circunstancia enteramente casual, y de no
sobrevenir acontecimientos excepcionales no podían llegar al disco
lunar los viajeros. ¿Pasarían, sin embargo, lo bastante cerca para
poder resolver ciertos problemas de física o de geología, no
resueltos aún? Esto era lo único que preocupaba ya a los atrevidos
viajeros. En cuanto a la suerte que lo por venir les reservaba, ni
siquiera querían pensar en ella. No obstante, ¿qué sería de ellos
en medio de aquellas soledades infinitas, y cuándo el aire iba a
faltarles de un momento a otro? Al cabo de unos cuantos días era
posible que cayeran asfixiados en aquel proyectil errante a la
ventura. Pero aquellos pocos días eran dignos para hombres tan
intrépidos como ellos, que consagraban todos sus instantes a
observar la Luna, ya que no esperaban llegar a ella.
La distancia que a la sazón separaba al proyectil del satélite
fue calculada en doscientas leguas aproximadamente. En estas
condiciones no eran, sin embargo, los detalles de la Luna tan
visibles para ellos como lo son para los habitantes de la Tierra
provistos de telescopios potentes.
En efecto, el instrumento montado por John Rosse en Parsonton, y
que aumentaba el tamaño de los objetos seis mil quinientas veces,
acerca la Luna a la distancia de dieciséis leguas; además, con el
potente aparato establecido en Longs' Park el astro de la noche,
aumentado hasta cuarenta y ocho mil veces, se acercaba hasta menos
de dos leguas, pudiéndose distinguir perfectamente los objetos de
diez metros de diámetro.
Por lo tanto, a la distancia que se hallaban, los detalles
topográficos dé la Luna observados sin anteojos no estaban
determinados sensiblemente. La vista abarcaba el extenso contorno
de aquellas inmensas depresiones llamadas impropiamente mares, pero no se podía reconocer su naturaleza. La prominencia de las montañas desaparecía en la espléndida irradiación producida por la reflexión de los rayos solares, y que deslumbraba la vista hasta el punto de
no poderla resistir.
Sin embargo, ya se distinguía la forma oblonga del astro, que
parecía un huevo gigantesco, cuyo extremo más agudo miraba a la
Tierra. En efecto, la Luna, líquida o maleable en los primeros días de su formación, tenía la forma de una esfera perfecta; pero al
poco tiempo, solicitada por el centro de atracción de la Tierra, se prolongó por la influencia de la gravedad. Al convertirse en
satélite, perdió la pureza nativa de sus formas, su centro de
gravedad se adelantó al centro de la figura; y de esta disposición
dedujeron algunos sabios la consecuencia de que el aire y el agua
podría haberse refugiado en la cara opuesta de la Luna, que nunca
es visible desde la Tierra.
Esta alteración de las formas primitivas del satélite no fue
sensible sino durante unos cuantos minutos. La distancia del
proyectil a la Luna disminuía con gran rapidez, por efecto de su
velocidad, que, si bien inferior en mucho a la inicial, era ocho o
nueve veces superior a la que llevaban los trenes especiales de los ferrocarriles. La dirección oblicua del proyectil por razón de esta misma oblicuidad, dejaba todavía a Miguel Ardán alguna esperanza de tropezar con un punto cualquiera del disco lunar. No podía creer
que no hubiera de llegar, y así lo repetía a cada momento, pero
Barbicane, mejor juez en la materia, no cesaba de repetirle con
implacable lógica.
—No, Miguel; no podemos llegar a la Luna sino por una caída, y
no caemos. La fuerza centrípeta nos mantiene bajo la
influencia1unar, pero la centrífuga nos aleja
irresistiblemente.
Esto fue dicho a Miguel en un tono que hizo perder al mismo sus
últimas esperanzas.
La parte de la Luna a donde se acercaba el proyectil era el
hemisferio boreal; el que los mapas selenográficos colocan en la
parte inferior; porque estos mapas están generalmente formados con
arreglo a las imágenes que dan los anteojos, los cuales, como es
sabido, invierten la dirección de los objetos. Tal era el Mappa
selenograpbica que consultaba Barbicane. Este hemisferio
septentrional presentaba extensas llanuras sembradas de montañas
aisladas.
A las doce de la noche, la Luna estaba llena; en aquel momento
hubieran debido poner el pie en ella los viajeros si el maldito
bólido no les hubiera desviado en su dirección. El astro llegaba,
pues, en las condiciones rigurosamente determinadas por el
observatorio de Cambridge; se hallaba matemáticamente en su perigeo y en el cenit del 28 paralelo. Un observador colocado en el fondo
del enorme columbia asestado perpendicularmente al horizonte
hubiera visto la Luna en la boca del cañón; una línea recta trazada desde el eje de la pieza habría atravesado el centro del astro de
la noche.
Creemos inútil decir que en toda aquella noche del 5 al 6 de
diciembre, no descansaron un instante los viajeros. ¿Habrían podido cerrar los ojos tan cerca de aquel nuevo mundo? No. Todos sus
sentimientos se concentraban en un solo pensamiento: ¡Ver! Como
representantes de la Tierra, de la Humanidad pasada y presente, que resumían en sí la raza humana, miraban por sus ojos aquellas
regiones lunares cuyos secretos intentaban penetrar. Se hallaban
poseídos de una profunda emoción y no hacían más que ir de un
cristal a otro.
Sus observaciones, reproducidas por Barbicane, fueron
rigurosamente determinadas. Para hacerlas, disponían de anteojos;
para comprobarlas, tenían mapas.
El primer observador de la Luna fue Galileo. Su insuficiente
anteojo sólo aumentaba treinta veces el tamaño del astro. Sin
embargo, en las manchas que salpicaban el disco lunar “como los
ojos que marcan la cola de un pavo real” fue el primero que
reconoció montañas y aun midió la altura de algunas, a las cuales
atribuyó exageradamente una elevación casi igual a la v1gesima
parte del diámetro del disco, o sea ocho mil ochocientos metros.
Galileo no trazó ningún mapa que reprodujera sus observaciones.
Años después, un astrónomo de Dantzig, Hevelius, empleando
procedimientos que sólo eran exactos dos veces al mes, en la
primera y segunda cuadratura, redujo las alturas halladas por
Galileo a sólo una vigésima sexta parte del diámetro lunar, lo cual era también una exageración aunque en otro sentido. Pero a aquel
sabio se debe el primer mapa de la Luna. Las manchas claras y
redondas forman en él las montañas circulares, y las manchas
oscuras, mares extensos, que en realidad no son sino llanuras. A
aquellas montañas y a aquellas tablas de agua les dio
denominaciones terrestres.
Así se ve figurar en su mapa un Sinaí en medio de una Arabia, un
Etna en el centro de una Sicilia, Alpes, Apeninos, Cárpatos, el
Mediterráneo, el Palus Meotides, el Ponto Euxino y el mar Caspio;
nombres por lo demás, mal aplicados, porque ni aquellas montañas ni aquellos mares presentan la configuración de sus homónimos en la
Tierra. Difícilmente podría reconocerse en una gran mancha blanca
unida por el sur a extensos continentes y acabada en punta, la
imagen invertida de la península india del golfo de Bengala y de la Conchinchina. Así, estos nombres no se conservaron. Otro
cartógrafo, más conocedor del corazón humano, propuso una nueva
nomenclatura, que la vanidad de los hombres se apresuró a
adoptar.
Fue este observador el padre Riccioli, contemporáneo de
Hevelius, quien trazó un mapa grosero y plagado de errores; pero
puso a las montañas de la Luna los nombres de diferentes personajes célebres de la Antigüedad y de sabios de su época, uso muy admitido después.
En el siglo XVII, Domingo Cassini formó un tercer mapa de la
Luna, superior al de Riccioli en la ejecución, aunque inexacto en
las medidas. Se publicaron de él varias ediciones; pero las
planchas, conservadas largo tiempo en la Imprenta Real de París, se vendieron al fin como cobre viejo.
La Hire, célebre matemático y dibujante, trazó un mapa de la
Luna de cuatro metros de alto, que nunca fue grabado.
Después de él un astrónomo alemán, Tobías Mayer, emprendió, a
mediados del siglo XVIII, la publicación de un magnífico mapa
selenográfico, arreglado a las medidas lunares rigurosamente
rectificadas por él; pero su muerte, acaecida en 1762, le impidió
terminar tan excelente obra.
Vienen luego Schroeter de Lilienthal, que bosquejó diferentes
mapas de la Luna, y un tal Lohrinann, de Dresde, a quien se debe
una lámina divina en veinticinco secciones, cuatro de las cuales se grabaron.
En 1830, Beer y Moedler compusieron su célebre Mappa
selenographica siguiendo una proyección orográfica. Este mapa
reproduce exactamente él disco solar, tal y como aparece;
únicamente la configuración de las montañas y de las llanuras es
exacta sólo en su parte central; en todo lo demás, en las partes
centrales y meridionales, orientales u occidentales, aquellas
configuraciones presentadas en reducción, no pueden compararse a
las del centro. Este mapa topográfico, que tiene noventa y cinco
centímetros de altura y se halla dividido en cuatro partes, es la
obra maestra de la cartografía lunar.
A más de las obras de estos sabios, se citan los relieves
selenográficos del astrónomo alemán julio Schinidt, los trabajos
topográficos del padre Secchi, las magníficas pruebas del
aficionado inglés Waren de la Due, y, finalmente, un mapa sobre
proyección orográfica de los señores Lecouturier y Chapuis, hermoso modelo trazado en 1860, de dibujo exactísimo y muy clara
disposición.
Tal es el catálogo de los diferentes mapas relativos al mundo
lunar, Barbicane poseía dos, el de Beer y Moedler,.y el de Chapuis
y Lecouturier; con el auxilio de ambos debía facilitarse sus
trabajos de observador.
En cuanto a los instrumentos de óptica de que disponían, eran
excelentes anteojos marinos, preparados especialmente para aquel
viaje. Su fuerza llegaba a aumentar cien veces el tamaño de los
objetos, lo que equivale a decir que hubiera hecho ver en la Tierra a la Luna a distancia de unas mil leguas. Pero entonces hallándose
los observadores a cosa de las tres de la madrugada, a menos de
ciento veinte kilómetros del astro, y sin el intermedio de
atmósfera alguna que les perjudicara la visión, los instrumentos
debían acercar la superficie lunar a unos mil quinientos metros de
distancia.