Alicia en el País de las Maravillas

12 El testimonio de Alicia

capitulo12

capitulo12

—¡Presente! —respondió Alicia.

Con la emoción, había olvidado lo mucho que había crecido. Se levantó tan bruscamente que dio un barrido con el borde de la falda y arrastró el banco del jurado, cuyos ocupantes salieron proyectados de cabeza hacia el público que se encontraba debajo. Todos se agitaban y pataleaban, como los peces rojos del acuario que, sin querer, Alicia había volcado la semana anterior.

—¡Oh, perdonen, por favor! —exclamó, consternada.

Se puso a recogerlos rápidamente, pues el accidente de los peces rojos la había dejado tan traumatizada que se imaginaba que era necesario colocar cuanto antes a los miembros del jurado en su sitio para que no murieran ahogados.

—¡El juicio no podrá continuar mientras todos los miembros del jurado no estén colocados en su sitio! —declaró el Rey con gravedad—. Todos sin excepción.

Hizo hincapié en estas palabras, mientras clavaba en Alicia una dura mirada.

La niña miró el banco y observó que, con las prisas, había colocado al lagarto Bill bocabajo. El animal no lograba ponerse derecho, y agitaba la cola hacia todos lados. Rápidamente Alicia lo enderezó, pero pensó: «No creo que importe demasiado, pues dudo que el pequeño Bill sea decisivo en este juicio, ni en un sentido ni en otro…».

Cuando hubieron recobrado la calma y encontrado sus pizarras y sus tizas, los miembros del jurado redactaron su desventura con todo detalle. Todos menos el Lagarto, que estaba demasiado impresionado y se limitaba a mirar fijamente el techo con la boca abierta.

—¿Qué sabes de este caso? —preguntó el Rey a Alicia.

—Nada.

—¿Nada, nada? —insistió el Rey.

—Absolutamente nada.

—Esto es algo de una total trascendencia —dijo el Rey dirigiéndose al jurado.

Los miembros del jurado se disponían a registrar en sus pizarras la respuesta de Alicia, cuando el Conejo Blanco intervino:

—Vuestra Majestad ha querido decir «intrascendencia», por supuesto —explicó haciendo un gesto cómplice con el ceño fruncido.

—Por supuesto, he querido decir intrascendencia —se apresuró a corroborar el Rey.

A continuación, murmuró varias veces para sus adentros: «Intrascendencia, trascendencia, intrascendencia, trascendencia», como si tratara de saber cuál de las dos palabras le sonaba mejor.

Algunos miembros del jurado apuntaron «trascendencia» y otros apuntaron «intrascendencia». Alicia, que alcanzaba a leer lo que escribían, se dio cuenta del error pero pensó: «En realidad, da exactamente igual».

De pronto, el Rey, que acababa de garabatear algo en su cuaderno, exclamó:

—¡Silencio! —y empezó a leer en voz alta—: «Artículo 42 del Reglamento. Todo aquel que mida más de un kilómetro de alto deberá abandonar la sala».

Todos miraron a Alicia.

—¡Pero si yo no mido un kilómetro de alto! —protestó.

—¡Ya lo creo que sí! —replicó el Rey.

—¡Mides casi dos! —añadió la Reina.

—En cualquier caso, no pienso irme —decidió Alicia—. Además, ese artículo no forma parte del Reglamento, ¡os lo acabáis de inventar!

—¡Es el artículo más antiguo! —insistió el Rey.

—Entonces, sería el artículo número 1 —replicó Alicia.

El Rey se puso pálido y cerró el cuaderno.

—¡A deliberar! —ordenó con voz temblorosa a los miembros del jurado.

—Con la venia de Vuestra Majestad, todavía tenemos muchas pruebas por examinar —dijo el Conejo Blanco mientras se levantaba de un salto—. Acabamos de encontrar esta carta…

—¿Qué dice esa carta? —preguntó la Reina.

—Todavía no la he abierto, pero parece que se la hubiera escrito el prisionero a alguien.

—Es lógico —dijo el Rey—. Lo que no sería normal es que se la hubiera escrito a nadie.

—¿A quién va dirigida? —preguntó uno de los miembros del jurado.

—A nadie —respondió el Conejo Blanco—. Bueno, en el sobre no figura ningún destinatario. —Mientras hablaba, desplegó la hoja de papel y añadió—: En realidad, no es una carta, sino un poema en verso…

—¿Está escrito con la letra del prisionero? —preguntó el Rey.

—No —respondió el Conejo Blanco—. ¡Y eso es lo más extraño de todo! —Los miembros del jurado se miraron perplejos.

—Ha debido de imitar la letra de otra persona —sugirió el Rey. Los rostros de los miembros del jurado reflejaron un gran alivio.

—Majestad, yo no he escrito esos versos —dijo la Sota de Corazones en su defensa—. Y nadie podrá demostrar lo contrario: el poema no está firmado.

—Puesto que no lo has firmado, la cosa es aún más grave —dijo el Rey—. Si no albergaras malas intenciones, lo habrías firmado, como una persona honrada.

Ante aquellas palabras, todos aplaudieron. Era la primera frase inteligente que decía el Rey desde que había comenzado el juicio.

—¡Prueba irrefutable de su culpabilidad! —exclamó la Reina.

—¡No es una prueba de nada! —replicó Alicia—. ¡Por Dios! ¡Si ni siquiera saben lo que dice el poema!

—¡Léelo! —ordenó el Rey.

El Conejo Blanco se puso las gafas.

—Con la venia de Vuestra Majestad, ¿por dónde empiezo? —preguntó.

—Empieza por el principio, continúa por la continuación y termina por el final. Luego podrás dejar de leer.

Esto fue lo que leyó el Conejo Blanco:

«Dijeron que fuiste a verla,

y que ante él me mencionaste:

no le importó que no hiciera

de la natación un arte.

Les dijo que no asistí

(y esto, sin duda, es verdad):

pero si espera insistir,

dime, ¿de ti qué será?

Le di una, y ellos dos,

tú nos diste tres o más;

después se las devolvió,

pero me trataron mal.

Si llegáramos a vernos

cómplices en un delito,

querrá que tú seas bueno

y nos saques de este lío.

Pues me temo que tú fuiste

(mucho antes de su ataque)

entre nosotros un quiste

culpable de este dislate.

No le digas el respeto

enorme que ella sentía.

Debe ser un gran secreto

entre tú y yo, de por vida».

—Esta es, hasta ahora, la prueba más importante que hemos recibido —dijo el Rey con entusiasmo, frotándose las manos—. Por consiguiente, que el jurado se…

—Si uno solo de los miembros del jurado puede explicarme lo que significan los versos de este poema —declaró Alicia. Había crecido tanto en los últimos minutos que ya no le daba miedo interrumpir al Rey—, le doy diez monedas. Pues, en mi opinión, no tienen ningún sentido.

Todos los miembros del jurado escribieron en sus pizarras: «En su opinión, no tienen ningún sentido», pero ninguno trató de explicar los versos.

—Si no tienen ningún sentido —dijo el Rey—, tanto mejor, pues no será necesario que nos matemos para encontrárselo… Pero me pregunto si es verdad que carecen de sentido —siguió, mientras extendía la carta sobre sus rodillas y releía el poema—. A mí me da que estos versos quieren decir algo. No sabes nadar, ¿no? —le preguntó a la Sota de Corazones.

Esta negó tristemente con la cabeza:

—¿Acaso tengo pinta de saber nadar? —preguntó.

Y era verdad que no sabía, puesto que era de cartón.

—Hasta aquí todo encaja —dijo el Rey, que siguió susurrando los versos—: Y esto, sin duda, es verdad… Los miembros del jurado conocen la verdad… Pero si espera insistir… Pero si está claro: la que espera es la Reina. Dime, ¿de ti qué será? ¡Esa es una buena pregunta! Le di una, y ellos dos… Eso es lo que hizo el acusado con las tartas, ¿lo veis?

—Pero luego dice: «después nos las devolvió…» —observó Alicia.

—Por supuesto: nos se refiere a nosotros, ¡y ahí están las tartas! —exclamó el Rey con tono triunfal, señalando a la mesa—. Está claro como el agua. Y en cuanto a esta frase: «mucho antes de su ataque…» A ti nunca te ha dado un ataque de nervios, ¿verdad, querida? —dirigió la pregunta a la Reina.

—¡Jamás en toda mi vida! —exclamó fuera de sí, mientras arrojaba el tintero a la cabeza del Lagarto. El pobre Bill había dejado de escribir con el dedo en la pizarra cuando se dio cuenta de que no dejaba ninguna huella; pero se puso de nuevo manos a la obra usando tinta que le resbalaba por el hocico.

—Si nunca te ha dado uno de esos ataques es porque eres inexpugnable. Y si eres inexpugnable es porque estos versos ¡te repugnan! —dijo el Rey.

Y miró a la concurrencia con una sonrisa de satisfacción. (Hubo un silencio mortal).

Expugnar… Repugnar… Es un juego de palabras —explicó el Rey con tono ofendido.

Al instante hubo una carcajada general.

—¡A deliberar! —ordenó el Rey al jurado, por enésima vez.

—¡No! ¡No! —vociferó la Reina—. ¡Primero la sentencia, y luego las deliberaciones!

—¡Pero eso es absurdo! —protestó Alicia con firmeza—. ¡Es una idea de lo más estúpida!

—¡Calla! —ladró la Reina, roja de rabia.

—¡No me callo! —replicó Alicia.

—¡Que le corten la cabeza! —ordenó la Reina morada de ira.

Nadie se movió.

—¿Quién va a obedecer? —dijo Alicia—. ¡Si no sois más que una baraja!

Ante aquellas palabras, las cartas salieron volando y cayeron como una lluvia sobre la niña. Con un gritito de cólera y de miedo, Alicia intentaba quitárselas de encima y de pronto se encontró tumbada en la hierba, con la cabeza apoyada en las rodillas de su hermana, que le retiraba cuidadosamente de la cara unas hojas secas.

—Alicia, querida, ¡despierta! ¡Has dormido una siesta larguísima! —le dijo suavemente.

—¡Oh! ¡Qué sueño más raro he tenido! —exclamó Alicia.

Le narró sus aventuras lo mejor que supo y, cuando terminó el relato, su hermana le dio un beso y le dijo:

—Es verdad que ha sido un sueño de lo más extraño, querida. Pero es tarde: ahora tienes que volver a casa a merendar.

Alicia se levantó de un salto, aunque sentía la cabeza todavía inundada de su maravilloso sueño y fue corriendo a casa. Su hermana se quedó allí sentada, muy pensativa. Apoyó la barbilla en la mano, contemplando la puesta de sol y pensando en Alicia y en sus increíbles aventuras. Al cabo de un rato, cerró los ojos y empezó a soñar despierta.

Primero vio a Alicia, que tenía las manos cruzadas sobre las rodillas y la miraba con sus grandes ojos brillantes. Casi podía oír el sonido de su voz y recordar ese divertido gesto que hacía con la cabeza cuando quería retirarse el pelo de la cara. Mientras la escuchaba, le pareció que veía aparecer todas las criaturas del sueño de Alicia. Las hierbas altas crujieron a sus pies cuando pasó corriendo el Conejo Blanco… El Ratón asustado se zambullía en el charco de al lado haciendo un ligero «¡pluf!»… Oyó el tintineo de las tazas de té de la Liebre de Marzo y sus amigos, sentados para siempre alrededor de su eterna merienda…

Luego oyó el vocerío de la Reina condenando a sus pobres invitados… El niño-cerdo volvió a estornudar en el regazo de la Duquesa, mientras platos y fuentes se estrellaban en mil pedazos a su alrededor… Le llegaron también el graznido del Grifo, el chirrido de la tiza del pequeño Bill en la pizarra, los lánguidos suspiros de los Conejillos de Indias en su saco, todo ello mezclado con los lejanos sollozos de la pobre Falsa Tortuga.

Durante un buen rato permaneció sentada sin moverse, con los ojos cerrados, imaginando el País de las Maravillas. Sabía perfectamente que le bastaba con abrir los ojos para volver a la realidad. Si la hierba susurraba, era solo por el soplo de la brisa, y el chapoteo del estaque se debía únicamente a los balanceos de los juncos. El tintineo de las tazas de té no era más que el rumor de los cencerros de las ovejas, y los gritos de la Reina no eran sino las llamadas del pastor. Los estornudos del niño, los graznidos del Grifo y todos los otros ruidos extraños se debían tan solo (y lo sabía muy bien) al rumor del corral, mientras que los mugidos lejanos de las vacas sustituían los largos sollozos de la Falsa Tortuga.

Finalmente, se imaginó cómo sería de mayor su hermana pequeña, y sabía que Alicia conservaría para siempre el mismo bondadoso y sencillo corazón. Un día congregaría a su alrededor a otros niños, probablemente sus propios hijos, y entonces haría brillar sus ojos contándoles cuentos, tal vez incluso la misma historia de su extraño viaje al País de las Maravillas. Compartiría con ellos sus alegrías y sus penas, y siempre recordaría su propia infancia y sus felices días de verano.

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