Yo y la energía

SEÑALES EN COLORADO

SEÑALES EN COLORADO

El siguiente paso de su periplo europeo era París, donde estaban previstas dos lecturas de la misma conferencia de Londres ante la Societé Francaise de Physique. Pero la segunda nunca llegó a celebrarse: Tesla recibió la noticia de que su madre estaba agonizando. El científico partió inmediatamente para su tierra natal, y llegó pocas horas antes de que la mujer falleciera, prácticamente en el último intervalo de consciencia en el que ella podía comprender que su hijo había llegado. Fue su última noche y, mientras dormía, Tesla tuvo una visión que cuenta con detalle en Mis inventos (p. 149 de este libro), una visión que se podía tildar de premonitoria y demostrativa no solo de la existencia de vida más allá de la muerte, sino también de la posibilidad de comunicación con los seres que allí habitan.

Sin embargo, Tesla nunca hizo declaración alguna que permita asegurar que creía en algún tipo de fenómeno paranormal. Tenía explicaciones racionales para todo, y basta ver cómo rastrea en el texto los diferentes elementos que conforman la visión para saber de dónde habían surgido. Ciertamente, no hubo ninguna intervención exterior, tan solo la potencia del cerebro humano puesto en marcha, ese mismo cerebro capaz de visualizar complejas máquinas que aún no existen, de ver las grandes implicaciones que se ocultan tras cada descubrimiento y de sufrir la exacerbación de las impresiones recogidas por los sentidos.

En aquel momento, no era raro que los intelectuales y los científicos de referencia aceptaran la existencia de los fenómenos paranormales. Las sesiones de espiritismo eran un entretenimiento habitual de las clases pudientes, y los médium (o quizá sería más acertado decir las médium, porque las más famosas eran todas mujeres) conectaban con las almas del otro mundo con una facilidad pasmosa. Sin ir más lejos, Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, el detective que rechazaba cualquier cosa que la razón no pudiera explicar, corroboraba las apariciones de ectoplasmas, los desplazamientos de objetos o las posesiones momentáneas de los intermediarios durante las sesiones de ouija. Pero no solo él: el mismo Edison, en una aplicación un tanto desviada de sus criterios científicos, y quizá calculando los grandes beneficios que un hallazgo de esas características podría reportar, mostró interés en la posibilidad de comunicarse con los muertos, mientras que William Crookes, uno de los científicos más importantes del siglo xix, no tuvo ningún reparo en aleccionar a Tesla, durante su estancia en Londres, sobre las múltiples evidencias que, a su juicio, demostraban la existencia de los poderes paranormales; Crookes, de hecho, fue uno de los pioneros de lo que luego vendría a llamarse parapsicología.

Tesla podía ser un visionario o un profeta, pero sus visiones siempre descansaban en la estricta aplicación de los principios científicos (al menos, tal y como los concebía él). En repetidas ocasiones dejó constancia de su visión del universo como un mecanismo perfecto en el que los movimientos de cada astro, cada planeta, cada ser vivo sobre la Tierra, e incluso cualquier objeto inanimado, están interconectados. El mismo ser humano, para Tesla, no es más que una máquina perfecta que, a su vez, se encuentra totalmente imbricada en un mecanismo más general que la rodea; de hecho, cuando en 1898 presenta su primer autómata, está convencido de haber dado el primer paso hacia la creación de un nuevo tipo de ser vivo, otro elemento más que se combinaría en el gran engranaje de la vida.

Gracias a esa creencia, fue un ferviente defensor de la necesidad de preservar el medio ambiente, lo que quedó plasmado en su continua preocupación por el hallazgo de fuentes de energía inocuas y, sobre todo, inagotables. Cuando aún nadie se preocupaba por la sostenibilidad de fuentes de energía como el carbón y el acero, cuando aún se consideraba que los yacimientos de ambos recursos eran tan abundantes que no tenía ningún sentido entrar en consideraciones sobre su agotamiento, Tesla ya proclamaba la necesidad de hallar una fuente que permitiese a la humanidad el verdadero avance, un avance que solo debía proceder de una energía limpia, barata y abundante, renovable y basada en los elementos propios del planeta: el tiempo atmosférico, la conductividad de la corteza y la ionosfera, la energía solar, la geotérmica, la eólica… Probablemente, los escritos de Tesla pueden ser mejor comprendidos en nuestra época que en el momento de su publicación, porque la conciencia ecológica y de interdependencia entre el ser humano y su entorno no comenzó a tener un verdadero peso hasta bien pasada la Segunda Guerra Mundial.

No es extraño, pues, que aunque Tesla no llegara a definirse de manera abierta como budista (en realidad, no abundan en sus escritos las referencias estrictamente religiosas, aunque en ocasiones hablara de Dios como el principio omnipresente), manifestara sin embargo un gran interés por esta creencia. Fue un asistente asiduo a las conferencias de Swami Vivekananda, el maestro que en la década de 1890 llenaba los mejores salones de Nueva York, con el que tuvo además la oportunidad de mantener largas conversaciones privadas. Tesla se sentía especialmente fascinado por el concepto de la akasa, el principio constitutivo del Universo, que guarda memoria de todo lo que en él se alberga, y que para el inventor no era otra cosa que el éter, la misteriosa sustancia que, junto con la tierra, el aire, el agua y el fuego, había ya señalado Aristóteles como el quinto elemento. La física del xix había rescatado ese término para dar nombre a la sustancia que debía llenar el vacío que parecía existir en la mayor parte del universo conocido, porque en aquel momento parecía inimaginable que las ondas electromagnéticas pudiesen desplazarse en la nada; de la misma manera que una piedra al caer en un estanque provoca ondas circulares en el agua, así las electromagnéticas necesitaban de un elemento físico que las portase.

El éter, pues, se situaba en un curioso terreno limítrofe entre la ciencia y la fe: nadie había podido demostrar su existencia, pero se daba por supuesto que tenía que estar ahí; su ausencia, simplemente, no tendría sentido. Los cálculos matemáticos eran forzados para poder incluir al éter, pero los resultados nunca terminaban por ser concluyentes. La mayor parte de los científicos, como Tesla, creían a pies juntillas en su existencia, pero finalmente la realidad fue más tozuda. El experimento de Michelson y Morley de 1887, anunciado con gran publicidad como el más ambicioso de los destinados a probar la existencia del éter, terminó con conclusiones claras y meridianas: no había rastro de tal sustancia.

Sin embargo, fue la teoría de la relatividad de Einstein la que derribó las últimas resistencias: lo que no existía ya no era necesario para explicar la mecánica del universo. Tesla siempre se resistió a esa explicación, y en general a todo el sistema einsteiniano (nunca aceptó que la velocidad de la luz fuese un límite estricto e insuperable), pero el viento de la historia sopló con fuerza: toda una nueva generación de jóvenes físicos ocuparon el primer plano de los avances científicos, eclipsando inevitablemente a sus mayores. Cuando en la década de 1930 la teoría atómica empezaba a señalar que el hombre podía tener a su alcance una fuente de energía de un potencial, y también un riesgo, abrumadores, Tesla simplemente permaneció ajeno: aquella no era su física, su forma de concebir la ciencia había quedado definitivamente atrás.

Tras la muerte de su madre, Tesla cayó enfermo durante varias semanas, con uno de esos colapsos que parecían cebarse en él tras los periodos especialmente convulsos e intensos. Cuando se recuperó, tuvo tiempo de recibir los honores de sus compatriotas antes de regresar a Estados Unidos; le dominaban las ganas de encerrarse en su laboratorio y retomar el trabajo donde lo había dejado; un trabajo que, en realidad, nunca había abandonado los vericuetos de su mente. Sin embargo, a lo largo de 1893 tuvo que compatibilizar sus investigaciones (como diría el Tesla pynchoniano, “nunca eran suficientes las horas”) con otros compromisos públicos no menos importantes: por supuesto, los preparativos de la Exposición de Chicago, pero además sendas lecturas en Filadelfia y St. Louis, en las que mostró sus avances en la iluminación fosforescente y declaró la necesidad de establecer la frecuencia de oscilación de la Tierra, tanto en el suelo como en la atmósfera, como forma de aprovecharla para la transmisión de energía. Pero el verdadero baño de multitudes ocurrió el 25 de agosto, cuando Tesla viajó a la feria para hacer una demostración pública. La expectación fue tanta que las entradas se agotaron rápidamente, y hubo quien llegó a ofrecer diez dólares por una, una cifra auténticamente desorbitada para el momento. Muchos de los que pretendían asistir sabían poco o nada de las aportaciones de Tesla, pero lo que sí sabían es que aquel curioso personaje había incluido en el programa el ser atravesado por una descarga de 100.000 voltios. Y Tesla, embriagado por la expectación, no defraudó a su público: ofreció lo mejor de su repertorio, incluyendo el encendido inalámbrico de lámparas fosforescentes y nuevos aparatos, como un oscilador del tamaño de un sombrero, capaz de poner en marcha motores y relojes eléctricos, y un transmisor de onda continua. Sin embargo, nada comparable a un espectacular nuevo dispositivo, un anillo con el que quería representar el movimiento de los planetas:

Para este experimento se emplearon una bola grande de bronce, y unas cuantas pequeñas. Cuando el campo se llenó de energía, todas las bolas comenzaron a girar, la grande permaneciendo en el centro, mientras las otras giraban en torno a ella, como lunas con respecto a un planeta, bajando gradualmente hasta que alcanzaban el límite externo y moviéndose a lo largo del mismo. Pero la demostración que más impresionó a la audiencia fue la operación simultánea con numerosas bolas, discos pivotantes y otros dispositivos situados en toda clase de posiciones y a considerables distancias del campo rotatorio. Cuando se conectó la corriente y todo el conjunto entró en movimiento, el espectáculo fue inolvidable.[55]

Tesla volvió a su laboratorio en Nueva York donde, en los meses siguientes, mantuvo una gran actividad. Entre otros campos, experimentó en los que más tarde Wilhelm Roentgen bautizaría como “rayos X”, una más de las diferentes radiaciones electromagnéticas, y cuya naturaleza fascinaba en aquel momento a los investigadores. Ajeno a los riesgos, pasó mucho tiempo bajo sus efectos, llegando incluso a impresionar placas fotográficas con una imagen de los huesos de su mano, que él llamó “sombragramas”, y que envió a Roentgen cuando finalmente este logró determinar la naturaleza exacta de la radiación. Tesla nunca disputó a Roentgen la paternidad del descubrimiento, y es cierto que fue el físico alemán el que llegó a comprender de manera certera la naturaleza y características de aquellos rasgos. Pero no es menos cierto que, una vez más, las intuiciones de Tesla se demostraron correctas, aunque no llegara a culminar sus investigaciones.

Tesla se resintió en más de una ocasión de la sobreexposición a los rayos X, y fue precisamente el primero que advirtió que no eran inocuos. Por entonces, los científicos no eran conscientes de lo peligroso de sus revolucionarios descubrimientos; en aquellos mismos años, el matrimonio Curie comenzaba los estudios que les llevaron a descubrir la radiactividad, sin ningún tipo de protección, y los efectos de manipular el radio parecen vinculados a los padecimientos de Marie Curie en la última etapa de su vida. Tesla, además, era especialmente osado: ajustaba al máximo los cálculos del voltaje y amperaje de las corrientes para que el ser atravesado por decenas de miles de voltios no le causara la muerte, pero no se puede decir que la repetición de las pruebas o la experimentación con la electricidad en el ambiente no le pasaran factura. Es cierto que murió de viejo y que nunca visitó a médico alguno, pero, en una persona tan capaz de pasar de la hiperactividad al colapso nervioso como él, tales prácticas debieron de tener sus consecuencias.

Porque el reto no era baladí: Tesla apenas concretaba en qué estaba invirtiendo sus investigaciones, pero había trascendido que andaba buscando la forma de producir energía eléctrica de una intensidad de millones de voltios. Para ello, inventó el que quizá sea el descubrimiento más querido por sus seguidores más fieles y duchos en el campo de la ingeniería: la llamada bobina Tesla, un aparato que mediante el uso del fenómeno de la inducción consigue elevar la corriente eléctrica doméstica hasta frecuencias altísimas. La bobina Tesla tiene, además, una apariencia muy reconocible, como una torre ensanchada en su parte superior por una especie de corona. La energía condensada va subiendo por el cuerpo de la bobina hasta literalmente desbordarse en la parte superior, de donde surge en forma de espectaculares y ruidosos rayos y chispas capaces de cargar de electricidad toda la atmósfera a su alrededor.

Hoy, basta introducir el nombre del dispositivo en un buscador de internet para tener acceso a multitud de vídeos en los que aficionados y expertos intentan construir y perfeccionar sus propias bobinas, participando en convenciones y concursos. Los kits para fabricarlas en casa pueden comprarse online, e incluso hay empresas dedicadas a la construcción y utilización de grandes bobinas Tesla para su uso en espectáculos, presentaciones o efectos especiales. El grupo Arc Attack, por ejemplo, realiza espectáculos con estas bobinas para sus vistosas recreaciones musicales, que inspiraron la reciente película El aprendiz de brujo.

Viendo hoy estos vídeos, entendemos el efecto que las demostraciones públicas de Tesla despertaban en su audiencia. Si aún hoy tienen algo de sobrecogedor esas figuras unidas por brillantes rayos con las grandes bobinas, bajo un atronador sonido de electricidad, es fácil hacerse una idea sobre lo que sentiría un público que acababa de descubrir la mera iluminación eléctrica. No es extraño que le calificaran de mago o hechicero, pero en realidad su bobina respondía a un proyecto más vasto que iba perfilando poco a poco, y del que solo se sabía lo que había apuntado en las conferencias.

Nunca sabremos en qué habrían desembocado esos trabajos si la fatalidad no se hubiese interpuesto: el 13 de marzo de 1895, un incendio destruyó totalmente el laboratorio de Tesla, situado en la cuarta planta de un edificio que ardió por completo. Paradójicamente, y según el testimonio de un vigilante nocturno, el fuego no comenzó en las dependencias ocupadas por el inventor, y donde realizaba sus en ocasiones peligrosos experimentos, sino en una empresa situada en las plantas inferiores, desde donde las llamas se expandieron con rapidez. El efecto fue devastador, porque la inmensa mayoría de los aparatos, las anotaciones y el material acumulado en aquellos años vertiginosos se perdió sin remedio. Y a ello hay que añadir el perjuicio económico, del que Tesla nunca se recuperó: según declaró a los bomberos, carecía de seguro, y el valor total de lo perdido fácilmente podía ascender hasta los 50.000 dólares, a lo que habría que sumar las pérdidas en futuras patentes, así como el coste que suponía partir de cero otra vez.

Estoy demasiado apenado para hablar. ¿Qué puedo decir? El trabajo de media vida, prácticamente todos mis aparatos mecánicos y científicos, que me ha llevado años perfeccionar, esfumados en un fuego que duró una o dos horas como mucho. ¿Cómo puedo cuantificar la pérdida en simples dólares y centavos? Todo se ha ido, y tengo que comenzar de nuevo.[56]

La reacción de solidaridad con el inventor fue instantánea, y recibió ofertas de ayuda de todo tipo; incluso Edison le ofreció alojamiento temporal en una de sus instalaciones en Nueva Jersey. Este siniestro, además, vuelve a demostrarnos hasta qué punto la investigación científica a escala industrial estaba en plena evolución entre dos modelos diferenciados: hoy en día, sería impensable que un laboratorio de estas características estuviera situado en pleno centro de una ciudad, como siempre estuvieron los de Tesla.

Cuando por fin encontró unas nuevas instalaciones, en el 46-48 de Houston Street, cerca de Chinatown, Tesla se esforzó en retomar sus trabajos, pero el retraso y la dificultad para reponer los equipos pesaban demasiado. George Westinghouse le prestó ayuda y varios de los aparatos que necesitaba, pero el no tenerlos en propiedad se terminó convirtiendo en un problema cuando, tiempo después, comenzaron a reclamarle su pago. Tesla, que hasta ese momento había disfrutado de una situación holgada gracias a la venta de sus patentes de corriente alterna, comenzó entonces un proceso de endeudamiento que terminó llevándole a la bancarrota en las últimas décadas de su vida. Pero a finales del siglo xix aún disponía de la aureola del genio, y sus ideas seguían llamando la atención de los inversores.

Tesla empezó a aplicar sus osciladores y sus descubrimientos en el campo de las ondas electromagnéticas a las disciplinas más diversas. En 1898 presentó públicamente sus hallazgos en el campo de la electroterapia; en ese momento, existía el convencimiento general de que la electricidad, quizá como remanente de su temprana asociación con el fluido generador de la vida, era capaz de curarlo prácticamente todo. El propio Tesla estaba totalmente convencido de que la aplicación de descargas de alta tensión sobre el organismo humano no solo podía ser inofensiva, sino incluso tener efectos curativos e higiénicos:

[…] el cuerpo de una persona puede ser sometido sin peligro a presiones eléctricas que exceden en mucho cualquier otra producida por los aparatos ordinarios, y que pueden alcanzar cantidades de varios millones de voltios, tal y como he demostrado hoy aquí. Cuando un cuerpo conductor es electrificado en un grado tan alto, pequeñas partículas, que pueden adherirse firmemente a su superficie, son arrancadas y arrojadas a distancias que solo podemos conjeturar. He comprobado cómo no solo la materia adherida, como la pintura, puede salir despedida; incluso partículas de los metales más resistentes son arrancadas. Estas reacciones han sido pensadas para ser realizadas solo en situaciones de vacío, pero con una bobina poderosa ocurren también en la atmósfera normal. Los hechos mencionados hacen razonable esperar que este extraordinario efecto que, de otras formas, he aplicado ya de manera útil, probará de la misma manera su valor como electroterapia. La continua mejora de los instrumentos y del estudio de los fenómenos pronto nos llevará al establecimiento de un nuevo modo de tratamiento higiénico que permitirá la limpieza instantánea de la piel de una persona, simplemente poniéndola en contacto o, quizá, por la mera cercanía de esta persona a una fuente de intensas oscilaciones eléctricas, con el efecto de eliminar, en un abrir y cerrar de ojos, la suciedad o las partículas de cualquier materia externa adherida al cuerpo.[57]

Ese mismo año haría una demostración aún más espectacular. El 25 de febrero de 1898, el acorazado Maine estalló y se hundió en el puerto de La Habana, con 255 marinos estadounidenses a bordo. Fue el momento más tenso de una escalada de hostilidades entre España y Estados Unidos, que los medios de comunicación ayudaron a exacerbar. La prensa estadounidense, con el grupo Hearst a la cabeza, dictaminó desde el primer momento que la voladura había sido producto de un atentado de los españoles, algo que las investigaciones posteriores han puesto en entredicho; de hecho, la hipótesis más probable es la de una explosión accidental. Pero fue la excusa perfecta para que, pocas semanas después, Estados Unidos declarara a España la guerra total, que fue recibida con gran entusiasmo por parte de la población.

En diciembre, Tesla hace una demostración de uno de sus inventos, en lo que tendría que haber sido otro de sus momentos de gloria o, en todo caso, un referente en la historia de la tecnología. Pero, por algún motivo difícil de precisar, la sensacional demostración del primer aparato con radiocontrol, un pequeño barco, celebrada en el marco de la Exposición Eléctrica que acogía el Madison Square Garden de Nueva York, pasó inadvertida y no despertó el interés de la marina estadounidense, a la que Tesla pretendía ceder el invento para el desarrollo no solo de buques teledirigidos, sino también de torpedos guiados por control remoto. En otras palabras, estaba preconizando el misil:

Seremos capaces, aprovechando este avance, de enviar un proyectil a distancias mucho mayores, sin vernos limitados en manera alguna por cuestiones de peso o carga explosiva; de ordenarle que se sumerja, detenerlo en su vuelo y llamarlo de vuelta para volver a enviarlo y hacerlo explotar a nuestra voluntad. Más aún, nunca cometerá un error porque, con toda probabilidad, si golpea el objetivo este será eliminado. Pero todavía no hemos dicho la principal característica de un arma como esta; a saber, que estará hecha para responder solo a una determinada nota o frecuencia, por lo que puede ser dotada de potencia selectiva.[58] Esta exhibición, además, demuestra que, dos años antes del nacimiento oficial de la radio a manos de Marconi, Tesla había hecho ya una demostración pública de que podía enviar información e instrucciones a un aparato por control remoto. Al fin y al cabo, de eso se trataba, de superar la barrera de los cables y de mantener la privacidad de las transmisiones: el propio Tesla indicaba que un torpedo como el que él proponía solo respondería a determinada frecuencia, de forma que la transmisión no pudiese ser interceptada.

Una vez más, el concepto del invento desbordaba de lo meramente tecnológico. Como se verá en los textos de Tesla incluidos en este libro, su concepción del autómata va más allá del diseño de aparatos útiles, instrumentos sofisticados que, en realidad, sirven al hombre como podría hacerlo cualquier otro mecanismo. Para Tesla, se trataba del primer paso en la creación de una nueva especie sobre la Tierra; igual que el hombre recibe la información de lo que sucede a su alrededor a través de un órgano sensitivo, el ojo, y toma luego las decisiones pertinentes, el autómata estaría dotado de un sistema similar; en un primer momento, ese órgano sería el receptor de las señales enviadas por su controlador humano, situado a gran distancia de él, pero la evolución lógica llevaría al autómata a ser capaz de tomar sus propias decisiones a través de la información que recogiera por sí mismo.

Para Tesla, aquello significaba colocar una capa más entre una revolución ya en curso (la corriente alterna y su potencial como motor de la industria y la actividad humanas) y otra que diseñaba de forma más o menos velada en su laboratorio (la transmisión inalámbrica de energía e información). Como el niño que buscaba transformar su entorno inmediato, el inventor pretendía cambiar el mundo; estaba seguro de que la proliferación de estas máquinas semi inteligentes traerían consigo, con la certeza de los hechos inevitables, la paz perpetua:

Originalmente, la idea me interesó solo desde un punto de vista científico, pero pronto vi que había empezado algo que, tarde o temprano, debe producir un cambio profundo en las cosas y condiciones actualmente existentes. Espero que este cambio sea solo para bien pues, de lo contrario, desearía no haber inventado nunca algo así. El futuro podrá o no confirmar mis presentes convicciones, pero no puedo dejar de decir que me resulta difícil imaginar que entonces, con un principio como este llevado a su perfección —como sin duda ocurrirá en el curso del tiempo—, los rifles y los cañones sigan siendo considerados armas. […] Directamente, si un arma así es producida, se vuelve casi imposible responderle con un invento equivalente. Si es así, quizá más que en su poder de destrucción, será en su influencia para detener el desarrollo de las armas y detener la guerra donde residirá su función.[59]

Años más tarde, Tesla reconoció la ingenuidad de ese planteamiento: el aumento en la potencia de las armas no se detendría en ningún momento, ni siquiera cuando el arsenal acumulado por la humanidad alcanzara tal potencia que su uso aseguraría la destrucción del planeta, convirtiendo el enfrentamiento bélico en un sinsentido que llevaría a la autoaniquilación.

Tesla acudió a Astor para que le ayudara a interesar al gobierno norteamericano en su invento, pero no tuvo éxito. Tampoco el millonario estaba demasiado convencido de financiar aquellas misteriosas investigaciones que, por lo que podía entender, parecían demasiado arriesgadas y de un rendimiento no garantizado. Tesla comprendió, por fin, que no sería hablándole de cambios revolucionarios ni transformaciones mundiales como despertaría su interés, así que decidió abordarle enarbolando otro de sus descubrimientos, al que en realidad no había prestado la atención necesaria, ocupado en su gran y trascendental revolución energética:

Ahora mismo estoy produciendo una luz superior de lejos a la de la lámpara incandescente con un tercio del gasto de energía y, mientras mis lámparas durarán para siempre, el coste de mantenimiento será mínimo. El gasto en cobre, que en el viejo sistema es una partida importante, en el mío se reduce a lo insignificante, pues con el cable necesario para el funcionamiento de una lámpara incandescente pueden hacerse funcionar 1.000 de las mías, que darán 5.000 veces más luz. Déjeme preguntarle, coronel,[60] ¿cuánto vale esto solo si tenemos en cuenta que en los principales países en los que he patentado mis descubrimientos en este campo hay invertidos hoy en día cientos de millones de dólares en luz eléctrica?[61]

Estos argumentos resultaron más comprensibles para Astor, quien finalmente accedió a invertir 100.000 dólares a cambio de las patentes de las lámparas y los distintos osciladores, un campo que parecía lleno de posibilidades. Lo que no sabía el millonario es que, en realidad, su dinero ya tenía otro destino. El incendio, y los posteriores avances en las investigaciones sobre la transmisión inalámbrica de electricidad, habían convencido a Tesla de que ya no era seguro continuar con sus investigaciones en el laboratorio. Más cuando, mientras probaba un oscilador electromecánico de pequeño tamaño, había visto cómo un pilar que estaba en contacto con él se venía abajo. Poco tiempo después, cuando recibió la visita de unos policías que le informaron de que la zona de Chinatown a su alrededor estaban sufriendo unas extrañas vibraciones, con rotura de cristales y movimiento de la estructura de los edificios (al parecer, a los policías no les había costado mucho suponer dónde se encontraba el epicentro de ese repentino terremoto), comprendió que su pequeño aparato estaba creando una onda capaz de crecer y autoalimentarse. Tesla tuvo que detenerlo a base de martillazos delante de las autoridades, que solo así lo dejaron en paz.

El inventor comprendió que tenía en sus manos una verdadera máquina capaz de provocar terremotos. El fenómeno en el que se basa es el mismo por el que las tropas, cuando tienen que atravesar un puente, dejan de marcar un paso rítmico que acabaría creando una onda que va aumentando de potencia. Nuevamente, el Tesla exhibicionista y al que le gustaba jugar al villano aprovechó la oportunidad; además de alardear de que con un pequeño oscilador podía hundir el puente de Brooklyn en unos minutos, aseguró que podía llevar su descubrimiento hasta las últimas consecuencias: la destrucción completa del planeta si el proceso no era detenido. Mediante la adecuada coordinación de cargas explosivas subterráneas, explotando a un ritmo perfectamente medido y alimentando la onda creada de manera que fuese cada vez más potente, el único resultado esperable era que, en el plazo de unos meses o, a lo sumo, dos años, el planeta entero se partiría por la mitad, completamente destruido. Nikola Tesla, el destructor de mundos.[62]

Todos estos experimentos demostraban, una y otra vez, que la corteza terrestre era un extraordinario conductor para toda clase de ondas, pero para utilizarla se hacía cada vez más imperioso averiguar cuál era la frecuencia de la Tierra. Hacía falta, por tanto, una enorme cantidad de electricidad y un lugar donde nada interfiriese en la medición de los resultados, algo imposible en una gran ciudad como Nueva York. Así, Tesla decidió construir un laboratorio en Colorado Springs, adonde se trasladó inmediatamente para comenzar sus ansiados experimentos, que ahora eran posibles gracias al dinero de Astor. Que ese dinero, en realidad, fuera para otra cosa, no pareció preocuparle: estaba tan convencido del rédito de los descubrimientos inminentes que se veía ganador de la jugada final. Estaba a punto de tocar con los dedos la tecnología definitiva, la que dejaría obsoletas a todas las anteriores, incluso las que apenas apuntaban, y ante ese revolucionario hallazgo Astor no podría hacer otra cosa que dar su dinero por muy bien empleado.

Colorado Springs, el lugar elegido, era una ciudad pequeña que ofrecía la ventaja de permitirle trabajar con discreción, a 1.840 metros de altitud, rodeado de una gran pradera que le protegía de los curiosos, disfrutando de un cielo limpio, y junto a la imponente estampa del Pikes Peak, una montaña que atraía potentes tormentas eléctricas. En junio comenzaron los experimentos con altas frecuencias, para los que utilizaba una torre que acompañaba la estructura principal, en un antecedente a pequeña escala de lo que poco después sería Wardenclyffe. Allí es donde se situaba la ficción de Pynchon y de la película El truco final-El prestigio, y no es difícil saber por qué. La imagen del científico haciendo extraños experimentos, rodeado de secretos y rumores sobre aparatos que lanzan grandes rayos en medio de grandes estruendos, resulta casi un icono. Tras sucesivas pruebas que le llevaron a establecer por fin la frecuencia de la Tierra, el 3 de julio realiza el experimento clave. A través del uso de ondas de alta frecuencia y del fenómeno de la resonancia, logra detectar lo que siempre había sospechado: la existencia de ondas estacionarias terrestres que, según sus cálculos, permitirían el transporte de electricidad e información a cualquier otra parte del globo, prácticamente sin necesidad de estaciones repetidoras. Él mismo consiguió encender bombillas situadas a varios kilómetros de distancia mediante energía transmitida, sin cables, a través del suelo. Pero para ello fue necesario generar un volumen de electricidad que alcanzaba los millones de voltios, y semejante potencia no carecía de riesgos. En el transcurso del experimento, la torre lanzó grandes bolas de fuego y desató un gran aparato eléctrico, acompañado de un tremendo rugido que parecía imitar las espectaculares tormentas que solían observarse en la zona. Pynchon ficciona, divertido, cómo durante un tiempo los efectos se hicieron notar en la vida diaria de los habitantes de Colorado Springs:

Durante años, en Colorado se contarían historias de la asombrosa noche de la víspera del 4 de julio de 1899, que lo puso todo patas arriba. Al día siguiente habría rodeos, bandas de música y explosiones de dinamita por doquier, pero esa noche lo que hubo fue rayos artificiales, caballos que se volvían locos kilómetros adentro de la pradera debido a la electricidad que les subía en oleadas a través del metal de sus herraduras, unas herraduras que, cuando finalmente cayeron, se guardaron para usarlas en el tejo de los cowboys y en competiciones celebradas en importantes ferias, de Fruita a Cheyenne Wells, pues volaban directamente a engancharse en el clavo que había en el suelo o en cualquier cosa cercana que fuera de hierro o acero, eso si no estaban recogiendo recuerdos en su vuelo por los aires, sacando las pistolas de los pistoleros de sus fundas y las navajas de debajo de las perneras, las llaves de las habitaciones de hotel a las damas viajeras y las de las cajas fuertes de los despachos, así como chapas de mineros, clavos de vallas, horquillas, todos buscando el recuerdo magnético de aquella antigua visita. Los veteranos de la rebelión que se preparaban para desfilar fueron incapaces de conciliar el sueño, pues los elementos metálicos reverberaban a través de sus torrentes sanguíneos. Se encontró a niños que bebieron la leche de las vacas que pastaban cerca apoyados en postes de telégrafos escuchando el tráfico que corría a toda velocidad por los cables tendidos encima de sus cabezas, o yendo a trabajar a despachos de corredores de Bolsa donde, asimétricamente familiarizados con la variación diaria de los precios, pudieron amasar fortunas antes de que nadie se percatara.[63] Fueron, sin duda, los meses más intensos y productivos de toda la vida como investigador de Tesla. Durante aquellos trabajos encontró que también podía detectar las variaciones en el aire producidas por el avance de las tormentas, lo que consideró muy útil para la predicción meteorológica y para la seguridad naval. Y sus descubrimientos le dieron asimismo la primera pista de lo que luego fue una de sus ideas más discutidas, el “rayo de la muerte”, que permitiría, mediante la descarga instantánea de una gran cantidad de electricidad, “matar fácilmente, y en un instante, a trescientas mil personas”.[64]

Tesla estaba eufórico. Se sentía un verdadero pionero, un mago que había encontrado la llave para abrir la puerta a un mundo nuevo, que obligaría “a reescribir una gran parte de la literatura técnica”.[65] Y así, en esa borrachera de descubrimientos, no es extraño que una noche sus aparatos detectaran una sorprendente señal rítmica:

No puedo olvidar las primeras sensaciones que experimenté cuando eso surgió ante mí y me permitió observar algo, posiblemente, de incalculables consecuencias para la humanidad. Me sentí como si estuviera presente en el nacimiento de un nuevo conocimiento o la revelación de una gran verdad. Incluso ahora, a veces, puedo rememorar vivamente el incidente, y ver mi aparato como si realmente estuviera ante mí. Mis primeras observaciones literalmente me aterrorizaron, como si tuvieran en su interior algo misterioso, por no decir sobrenatural, y yo estaba solo en el laboratorio esa noche; pero entonces aún no concebía la idea de que esas alteraciones estuvieran controladas de manera inteligente.[66]

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que llegara a la que, para él, sería la única conclusión posible: que esa señal procedía del espacio exterior; o, lo que en esa época venía a ser lo mismo, de Marte. Y desde luego, no fue esa una noticia que pudiera mantener en secreto durante mucho tiempo. Hizo el anuncio acompañado de la solemnidad que el hecho requería, estableciendo toda una teoría de cuál sería la mejor manera de establecer contacto con otras civilizaciones. El revuelo fue inmediato, y la noticia se expandió a la velocidad de la luz por todo el planeta. Como muestra, esta información publicada en el diario de Lugo La Idea Moderna, el 11 de enero de 1901:

De Nueva York comunican, con fecha 3 del corriente, que el famoso inventor Tesla ha hecho interesantes indicaciones acerca de un reciente y maravilloso descubrimiento suyo.

Estaba realizando experimentos eléctricos, a grandes alturas, en el Colorado, cuando advirtió por varias veces ligeras e inexplicables oscilaciones. Algunos indicios le hicieron suponer que se debían a corrientes procedentes de los planetas.

Cree Tesla que con instrumentos perfeccionados será posible comunicar con los habitantes de los demás astros.

Dijo que al ir al Colorado, llevaba el propósito de estudiar las mejores condiciones para la transmisión, sin hilos, de energía motriz, y construir un aparato, merced al cual se pudiera telegrafiar al [sic] través de los Océanos.

Para obtener los resultados que perseguía, tuvo que procurarse presiones eléctricas de más de 50 millones de voltios, y que produjeran chispas de 5.600 pies [1.700 metros] de longitud.

Afirma que ha obtenido él éxito deseado, y que con el aparato que va a construir podrá telegrafiar sin hilos a cualquier distancia imaginable.[67]

Las voces críticas que se levantaron contra Tesla fueron muy contundentes. Ya la aparición del largo artículo El problema de aumentar la energía humana en la revista Century el verano anterior, incluido en este volumen, había despertado una gran disparidad de opiniones, dado lo ambicioso de su conjunto y lo atrevido de algunas de sus observaciones, pues pretendía construir toda una cosmovisión a partir de algunos descubrimientos científicos entremezclados con simples especulaciones. En este ambiente de debate, el anuncio de que había contactado con otras inteligencias opacó desgraciadamente el grueso de sus descubrimientos de Colorado, en todo caso de una gran importancia, y que abrían caminos que podrían ser seguidos por otros. Pero la ausencia de detalles, y el hecho de que hasta muchos años después no se publicara el exhaustivo diario que llevó de aquellos días, impidió que se conociera suficientemente el alcance de lo conseguido en aquella etapa.

Con respecto a la señal captada por Tesla, su biógrafo Marc J. Seifer apunta una explicación que, de ser cierta, añadiría un elemento especialmente patético a la historia. El sistema le permitía, según sus propias palabras, “sentir el pulso del globo […], detectando cualquier cambio que sucediera dentro de un radio de 11.000 millas [17.700 kilómetros]”.[68] Según el razonamiento de Tesla, no había en ese momento actividad humana alguna que pudiera lanzar señales como aquellas, con un patrón rítmico que solo podía ser creado por una mente inteligente. No cabía, pues, otra explicación que la extraterrestre.

O eso creía él porque, como afirma Seifer, justo en el momento en el que Tesla decía haber recibido la señal, Marconi estaba realizando, al otro lado del océano, pruebas de transmisión a distancias de varios kilómetros, e incluso de barcos a tierra, como paso previo a su inminente transmisión transoceánica. Si la instalación de Tesla tenía tan gran alcance y sensibilidad, no resulta descabellado suponer que, en realidad, la señal rítmica que captó en Colorado era la que su gran rival utilizaba para testar sus propios instrumentos en Gran Bretaña. Si esta historia fuese verdadera, lo que Tesla creía iba a marcar un antes y un después en la historia de la humanidad fue, en realidad, el prolegómeno del gran desastre que estaba a punto de volcarse sobre él.

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