Ética demostrada según el orden geométrico

PARTE QUINTA: Del poder del entendimiento o de la libertad humana

PARTE QUINTA: Del poder del entendimiento o de la libertad humana

Prefacio

Paso, por fin, a esta última Parte de la Ética, que trata de la manera de alcanzar la libertad, es decir, del camino para llegar a ella. En esta Parte me ocuparé, pues, de la potencia de la razón, mostrando qué es lo que ella puede contra los afectos, y, a continuación, qué es la libertad del alma, o sea la felicidad; por todo ello, veremos cuánto más poderoso es el sabio que el ignaro. De qué manera y por qué método deba perfeccionarse el entendimiento, y mediante qué arte ha de cuidarse el cuerpo a fin de que pueda cumplir rectamente sus funciones, son cuestiones que no pertenecen a este lugar; lo último concierne a la Medicina, y lo primero, a la Lógica. Aquí trataré, como he dicho, solamente de la potencia del alma, o sea, de la razón, y mostraré ante todo la magnitud y características de su imperio sobre los afectos, en orden a regirlos y reprimirlos. Ya hemos dicho más arriba que, desde luego, no tenemos un absoluto imperio sobre ellos. Sin embargo, los estoicos creyeron que los afectos dependen absolutamente de nuestra voluntad, y que podemos dominarlos completamente. Con todo, ante la voz de la experiencia, ya que no en virtud de sus principios, se vieron obligados a confesar que para reprimir y moderar los afectos se requiere no poco ejercicio y aplicación, y uno de ellos se esforzó por ilustrar dicha cuestión, si mal no recuerdo, con el ejemplo de los dos perros, uno doméstico y otro de caza: el repetido ejercicio acabó por conseguir que el doméstico se habituase a cazar y el de caza dejase de perseguir liebres. Dicha opinión está muy próxima a la de Descartes. Pues admite que el ánima o el alma[110] está unida principalmente a cierta parte del cerebro, a saber, la llamada glándula pineal, por cuyo medio el alma percibe todos los movimientos que se suscitan en el cuerpo, así como los objetos exteriores, pudiendo el alma moverla de diversas maneras, con sólo quererlo. Sostiene que dicha glándula se halla suspendida en medio del cerebro, de tal modo que puede ser movida por el más pequeño movimiento de los espíritus animales[111]. Sostiene, además, que esa glándula, suspendida en medio del cerebro, adopta tantas posiciones distintas cuantas maneras de chocar tienen con ella los espíritus animales; y que se imprimen en ella tantos vestigios distintos cuantos son los distintos objetos exteriores que empujan contra ella a esos mismos espíritus animales; de donde proviene que, si posteriormente la glándula, por la voluntad del ánima que la mueve de diversas maneras, resulta estar suspendida de un modo que los espíritus animales agitados en una u otra forma ya le habían hecho adoptar con anterioridad, entonces esa misma glándula impulsará y determinará a los espíritus animales del mismo modo que lo había hecho cuando su manera de estar suspendida era la misma. Sostiene, además, que toda volición del alma está unida por naturaleza a cierto movimiento de la glándula. Por ejemplo, si alguien quiere mirar un objeto lejano, esa volición hará que la pupila se dilate, pero si sólo piensa en la dilatación de la pupila, quererla no le será de ninguna utilidad, porque la naturaleza no ha unido el movimiento de la glándula —que sirve para impulsar los espíritus animales hacia el nervio óptico de manera que dilaten o contraigan la pupila— con la volición de contraerla o dilatarla, sino sólo con la volición de mirar objetos lejanos o próximos. Finalmente, sostiene que, aunque cada movimiento de esta glándula parezca estar conectado por la naturaleza, desde el comienzo de nuestra vida, a uno solo de nuestros pensamientos, puede unirse mediante el hábito, sin embargo, a otros, lo cual se esfuerza en probar en el artículo 50 de la Parte I de Las pasiones del alma. Concluye de ello que ninguna alma es tan débil que no pueda, bien dirigida, adquirir un absoluto poder sobre sus pasiones. Pues éstas, tal como él las define, son percepciones, sentimientos o emociones del ánima, que se refieren especialmente a ella, y que (nótese bien) son producidas, mantenidas y robustecidas por algún movimiento de los espíritus (ver artículo 27 de la Parte I de Las pasiones del alma). Ahora bien, supuesto que a una volición cualquiera podemos unir un movimiento cualquiera de la glándula y, consiguientemente, de los espíritus animales, y que la determinación de la voluntad depende de nuestra sola potestad, entonces, si determinamos nuestra voluntad mediante juicios ciertos y firmes conformes a los cuales queremos dirigir las acciones de nuestra vida, y unimos a tales juicios los movimientos de las pasiones que queremos tener, adquiriremos un imperio absoluto sobre nuestras pasiones. Tales son las opiniones de este preclarísimo varón (según puedo conjeturarlas por sus palabras), y difícilmente hubiera podido creer que provenían de un hombre tan eminente, si no fuesen tan ingeniosas. Verdaderamente, no puedo dejar de asombrarme de que un filósofo que había decidido firmemente no deducir nada sino de principios evidentes por sí, ni afirmar nada que no percibiese clara y distintamente, y que había censurado tantas veces a los escolásticos el que hubieran querido explicar cosas oscuras mediante cualidades ocultas, parta de una hipótesis más oculta que cualquier cualidad oculta. Pues ¿qué entiende, me pregunto, por «unión» de alma y cuerpo? ¿Qué concepto claro y distinto, quiero decir, tiene de la íntima unión de un pensamiento y una pequeña porción de cantidad? Quisiera, ciertamente, que hubiese explicado dicha unión por su causa próxima. Pero había concebido el alma como algo tan distinto del cuerpo, que no pudo asignar ninguna causa singular ni a esa unión ni al alma misma, y le fue necesario recurrir a la causa del universo entero, es decir, a Dios[112]. Me gustaría mucho saber, además, cuántos grados de movimiento puede el alma comunicar a dicha glándula pineal, y con cuánta fuerza puede tenerla suspendida. Pues no sé si esa glándula es sacudida más lenta o más rápidamente por el alma que por los espíritus animales, ni si los movimientos de las pasiones que hemos unido íntimamente a juicios firmes no pueden ser separados otra vez de ellos por obra de causas corpóreas; de ello se seguiría que, aunque el alma se hubiera propuesto firmemente ir al encuentro de los peligros, y hubiera unido a tal decisión movimientos de audacia, al ver el peligro, sin embargo, la glándula estuviera suspendida de manera que el alma no pudiese pensar sino en la huida. Y, ciertamente, como no hay ninguna proporción entre la voluntad y el movimiento, no puede haber tampoco comparación entre la potencia o fuerza del alma y la del cuerpo, y, por consiguiente, las fuerzas de éste nunca pueden estar determinadas por las fuerzas de aquélla. Añádase a esto que dicha glándula tampoco se encuentra en medio del cerebro dispuesta de manera que pueda ser movida con tanta facilidad y de tantos modos, y que no todos los nervios se prolongan hasta las cavidades del cerebro. Por último, omito todo lo que afirma acerca de la voluntad y de la libertad de ésta, ya que he mostrado sobradamente que es falso. Así, pues, dado que la potencia del alma, como más arriba he mostrado, se define por la sola capacidad de conocer, los remedios contra los afectos —remedios que todos conocen por experiencia, pero que, según creo, no observan cuidadosamente ni comprenden con distinción— los determinaremos por el solo conocimiento del alma, y de dicho conocimiento deduciremos todo lo que concierne a su felicidad.

Axiomas

I. —Si en un mismo sujeto son suscitadas dos acciones contrarias, deberá necesariamente producirse un cambio, en ambas o en una sola de ellas, hasta que dejen de ser contrarias.

II. —La potencia de un efecto se define por la potencia de su causa, en la medida en que su esencia se explica o define por la esencia de su causa.

Este Axioma es evidente por la Proposición 7 de la Parte III [113].

Proposiciones

PROPOSICIÓN I

Según están ordenados y concatenados en el alma los pensamientos y las ideas de las cosas, así están ordenadas y concatenadas, correlativamente, las afecciones o imágenes de las cosas en el cuerpo.

Demostración: El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas (por la Proposición 7 de la Parte II), y viceversa, el orden y conexión de las cosas es el mismo que el orden y conexión de las ideas (por el Corolario de las Proposiciones 6 y 7 de la Parte II). Por ello, así como el orden y conexión de las ideas se produce en el alma siguiendo el orden y concatenación de las afecciones del cuerpo (por la Proposición 18 de la Parte II), así también, y viceversa (por la Proposición 2 de la Parte III), el orden y conexión de las afecciones del cuerpo se produce según están ordenados y concatenados los pensamientos y las ideas de las cosas en el alma. Q.E.D.

PROPOSICIÓN II

Si separamos una emoción del ánimo, o sea, un afecto, del pensamiento de una causa exterior, y la unimos a otros pensamientos, resultan destruidos el amor y el odio hacia la causa exterior, así como las fluctuaciones del ánimo que brotan de esos afectos.

Demostración: En efecto, lo que constituye la forma del amor o el odio es una alegría o una tristeza, acompañada por la idea de una causa exterior (por las Definiciones 6 y 7 de los afectos); así, pues, suprimida esa causa, se suprime a la vez la forma del amor o el odio y se destruyen, por tanto, los afectos que brotan de ellos. Q.E.D.

PROPOSICIÓN III

Un afecto que es una pasión deja de ser pasión tan pronto como nos formamos de él una idea clara y distinta[114].

Demostración: Un afecto que es una pasión es una idea confusa (por la Definición general de los afectos). Si de ese afecto, pues, nos formamos una idea clara y distinta, entre esa idea y el afecto mismo, en cuanto referido al alma sola, no habrá más que una distinción de razón (por la Proposición 21 de la Parte II, con su Escolio); y de este modo (por la Proposición 3 de la Parte III) , ese afecto dejará de ser una pasión. Q.E.D.

Corolario: Así, pues, un afecto está tanto más bajo nuestra potestad, y el alma padece tanto menos por su causa, cuanto más conocidos nos es.

PROPOSICIÓN IV

No hay afección alguna del cuerpo de la que no podamos formar un concepto claro y distinto.

Demostración: Lo que es común a todas las cosas sólo puede concebirse adecuadamente (por la Proposición 38 de la Parte II), y, por ello (por la Proposición 12, y el Lema 2 que está después del Escolio de la Proposición 13 de la Parte II), no hay afección alguna del cuerpo de la que no podamos formar un concepto claro y distinto. Q.E.D.

Corolario: De aquí se sigue que no hay ningún afecto del que no podamos formar un concepto claro y distinto. Pues un afecto es la idea de una afección del cuerpo (por la Definición general de los afectos), y, por ello (por la Proposición anterior) debe implicar un concepto claro y distinto.

Escolio: Supuesto que nada hay de lo que no se siga algún afecto (por la Proposición 36 de la Parte I), y dado que todo lo que se sigue de una idea que es en nosotros adecuada lo entendemos clara y distintamente (por la Proposición 40 de la Parte II), se infiere de ello que cada cual tiene el poder —si no absoluto, al menos parcial— de conocerse a sí mismo y conocer sus afectos clara y distintamente, y, por consiguiente, de conseguir padecer menos por causa de ellos. Así, pues, debemos laborar sobre todo por conseguir conocer cada afecto, en la medida de lo posible, clara y distintamente, a fin de que, de ese modo, el alma sea determinada por cada afecto a pensar lo que percibe clara y distintamente, y en lo que halla pleno contento; y a fin de que, por tanto, el afecto mismo sea separado del pensamiento de una causa exterior y se una a pensamientos verdaderos. De ello resultará que no sólo serán destruidos el amor, el odio, etc. (por la Proposición 2 de esta Parte), sino que los apetitos o deseos que suelen brotar del afecto en cuestión tampoco puedan tener exceso (por la Proposición 61 de la Parte IV). Pues ha de notarse, ante todo, que el apetito por el que se dice que el hombre obra y el apetito por el que se dice que padece son uno y lo mismo. Por ejemplo, al mostrar que la naturaleza humana está dispuesta de manera que cada cual apetece que los demás vivan según la propia índole de él (ver Corolario de la Proposición 31 de la Parte III), vimos que ese apetito, en el hombre no guiado por la razón, es una pasión que se llama ambición, y que no se diferencia mucho de la soberbia, y, en cambio, en el hombre que vive conforme al dictamen de la razón, es una acción o virtud, que se llama moralidad (ver Escolio 1 de la Proposición 37 de la Parte IV, y la Demostración segunda de esa Proposición). Y de esta manera, todos los apetitos o deseos son pasiones en la medida en que brotan de ideas inadecuadas, y son atribuibles a la virtud cuando son suscitados o engendrados por ideas adecuadas. Pues todos los deseos que nos determinan a hacer algo pueden brotar tanto de ideas adecuadas como de ideas inadecuadas (ver Proposición 59 de la Parte IV); y (para volver a donde estábamos antes de esta digresión) no hay un remedio para los afectos, dependiente de nuestro poder, mejor que éste, a saber: el que consiste en el verdadero conocimiento de ellos, supuesto que el alma no tiene otra potencia que la de pensar y formar ideas adecuadas, como hemos mostrado anteriormente (por la Proposición 3 de la Parte III).

PROPOSICIÓN V

En igualdad de circunstancias, es máximo el afecto que experimentamos hacia una cosa que simplemente imaginamos (y no como necesaria, ni como posible, ni como contingente)[115].

Demostración: El afecto que experimentamos hacia una cosa que imaginamos libre es mayor que el que experimentamos hacia una cosa necesaria (por la Proposición 49 de la Parte III), y, por consiguiente, mayor todavía que el que experimentamos hacia una cosa que imaginamos como posible o contingente (por la Proposición 11 de la Parte IV). Ahora bien, imaginar una cosa como libre no es sino, simplemente, imaginarla, en tanto que ignoramos las causas por las que ha sido determinada a obrar (por lo que hemos mostrado en el Escolio de la Proposición 35 de la Parte II); luego el afecto hacia una cosa que simplemente imaginamos, en igualdad de circunstancias, es mayor que el que experimentamos hacia una cosa necesaria, contingente o posible, y, por consiguiente, es máximo. Q.E.D.

PROPOSICIÓN VI

En la medida en que el alma entiende todas las cosas como necesarias, tiene un mayor poder sobre los afectos, o sea, padece menos por causa de ellos.

Demostración: El alma conoce que todas las cosas son necesarias (por la Proposición 29 de la Parte I), y que están determinadas a existir y obrar en virtud de una infinita conexión de causas (por la Proposición 28 de la Parte I); y así (por la Proposición anterior) logra padecer menos en virtud de los afectos que de ellas nacen, y (por la Proposición 48 de la Parte III) experimenta menores afectos hacia ellas. Q.E.D.

Escolio: Cuanto más versa este conocimiento —a saber: el de que las cosas son necesarias— sobre cosas singulares que nos imaginamos con mayor distinción y vivacidad, tanto mayor es esa potencia del alma sobre los afectos, como lo atestigua también la experiencia. En efecto, vemos que la tristeza ocasionada por la desaparición de un bien se mitiga tan pronto como el hombre que lo ha perdido considera que ese bien no podía ser conservado de ningún modo. Así también, vemos que nadie siente conmiseración hacia un niño porque no sepa hablar, andar, razonar, y por vivir, en fin, tantos años como inconsciente de sí mismo. Si la mayor parte de los hombres naciesen adultos, y sólo hubiera algún que otro niño, entonces todos compadecerían al que naciese niño, porque en caso tal se consideraría a la infancia no como algo natural y necesario, sino como un vicio o pecado de la naturaleza. Podríamos hacer otras muchas observaciones de este género.

PROPOSICIÓN VII

Los afectos que brotan de la razón o que son suscitados por ella, si se toma en consideración el tiempo, son más potentes que los que se refieren a cosas singulares consideradas como ausentes.

Demostración: No consideramos una cosa como ausente por obra del afecto con el que la imaginamos, sino en virtud del hecho de que el cuerpo experimenta otro afecto que excluye la existencia de dicha cosa (por la Proposición 17 de la Parte II). Por ello, el afecto referido a una cosa que consideramos como ausente no supera, por su naturaleza, a las restantes acciones y potencia del hombre (acerca de ello, ver la Proposición 6 de la Parte IV), sino que, al contrario, puede, por su naturaleza, ser reprimido de algún modo por aquellas afecciones que excluyen la existencia de su causa exterior (por la Proposición 9 de la Parte IV). Ahora bien, un afecto que brota de la razón se refiere necesariamente a las propiedades comunes de las cosas (ver la Definición de la razón en el Escolio 2 de la Proposición 40 de la Parte II), las cuales consideramos siempre como presentes (pues nada puede haber que excluya su existencia presente), y a las que imaginamos siempre del mismo modo (por la Proposición 38 de la Parte II). Tal afecto, por ello, permanece siempre el mismo, y, consiguientemente (por el Axioma 1 de esta Parte), los afectos contrarios a él y que no sean sostenidos por sus causas exteriores deberán adaptarse a él cada vez más, hasta que ya no le sean contrarios; y, en esa medida, el afecto que nace de la razón es más potente. Q.E.D.

PROPOSICIÓN VIII

Cuantas más causas simultáneamente concurrentes suscitan un afecto, tanto mayor es éste.

Demostración: Muchas causas simultáneas son más potentes que si fuesen pocas (por la Proposición 7 de la Parte III); y así (por la Proposición 5 de la Parte IV) cuantas más causas simultáneamente concurrentes suscitan un afecto, tanto más fuerte es éste. Q.E.D.

Escolio: Esta Proposición es evidente también por el Axioma 2 de esta Parte.

PROPOSICIÓN IX

Un afecto que se remite a muchas causas distintas, consideradas por el alma a la vez que ese afecto, es menos nocivo, influye menos en nosotros, y cada una de sus causas nos afecta menos, que otro afecto de igual magnitud, pero referido a una sola causa, o a un número menor de ellas.

Demostración: Un afecto es sólo malo o nocivo en cuanto que impide que el alma pueda pensar (por las Proposiciones 26 y 27 de la Parte IV); y así, el afecto que determina[116] al alma a considerar simultáneamente muchas cosas es menos nocivo que otro afecto de igual magnitud, por obra del cual el alma queda fija de tal suerte en la consideración de un objeto solo, o de un número menor de objetos, que no puede pensar en otros. Que era lo primero. Además, puesto que la esencia del alma, es decir, su potencia (por la Proposición 7 de la Parte III), consiste en el solo pensamiento (por la Proposición 11 de la Parte II), el alma padece menos, entonces, en virtud de un afecto que la determina a considerar simultáneamente muchas cosas, que en virtud de un afecto igualmente grande, pero que tiene ocupada al alma en la consideración de un solo objeto, o de un número menor de ellos. Que era el segundo. Por último, este afecto (por la Proposición 48 de la Parte III), en la medida en que se remite a muchas causas exteriores, resulta menos intenso respecto de cada una de ellas. Q.E.D.

PROPOSICIÓN X

Mientras no nos dominen afectos contrarios a nuestra naturaleza, tenemos la potestad de ordenar y concatenar las afecciones del cuerpo según el orden propio del entendimiento.

Demostración: Los afectos contrarios a nuestra naturaleza, esto es (por la Proposición 30 de la Parte IV), los que son malos, lo son en la medida en que impiden que el alma conozca (por la Proposición 27 de la Parte IV). Así, pues, mientras no estamos dominados por afectos contrarios a nuestra naturaleza, no es obstaculizada la potencia del alma con la que se esfuerza por conocer las cosas (por la Proposición 26 de la Parte IV); y, de esta suerte, tiene la potestad de formar ideas claras y distintas, y de deducir unas de otras (ver Escolio 2 de la Proposición 40 y Escolio de la Proposición 47 de la Parte II); y, por consiguiente (por la Proposición 1 de esta Parte), tenemos la potestad de ordenar y concatenar las afecciones del cuerpo según el orden propio del entendimiento. Q.E.D.

Escolio: Mediante esa potestad de ordenar y concatenar correctamente las afecciones del cuerpo, podemos lograr no ser afectados fácilmente por afectos malos. Pues (por la Proposición 7 de esta Parte) se requiere mayor fuerza para reprimir los afectos ordenados y concatenados según el orden propio del entendimiento que para reprimir los afectos inciertos y vagos. Así, pues, lo mejor que podemos hacer mientras no tengamos un perfecto conocimiento de nuestros afectos, es concebir una norma recta de vida, o sea, unos principios seguros, confiarlos a la memoria y aplicarlos continuamente a los casos particulares que se presentan a menudo en la vida, a fin de que, de este modo, nuestra imaginación sea ampliamente afectada por ellos, y estén siempre a nuestro alcance. Por ejemplo, hemos establecido, entre los principios de la vida (ver Proposición 46 de la parte IV, con su Escolio), que el odio debe ser vencido por el amor o la generosidad, y no compensado con odio. Ahora bien, para tener siempre presente este precepto de la razón cuando nos sea útil, debe pensarse en las ofensas corrientes de los hombres, reflexionando con frecuencia acerca del modo y el método para rechazarlas lo mejor posible mediante la generosidad, pues, de esta manera, uniremos la imagen de la ofensa a la imaginación de ese principio, y podremos hacer fácil uso de él (por la Proposición 18 de la Parte II) cuando nos infieran una ofensa. Pues si tuviésemos también presentes la norma de nuestra verdadera utilidad, así como la del bien que deriva de la amistad mutua y la sociedad común, y el hecho, además, de que el supremo contento del ánimo brota de la norma recta de vida (por la Proposición 52 de la Parte IV), y de que los hombres obran, como las demás cosas, en virtud de la necesidad de la naturaleza, entonces la ofensa, o el odio que de ella suele nacer, ocuparía una mínima parte de nuestra imaginación, y sería fácilmente superada; o si ocurre que la ira, nacida habitualmente de las ofensas más graves, no es tan fácil de superar, con todo resultará superada —aunque no sin fluctuaciones del ánimo— en un lapso de tiempo mucho menor que si no hubiéramos reflexionado previamente acerca de estas materias, como es evidente por las Proposiciones 6, 7 y 8 de esta Parte. Del mismo modo, para dominar el miedo se ha de pensar en la firmeza; esto es, debe recorrerse a menudo con la imaginación la lista de los peligros corrientes de la vida, pensando en el mejor modo de evitarlos y vencerlos mediante la presencia de ánimo y la fortaleza. Pero conviene observar que, al ordenar nuestros pensamientos e imágenes, debemos siempre fijarnos (por el Corolario de la Proposición 63 de la Parte IV y la Proposición 59 de la Parte III) en lo que cada cosa tiene de bueno, para, de este modo, determinarnos siempre a obrar en virtud del afecto de la alegría. Por ejemplo, si alguien se da cuenta de que anda en pos de la gloria con demasiado empeño, deberá pensar en cosas como el buen uso de ella, el fin que se persigue al buscarla y los medios para adquirirla, pero no en cosas como el mal uso de ella, lo vana que es, la inconstancia de los hombres u otras por el estilo, en las que sólo un ánimo morboso repara[117]. En efecto: esta última clase de pensamientos aflige sobremanera a los muy ambiciosos, cuando desesperan de conseguir el honor que ambicionan, y quieren disimular los espumarajos de su ira bajo una apariencia de sabiduría. Es, pues, cierto que son quienes más desean la gloria los que más claman acerca del mal uso de ella y la vanidad del mundo. Y esto no es privativo de los ambiciosos, sino común a todos aquellos a quienes la fortuna es adversa y son de ánimo impotente. Pues el avaro, cuando además es pobre, no para de hablar del mal uso de la riqueza y de los vicios de los ricos, no consiguiendo con ello nada más que afligirse y dar pública muestra de su falta de ecuanimidad, no sólo para sobrellevar su propia pobreza sino para soportar la riqueza ajena. Así también, los que son rechazados por su amante no piensan sino en la inconstancia y perfidia de las mujeres, y demás decantados vicios de ellas, para echarlo todo en olvido rápidamente en cuanto ella los acoge de nuevo. Así, pues, quien procura regir sus afectos y apetitos conforme al solo amor por la libertad, se esforzará cuanto pueda en conocer las virtudes y sus causas, y en llenar el ánimo con el gozo que nace del verdadero conocimiento de ellas, pero en modo alguno se aplicará a la consideración de los vicios de los hombres, ni a hacer a éstos de menos, complaciéndose en una falsa apariencia de libertad. Y el que observe y ponga en práctica con diligencia todo esto (lo que no es difícil), podrá sin mucha tardanza dirigir en la mayoría de los casos sus acciones según el imperio de la razón.

PROPOSICIÓN XI

A cuantas más cosas se refiere una imagen, tanto más frecuente es, o sea, tanto más a menudo se presenta, y tanto más ocupa el alma.

Demostración: En efecto, a cuantas más cosas se refiere una imagen o un afecto, por tantas más causas puede ser suscitado y mantenido, causas que (por hipótesis) el alma considera todas a la vez en virtud del afecto mismo; y así, dicho afecto es tanto más frecuente, o sea, se presenta tanto más a menudo, y (por la Proposición 8 de esta Parte) ocupa tanto más el alma. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XII

Las imágenes de las cosas se unen con mayor facilidad a las imágenes de cosas entendidas por nosotros clara y distintamente, que a las otras.

Demostración: Las cosas que entendemos clara y distintamente, o bien son las propiedades comunes de las cosas, o bien lo que se deduce de éstas (ver la Definición de la razón en el Escolio 2 de la Proposición 40 de la Parte II), y, por consiguiente, sus imágenes (por la Proposición anterior) se suscitan en nosotros con más frecuencia; y así, puede ocurrir que consideremos otras cosas junto con ellas más fácilmente que junto con otras que no sean claras y distintas, y, por consiguiente (por la Proposición 18 de la Parte II), que las unamos con mayor facilidad a ellas que a otras. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XIII

Tanto más frecuentemente se impone una imagen a nuestra consideración, cuanto mayor es el número de imágenes a las que está unida.

Demostración: En efecto, cuanto mayor es el número de imágenes a las que otra imagen está unida, tantas más causas hay (por la Proposición 18 de la Parte II) por las que puede ser suscitada. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XIV

El alma puede conseguir que todas las afecciones del cuerpo, o sea, todas las imágenes de las cosas, se remitan a la idea de Dios.

Demostración: No hay ninguna afección del cuerpo de la que el alma no pueda formar un concepto claro y distinto (por la Proposición 4 de esta Parte); y, de este modo, puede el alma conseguir (por la Proposición 15 de la Parte I) que todas ellas se remitan a la idea de Dios. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XV

Quien se conoce a sí mismo clara y distintamente, y conoce de igual modo sus afectos, ama a Dios, y tanto más cuanto más se conoce a sí mismo y más conoce sus afectos.

Demostración: Quien se conoce a sí mismo y conoce sus afectos clara y distintamente, se alegra (por la Proposición 53 de la Parte III), y esa alegría va en él acompañada por la idea de Dios (por la Proposición anterior); por tanto (por la Definición 6 de los afectos), ama a Dios, y (por la misma razón) tanto más cuanto más se conoce a sí mismo y conoce sus afectos. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XVI

Este amor a Dios debe ocupar el alma en el más alto grado.

Demostración: Este amor, en efecto, está unido a todas las afecciones del cuerpo (por la Proposición 14 de esta Parte), y es mantenido por todas ellas (por la Proposición 15 de esta Parte); por tanto (por la Proposición 11 de esta Parte), debe ocupar el alma en grado máximo. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XVII

Dios está libre de pasiones y no puede experimentar afecto alguno de alegría o tristeza.

Demostración: Todas las ideas, en cuanto dadas en Dios, son verdaderas (por la Proposición 32 de la Parte II), esto es (por la Definición 4 de la Parte II), adecuadas, y, por tanto (por la Definición general de los afectos), Dios está libre de pasiones. Además, Dios no puede pasar ni a una mayor ni a una menor perfección (por el Corolario 2 de la Proposición 20 de la Parte I); y así (por las Definiciones 2 y 3 de los afectos) no experimenta afecto alguno de alegría ni de tristeza. Q.E.D.

Corolario: Dios, propiamente hablando, no ama a nadie, ni odia a nadie. Puesto que Dios (por la Proposición anterior) no experimenta afecto alguno de alegría ni de tristeza, y, consiguientemente (por las Definiciones 6 y 7 de los afectos), ni ama ni odia a nadie.

PROPOSICIÓN XVIII

Nadie puede odiar a Dios.

Demostración: La idea que hay en nosotros de Dios es adecuada y perfecta (por las Proposiciones 46 y 47 de la Parte II); por tanto, en cuanto que consideramos a Dios, en esa medida obramos (por la Proposición 3 de la Parte III); y, por consiguiente (por la Proposición 59 de la Parte III), no puede haber tristeza alguna acompañada por la idea de Dios, esto es por la Definición 7 de los afectos), nadie puede odiar a Dios. Q.E.D.

Corolario: El amor a Dios no puede convertirse en odio.

Escolio: Podría objetarse, no obstante, que cuando entendemos a Dios como causa de todas las cosas, lo consideramos implícitamente causa de la tristeza. Pero a eso respondo que, en la medida en que entendemos las causas de la tristeza (por la Proposición 3 de esta Parte), deja ésta de ser una pasión, es decir (por la Proposición 59 de la Parte III), deja de ser tristeza; y así, en cuanto que entendemos a Dios como causa de la tristeza, nos alegramos.

PROPOSICIÓN XIX

Quien ama a Dios no puede esforzarse en que Dios lo ame a él.

Demostración: Si un hombre se esforzase en ese sentido, entonces desearía (por el Corolario de la Proposición 17 de esta Parte) que ese Dios al que ama no fuese Dios, y, por consiguiente, desearía entristecerse, lo cual (por la Proposición 28 de la Parte III) es absurdo. Luego quien ama a Dios, etc. Q.E.D.

Este amor a Dios no puede ser manchado por el afecto de la envidia, ni por el de los celos, sino que se fomenta tanto más cuantos más hombres imaginamos unidos a Dios por el mismo vínculo del amor.

Demostración: Ese amor a Dios es el supremo bien que podemos apetecer, según el dictamen de la razón (por la Proposición 28 de la Parte IV), y es común a todos los hombres (por la Proposición 36 de la Parte IV), y deseamos que todos gocen de él (por la Proposición 37 de la Parte IV); de esta suerte (por la Definición 23 de los afectos), no puede ser manchado por el afecto de la envidia, ni tampoco (por la Proposición 18 de esta Parte, y la Definición de los celos: verla en el Escolio de la Proposición 35 de la Parte III) por el afecto de los celos. Al contrario (por la Proposición 31 de la Parte III), debe fomentarse tanto más cuantos más hombres imaginamos que gozan de él. Q.E.D.

Escolio: Del mismo modo, podemos mostrar que no existe afecto alguno que sea directamente contrario a ese amor, y por cuya virtud dicho amor pueda ser destruido. Y así, podemos concluir que el amor a Dios es el más constante de todos los afectos, y que, en cuanto que se refiere al cuerpo, no puede destruirse sino con el cuerpo mismo. Veremos más adelante cuál es su naturaleza, en cuanto referida sólo al alma.

Con esto, he recogido todos los remedios de los afectos, o sea, todo el poder que el alma tiene, considerada en sí sola, contra los afectos. Por ello es evidente que la potencia del alma sobre los afectos consiste: primero, en el conocimiento mismo de los afectos (ver Escolio de la Proposición 4 de esta Parte); segundo, en que puede separar los afectos del pensamiento de una causa exterior que imaginamos confusamente (ver Proposición 2 y el mismo Escolio de la Proposición 4 de esta Parte); tercero, en el tiempo, por cuya virtud los afectos referidos a las cosas que conocemos superan a los que se refieren a las cosas que concebimos confusa o mutiladamente (ver Proposición 7 de esta Parte); cuarto, en la multitud de causas que fomentan los afectos que se refieren a las propiedades comunes de las cosas, o a Dios (ver Proposiciones 9 y 11 de esta Parte); quinto, en el orden —por último— con que puede el alma ordenar sus afectos y concatenarlos entre sí (ver Escolio de la Proposición 10 y, además, las Proposiciones 12, 13 y 14 de esta Parte). Mas, para que esta potencia del alma sobre los afectos se entienda mejor, conviene ante todo observar que nosotros llamamos «grandes» a los afectos cuando, al comparar el que experimenta un hombre con el que experimenta otro, vemos que el mismo afecto incide más sobre uno de ellos que sobre el otro; o bien cuando, al comparar entre sí los afectos que experimenta un mismo hombre, descubrimos que uno de ellos afecta o conmueve a dicho hombre más que otro. Pues (por la Proposición 5 de la Parte IV) la fuerza de un afecto cualquiera se define por la potencia de su causa exterior, comparada con la nuestra. Ahora bien, la potencia del alma se define sólo por el conocimiento, y su impotencia o pasión se juzga sólo por la privación de conocimiento, esto es, por lo que hace que las ideas se llamen inadecuadas. De ello se sigue que padece en el más alto grado aquel alma cuya mayor parte está constituida por ideas inadecuadas, de tal manera que se la reconoce más por lo que padece que por lo que obra; y, al contrario, obra en el más alto grado aquel alma cuya mayor parte está constituida por ideas adecuadas, de tal manera que, aunque contenga en sí tantas ideas inadecuadas como aquella otra, con todo se la reconoce más por sus ideas adecuadas —que se atribuyen a la virtud humana— que por sus ideas inadecuadas —que arguyen impotencia humana—. Debe observarse, además, que las aflicciones e infortunios del ánimo toman su origen, principalmente, de un amor excesivo hacia una cosa que está sujeta a muchas variaciones y que nunca podemos poseer por completo. Pues nadie está inquieto o ansioso sino por lo que ama, y las ofensas, las sospechas, las enemistades, etc., nacen sólo del amor hacia las cosas, de las que nadie puede, en realidad, ser dueño. Y así, concebimos por ello fácilmente el poder que tiene el conocimiento claro y distinto, y sobre todo ese tercer género de conocimiento (acerca del cual, ver Escolio de la Proposición 47 de la Parte II) cuyo fundamento es el conocimiento mismo de Dios, sobre los afectos: si no los suprime enteramente, en la medida en que son pasiones (ver Proposición 3 y Escolio de la Proposición 4 de esta Parte), logra al menos que constituyan una mínima parte del alma (ver Proposición 14 de esta Parte). Engendra, además, amor hacia una cosa inmutable y eterna (ver Proposición 15 de esta Parte), y que poseemos realmente (ver Proposición 45 de la Parte II); amor que, de esta suerte, no pude ser mancillado por ninguno de los vicios presentes en el amor ordinario, sino que puede ser cada vez mayor (por la Proposición 15 de esta Parte), ocupar en el más alto grado el alma (por la Proposición 16 de esta Parte) y afectarla ampliamente.

Y con esto concluyo todo lo que respecta a esta vida presente. Pues todo el mundo podrá comprobar fácilmente lo que al principio de este Escolio he dicho —a saber, que en estas pocas Proposiciones había yo recogido todos los remedios de los afectos—, si se fija en lo que hemos dicho en este Escolio, a la vez que en las definiciones del alma y de sus afectos, y, por último, en las Proposiciones 1 y 3 de la Parte III. Ya es tiempo, pues, de pasar a lo que atañe a la duración del alma, considerada ésta sin relación al cuerpo.

PROPOSICIÓN XXI

El alma no puede imaginar nada, ni acordarse de las cosas pretéritas, sino mientras dura el cuerpo.

Demostración: El alma no expresa la existencia actual de su cuerpo ni concibe como actuales las afecciones del cuerpo, sino mientras que éste dura (por el Corolario de la Proposición 8 de la Parte II), y, consiguientemente (por la Proposición 26 de la Parte II), no concibe cuerpo alguno como existente en acto sino mientras dura su cuerpo, y, por ende, no puede imaginar nada (ver la Definición de la imaginación en el Escolio de la Proposición 17 de la Parte II) ni acordarse de las cosas pretéritas sino mientras dura el cuerpo (ver la Definición de la memoria en el Escolio de la Proposición 18 de la Parte II). Q.E.D.

PROPOSICIÓN XXII

Sin embargo, en Dios se da necesariamente una idea que expresa la esencia de tal o cual cuerpo humano desde la perspectiva de la eternidad.

Demostración: Dios no es sólo causa de la existencia de tal o cual cuerpo humano, sino también de su esencia (por la Proposición 25 de la Parte I), que debe ser necesariamente concebida, por ello, por medio de la esencia misma de Dios (por el Axioma 4 de la Parte I), y ello según una cierta necesidad eterna (por la Proposición 16 de la Parte I); ese concepto, entonces, debe darse necesariamente en Dios (por la Proposición 3 de la Parte II). Q.E.D.

PROPOSICIÓN XXIII

El alma humana no puede destruirse absolutamente con el cuerpo, sino que de ella queda algo que es eterno [118].

Demostración: Se da en Dios necesariamente un concepto o idea que expresa la esencia del cuerpo humano (por la Proposición anterior), y esa idea de la esencia del cuerpo humano es, por ello, algo que pertenece a la esencia del alma humana (por la Proposición 13 de la Parte II).

Desde luego, no atribuimos duración alguna, definible por el tiempo, al alma humana, sino en la medida en que ésta expresa la existencia actual del cuerpo, que se desarrolla en la duración y puede definirse por el tiempo; esto es (por el Corolario de la Proposición 8 de la Parte II), no atribuimos duración al alma sino en tanto que dura el cuerpo. Como, de todas maneras, eso que se concibe con una cierta necesidad eterna por medio de la esencia misma de Dios es algo (por la Proposición anterior), ese algo, que pertenece a la esencia del alma, será necesariamente eterno. Q.E.D.[119]

Escolio: Esa idea que expresa la esencia del cuerpo desde la perspectiva de la eternidad es, como hemos dicho, un determinado modo del pensar que pertenece a la esencia del alma y es necesariamente eterno. Sin embargo, no puede ocurrir que nos acordemos de haber existido antes del cuerpo, supuesto que de ello no hay en el cuerpo vestigio alguno, y que la eternidad no puede definirse por el tiempo, ni puede tener con él ninguna relación. Mas no por ello dejamos de sentir y experimentar que somos eternos[120]. Pues tan percepción del alma es la de las cosas que concibe por el entendimiento como la de las cosas que tiene en la memoria. Efectivamente, los ojos del alma, con los que ve y observa las cosas, son las demostraciones mismas. Y así, aunque no nos acordemos de haber existido antes del cuerpo, percibimos, sin embargo, que nuestra alma, en cuanto que implica la esencia del cuerpo desde la perspectiva de la eternidad, es eterna, y que esta existencia suya no puede definirse por el tiempo, o sea, no puede explicarse por la duración. Así, pues, sólo puede decirse que nuestra alma dura, y sólo puede definirse su existencia refiriéndola a un tiempo determinado, en cuanto que el alma implica la existencia actual del cuerpo, y sólo en esa medida tiene el poder de determinar según el tiempo la existencia de las cosas, y de concebirlas desde el punto de vista de la duración.

PROPOSICIÓN XXIV

Cuanto más conocemos las cosas singulares, tanto más conocemos a Dios[121].

Demostración: Es evidente por el Corolario de la Proposición 25 de la Parte I.

PROPOSICIÓN XXV

El supremo esfuerzo del alma, y su virtud suprema, consiste en conocer las cosas según el tercer género de conocimiento[122].

Demostración: El tercer género de conocimiento progresa, a partir de la idea adecuada de ciertos atributos de Dios, hacia el conocimiento adecuado de la esencia de las cosas (ver su Definición en el Escolio 2 de la Proposición 40 de la Parte II). Cuanto más entendemos las cosas de este modo, tanto más (por la Proposición anterior) entendemos a Dios y, por ende, (por la Proposición 28 de la Parte IV), la suprema virtud del alma, esto es (por la Definición 8 de la Parte IV), su potencia o naturaleza suprema, o sea (por la Proposición 7 de la Parte III), su supremo esfuerzo, consiste en conocer las cosas según el tercer género de conocimiento. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XXVI

Cuanto más apta es el alma para entender las cosas según el tercer género de conocimiento, tanto más desea entenderlas según dicho género.

Demostración: Es evidente. Pues en la medida en que concebimos que el alma es apta para entender las cosas según ese género de conocimiento, en esa medida la concebimos como determinada a entender las cosas según dicho género, y, consiguientemente (por la Definición 1 de los afectos), cuanto más apta es el alma para eso, tanto más lo desea. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XXVII

Nace de este tercer género de conocimiento el mayor contento posible del alma.

Demostración: La suprema virtud del alma consiste en conocer a Dios (por la Proposición 28 de la Parte IV), o sea, entender las cosas según el tercer género de conocimiento (por la Proposición 25 de esta Parte), y esa virtud es tanto mayor cuanto más conoce el alma las cosas conforme a ese género (por la Proposición 24 de esta Parte). De esta suerte, quien conoce las cosas según dicho género pasa a la suprema perfección humana, y, por consiguiente (por la Definición 2 de los afectos), resulta afectado por una alegría suprema, y (por la Proposición 43 de la Parte II) acompañada por la idea de sí mismo y de su virtud; por ende (por la Definición 25 de los afectos), de ese género de conocimiento nace el mayor contento posible. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XXVIII

El esfuerzo o el deseo de conocer las cosas según el tercer género de conocimiento no puede surgir del primer género, pero sí del segundo.

Demostración: Esta Proposición es evidente por sí. Pues todo cuanto entendemos clara y distintamente, lo entendemos, o bien por sí, o bien por medio de otra cosa que se concibe por sí; esto es, las ideas que son en nosotros claras y distintas —o sea, las que se refieren al tercer género de conocimiento (ver Escolio 2 de la Proposición 40 de la Parte II)— no pueden seguirse de las ideas mutiladas y confusas que (por el mismo Escolio) se refieren al primer género de conocimiento, sino de ideas adecuadas, o sea (por el mismo Escolio), del segundo y tercer género de conocimiento; y, por ende (por la Definición 1 de los afectos), el deseo de conocer las cosas según el tercer género de conocimiento no puede surgir del primer género, pero sí del segundo. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XXIX

Nada de lo que el alma entiende desde la perspectiva de la eternidad, lo entiende en virtud de que conciba la presente y actual existencia del cuerpo, sino en virtud de que concibe la esencia del cuerpo desde la perspectiva de la eternidad.

Demostración: En cuanto que el alma concibe la existencia presente de su cuerpo, en esa medida concibe la duración, que puede ser determinada por el tiempo, y sólo en esa medida tiene el poder de concebir las cosas con relación al tiempo (por la Proposición 21 de esta Parte y la Proposición 26 de la Parte II). Ahora bien, la eternidad no puede explicarse por la duración (por la Definición 8 de la Parte I, con su Explicación). Luego el alma, en ese sentido, no tiene el poder de concebir las cosas desde la perspectiva de la eternidad; pero puesto que es propio de la naturaleza de la razón concebir las cosas desde esa perspectiva (por el Corolario 2 de la Proposición 44 de la Parte II), y también compete a la naturaleza del alma el concebir la esencia del cuerpo así (por la Proposición 23 de esta Parte), y fuera de estas dos cosas nada más pertenece a la esencia del alma (por la Proposición 13 de la Parte II), entonces tal poder de percibir las cosas desde la perspectiva de la eternidad no compete al alma sino en la medida en que concibe la esencia del cuerpo desde esa misma perspectiva. Q.E.D.

Escolio: Concebimos las cosas como actuales de dos maneras: o bien en cuanto concebimos que existen con relación a un tiempo y lugar determinado, o bien en cuanto concebimos que están contenidas en Dios y se siguen unas de otras en virtud de la necesidad de la naturaleza divina. Ahora bien, las que se conciben como verdaderas o reales de esta segunda manera, las concebimos desde la perspectiva de la eternidad, y sus ideas implican la eterna e infinita esencia de Dios, como hemos mostrado en la Proposición 45 de la Parte II: ver también su Escolio.

PROPOSICIÓN XXX

Nuestra alma, en cuanto que se conoce a sí misma y conoce su cuerpo desde la perspectiva de la eternidad, en esa medida posee necesariamente el conocimiento de Dios, y sabe que ella es en Dios y se concibe por Dios.

Demostración: La eternidad es la esencia misma de Dios, en cuanto que ésta implica la existencia necesaria (por la Definición 8 de la Parte I). Así, pues, concebir las cosas desde la perspectiva de la eternidad significa entenderlas en cuanto que concebidas como entes reales en virtud de la esencia de Dios, o sea, en cuanto que en ellas está implícita la existencia en virtud de la esencia de Dios, y de este modo, nuestra alma, en cuanto que se concibe a sí misma y concibe su cuerpo desde la perspectiva de la eternidad, en esa medida posee necesariamente el conocimiento de Dios, y sabe, etc. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XXXI

El tercer género de conocimiento depende del alma como de su causa formal, en cuanto que el alma misma es eterna.

Demostración: El alma no concibe nada desde la perspectiva de la eternidad sino en cuanto que concibe la esencia de su cuerpo desde esa perspectiva (por la Proposición 29 de esta Parte), es decir (por las Proposiciones 21 y 23 de esta Parte), en cuanto que es eterna; y así (por la Proposición anterior), en la medida en que es eterna, posee el conocimiento de Dios, cuyo conocimiento es necesariamente adecuado (por la Proposición 46 de la Parte II). Por ende, el alma, en cuanto que es eterna, es apta para conocer todas aquellas cosas que pueden seguirse de ese conocimiento de Dios, que se supone dado (por la Proposición 40 de la Parte II), es decir, es apta para conocer las cosas según el tercer género de conocimiento (ver la Definición de éste en el Escolio 2 de la Proposición 40 de la Parte II), de cuyo género de conocimiento es, por tanto, el alma, en cuanto que es eterna, causa adecuada o formal (por la Definición 1 de la Parte III) . Q.E.D.

Escolio: Cuanto más rico es cada cual en dicho género de conocimiento, tanta más conciencia tiene de sí mismo y de Dios, es decir, tanto más perfecto y feliz es, y esto quedará aún más claro en virtud de lo que diremos en las proposiciones que siguen. Aquí, de todas maneras, cabe observar que, aunque ya sepamos que el alma es eterna en cuanto que concibe las cosas desde la perspectiva de la eternidad, con todo, a fin de explicar mejor y de que se entiendan más fácilmente las cosas que queremos probar, la consideraremos —conforme hemos hecho hasta ahora— como si empezase a existir en este momento, y como si en este momento comenzase a entender las cosas desde la perspectiva de la eternidad; lo que nos está permitido hacer sin peligro alguno de error, siempre que tengamos cuidado con no concluir nada si no es de premisas evidentes.

PROPOSICIÓN XXXII

Nos deleitamos con todo cuanto entendemos según el tercer género de conocimiento, y ese deleite va acompañado por la idea de Dios como causa suya.

Demostración: De dicho género de conocimiento surge el mayor contento del alma que darse puede (por la Proposición 27 de esta Parte), es decir (por la Definición 25 de los afectos), surge la mayor alegría que darse puede, y esa alegría va acompañada como causa suya por la idea que el alma tiene de sí misma, y, consiguientemente (por la Proposición 30 de esta Parte), va acompañada también por la idea de Dios como causa suya. Q.E.D.

Corolario: Del tercer género de conocimiento brota necesariamente un amor intelectual hacia Dios. Pues del citado género surge (por la Proposición anterior) una alegría que va acompañada por la idea de Dios como causa suya, esto es (por la Definición 6 de los afectos), un amor hacia Dios, no en cuanto que nos imaginamos a Dios como presente (por la Proposición 29 de esta Parte), sino en cuanto que conocemos que es eterno; a esto es a lo que llamo «amor intelectual de Dios».

PROPOSICIÓN XXXIII

El amor intelectual de Dios, que nace del tercer género de conocimiento, es eterno.

Demostración: En efecto, el tercer género de conocimiento (por la Proposición 31 de esta Parte y el Axioma 3 de la Parte I) es eterno; por consiguiente (por el mismo Axioma de la Parte I), el amor que de él nace es también necesariamente eterno. Q.E.D.

Escolio: Aunque este amor de Dios no haya tenido un comienzo (por la Proposición anterior)[123], posee, sin embargo, todas las perfecciones del amor, tal y como si hubiera nacido en un momento determinado, según hemos supuesto ficticiamente en el Corolario de la Proposición anterior. Y la única diferencia que hay es la de que el alma ha poseído eternamente esas perfecciones que suponíamos adquiría a partir del momento presente, y las ha tenido acompañadas por la idea de Dios como causa suya. Pues si la alegría consiste en el paso a una perfección mayor, la felicidad debe consistir, evidentemente, en que el alma esté dotada de la perfección misma.

PROPOSICIÓN XXXIV

El alma no está sujeta a los afectos comprendidos dentro de las pasiones sino mientras dura el cuerpo.

Demostración: Una imaginación es una idea por medio de la cual el alma considera alguna cosa como presente (ver su Definición en el Escolio de la Proposición 17 de la Parte II), idea que revela más la actual constitución del cuerpo humano que la naturaleza de la cosa exterior (por el Corolario 2 de la Proposición 16 de la Parte II). Un afecto es, pues, una imaginación (por la Definición general de los afectos), en cuanto que revela la constitución actual del cuerpo; y, de esta suerte (por la Proposición 21 de esta Parte) el alma no está sujeta a los afectos comprendidos dentro de las pasiones sino mientras dura el cuerpo. Q.E.D.

Corolario: De aquí se sigue que ningún amor es eterno, salvo el amor intelectual.

Escolio: Si nos fijamos en la común opinión de los hombres, veremos que tienen consciencia, ciertamente, de la eternidad de su alma, pero la confunden con la duración, y atribuyen eternidad a la imaginación o la memoria, por creer que éstas subsisten después de la muerte.

PROPOSICIÓN XXXV

Dios se ama a sí mismo con un amor intelectual infinito. Demostración: Dios es absolutamente infinito (por la Definición 6 de la Parte I), es decir (por la Definición 6 de la Parte II), la naturaleza de Dios goza de una infinita perfección, y ello (por la Proposición 3 de la Parte II) va acompañado por la idea de sí mismo, esto es (por la Proposición 11 y la Definición 1 de la Parte I), por la idea de su propia causa[124], y esto es lo que hemos dicho que era «amor intelectual» en el Corolario de la Proposición 32 de esta Parte.

PROPOSICIÓN XXXVI

El amor intelectual del alma hacia Dios es el mismo amor con que Dios se ama a sí mismo, no en cuanto que Dios es infinito, sino en la medida en que puede explicarse a través de la esencia del alma humana, considerada desde la perspectiva de la eternidad, es decir, el amor intelectual del alma hacia Dios es una parte del amor infinito con que Dios se ama a sí mismo.

Demostración: Este amor del alma debe referirse a las acciones del alma (por el Corolario de la Proposición 32 de esta Parte, y por la Proposición 3 de la Parte III); y, por ende, es una acción mediante la cual el alma se considera a sí misma, acompañándole la idea de Dios como causa (por la Proposición 32 de esta Parte, con su Corolario); es decir (por el Corolario de la Proposición 25 de la Parte I y el Corolario de la Proposición 11 de la Parte II), es una acción mediante la cual Dios, en la medida en que puede explicarse a través del alma humana, se considera a sí mismo, acompañando a esa consideración la idea de sí mismo. Y así (por la Proposición anterior), este amor del alma es una parte del amor infinito con que Dios se ama a sí mismo. Q.E.D.

Corolario: De aquí se sigue que Dios ama a los hombres en la medida en que se ama a sí mismo[125], y, por consiguiente, que el amor de Dios hacia los hombres y el amor intelectual del alma hacia Dios son una sola y misma cosa.

Escolio: En virtud de esto, comprendemos claramente en qué consiste nuestra salvación o felicidad, o sea, nuestra libertad; a saber: en un constante y eterno amor a Dios, o sea, en el amor de Dios hacia los hombres. Este amor o felicidad es llamado «gloria» en los libros sagrados, y no sin motivos, pues este amor, ya se refiera a Dios o al alma, puede ser llamado correctamente «contento del ánimo», que no se distingue en realidad de la gloria (por las Definiciones 25 y 30 de los afectos). Pues en cuanto se refiere a Dios, es (por la Proposición 35 de esta Parte) una alegría —permítasenos usar aún este vocablo— acompañada por la idea de sí mismo, y lo mismo ocurre en cuanto referido al alma (por la Proposición 27 de esta Parte). Además, puesto que la esencia de nuestra alma consiste en el solo conocimiento, cuyo principio y fundamento es Dios (por la Proposición 15 de la Parte I y el Escolio de la Proposición 47 de la Parte II), resulta evidente, por ello, cómo y según qué relación nuestra alma, tocante a la esencia y existencia, se sigue de la naturaleza divina y depende continuamente de Dios. He pensado que merecía la pena observar eso aquí, a fin de mostrar con este ejemplo cuánto poder tiene sobre las cosas singulares el conocimiento que he llamado intuitivo o del tercer género (ver Escolio 2 de la Proposición 40 de la Parte II), y cuánto más potente es que el conocimiento universal que he dicho pertenece al segundo género[126]. Pues aunque en la Parte primera he mostrado, en general, que todas las cosas (y, consiguientemente, el alma humana) dependen de Dios tocante a la esencia y la existencia, con todo, aunque aquella demostración sea legítima y esté al abrigo de toda duda, no afecta a nuestra alma del mismo modo que cuando concluimos eso mismo a partir de la esencia misma de una cosa cualquiera singular, que decimos depende de Dios.

PROPOSICIÓN XXXVII

Nada hay en la naturaleza que sea contrario a ese amor intelectual, o sea, nada hay que pueda suprimirlo.

Demostración: Este amor intelectual se sigue necesariamente de la naturaleza del alma, en cuanto que ésta es considerada como una verdad eterna, por medio de la naturaleza de Dios (por las Proposiciones 33 y 29 de esta Parte). Así, pues, si hubiese algo que fuese contrario a dicho amor, sería contrario a la verdad, y, por consiguiente, aquello que pudiese suprimir ese amor, conseguiría que lo que es verdadero fuese falso, lo que es absurdo (como es notorio por sí mismo). Luego nada hay en la naturaleza, etc. Q.E.D.

Escolio: El Axioma de la Parte cuarta concierne a las cosas singulares en cuanto consideradas con relación a un tiempo y lugar determinados, acerca de lo cual no creo que nadie tenga duda alguna.

PROPOSICIÓN XXXVIII

Cuantas más cosas conoce el alma conforme al segundo y tercer género de conocimiento, tanto menos padece por causa de los afectos que son malos, y tanto menos teme a la muerte.

Demostración: La esencia del alma consiste en el conocimiento (por la Proposición 11 de la Parte II); así, pues, cuantas más cosas conoce el alma conforme al segundo y tercer género de conocimiento, tanto mayor es la parte de ella que permanece (por las Proposiciones 23 y 29 de esta Parte), y, consiguientemente (por la Proposición anterior), tanto mayor es la parte de ella que dejan intacta los afectos contrarios a nuestra naturaleza, esto es (por la Proposición 30 de la Parte IV), los afectos malos. Y así, cuantas más cosas entiende el alma conforme al segundo y tercer género de conocimiento, tanto mayor es la parte de ella que no sufre daño, y, por consiguiente, tanto menos padece por causa de los afectos, etcétera Q.E.D.

Escolio: En virtud de esto, entendemos lo que en el Escolio de la Proposición 39 de la Parte IV mencioné de pasada y prometí explicar en esta Parte, a saber: que la muerte es tanto menos nociva cuanto mayor es el conocimiento claro y distinto del alma, y, consiguientemente, cuanto más ama el alma a

Dios. Además, puesto que (por la Proposición 27 de esta Parte) del tercer género de conocimiento surge el mayor contento que darse puede, de ello se sigue que el alma humana puede revestir una naturaleza tal, que lo que de ella perece con el cuerpo, según hemos mostrado (ver Proposición 21 de esta Parte), carezca de importancia por respecto a lo que de ella permanece. Pero de esto hablaremos inmediatamente de un modo más prolijo.

PROPOSICIÓN XXXIX

Quien tiene un cuerpo apto para muchas cosas, tiene un alma cuya mayor parte es eterna[127].

Demostración: Quien tiene un cuerpo apto para hacer muchas cosas, es muy poco dominado por los afectos que son malos (por la Proposición 38 de la Parte IV), esto es (por la Proposición 30 de la Parte IV), por los afectos que son contrarios a nuestra naturaleza; y, de este modo (por la Proposición 10 de esta Parte), tiene el poder de ordenar y concatenar las afecciones del cuerpo según el orden del entendimiento, y, por consiguiente, tiene el poder de conseguir (por la Proposición 14 de esta Parte) que todas las afecciones del cuerpo se remitan a la idea de Dios; en virtud de ello sucederá (por la Proposición 15 de esta Parte) que será afectado de un amor hacia Dios, que (por la Proposición 16 de esta Parte) debe ocupar o constituir la mayor parte del alma, y, por ende (por la Proposición 33 de esta Parte), tiene un alma cuya mayor parte es eterna. Q.E.D.

Escolio: Dado que los cuerpos humanos son aptos para muchas cosas, no es dudoso que pueden ser de tal naturaleza que se refieran a almas que tengan un gran conocimiento de sí mismas y de Dios, y cuya mayor o principal parte sea eterna, no temiendo apenas, por tanto, a la muerte. Mas para que esto se entienda con mayor claridad, debe observarse aquí que vivimos sometidos a continuas variaciones, y según cambiamos a mejor o a peor, así se dice que somos dichosos o desdichados. En efecto: se dice que es desdichado el que de niño pasa a ser cadáver, y, por el contrario, se considera una dicha el haber podido recorrer el espacio de una vida entera con un alma sana en un cuerpo sano. Y es cierto que quien, como el niño, tiene un cuerpo apto para muy pocas cosas, y dependiente en el más alto grado de las causas exteriores, tiene un alma que, considerada en sí sola, apenas posee consciencia alguna de sí misma, ni de Dios, ni de las cosas; y, por el contrario, quien tiene un cuerpo apto para muchísimas cosas, tiene un alma que, considerada en sí sola, posee una gran consciencia de sí misma, de Dios y de las cosas. Así, pues, en esta vida nos esforzamos ante todo en que el cuerpo de nuestra infancia se cambie en otro —cuanto su naturaleza lo permita y a él le convenga— que sea apto para muchísimas cosas, y referido a un alma que posea una amplia consciencia de sí misma, de Dios y de las cosas, de tal manera que todo lo que se refiere a su memoria e imaginación carezca prácticamente de importancia por respecto de su entendimiento, como ya he dicho en el Escolio de la Proposición anterior.

PROPOSICIÓN XL

Cuanta más perfección tiene una cosa, tanto más obra y tanto menos padece; y a la inversa, cuanto más obra, tanto más perfecta es.

Demostración: Cuanto más perfecta es una cosa, tanta mayor realidad posee (por la Definición 6 de la Parte II), y, por consiguiente (por la Proposición 3 de la Parte III, con su Escolio), tanto más obra y tanto menos padece; y esta demostración procede del mismo modo en orden inverso, de lo que se sigue que una cosa es tanto más perfecta cuanto más obra. Q.E.D.

Corolario: De aquí se sigue que la parte del alma que permanece, sea cual sea su magnitud, es más perfecta que lo demás de ella. Pues la parte eterna del alma (por las Proposiciones 23 y 29 de esta Parte) es el entendimiento, sólo en cuya virtud se dice que obramos (por la Proposición 3 de la Parte III); en cambio, la parte que hemos mostrado que perece es la imaginación (por la Proposición 21 de esta Parte), sólo en cuya virtud se dice que padecemos (por la Proposición 3 de la Parte III y la Definición general de los afectos); y así (por la Proposición anterior), aquélla, sea cual sea su magnitud, es más perfecta que esta última. Q.E.D.

Escolio: Esto es lo que me había propuesto mostrar acerca del alma, en cuanto considerada sin relación a la existencia del cuerpo. En virtud de ello, y a la vez de la Proposición 21 de la Parte I y de otras, resulta evidente que nuestra alma, en cuanto que conoce, es un modo eterno del pensar, que está determinado por otro modo eterno del pensar, y éste a su vez por otro, y así hasta el infinito; de tal manera que todos ellos juntos constituyen el entendimiento infinito y eterno de Dios.

PROPOSICIÓN XLI

Aunque no supiésemos que nuestra alma es eterna, consideraríamos como primordiales, sin embargo, la moralidad y la religión y, en términos absolutos, todo lo que hemos mostrado en la Parte cuarta, referido a la firmeza y la generosidad.

Demostración: El primero y único fundamento de la virtud, o sea, de la norma recta de vida (por el Corolario de la Proposición 22 y la Proposición 24 de la Parte IV), es la búsqueda de la utilidad propia. Mas para determinar lo que la razón dicta como útil no hemos tenido para nada en cuenta la eternidad del alma, de la que hemos tratado sólo en esta Parte quinta. Así, pues, aunque entonces ignorábamos que el alma era eterna, hemos considerado, sin embargo, como primordial lo referido a la firmeza y la generosidad, y de este modo, aunque siguiéramos ignorando esa eternidad del alma, consideraríamos, sin embargo, como primordiales aquellos mismos preceptos de la razón. Q.E.D.

Escolio: Otra parece ser la convicción común del vulgo. En efecto, los más de ellos parecen creer que son libres en la medida en que les está permitido obedecer a la libídine, y creen que ceden en su derecho si son obligados a vivir según los preceptos de la ley divina. Y así, creen que la moralidad y la religión, y, en general, todo lo relacionado con la fortaleza del ánimo, son cargas de cuyo peso esperan liberarse después de la muerte, para recibir el premio de la esclavitud, esto es, el premio de la moralidad y la religión; y no sólo esta esperanza, sino también —y principalmente— el miedo a ser castigados con crueles suplicios después de la muerte, es lo que les induce a vivir conforme a las prescripciones de la ley divina, cuanto lo permite su flaqueza y su impotente ánimo. Y si no hubiese en los hombres esa esperanza y ese miedo, y creyeran, por el contrario, que las almas mueren con el cuerpo, y que no hay otra vida más larga para los miserables agotados por la carga de la moralidad, retornarían a su condición propia, y querrían regir todo según su apetito y obedecer a la fortuna más bien que a sí mismos. Lo que no me parece menos absurdo que si alguien, al no creer que pueda nutrir eternamente su cuerpo con buenos alimentos, prefiriese entonces saturarse de venenos y sustancias letales; o que si alguien, al ver que el alma no es eterna o inmortal, prefiriese por ello vivir demente y sin razón: lo cual es tan absurdo que apenas merece comentario[128].

PROPOSICIÓN XLII

La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma, y no gozamos de ella porque reprimamos nuestras concupiscencias, sino que, al contrario, podemos reprimir nuestras concupiscencias porque gozamos de ella.

Demostración: La felicidad consiste en el amor hacia Dios (por la Proposición 36 de esta Parte, y su Escolio), y este amor brota del tercer género de conocimiento (por el Corolario de la Proposición 32 de esta Parte); por ello, dicho amor (por las Proposiciones 59 y 3 de la Parte III) debe referirse al alma en cuanto que obra, y, por ende (por la Definición 8 de la Parte IV), es la virtud misma; que era lo primero. Además, cuanto más goza el alma de este amor divino, o sea, de esta felicidad, tanto más conoce (por la Proposición 32 de esta Parte), esto es (por el Corolario de la Proposición 3 de esta Parte), tanto mayor poder tiene sobre los afectos, y (por la Proposición 38 de esta Parte) tanto menos padece por causa de los afectos que son malos. Y así, en virtud de gozar el alma de ese amor divino o felicidad, tiene el poder de reprimir las concupiscencias; y, puesto que la potencia humana para reprimir los afectos consiste sólo en el entendimiento, nadie goza entonces de esa felicidad porque reprima sus afectos, sino que, por el contrario, el poder de reprimir sus concupiscencias brota de la felicidad misma. Q.E.D.

Escolio: Con esto concluyo todo lo que quería mostrar acerca del poder del alma sobre los afectos y la libertad del alma. En virtud de ello, es evidente cuánto vale el sabio, y cuánto más poderoso es que el ignaro, que actúa movido sólo por la concupiscencia. Pues el ignorante, aparte de ser zarandeado de muchos modos por las causas exteriores y de no poseer jamás el verdadero contento del ánimo, vive, además, casi inconsciente de sí mismo, de Dios y de las cosas, y, tan pronto como deja de padecer, deja también de ser. El sabio, por el contrario, considerado en cuanto tal, apenas experimenta conmociones del ánimo, sino que, consciente de sí mismo, de Dios y de las cosas con arreglo a una cierta necesidad eterna, nunca deja de ser, sino que siempre posee el verdadero contento del ánimo. Si la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla, sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro.

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