Capítulo LI. Reencuentro
Capítulo LI
Reencuentro
¡Ánimo, corazón valeroso! Fuerza y serenidad.
Dominaremos descaro, burla y curiosidad,
que no aparezca ninguna señal indicadora.
Ella siempre ha sido, es y será encantadora.
Era un caluroso atardecer de verano. Edith acudió al dormitorio de Margaret, la primera vez por costumbre, y la segunda vestida para la cena. Primero no encontró a nadie. Luego encontró a Dixon preparando el vestido de Margaret sobre la cama, pero Margaret no había llegado. Edith no podía estarse quieta.
—¡Por favor, Dixon! Esas flores azules horrorosas con ese vestido de color oro viejo no. ¡Vaya un gusto! Espera un momento que voy a buscar unos capullos de granado.
—No es de color oro viejo, señora. Es amarillo claro. Y el azul siempre ha combinado con el amarillo claro.
Pero Edith había vuelto con las flores encarnadas antes de que Dixon acabara de protestar.
—¿Dónde está la señorita Hale? —preguntó Edith en cuanto probó el efecto del aderezo. Luego añadió malhumorada—: No entiendo cómo permitió mi tía que cogiera esa costumbre excursionista en Milton. Siempre creo que va pasarle algo horrible en esos sitios espantosos en los que se mete. Yo no me atrevería nunca a ir por esas calles sin un sirviente. No son apropiadas para las damas.
Dixon seguía enfurruñada por el comentario despectivo sobre su gusto, así que replicó en tono bastante cortante:
—No me extraña nada cuando oigo a las damas hablar tantísimo de ser damas, y cuando son damas tan miedosas, delicadas y melindrosas además, digo que no me extraña que ya no haya santos en la tierra…
—¡Oh, Margaret! ¡Al fin llegas! Te necesito tanto. Pero qué coloradas tienes las mejillas del calor, pobrecita. Aunque sólo pienso en lo que ha hecho el pesado de Henry. Te aseguro que sobrepasa los límites de cuñado. Justo cuando mi fiesta estaba tan maravillosamente organizada, preparada precisamente para el señor Colthurst, aparece Henry, con una disculpa es cierto, y empleando tu nombre como excusa, y me pregunta si puede traer a ese señor Thornton de Milton, tu arrendatario, ya sabes, que está en Londres por algún asunto legal. Me desbaratará el número completamente.
—A mí me da lo mismo la cena. No me apetece nada —dijo Margaret en voz baja—. Dixon puede traerme una taza de té aquí y estaré en la sala cuando subáis. La verdad es que me gustaría descansar un poco.
—No, no, ni hablar. Estás palidísima, desde luego. Pero es sólo el calor y no podemos arreglarnos sin ti. (Esas flores un poco más abajo, Dixon. Parecen llamas gloriosas en tu cabello negro, Margaret). Sabes que lo hemos organizado para que hables de Milton con el señor Colthurst. ¡Vaya, pero si resulta que ese hombre es de Milton! Creo que será estupendo después de todo. El señor Colthurst puede sonsacarle todos los temas que le interesan y será divertidísimo rastrear tus experiencias y la sabiduría de ese señor Thornton en el próximo discurso del señor Colthurst en la Cámara. La verdad, me parece que es un acierto de Henry. Le pregunté si era un hombre del que uno se avergonzaría. Y me contestó: «No si tienes el menor juicio, hermanita». Así que espero que sea capaz de pronunciar las haches, que no es un logro corriente de Darkshire, ¿eh, Margaret?
—¿Te ha dicho el señor Lennox por qué está en la ciudad el señor Thornton? ¿Tiene algo que ver el asunto legal con la propiedad? —preguntó Margaret en tono forzado.
—Oh, ha fracasado o algo por el estilo de lo que Henry te habló aquel día que te dolía tanto la cabeza…, ¿qué era? (Así, estupendo, Dixon. La señorita Hale nos hace honor, ¿a que sí?). Me gustaría ser tan alta como una reina y tan morena como una gitana, Margaret.
—Pero ¿qué me dices del señor Thornton?
—¡Bueno! En realidad tengo muy mala cabeza para los asuntos legales. Pero Henry te lo explicará todo encantado. Sé que la impresión general de lo que me dijo es que el señor Thornton anda mal de dinero y que es un hombre muy respetable y que tengo que ser muy amable con él. Y como no sabía cómo, acudí a ti para pedirte ayuda. Y ahora acompáñame abajo y descansa en el sofá un cuarto de hora.
El cuñado privilegiado llegó temprano. Margaret empezó a preguntarle lo que quería saber del señor Thornton, ruborizándose mientras hablaba.
—Ha venido por el subarriendo de la propiedad, Marlborough Mills, y la casa y los edificios colindantes, creo. No puede mantenerlo y hay que revisar las escrituras y los contratos de arrendamiento y redactar nuevos acuerdos. Espero que Edith le reciba como es debido, aunque me di cuenta de que le molestaba que me hubiera tomado la libertad de invitarle. Pero pensé que a usted le agradaría demostrarle alguna atención, y habría que ser especialmente escrupuloso en mostrar todo el respeto del mundo a un hombre que va de capa caída. —Estaba sentado al lado de Margaret y había bajado la voz para hablar con ella. Pero en cuanto terminó, se levantó de un salto y presentó al señor Thornton a Edith y al capitán Lennox.
Margaret observó con expresión inquieta al señor Thornton mientras estaba así ocupado. Hacía bastante más de un año que no lo veía, y había cambiado mucho con los acontecimientos acaecidos en ese tiempo. Su espléndida planta le hacía destacar incluso entre los hombres de estatura corriente y le daba un aire distinguido por la desenvoltura que emanaba de ella, y que le era natural. Pero parecía avejentado y agobiado por las preocupaciones, aunque mostraba una noble serenidad que impresionó a quienes acababan de enterarse de su cambio de posición, con una sensación de dignidad innata y fortaleza varonil. Advirtió la presencia de Margaret a la primera ojeada que dio a la habitación. Había visto su expresión de ocupación atenta mientras escuchaba al señor Henry Lennox; y se acercó a ella con la actitud mesurada de un viejo amigo. Con sus primeras palabras tranquilas afloró a las mejillas de Margaret un color vívido que no las abandonaría en toda la velada. Parecía que no tenía mucho que decirle. Le decepcionó con su modo tranquilo de hacerle las preguntas que a él le parecían estrictamente necesarias sobre sus antiguos conocidos de Milton. Pero se acercaron otros invitados más íntimos de la casa que él, y volvió al fondo, donde el señor Lennox y él hablaron de vez en cuando.
—¿Qué le parece la señorita Hale? Tiene muy buen aspecto, ¿verdad? —comentó el señor Lennox—. Milton no le sienta bien, supongo. Porque cuando volvió a Londres al principio pensé que no había visto nunca a nadie tan cambiado. Esta noche está radiante. Y está mucho más fuerte. El otoño pasado se fatigaba con un paseo de dos millas. El viernes por la tarde caminamos hasta Hampstead, ida y vuelta. Pero el sábado estaba tan bien como ahora.
«¿Fuimos? ¿Quiénes? ¿Ellos dos solos?».
El señor Colthurst era un hombre muy inteligente y nuevo miembro del Parlamento. Tenía buena vista para apreciar el carácter de las personas y le impresionó un comentario que hizo el señor Thornton durante la cena. Preguntó a Edith quién era aquel caballero; y ella descubrió sorprendida por el tono del «¡No me diga!» de él que el nombre del señor Thornton de Milton no le era desconocido como había supuesto. La cena estaba yendo muy bien. Henry estaba de buen humor y lució su ingenio mordaz admirablemente. El señor Thornton y el señor Colthurst encontraron algunos temas de interés común que sólo pudieron rozar, reservándolos para la conversación más privada de sobremesa. Margaret estaba bellísima con las flores de granado. Y aunque se retrepó en la silla y habló poco, Edith no se enojó, porque la conversación fluía suavemente sin ella. Margaret observaba la cara del señor Thornton. Él no la miraba nunca, así que podía estudiarle sin que él la observara y advertir los cambios que aquel breve espacio de tiempo había causado en él. Sólo se le iluminó la cara ante una broma inesperada del señor Lennox, volviendo a su antigua expresión de intenso placer; el brillo alegre volvió a sus ojos, abrió los labios lo justo para sugerir la brillante sonrisa de otros tiempos. Y, por un instante, su mirada buscó instintivamente la de ella como si necesitara su comprensión. Pero cuando sus ojos se encontraron, su gesto cambió y volvió a ser serio y preocupado. Y durante el resto de la cena evitó resueltamente mirar incluso hacia donde estaba ella.
Sólo había otras dos damas además de las de la casa, y como éstas estaban ocupadas conversando con Edith y con su tía, cuando subieron a la sala, Margaret se concentró en una labor. Al final subieron los caballeros: el señor Colthurst y el señor Thornton conversando animadamente. El señor Lennox se acercó a Margaret y le dijo en voz baja:
—De verdad creo que Edith tiene que darme las gracias por mi aportación a su fiesta. No tiene ni idea de lo agradable y juicioso que es ese arrendatario suyo. Él mismo ha dado al señor Colthurst todos los datos que quería saber. No entiendo cómo se las ha ingeniado para llevar mal sus asuntos.
—Con sus dotes y oportunidades, usted habría triunfado —dijo Margaret.
A él no le hizo gracia el tono del comentario, si bien las palabras sólo expresaban una idea que ya se le había pasado por la mente. Guardó silencio. Les llegó el crescendo de la conversación que mantenían junto a la chimenea el señor Colthurst y el señor Thornton.
—Le aseguro que he oído hablar de ello con sumo interés. Mejor dicho, con curiosidad respecto al resultado. Oí mencionar su nombre con frecuencia durante mi breve estancia en la zona. —Se perdieron algunas palabras; y cuando volvieron a oír, hablaba el señor Thornton.
—No poseo las condiciones necesarias para la popularidad, por lo que creo que se equivocaban si hablaron de mí de ese modo. Inicié los nuevos proyectos lentamente; y me cuesta dejar que me conozcan incluso aquellos a quienes deseo conocer y con quienes no tendría ninguna reserva. Sin embargo, y pese a todos esos inconvenientes, me pareció que estaba en el buen camino y que, a partir de una especie de amistad con uno estaba conociendo a muchos. Las ventajas eran recíprocas. Estábamos enseñándonos unos a otros consciente e inconscientemente.
—Dice usted «estábamos». Confío en que piense seguir el mismo curso.
—Tengo que interrumpir, Colthurst —dijo Henry Lennox apresuradamente. Y con una pregunta brusca pero pertinente, cambió el curso de la conversación para ahorrar al señor Thornton la vergüenza de tener que reconocer su fracaso y su consiguiente cambio de posición. Pero en cuanto el nuevo tema se agotó, el señor Thornton reanudó la conversación en el mismo punto en que los había interrumpido y respondió a la pregunta del señor Colthurst.
—He fracasado en los negocios y he tenido que abandonar mi posición de patrono. Ahora estoy a la espera de un puesto en Milton, donde tal vez encuentre empleo con alguien que me permita seguir mi propio camino en asuntos como éstos. Puedo confiar en mí mismo porque no tengo teorías decididas que llevar precipitadamente a la práctica. Mi único deseo es tener la oportunidad de mantener alguna relación con los obreros aparte del mero «nexo monetario», pero podría ser el punto que buscó Arquímedes para mover la Tierra, a juzgar por la importancia que le dan algunos de nuestros manufactureros, que sacuden la cabeza y se ponen serios en cuanto menciono un par de experimentos que me gustaría probar.
—Veo que los llama «experimentos» —dijo el señor Colthurst, con un sutil aumento de respeto en su actitud.
—Porque creo que lo son. No estoy seguro de las consecuencias que puedan derivarse de ellos. Pero sí estoy seguro de que deben probarse. He llegado al convencimiento de que las simples instituciones, por mucha sabiduría y mucha reflexión que haya requerido organizarlas y concertarlas, no pueden unir a las clases como debería hacerse, a menos que el desarrollo de dichas instituciones pusiese en contacto personal realmente a individuos de diferentes clases. Esa relación es el auténtico aliento vital. No se puede conseguir que un trabajador sienta y sepa lo mucho que su empleador puede haber trabajado estudiando los planes en beneficio de sus obreros. Un plan completo surge como una máquina, aparentemente adaptado a cualquier emergencia. Pero los trabajadores lo aceptan lo mismo que la maquinaria, sin comprender la reflexión y el esfuerzo mental intensos y previos necesarios para llevarlo a esa perfección. Sin embargo, tengo una idea cuyo desarrollo exigiría la relación personal. Tal vez no fuera bien al principio, pero con cada obstáculo que se presentase se interesaría mayor número de hombres y al final todos desearían que tuviera éxito, ya que todos habrían participado en su elaboración. Y estoy seguro de que incluso entonces perdería vitalidad, dejaría de estar vivo en cuanto dejara de contar con ese interés común que hace siempre que la gente encuentre medios y modos de verse unos a otros y familiarizarse los unos con el carácter y la personalidad de los otros, e incluso con sus manías y formas de hablar. Nos comprenderíamos unos a otros mejor, e incluso me aventuraría a decir que nos gustaríamos más.
—¿Y cree usted que evitaría la recurrencia de las huelgas?
—No, en absoluto. Mi máxima expectativa sólo llega hasta esto: que haga que las huelgas dejen de ser las fuentes ponzoñosas y amargas de odio que han sido hasta ahora. Un hombre más optimista podría imaginar que una relación más estrecha y cordial entre las clases acabaría con las huelgas. Pero yo no soy un hombre optimista.
Y entonces, como si se le hubiera ocurrido de pronto una nueva idea, se acercó a donde estaba sentada Margaret y le dijo sin preámbulos, como si supiera que ella lo había escuchado todo:
—Señorita Margaret, recibí una petición de algunos de mis hombres, sospecho que con la letra de Higgins, declarando su deseo de trabajar para mí si alguna vez vuelvo a estar en condiciones de emplearlos por mi cuenta. Está bien, ¿no le parece?
—Sí. Muy bien. Me alegro —contestó Margaret, alzando la vista y mirándole directamente a la cara con sus ojos expresivos, que bajó ante la elocuente mirada de él. El volvió a mirarla un momento como si no supiera a qué atenerse. Luego suspiró, se dio la vuelta diciendo «sabía que le gustaría» y no volvió a hablar con ella hasta que le dirigió un ceremonioso «buenas noches».
Cuando el señor Lennox se despidió, Margaret le dijo sin poder contener el rubor y cierta vacilación:
—¿Podría hablar con usted mañana? Necesito su ayuda acerca de… de algo.
—Por supuesto. Vendré a la hora que me diga. No puede proporcionarme mayor placer que el de permitirme servirla en lo que sea. ¿A las once? De acuerdo.
Un brillo jubiloso animó la mirada del señor Lennox. ¡Cómo estaba aprendiendo a contar con él! Todo parecía indicar que cualquier día de aquellos le daría la certidumbre, sin la que había decidido no proponerle matrimonio de nuevo.