Norte y sur

Capítulo XXVIII. Consuelo en la tristeza

Capítulo XXVIII

Consuelo en la tristeza

¡Por la cruz a la corona! Y aunque tu vida espiritual

sufra enormes ataques con fuerza colosal,

¡levanta el ánimo! La lucha encarnizada Pronto terminará,

y reinarás con Cristo al fin en paz.

KOSEGARTEN

A fe que nos sentimos demasiado afortunados Para necesitaros en ese camino; pero, al llegar la desgracia, muda es el alma que no clama a «Dios».

SRA. BROWNING

Margaret fue a paso ligero a casa de Higgins aquella tarde. Mary estaba atisbando para ver si la veía llegar, con expresión un tanto recelosa. Margaret la miró con ojos risueños para tranquilizarla. Cruzaron la sala y subieron directamente las escaleras hasta el cuarto silencioso donde estaba la difunta. Margaret se alegró entonces de haber ido. Su cara, tan fatigada casi siempre por el dolor, tan preocupada por los problemas, mostraba ahora la leve y tierna sonrisa del descanso eterno. Se le anegaron poco a poco los ojos de lágrimas, pero una calma profunda dominó su espíritu. ¡Así que aquello era la muerte! Parecía más tranquila que la vida.

Todos los hermosos textos sagrados acudieron a su mente. «Descansen de sus trabajos». «Dad reposo al fatigado». «Pues Él colma a su amado mientras duerme». Margaret se volvió y se apartó de la cama muy despacio. Mary sollozaba quedamente al fondo. Bajaron las escaleras en silencio.

Nicholas Higgins estaba en el centro de la habitación con las manos apoyadas en la mesa; tenía los grandes ojos desorbitados por la noticia que le habían dado muchas lenguas entrometidas cuando iba al juzgado. Consideraba con ojos secos y mirada feroz el hecho de la muerte de su hija; intentaba hacerse a la idea de que no volverían a verla. Había estado tanto tiempo enferma, agonizando, que él había llegado a convencerse de que no se moriría, de que «saldría adelante».

Margaret pensó que no tenía derecho a estar allí, tan familiarizada con el entorno de la muerte que él, el padre, acababa de conocer. Había habido un instante de pausa en la empinada escalera cuando lo vio por primera vez; pero ahora intentó esquivar su mirada absorta y dejarle en el solemne círculo de su desgracia familiar.

Mary se sentó en la primera silla que encontró y se echó a llorar, cubriéndose la cabeza con el delantal. El sonido hizo reaccionar a su padre, que agarró a Margaret del brazo hasta que consiguió ordenar las palabras para hablar. Parecía que tenía la garganta seca; preguntó con voz ronca, pastosa y entrecortada:

—¿Estaba con ella? ¿La vio usted morir?

—¡No! —respondió Margaret, sin moverse, con suma paciencia al ver que había advertido su presencia. Él guardó silencio un rato, sin soltarle el brazo.

—Todos tenemos que morir —dijo al fin, con extraña gravedad, que primero hizo pensar a Margaret que había bebido, no tanto como para embriagarse pero sí lo suficiente para obnubilarse—. Pero ella era más joven que yo.

Nicholas siguió cavilando sobre el suceso sin mirar a Margaret pero sujetándola con fuerza. De pronto alzó la vista hacia ella y le preguntó con una mirada escrutadora y demencial:

—¿Está segura de que ha muerto, que no es un desmayo, un mareo? Ya le ha pasado muchas veces.

—Ha muerto —contestó Margaret. No le daba miedo hablar con él, aunque le apretaba tanto el brazo que le hacía daño y pese al furor desquiciado que brillaba en sus ojos beodos.

»¡Ha muerto! —repitió.

Nicholas no apartó de ella aquella mirada escrutadora; al fin pareció desvanecerse de sus ojos y entonces le soltó el brazo de pronto y se echó sobre la mesa, haciéndola temblar y haciendo temblar todos los muebles de la habitación con sus violentos sollozos. Mary se acercó a él muy asustada.

—¡Largo, fuera! —gritó él, golpeándola con furia ciega—. ¡Déjame en paz! —Margaret tomó la mano de Mary y la retuvo suavemente entre las suyas. Él se tiró del pelo, se dio cabezazos contra la dura madera y luego se calmó, agotado y confuso. Su hija y Margaret permanecían inmóviles. Mary temblaba de pies a cabeza.

Nicholas se incorporó al fin (al cabo de un cuarto de hora, tal vez, o al cabo de una hora). Tenía los ojos hinchados y enrojecidos y parecía que había olvidado que no estaba solo. Las miró ceñudo al verlas. Se agitó violentamente, les lanzó otra mirada torva y se encaminó hacia la puerta en silencio.

—¡Oh, padre, padre! —exclamó Mary, intentando sujetarle—. ¡Esta noche no! ¡Oh, ayúdeme! ¡Se va a beber otra vez! ¡No le dejaré, padre! Pégueme si quiere, pero no le dejaré. ¡Lo último que me dijo ella fue que no le dejara beber!

Pero Margaret estaba en la entrada, callada pero imperiosa. El la miró desafiante.

—¡Ésta es mi casa! Quítese de en medio, muchacha, o la obligaré yo a hacerlo. —Se había zafado de Mary por la fuerza; parecía dispuesto a golpear a Margaret. Pero ella no se inmutó, no apartó su mirada seria y profunda de él ni un momento. Él la miraba a su vez con lúgubre ferocidad. Si ella hubiera vacilado lo más mínimo, él la habría quitado de en medio incluso con mayor violencia que la que había empleado con su hija, que se había golpeado la cara con una silla al caer y estaba sangrando.

—¿Por qué me mira de ese modo? —preguntó al fin, turbado e intimidado por la serenidad de ella—. Está muy equivocada si cree que va a impedir que vaya a donde me dé la gana porque ella la estimaba, y además, en mi propia casa, a la que nunca le he pedido que viniera. Es muy duro que un hombre no pueda recurrir al único consuelo que le queda.

Margaret se dio cuenta de que reconocía su fuerza. ¿Qué podía hacer a continuación? Nicholas se había sentado en una silla, cerca de la puerta; medio vencido y medio ofendido; se proponía salir en cuanto ella se quitara de en medio; pero ya no estaba dispuesto a emplear la violencia como había dicho unos minutos antes. Margaret le posó la mano en el brazo.

—¡Venga conmigo! —le dijo—. ¡Vamos a verla!

Le habló en tono muy bajo y solemne; pero sin indicios de que le diera miedo o dudara de su obediencia. Nicholas se levantó despacio. Se quedó de pie vacilante, con gesto obstinado. Ella esperó; esperó paciente y silenciosamente que se moviera. Él sentía un extraño placer haciéndola esperar; pero al final se encaminó hacia la escalera. Ambos se acercaron a la difunta.

—Sus últimas palabras fueron: «Procura que padre no beba».

—Eso ya no puede hacerle daño. Ya no puede hacerle daño nada —rezongó él. Y añadió, alzando la voz en un fuerte lamento—: Podemos pelear y reñir, podemos hacer las paces y ser amigos, podemos quedarnos en los puros huesos y ninguna de nuestras penas volverá a afectarla. Ella pasó lo suyo. Primero con el duro trabajo y luego con la enfermedad, llevó una vida de perro. ¡Y para morir sin haber conocido una sola alegría en todos sus días! Quiá, muchacha, dijera lo que dijera ya no podrá enterarse, y tengo que echar un trago para aguantar la pena.

—No —dijo Margaret, ablandándose con la actitud más suave de él—. No es cierto. Si su vida fue como usted dice, al menos no temía tanto la muerte como algunos. Debería haberla oído hablar de la vida futura, la vida oculta con Dios, que es donde está ahora.

Él movió la cabeza y la miró de soslayo. Su rostro pálido y demacrado impresionó dolorosamente a Margaret.

—Está usted muy cansado. ¿Dónde ha pasado todo el día? En el trabajo no, ¿verdad?

—En el trabajo no, por supuesto —dijo él con una risilla lúgubre—. No en lo que usted llama trabajo. Estuve en el comité hasta que me harté de intentar que esos estúpidos entraran en razón. La mujer de Boucher me sacó de la cama esta mañana antes de las siete. Está muy enferma, pero se moría por saber dónde estaba ese zopenco de hombre que tiene, como si yo fuera su guardián, como si él se dejara guiar por mí. ¡El maldito imbécil, que ha desbaratado todos nuestros planes! Y me he despellejado los pies buscando a los tipos que no se dejan ver ahora que la ley está contra nosotros. Y tenía destrozado el corazón, además, que es peor que el dolor de pies. Y aunque vi a un amigo que se atrevió a hablar conmigo, no me enteré de que ella estaba muriéndose aquí. Bess, hija, tú me crees, ¿verdad que me crees? —preguntó, volviéndose desesperado a la pobre figura muda.

—Estoy segura —dijo Margaret—. Estoy segura de que no lo sabía, fue muy repentino. Pero ahora en realidad sería diferente; ahora sí lo sabe; la está viendo; y sabe lo que dijo con su último aliento. No se marchará, ¿verdad?

Él no contestó. En realidad, ¿dónde podía buscar consuelo?

—Venga a casa conmigo —le dijo ella al fin, con osadía, casi temblando al pensar en ello mientras se lo decía—. Al menos tomará algo reconfortante, estoy segura de que lo necesita.

—¿Su padre es párroco? —preguntó él, cambiando súbitamente de planes.

—Lo fue —contestó ella secamente.

—Pues iré a tomar un poco de té con él, ya que me invita. Hay muchas cosas que he deseado decirle a un párroco a veces, y me da igual que predique o no.

Margaret se quedó perpleja: parecía imposible que fuera a tomar el té con su padre, que no esperaba en absoluto su visita; y su madre tan enferma; pero si se volvía atrás sería mucho peor, lo empujaría a la taberna. Pensó que si conseguía llevarlo hasta su casa, sería un paso tan grande que confiaba en poder abordar luego la serie de desgracias.

—Adiós, hija. Al fin nos separamos, sí. Has sido una bendición para tu padre desde el mismo día en que naciste. Benditos sean tus labios pálidos que sonríen ahora, y me alegra ver una vez más tu sonrisa aunque estoy solo y triste para siempre.

Se inclinó y besó con ternura a su hija; le cubrió la cara y siguió a Margaret. Ella había bajado a toda prisa a explicarle el plan a Mary; a decirle que era lo único que se le había ocurrido para impedir que fuera a la taberna; a convencerla de que fuera ella también, pues no soportaba la idea de dejar a la pobre joven afectuosa allí sola. Pero Mary le dijo que algunos vecinos amigos irían a hacerle compañía; de acuerdo; pero el padre…

Le habría dicho algo más si él no hubiera estado al lado. Se había sacudido la emoción como si le avergonzara incluso haberse dejado llevar; se había recuperado hasta tal punto que adoptó una especie de risilla amarga, como el chisporroteo de las brasas bajo una olla.

—¡Voy a tomar el té con su padre, me voy!

Pero se encasquetó bien la gorra al salir a la calle, y caminó pesadamente junto a Margaret sin mirar a los lados. Tenía miedo de que le alteraren las palabras y sobre todo las miradas de los vecinos compasivos. Así que él y Margaret caminaron en silencio.

Al llegar a la calle en la que él sabía que vivía la joven, se miró la ropa, las manos y los pies.

—¿No tendría que haberme adecentado un poco?

Hubiera sido deseable, sin duda, pero Margaret le dijo que pasara al patio y que le darían jabón y una toalla; no podía dejar que se le escapara de las manos precisamente entonces.

Él siguió a la criada por el pasillo y la cocina, pisando con cuidado las marcas oscuras del hule para ocultar la suciedad de sus pisadas, Margaret subió las escaleras. Encontró a Dixon en el rellano.

—¿Cómo está mamá? ¿Dónde está papá?

La señora estaba cansada y se había retirado a su habitación. Quería acostarse, pero Dixon la había convencido de que se echara en el sofá y tomara allí el té. Eso era mejor que impacientarse por pasar demasiado tiempo en la cama.

Todo bien, de momento. Pero ¿y el señor Hale? Margaret llegó casi sin aliento, con la apresurada historia que tenía que explicarle. No se lo explicó todo, claro. Y su padre se quedó bastante desconcertado con la idea del tejedor borracho que le esperaba en su tranquilo estudio, con quien se suponía que iba a tomar el té y por quien su hija abogaba encarecidamente. El bondadoso y afable señor Hale le habría consolado de muy buena gana en su aflicción, pero, lamentablemente, Margaret insistió sobre todo en el hecho de que había estado bebiendo y en que le había llevado a casa como último recurso para evitar que se fuera a la taberna. Cada cosa había llevado a la siguiente de forma tan natural, que Margaret no se dio cuenta de lo que había hecho hasta que vio el vago gesto de repugnancia en la cara de su padre.

—¡Oh, papá! Te aseguro que es un hombre que no te desagradará, si no te escandalizas en primer lugar.

—¡Pero mira que traer a un hombre borracho a casa, Margaret! ¡Y estando tu madre tan enferma!

Margaret perdió el aplomo y dijo con expresión abatida:

—Lo siento, papá. Es un hombre muy tranquilo, ni siquiera está achispado. Sólo estaba bastante extraño al principio, pero eso podría deberse a la impresión por la muerte de la pobre Bessy.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Su padre le sujetó la preciosa cara suplicante con ambas manos y le dio un beso en la frente.

—De acuerdo, cariño. Procuraré que se sienta lo más cómodo posible; tú atiende a tu madre. Pero te agradeceré que vayas a hacernos compañía en cuanto puedas.

—Oh sí, gracias.

Cuando el señor Hale salía ya de la habitación, corrió tras él.

—Papá, no te extrañes de lo que diga. Él es, bueno, quiero decir que no cree en mucho de lo que creemos nosotros.

«¡Santo cielo! Un tejedor borracho infiel», se dijo el señor Hale. Pero a su hija sólo le dijo:

—Procura bajar en cuanto tu madre se duerma.

Margaret entró en la habitación de su madre. La señora Hale dormitaba, pero alzó la cabeza.

—¿Cuándo escribiste a Frederick, Margaret? ¿Ayer o anteayer?

—Ayer, mamá.

—Ayer. ¿Y echaron la carta?

—Sí, mamá. La llevé yo misma.

—Ay, Margaret, ¡me da tanto miedo que venga! ¿Y si le reconocen? ¿Y si le detienen? ¿Y si le ejecutan después de haber vivido todos estos años a salvo lejos de aquí? En cuanto me quedo dormida sueño que le han capturado y le están juzgando.

—No temas, mamá. Hay cierto riesgo, sin duda, pero lo reduciremos al mínimo. Y es muy pequeño. Si estuviéramos en Helstone, sería veinte, cien veces mayor. Allí todo el mundo le recordaría. Y si se enteraban de que había un extraño en la casa, supondrían que era Frederick. Pero aquí nadie nos conoce ni se interesa por nosotros lo suficiente para fijarse en lo que hacemos. Dixon guardará la puerta como un dragón mientras él esté aquí. ¿Verdad, Dixon?

—Más les valdrá no intentar entrar pasando a mi lado —dijo Dixon enseñando los dientes, sólo de pensarlo.

—¡Y sólo podrá salir de noche el pobre!

—El pobre —repitió la señora Hale—. Casi preferiría que no le hubieras escrito. ¿Será demasiado tarde para que no venga si le escribes de nuevo, Margaret?

—Me temo que sí, mamá —dijo Margaret, recordando el apremio con que le suplicaba en la carta que fuera de inmediato si quería ver a su madre con vida.

—Siempre me disgusta hacer las cosas con tanta prisa —dijo la señora Hale.

Margaret guardó silencio.

—Vamos, señora —dijo Dixon con cierta autoridad animosa—, sabe que ver al señorito Frederick es lo que más desea. Y me alegro de que la señorita Margaret escribiera en seguida sin titubeos. A punto había estado de hacerlo yo misma. Y le cuidaremos bien, no le quepa duda. La única que no haría mucho por él en caso de apuro es Martha. Y estoy pensando que podría ir a ver a su madre precisamente entonces. Ha comentado alguna que otra vez que le gustaría hacerlo, porque su madre tuvo un ataque de apoplejía después de venir ella a trabajar aquí; sólo que no le gustaba pedirlo. Pero ya me encargaré yo de que se vaya en cuanto sepamos cuándo viene el señorito, ¡bendito sea! Así que tome el té tranquilamente y confíe en mí, señora.

La señora Hale confiaba en Dixon más que en Margaret. Sus palabras la tranquilizaron de momento. Margaret sirvió el té en silencio, intentando pensar en algo agradable que decir. Pero sus pensamientos respondían como Daniel O’Rourke cuando el hombre de la luna le pedía que soltara la guadaña: «Cuanto más nos lo pidas, menos nos moveremos». Cuanto más se empeñaba en encontrar algo que no tuviera nada que ver con el peligro al que se expondría Frederick, más se aferraba su imaginación a la desventurada idea que se le ocurría. Su madre cotorreaba con Dixon como si hubiera olvidado completamente la posibilidad de que juzgaran y ejecutaran a Frederick y que se arriesgaría por deseo suyo, aunque a instancias de Margaret. Su madre era de esas personas que sueltan las posibilidades más terribles, las probabilidades más espantosas y toda suerte de casualidades desgraciadas como un cohete las chispas; pero si las chispas prenden en un material combustible, primero arden y luego estallan en una llamarada aterradora. Margaret se alegró cuando pudo bajar al estudio, una vez cumplidos sus deberes filiales con ternura y cuidado. Se preguntaba cómo les iría a su padre y a Nicholas Higgins.

Para empezar, el caballero bondadoso, afable y sencillo, chapado a la antigua, había provocado con sus modales educados y finos toda la cortesía latente del otro.

El señor Hale trataba a todos sus semejantes del mismo modo: jamás se le había ocurrido establecer diferencias según el rango social. Ofreció una silla a Nicholas, rogándole que tomara asiento y esperó de pie a que lo hiciera; y le llamaba siempre «señor Higgins» en vez de emplear los escuetos «Nicholas» o «Higgins» a los que el «tejedor borracho infiel» estaba acostumbrado. Pero Nicholas no era un bebedor habitual ni un infiel riguroso. Bebía para ahogar la pena, como habría dicho él mismo; y era infiel en el sentido de que no había encontrado todavía ningún credo al que pudiera entregarse en cuerpo y alma.

Margaret se sorprendió un poco y se sintió muy complacida al encontrar a su padre y a Higgins enfrascados en animada conversación, y hablando cada uno de ellos al otro con delicada cortesía, aunque sus opiniones chocaran. Nicholas —limpio, arreglado (aunque sólo en la pila) y de hablar sosegado— le pareció otra persona, pues siempre lo había visto en el medio tosco de su propio hogar. Se había «atusado» el pelo con agua fresca; se había arreglado el pañuelo del cuello y había pedido un cabo de vela para pulir los zuecos; y allí estaba, sentado, exponiendo alguna opinión a su padre, con marcado acento de Darkshire, es cierto, pero en voz baja y con expresión serena y afable. Su padre, además, se interesaba por lo que decía su compañero. Desvió la vista cuando llegó ella, sonrió, le ofreció su asiento en silencio y se sentó lo más rápidamente posible, disculpándose por la interrupción con una leve inclinación de cabeza a su invitado. Higgins saludó a Margaret con un cabeceo; y ella posó con cuidado la labor en la mesa y se dispuso a escuchar.

—Como estaba diciendo, señor, me parece que no tendría mucha fe si viviera aquí, si se hubiera criado aquí, y le pido disculpas si empleo palabras incorrectas; pero lo que yo entiendo por fe ahora mismo es creerse los dichos, las máximas y las promesas que hizo gente que uno nunca ha visto, sobre las cosas y la vida que ni uno ni nadie ha conocido. Ahora bien, dice usted que son cosas verdaderas y dichos verdaderos y una vida verdadera. Y yo sólo digo: ¿dónde está la prueba? Hay muchísimos más sabios y montones más instruidos que yo a mi alrededor, gente que ha tenido tiempo para pensar en estas cosas, mientras que yo he tenido que dedicar mi tiempo a ganarme el pan. Bien, veo a esa gente. Su vida es completamente clara. Son gente real. Y no creen en la Biblia, no señor. Pueden decir que sí de boquilla, pero, santo cielo, señor, no me diga que cree que su primer grito por la mañana es «¿Qué haré para alcanzar la vida eterna?», sino más bien «¿Qué haré para llenarme la bolsa este bendito día? ¿Adónde iré? ¿Qué tratos cerraré?». La bolsa y el oro y los billetes son cosas reales, cosas que pueden palparse y tocarse. Son reales. Pero la vida eterna es pura palabrería, muy conveniente para… Le pido disculpas, señor. Usted es un párroco sin trabajo, creo. ¡Bien! Nunca hablaré irrespetuosamente de un hombre que se encuentra en el mismo apuro que yo. Pero le haré una última pregunta, señor, y no quiero que me la conteste, sólo que la rumie bien y la digiera antes de decidirse a catalogarnos a los que sólo creemos en lo que vemos como estúpidos y tarugos. Si fuera verdad lo de la salvación y la vida eterna y lo demás, no en las palabras de los hombres sino en el fondo de su corazón, ¿no cree usted que nos machacarían con ello igual que con la economía política? Se mueren por convencernos de eso. Pero lo otro sería una inversión mucho mejor si fuera verdad.

—Pero los patronos no tienen nada que ver con su religión. Sólo se relacionan con ustedes en el trabajo, según dicen ellos, y por tanto en lo único que les interesa rectificar sus opiniones es en la ciencia de la industria.

—Me alegra que introduzca usted «según dicen ellos», señor —repuso Higgins con un curioso guiño—. Lo siento, pero me habría parecido un hipócrita si no lo hubiera hecho, aunque sea usted párroco o precisamente por serlo. Mire, si hablara usted de la religión como una cosa que, de ser cierta, no incumbiera a todos los hombres convencer a todos los hombres, por encima de todo lo demás de esta tierra universal, lo habría considerado un bellaco para ser párroco. Y preferiría considerarlo estúpido antes que bellaco. Espero que no lo tome a mal, señor.

—No, en absoluto. Usted cree que yo estoy equivocado y yo creo que usted está mucho más fatalmente equivocado. No espero convencerlo en un día ni en una conversación; pero podemos vernos y hablar francamente de estas cosas y la verdad se impondrá. Si no lo creyera no creería en Dios. Señor Higgins, confío en que sea cual sea todo lo demás a lo que haya renunciado —el señor Hale bajó con reverencia la voz—, crea usted en Él.

Nicholas Higgins se levantó de pronto, muy rígido. Margaret se puso en pie de un salto al ver el espasmo de su cara, pues creyó que iba a darle un ataque. El señor Hale la miró consternado. Al final, Higgins dio con las palabras:

—¡Hombre! Podría tirarle al suelo por tentarme. ¿Qué juego se trae ahora para engañarme con sus dudas? Piense en ella muerta allí, después de la vida que ha llevado; y piense luego que me negaría usted el único consuelo que me queda, que existe un Dios, que le dio esa vida. No creo que viva otra vez —dijo; se sentó y añadió como si se dirigiera al fuego indiferente—: No creo que haya ninguna otra vida más que ésta, en la que ella sufrió tanto y tuvo preocupaciones sin cuento. Y no soporto pensar que fue una serie de casualidades que podrían haber cambiado con la brisa o el viento. Muchas veces he pensado que no creía en Dios, pero nunca lo he ido publicando como hacen muchos. Quizá me haya burlado de los que creían, para aguantar hasta el final, pero luego miraba a mi alrededor para ver si Él me había oído, si es que existía. Pero hoy estoy desconsolado y no quiero escuchar sus preguntas y sus dudas. Sólo existe una cosa segura y tranquila en este mundo tambaleante y me aferraré a ella, con o sin razón. Todo es perfecto para la gente feliz…

Margaret le tocó el brazo con delicadeza. No había hablado en todo el rato y él no la había oído levantarse.

—Nicholas, nosotros no necesitamos razonar. Ha entendido mal a mi padre. Nosotros no razonamos, nosotros creemos; y usted también. Es el único consuelo en estos momentos.

Él se volvió y le agarró la mano.

—Sí, sí, lo es. —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. Pero ella está muerta en casa; y yo estoy casi aturdido de pena y a veces casi no sé lo que digo. Es como si los discursos que ha hecho la gente, y que me parecieron en su momento ingeniosos y agudos, volvieran ahora que tengo el corazón destrozado. La huelga ha fracasado también; ¿no lo sabía, señorita? Volvía a casa a pedirle, como el mendigo que soy, que me consolara un poco del disgusto. Y me aplastó alguien que me dijo que ella había muerto, que acababa de morir. Nada más. Demasiado para mí.

El señor Hale se sonó la nariz y se levantó a despabilar las velas para ocultar su emoción.

—No es un infiel, Margaret. ¿Cómo pudiste decir algo así? —susurró reprobatoriamente—. Estoy deseando leerle el capítulo catorce de Job.

—Todavía no, papá. Quizá nunca. Preguntémosle por la huelga y démosle todo el consuelo que necesita y que esperaba de la pobre Bessy.

Así que le preguntaron y escucharon. Los cálculos de los trabajadores se basaban en falsas premisas (como muchos de los patronos). Contaban con sus compañeros como si poseyeran las mismas potencias calculables que las máquinas, sin tener en cuenta las pasiones humanas que vencen a la razón, como en el caso de Boucher y los alborotadores; y creyendo que las representaciones de sus agravios tendrían el mismo efecto en los extranjeros lejanos que los agravios (imaginarios o reales) en ellos mismos. Así que los sorprendió y los indignó que los pobres irlandeses aceptaran que los importaran y los llevaran a ocupar sus puestos. Esa indignación estaba empañada hasta cierto punto por el desprecio a «los irlandeses» y el placer ante la idea de la forma chapucera en que trabajarían y desconcertarían a sus nuevos patronos con su estupidez y su ignorancia, de las que corrían ya por la ciudad extrañas historias exageradas. Pero el golpe más cruel fue que los trabajadores de Milton hubieran desafiado y desobedecido las órdenes del sindicato de mantener la calma a toda costa, sembrando la discordia y propagando el pánico al despliegue de la policía contra ellos.

—Así que la huelga ha terminado —dijo Margaret.

—Sí, señorita. Se acabó. Tendrán que abrir de par en par las puertas de las fábricas mañana para que puedan entrar todos los que irán a pedir trabajo. Sólo para demostrar que no tuvieron nada que ver con una medida que, si hubiéramos tenido lo que hay que tener, habría permitido que subieran los salarios a un punto que no han alcanzado en estos diez años.

—Usted conseguirá trabajo, ¿verdad? —preguntó Margaret—. Es usted un trabajador excelente, ¿verdad?

—Hamper me dará trabajo en su fábrica cuando se corte la mano derecha, ni antes ni después —dijo Nicholas en voz baja.

Margaret guardó silencio, entristecida.

—En cuanto a los salarios —dijo el señor Hale—, no se ofenda, pero creo que comete algunos errores lamentables. Me gustaría leerle unos comentarios de un libro que tengo.

Se levantó y se acercó a la estantería.

—No hace falta que se moleste, señor —dijo Nicholas—. Sus tonterías librescas entran por un oído y salen por otro. No saco nada en limpio. Antes de que Hamper y yo rompiéramos ahora, el capataz le dijo que yo estaba incitando a los hombres a pedir aumento de salarios; y Hamper me encontró un día en el almacén. Llevaba un libro delgado en la mano y va y me dice: «Higgins, me han dicho que eres uno de esos malditos imbéciles que creéis que podéis conseguir que suban los salarios pidiéndolo; sí, y mantenerlos altos cuando hayáis conseguido que suban por la fuerza. Mira, voy a darte una oportunidad de demostrar si tienes algo de juicio. Éste es un libro que ha escrito un amigo mío y si lo lees comprenderás que los salarios encuentran su propio nivel sin que los patronos ni los obreros tengan nada que ver; a no ser que los trabajadores se caven su propia tumba con huelgas, como los condenados memos que son». Y ahora le pregunto a usted, señor, que es párroco y se ha dedicado a predicar y ha tenido que intentar convencer a la gente de la forma de pensar que usted creía que era la correcta: ¿Empezaba usted llamándolos estúpidos y cosas parecidas, o prefería tratarles amablemente al principio para predisponerlos a escuchar y convencerse si podían? ¿Y se paraba de vez en cuando en sus sermones y decía, medio para sí mismo y medio para ellos: «Pero sois un hatajo de estúpidos y estoy convencido de que es inútil que intente meteros un poco de juicio en la cabeza»? Confieso que yo no estaba en las mejores condiciones para captar lo que tuviera que decir el amigo de Hamper, estaba indignado por la forma en que me lo había planteado. Pero me dije: «Vamos, veré lo que tienen que decir estos tipos y a ver quién es el tarugo, si ellos o yo». Así que acepté el libro y luché a brazo partido con él hasta que me quedé dormido. Santo cielo, trataba del capital y el trabajo, o del trabajo y el capital, no conseguí aclarar qué era qué; y hablaba de ellos como si fueran virtudes o vicios; y yo lo que quería saber eran los derechos de los hombres, sean ricos o pobres, de forma que sólo fueran hombres.

—Pero a pesar de todo eso —dijo el señor Hale—, y admitiendo la forma absolutamente ofensiva y anticristiana con que le habló el señor Hamper al recomendarle el libro de su amigo, si decía lo que él le dijo que decía, que los salarios encuentran su propio nivel, y que la huelga de mayor éxito sólo puede conseguir que suban por la fuerza para hundirlos mucho más después, debido a la misma huelga, el libro le habría dicho la verdad.

—Bueno, señor —dijo Higgins bastante obstinado—, tal vez sí, y tal vez no. Hay dos opiniones para establecer este punto. Pero supongamos que fuera doblemente verdad, no era verdad para mí si no podía entenderlo. En mi opinión, sus libros en latín contienen la verdad; pero para mí es galimatías y no es verdad si no sé lo que significan las palabras. Si usted, señor, o cualquier otro hombre culto y paciente, viene y me dice que me enseñará lo que significan las palabras, y no me riñe si soy un poco estúpido o si olvido cómo se relacionan unas cosas con otras, bueno, al final tal vez consiga ver la verdad; o quizá no. No voy a decir que acabaré pensando lo mismo que cualquier hombre. No soy de los que creen que la verdad puede formularse con palabras como las planchas de hierro que cortan los hombres de la fundición. Los mismos huesos no sirven para todos. Lo que aprovecha a uno atraganta a otro. Sin hablar de que, una vez tragado, puede ser demasiado fuerte para éste o demasiado débil para aquél. Los que deciden arreglar el mundo con su verdad tienen que adaptarse de forma diferente a diferentes juicios; y ser un poco delicados en la forma de ofrecerla, además, o los pobres estúpidos se la escupirán en la cara. Pero Hamper primero me da un sopapo y luego me tira ese gran bolo diciendo que no me servirá de nada porque soy tan estúpido, pero ahí está.

—Estaría bien que alguno de los patronos más amables y más prudentes se reunieran con los obreros y tuvieran una buena charla sobre estas cosas; creo que sería la mejor forma de superar sus problemas, que a mi modo de ver, se deben a su ignorancia (disculpe, señor Higgins) sobre temas que tienen que entender bien tanto los patronos como los trabajadores, por el bien de ambos. No sé si sería posible persuadir al señor Thornton de que lo hiciera —añadió, dirigiéndose a su hija.

—Papá, recuerda lo que dijo un día, ya sabes, sobre los gobiernos —repuso ella en voz muy baja. No quería hacer una alusión más clara a la conversación que habían mantenido sobre el modo de dominar a los trabajadores, dándoles suficiente información para que se rigieran por sí mismos, o mediante un despotismo prudente por parte del patrono, porque se dio cuenta de que Higgins había captado el nombre del señor Thornton, aunque no toda la frase; en seguida empezó a hablar de él.

—¡Thornton! Él es el tipo que se apresuró a escribir pidiendo irlandeses y provocó la protesta que acabó con la huelga. Incluso el bravucón de Hamper habría esperado un poco. Pero Thornton no, él no se anda con chiquitas. Y ahora que el sindicato le agradecería que siguiera hasta el final con Boucher y los tipos que contravinieron nuestras órdenes, es Thornton quien va y dice que puesto que la huelga ha terminado, él, como parte perjudicada, no quiere seguir adelante con las acusaciones contra los alborotadores. Creía que tendría más agallas. Creía que impondría su criterio y se vengaría sin problema; pero ahora dice (uno del juzgado me citó sus palabras exactas): «Los conocen muy bien, recibirán el castigo natural por su conducta con la dificultad que tendrán para encontrar empleo. Será castigo suficiente». Me gustaría que agarraran a Boucher y que lo llevaran ante Hamper. ¡Imagino al viejo tigre lanzándose sobre él! ¿Creen que él lo soltaría? Por supuesto que no.

—El señor Thornton tiene razón —dijo Margaret—. Está usted furioso con Boucher, Nicholas, de lo contrario sería el primero en darse cuenta de que donde el castigo natural es suficiente, cualquier otro sería venganza.

—Mi hija no es muy amiga del señor Thornton —dijo el señor Hale, sonriendo a Margaret; mientras ella, roja como una amapola, volvía a la labor con doble diligencia—, pero creo que tiene razón. Él me cae bien por ello.

—Bueno, señor, esta huelga ha sido un asunto agotador para mí, y no le extrañará que esté un poco molesto al ver que fracasa sólo por unos cuantos hombres que no saben sufrir en silencio y resistir con valentía y firmeza.

—¡Tiene poca memoria! —dijo Margaret—. Yo no sé mucho de Boucher; pero la única vez que lo vi no se quejó de sus sufrimientos sino de los de su esposa enferma, de los de sus hijos pequeños.

—¡Cierto! ¡Pero él no era de hierro! Se habla puesto a gritar por sus propias penas a continuación. No es de los que aguantan.

—¿Cómo ingresó en el sindicato? —preguntó Margaret ingenuamente—. Parece que no le merece mucho respeto; ni que ganara mucho con su participación.

Higgins torció el gesto. Guardó silencio unos minutos. Luego dijo con cierta brusquedad:

—No me corresponde a mí hablar del sindicato. Hacen lo que les toca. Que es que el gremio tiene que mantenerse unido; y para los que no están dispuestos a arriesgarse con los demás, el sindicato tiene métodos y recursos.

El señor Hale se dio cuenta de que Higgins estaba enfadado por el curso que había tomado la conversación, y guardó silencio. No así Margaret, que no advirtió el disgusto tan claramente como él. Sabía instintivamente que si conseguía expresarse con franqueza, tendría algo concreto en que basarse para abogar por lo bueno y lo justo.

—¿Y cuáles son los métodos y los recursos del sindicato?

Él alzó la vista hacia ella como si estuviera dispuesto a resistirse obstinadamente a su deseo de información. Pero su mirada serena, paciente y confiada le impulsó a responder.

—¡Bueno! Si un hombre no pertenece al sindicato, los que trabajan en los telares de al lado tienen órdenes de no dirigirle la palabra; y tanto da que esté triste o enfermo. Está en zona prohibida; no tiene nada que ver con nosotros. En algunos sitios multan a quienes le hablan. Imagíneselo, señorita, imagínese lo que es vivir uno o dos años entre personas que miran para otro lado cuando las miras; trabajar a menos de dos yardas de montones de hombres que sabe que guardan un rencor absoluto, que no abren la boca ni mudan el gesto si les dice que está contento, a quienes no puede decirles nunca nada si está afligido, porque nunca hacen caso de sus suspiros ni de su cara triste (¿y no es nadie un hombre que grita desesperado sin que la gente le pregunte qué pasa?); pruébelo, señorita: diez horas durante trescientos días y sabrá un poco lo que es el sindicato.

—¡Vaya! ¡Qué tiranía! —exclamó Margaret—. La verdad, Higgins, me importa un comino su enfado. Sé que no puede enfadarse conmigo aunque quiera, y tengo que decirle la verdad: que nunca he leído, en toda la historia que he leído, tormento más lento y prolongado que éste. ¡Y pertenece usted al sindicato! ¡Y habla de la tiranía de los patronos!

—¡No, puede decir lo que quiera! —repuso él—. Los muertos se interponen entre usted y mi cólera. ¿Cree que olvido quién yace allí y cuánto la quería? Son los patronos los que nos hacen pecar si el sindicato es un pecado. Tal vez no los de esta generación. ¡Sus padres redujeron a polvo a nuestros padres; nos aplastan a nosotros! ¡Párroco! Recuerdo un texto que leía en voz alta mi madre: «Los padres comieron los agraces y los dientes de los hijos sufren la dentera». Pues así es con ellos. En aquellos días de gran opresión se creó el sindicato; era necesario. Y sigue siéndolo, a mi modo de ver. Es una oposición a la injusticia pasada, presente y futura. Como la guerra en cierta forma. Va acompañada de crímenes. Pero creo que mayor crimen sería no hacer nada. Nuestra única posibilidad es unir a la gente en un interés común; y aunque unos sean cobardes y otros estúpidos tendrán que unirse a la gran marcha cuya única fuerza radica en el número.

—¡Ay! —dijo el señor Hale con un suspiro—, su sindicato sería de suyo bello, glorioso, sería la cristiandad misma, si tuviera sólo un objetivo que afectara al bien de todos y no sólo el de enfrentar a una clase con otra.

—Creo que es hora de marcharme, señor dijo Higgins cuando el reloj dio la diez.

—¿A casa? —preguntó Margaret en voz muy baja. Él comprendió lo que quería decir y le estrechó la mano que le ofrecía.

—A casa, señorita. Confíe en mí, aunque sea del sindicato.

—Confío plenamente en usted, Nicholas.

—¡Un momento! —dijo el señor Hale corriendo a la estantería—. ¡Señor Higgins! ¿No le importará acompañarnos en el rezo familiar?

Higgins miró a Margaret indeciso. Los ojos serios y tiernos de ella se encontraron con los de él, que guardó silencio, pero siguió donde estaba.

Margaret la Anglicana, su padre el Disidente y Higgins el Infiel se arrodillaron juntos. No les hizo daño.

Download Newt

Take Norte y sur with you