Apéndice
Apéndice
La época
El día después
de la
Revolución
Francesa
Estaban ya muy lejos, cuando Alexandre Dumas nace en 1802, los ecos del hecho más importante de la reciente historia contemporánea, de la Revolución Francesa: trece años habían bastado, si no para devolver las aguas a su cauce, sí al menos para que el torrente de la revolución corriera por múltiples derivas, disgregado en su fuerza. Un joven general que había logrado ese cargo mientras Robespierre ejercía el poder, que luego había sufrido un brevísimo encarcelamiento bajo Termidor, y que durante la Convención se permitió rechazar el mando del ejército —por eso se quedó sin empleo y en la miseria—, se había encargado de que las esperanzas que la burguesía había puesto en un amansamiento de las aguas se cumplieran: Napoleón Bonaparte, a cuya figura y a cuya sombra irá unida una gran parte de la vida del autor de novelas populares más conocido de todos los tiempos, Alexandre Dumas.
En 1796 se endereza la vida militar de Napoleón y, apoyado por Carnot, que había sido el artífice de la victoria de la República, logra hacerse con la jefatura del ejército del interior y más tarde del ejército francés en Italia. Sus victorias le convierten, hecho raro, en un militar popular en quien el pueblo francés cimentó sus sueños de expansión: tras la victoria de Campoformio, buscó la derrota de los tradicionales enemigos de Francia, los ingleses, dirigiendo sus tropas en Egipto y el Próximo Oriente. Ahí forjaría su escuela el joven general, mientras el Directorio de la República pensaba que alejarlo de Francia era condenarlo al olvido. Ocurrió lo contrario: en la tierra de las pirámides lograba el prestigio que cimentaría su posterior actuación. Así, cuando en 1799 regresa, a Napoleón apenas le cuesta imponerse por la fuerza el 19 Brumario (el 10 de noviembre de 1799) a los Quinientos, depurar el cuerpo legislativo y ser nombrado cónsul provisional.
Napoleón,
cónsul
provisional
Aunque sea en términos relativos, con ese golpe de Estado, Bonaparte ponía fin a la Revolución y a la República: desde el poder detuvo el proceso revolucionario tratando de consolidar algunas de sus conquistas adecuándolas a las realidades de Francia. Frente a la anarquía revolucionaria que, durante el Directorio, muestra su lado caótico y un desorden que reina tanto en el aparato del Estado como en la economía, en la administración y en la sociedad Napoleón impone una autoridad organizada, firme, capaz de asentar el futuro de una sociedad que tenía no sólo la fuerza sino unos principios que hacían del Antiguo Régimen algo obsoleto, y mostraban el camino hacia la igualdad y la eliminación de los privilegios de castas. Pese a ese freno impuesto, las conquistas eran tantas —empezando por la Declaración de los Derechos del Hombre— que Napoleón seguía siendo visto por las monarquías del periodo como el diablo, como «aquella encarnación de la Revolución» que ya no existía. En Francia, poco después de que Napoleón, convertido en Primer Cónsul, haga votar, en medio de grandes entusiasmos, la Constitución del año , se convierte en realidad la consigna del Plebiscito del 18 Pluvioso: «La Revolución ha terminado».
«La
Revolución
ha terminado»
En efecto, se habían suprimido las fiestas republicanas, se abolió el juramento de «odio a la monarquía», se devolvió a la Iglesia el papel hegemónico que le había quitado el poder civil revolucionario provocando una escisión casi cismática en el seno de la población francesa, porque mientras el Estado se declaraba laico, en su inmensa mayoría el país, tras el primer estallido revolucionario, retornó a la vieja conciencia católica tradicional. El genio de Napoleón no tardaría en conciliar esos términos antagónicos. En 1800 reanudó relaciones diplomáticas con el Pontificado; al año siguiente firmaba con Pío VI un Concordato que ponía las cosas en su anterior estado —para ello Bonaparte hubo de vencer muchas oposiciones, incluso dentro del ejército—; y en 1804, el propio pontífice acudía a París con un solo objetivo, en medio del entusiasmo general: imponer con sus propias manos sobre la cabeza de Napoleón la corona que le convertía en emperador de los franceses.
Napoleón
emperador de
los franceses
Algo más de una década había bastado para corregir, tras el estallido revolucionario, el trayecto: la nación había integrado a su sociedad derechos y deberes ciudadanos que ampliaba la base de participación social; una burguesía, naciente a finales del siglo anterior, iba a reafirmarse, a constituirse como tal, como clase hegemónica. Para nada sería fácil ni rápido: coletazos de todas las tendencias, y por todas partes, hicieron de la época que tocó vivir a Alexandre Dumas un vaivén de alternativas. Desde el intento expansionista de Napoleón, que quiso tener en sus manos y bajo su dominio toda Europa mediante invasiones (España, Italia, Holanda, Rusia) hasta el Segundo Imperio, Francia fue eliminando los vestigios de la Revolución, sin evitar que los muchos principios de ésta se incorporaran a la nueva sociedad. Es más, la burguesía, echó mano de los herederos de la vieja monarquía e incluso de la monarquía de reciente cuño (la familia Bonaparte) para contrarrestar lo que aún quedaba de espíritu libertario y afirmar el papel que estaba jugando como directora de la sociedad.
La Francia
de Dumas
Así, entre anacronismos arcaizantes y advertencias futuristas, Alexandre Dumas pasa su infancia por las victorias y derrotas de Napoleón, por la restauración Borbónica, por las distintas revoluciones (1830, 1848), por la irrupción de los utopistas, por la contrarreacción de la segunda restauración monárquica (aunque ahora con Napoleón III con el título de Emperador). Guerras colonizadoras en su infancia, repliegue francés en su juventud, asentamiento interior de la burguesía con sacudidas en que el viejo espíritu y el nuevo se encontraban todavía enfrentados.
La derrota
de Francia
El imperialismo militarista de Napoleón vio llegar su fin tras la derrota del héroe corso: la coalición de Inglaterra, Austria, Prusia y Rusia impone, tras Waterloo, por el segundo tratado de París (20 de noviembre de 1815) no sólo las antiguas fronteras francesas, sino un retorno a las viejas fronteras morales para contener la obra disgregadora de 1789; pese a todo, por debajo, en los menudos hechos sociales, la revolución había prendido. Eso es lo que la Cuádruple Alianza, es decir, los países que había derrotado a Napoleón —Austria, Inglaterra, Rusia y Prusia— trataron de cortar de raíz; el artículo 2.º de la Gran Alianza, por la que esos cuatro países se comprometían a mantener la tutela sobre Francia, lo dice claramente: «Como quiera que los mismos principios revolucionarios que han sostenido la última usurpación criminal podrán aún, bajo otras formas, atormentar a Francia y amenazar así el sosiego de otros países, las partes contratantes reconocen solemnemente el deber de redoblar su cuidado para velar en semejantes circunstancias por la tranquilidad y los intereses de sus pueblos y se comprometen a que en el caso de que suceso tan lamentable volviese a estallar, concertarán entre ellas y con S. M. Cristianísima las medidas que juzguen necesarias para la seguridad de sus estados respectivos y para la tranquilidad general de Francia».
La
Restauración
La máquina de la Restauración se puso en marcha: el hermano de Luis XVI, que murió descabezado en la guillotina, subía al trono francés con el nombre de Luis XVIII, para encarnar el pasado de forma tan concorde con la gran Alianza que, en 1818, el suelo francés se veía libre de tropas extranjeras y Francia era admitida en la alianza común. De nuevo la vieja monarquía francesa era libre y quedaba al margen de cualquier sospecha, hasta el punto de poder intervenir en otros países amenazados de liberalismo, como ocurrió en 1823, cuando el francés envió a España sus «cien mil hijos de San Luis», para ayudar a Fernando VII a volver a sentarse en el trono español.
Los viejos
principios
Durante más de treinta años, la Restauración vivirá sin apenas sobresaltos, asentando unas bases ideológicas firmes sobre los viejos principios que la Enciclopedia había puesto en duda y negado; la «ilustración», lo «racional», la «revolución» fueron sustituidos por la historia, la naturaleza y la legitimidad, reorientando el movimiento literario que había derivado de la Revolución: el romanticismo. En ese espíritu historicista que anima el primer tercio del siglo beben el arte, la literatura y el pensamiento, dando lugar a una amplia corriente donde se juntan desde novelas históricas (el escocés Walter Scott, cuya producción comienza a difundirse a partir de 1812, será el modelo) hasta poesías patrióticas. La Edad Media es el vellocino de oro que los escritores deben conquistar y adornar, para luego, entre cortinajes de terciopelo y fondos dorados, llegar a la época más brillante de varios países, esos siglos barrocos en los que la historia de Francia —como la de España— ofrecía materia suficiente, y nada liberal ni contaminada, para la imaginación. Así se recuperó el espíritu católico tradicional, porque a esa restauración política le acompañó la restauración religiosa, no sólo en el plano de la administración con los poderes civiles —que siguieron reconociendo su primacía como poder espiritual—, sino en el plano del individuo.
Chateaubriand (1768-1848), Lamennais (1782-1854), Joseph de Maistre (1753-1821) y varios intelectuales más plantaron en Francia la semilla de un romanticismo católico, iluminado por los valores consagrados por la Iglesia romana, con la familia y la sumisión a la autoridad como ejes: desde , del primero de los citados, hasta la apología de la jerarquía católica que hizo el último, hay todo un rosario de columnas que tratan de asentar las nuevas bases, cuando no, como en el caso de Lamennais y su , atacan los principios que habían sustentado el enciclopedismo.
Las grietas
de la
Restauración:
1830
Los restos del pensamiento ilustrado y revolucionario hubieron de refugiarse, para defender lo que llamaban la religión de la libertad, en las catacumbas, en sociedades secretas que, como los carbonaros y los masones, mantuvieron encendida la llama. En 1830, para reprimir la agitación liberal que invadía los salones parisinos, Carlos X, hermano y heredero de Luis XVIII, firmó la orden de disolución de las cámaras que le presentó Polignac; en el mismo decreto se suprimía la libertad de prensa, se excluía del censo a comerciantes e industriales y se convocaban nuevas elecciones. El pueblo parisino se levantó —27 a 29 de julio— guiado por los periodistas y secundado por los fabricantes que apoyaron la agitación obrera. La burguesía francesa logró que Carlos X abdicase y aceptó un nuevo rey, el duque de Orleans, proclamado por el anciano La Fayette, viejo revolucionario. Así iniciaba la burguesía su «edad de oro» que, con altibajos, culminaría al filo del siglo . Luis Felipe, duque de Orleans, fue el prototipo perfecto de rey burgués, pero tuvo un fin desastrado: la Revolución Francesa había dado carta de vida al cuarto estado, a las masas, que a través del sufragio universal garantizaban en cierto modo su existencia política.
La revolución
de 1848
Cuando tras una cosecha desastrosa en 1847, Guizot, antiguo revolucionario y rector de la política francesa, no quiso oír hablar de democracia ni de sufragio universal, un nuevo levantamiento popular acabó con la monarquía. Tras la fuga del rey, se proclamaba la Segunda República cuyo primer presidente elegido es sobrino de Bonaparte, Luis Napoleón.
El apellido le serviría de poco, porque cuatro años más tarde se vería forzado, para mantener el poder, a dar un golpe de estado y proclamarse emperador. Dieciocho años, los de la madurez de Dumas, verán el nuevo desarrollo de la burguesía de los negocios, que fortaleció la economía y la vida social y política francesa. No sería en esta ocasión un levantamiento interno, sino los desaciertos en política exterior de Luis Napoleón: la pretensión de imponer en México como monarca a Maximiliano, la lucha contra Austria, la guerra contra Prusia, donde tras la derrota de Sedán, Bismarck y las tropas prusianas ocupan Francia (1870).
Derrota de
Francia ante
Prusia: 1871
Tras la proclamación de la III República, París hubo de capitular y firmar un vergonzoso armisticio el 28 de enero de 1871. Alexandre Dumas había muerto siete semanas antes, el 5 de diciembre de 1870 en Puys, cerca de Dieppe.
El autor
En ese ambiente tan dispar históricamente va a desarrollarse la existencia del más popular, junto con Jules Verne, de los novelistas franceses. Todas las etapas de ese período, comprendido entre 1800 y 1871, ejercerán su huella indeleble bien en la situación familiar, en la económica, en la formación o en la lucha por las ideas del autor de , de o de , la más conocida de sus novelas.
Un francés
en Santo
Domingo
En una posesión francesa de ultramar, en Santo Domingo, nacía en 1762 Thomas-Alexandre, hijo de un marqués francés destinado en la guarnición dominicana con el grado de coronel, Antoine Alexandre Davy de la Pailleterie, y de una mulata, Marie-Césette Dumas, que moriría diez años más tarde. Ese nacimiento no dejaría de tener influjo en la vida de Dumas, que sufrió vivamente el complejo de mestizaje por su color moreno, que llegó a sentir como una tara. En la realidad de sus relaciones vio el nieto de la mulata Marie-Césette la huella de su color; cuando la actriz Marie Dorval, tras haber amado a nuestro autor, se volvió hacia el poeta Alfred de Vigny, Dumas lo entiende por un motivo muy claro: cuando ofrece a la Dorval el más hermoso papel de su drama, , le dice: «Vigny es un poeta de un talento inmenso; además, es un auténtico gentilhombre; eso vale mucho más que yo, que soy mulato»… El complejo no dejó de crear una auténtica necesidad fisiológica de encarnar todos los reproches que Alexandre Dumas tenía que hacerle al mundo en un personaje, Georges Munier, un mulato que da título con su nombre a una novela: «El joven Aníbal, excitado por su padre, había jurado odio eterno a una nación; el joven Georges, a pesar de su padre, juró guerra a muerte a un prejuicio».
En 1780 regresa a Francia el marqués Davy de la Pailleterie, acompañado por su hijo de dieciocho años; cuatro más tarde, éste se alista con el nombre de Alexandre Dumas en el regimiento de los dragones de la Reina y no tarda en escalar grados, debido, según todos los datos que de él se tienen, a su robusta constitución, a su habilidad con la espada y a su valentía. Partidario de las fuerzas revolucionarias, haría una carrera meteórica en los húsares, antes de casarse (1792) con Marie-Louise-Elisabeth Labouret (28 de noviembre), joven en casa de cuyo padre se albergaba: Claude Labouret era propietario del hotel del Ecu, en Villers-Cotterêts, donde estaba destinado. Ahí nacería la primera hija (1793) del reciente general Dumas, cuya fuerza hercúlea le ganaría méritos por algunas intervenciones famosas, como la defensa que, él sólo, hizo del puente de Bryxen (Tirol) en 1797.
El general
Dumas
Pero no todos fueron éxitos: en 1800, al regreso de la expedición de Egipto, el general es encerrado durante casi un año en las mazmorras de los Borbones de Nápoles; el escaso tiempo que le quedaba de vida fue pródigo en desgracias, salvo el nacimiento de su hijo Alexandre Dumas, nuestro autor, el 24 de julio de 1802 en la población materna, en Villers-Cotterêts. Durante los cuatro últimos años apenas tiene relieve otra cosa que su enfrentamiento y su tirantez con el todopoderoso amo del momento, Napoleón Bonaparte. No tuvieron esas relaciones instantes de acritud culminante: incluso el niño Dumas vio almorzar en su casa en 1805 al general Murat, futuro rey de Nápoles y una de las manos derechas del corso, y al mariscal Brune. Sin embargo, cuando el 26 de febrero de 1806 el general Dumas muere, la familia queda reducida a la indigencia: el Emperador negó cualquier tipo de pensión a los herederos de su antiguo compañero de armas, del que no soportaba el espíritu de independencia. Todas las tentativas de la viuda por conseguir algo del Estado resultaron inútiles.
Juventud y
adolescencia
En esa población materna, Villers-Cotterêts, pasaría la adolescencia el futuro novelista, aprendiendo a leer «sin saber cómo», recibiendo clases de escritura, de esgrima y de violín, que pronto abandonó hasta que, en 1812, ingresa en el «colegio» del abate Grégoire, cuya figura nos dejó trazada en la novela , que nos ha transmitido muchos de sus recuerdos de infancia y primera juventud. No serán tan buenos los que tenga del año 1814, cuando los aliados invaden Francia para restaurar a los Borbones. Los recuerdos de ese año son siniestros. Sin embargo, los Dumas se ayudan con un quiosco de tabaco que se otorga a su madre; la viuda del general Dumas no estaba tan alejada de la política francesa como podía suponerse; en 1815, año en el que el joven Alexandre ve y escucha fascinado a Napoleón, que descansa una jornada en Villers-Cotterêts de paso hacia el teatro de operaciones militares (Waterloo), confía a su hijo dos pistolas y cincuenta luises de oro para colaborar en la evasión de los generales Charles y Henri Lallemand, encarcelados en Soissons (14-16 de marzo). Los generales, que serían liberados pocos días más tarde, rechazaron la ayuda.
Unos cómicos
ambulantes
Hasta su viaje a París, con diecinueve años, Dumas mata el tiempo con su afición por las armas de fuego y la caza, mientras trabajaba como recadero de M. Ménesson, notario del pueblo y aprende alemán e italiano; quizá el hecho más significativo sea su asistencia a una representación del , de Shakespeare, por la compañía ambulante de Ducis; la fascinación dio un sentido a su vida: desde entonces quiso ser autor dramático, aunque sus repetidos ensayos en colaboración con un amigo no fueron sino fracasos.
Cuando en 1822 haga una breve escapada a París, quedará deslumbrado por la forma de interpretar de uno de los mitos escénicos del momento, el gran Taima. Pero el camino de las tablas no es fácil. Al año siguiente intenta suerte trasladándose a París y viviendo en la gran ciudad como copista y escribiente en las oficinas del duque de Orleans, recomendado por el general Foy. Lo primero que descubre el petimetre es la magnitud de su ignorancia, que trata de abreviar frecuentando a escritores franceses como Charles Nodier, que lo deslumbra por su cultura y capacidad de encanto. Mientras hace sus primeras armas literarias en borradores, de una relación con una costurera, Catherine Labay, nace el 27 de julio de 1824, un hijo, el futuro Alexandre Dumas, el autor de , que reconocería en 1831.
Los inicios
y el éxito
en las tablas
Fueron duros esos primeros años: algunos poemas, como la «Elegía en la muerte del general Foy», su protector (1925), algunos relatos cortos y colaboraciones, algunos ensayos teatrales llenan ese período en el que Alexandre Dumas pasa su tiempo frecuentando los salones de los románticos , de Nodier, de Víctor Hugo, por ejemplo, y las cámaras y antecámaras de poetisas, actrices y otras hermosas mujeres. En 1829 romperá por fin con esa existencia: , estrenada en esa fecha, logra un éxito popular sin precedentes y le otorga una abultada suma de dinero, que empaña su despido de las oficinas del duque de Orleans, a quien se le había ocurrido invitar al estreno; al día siguiente, una orden autógrafa del duque le despide de su empleo «porque se dedica a la literatura».
El despido
A partir de ese momento, Dumas consigue con sus piezas teatrales, y algo más tarde con sus populares novelas, dinero a manos llenas que derrocha alegremente en mantener amores, amoríos, hijos naturales, casas y palacios que se hace construir. Hasta el final de sus días, pocos acontecimientos hay de interés que se aparten de esa línea: nombres de actrices hermosas y menos hermosas a las que mantiene, cinco hijos de distintas madres a los que alimenta, títulos de piezas teatrales que derraman en sus bolsillos cantidades ingentes de dinero, que salen con la misma rapidez de ellos. Y títulos de novelas como , , , , , hasta más de un centenar y medio, centrados todos en un género: el relato histórico, en todas sus dimensiones, épocas, países y ambientes, la crónica, el recuerdo (sus importantes , por ejemplo, donde se aúnan lo verídico y la ficción en cantidades desiguales: el poder de la narración se había adueñado de Dumas por entero). Para alcanzar esa enorme cifra de títulos, se rodea de colaboradores con los que pergeña las líneas maestras del relato, a cuyas páginas presta él luego el poderoso hálito de un narrador que arrastra a quien lo lee línea tras línea. Lo veremos al hablar de .
Dumas y su
participación
en la historia
Los momentos capitales de la historia francesa dejan poca huella en Dumas, que apenas si protagonizó algún episodio menor: por ejemplo, en 1830, cuando a las calles de París salta el pueblo, participa en las Tres Gloriosas jornadas. Se encarga de una expedición a Soissons (31 de julio) para apoderarse de la pólvora de la guarnición local, cuyo éxito es relativo y fracasa poco después, cuando trata de organizar la Guardia Nacional en Vendée; tras esas peripecias, el duque de Orleans, el nuevo rey Luis Felipe, lo recibe con frialdad, aunque en diciembre será nombrado capitán de artillería y en mayo de 1831 se le otorgue la cruz de Julio.
La revolución
de 1848
y el exilio
económico
Las jornadas levantiscas de junio de 1832 le vuelven sospechoso y, amenazado con un arresto, abandona París unos meses. Más graves serán los acontecimientos de 1848. El autor para el que dos años antes se había construido un teatro, el Teatro Histórico —en 1846 pasa por España asistiendo al matrimonio del duque de Montpensier con la entonces infanta y luego reina Isabel II, camino de Argelia, encargado de una misión—, toma parte activa en la revolución, lanzando una proclama en la Guardia Nacional de St-Germaine-en-Laye.
Tras fracasar en su intento de lograr la diputación en tres departamentos, fiel a la familia Orleans, pide el regreso de Luis Felipe el 18 de diciembre. No tardará en pagar esa fidelidad, aunque : en 1851, tras el cierre del Teatro Histórico, arruinado, parte para Bruselas junto a otros exilados perseguidos por la nueva situación política, como Víctor Hugo. El papel jugado por Dumas había sido escaso y nadie le perseguía, salvo sus numerosos acreedores.
Cuando retorne a la capital francesa tras pactar con sus acreedores dándoles la mitad de sus derechos de autor, se dedicará a fundar periódicos, como , , en sucesivos períodos, mientras hace frente a juicios con sus colaboradores, entre ellos Auguste Maquet, su negro de , que en 1857 le demanda el pago de cantidades; cinco meses más tarde Dumas sale indemne e inicia un período de viajes que le llevan a Italia, Rusia, Venecia.
La aventura
italiana
En 1860 conocerá en Turín a Garibaldi; tras vender todos sus derechos de autor por una cifra bastante fabulosa, se hizo construir un buque en Marsella con el que se hizo a la mar; en Génova brindaría ese navío a las tropas insurrectas de Garibaldi que, obtenida la victoria, le encargó dirigir el servicio de antigüedades y museos de Nápoles; pero no tardaría en dimitir, al palpar la impopularidad de que gozaba entre los napolitanos. Aunque permaneció entre ellos escribiendo crónicas sobre la gesta del unificador de Italia y sus huestes, no tardaría en regresar a Francia para instalarse en París (1864).
El rey Midas
pierde
sus poderes
A partir de ese momento tendrá que luchar contra la miseria, que le cerca; trata de construir un nuevo teatro, pero sus amigos le niegan el dinero; intenta nuevos periódicos o semanarios como (1866-67), (1868), pero ya no convierte en dinero cuanto toca. Sigue, eso sí, gastándolo con nuevas amantes hasta que la enfermedad, en 1869, lo detiene: el 10 de marzo se estrena su última obra. Al año siguiente, hallándose en Marsella, se enterará de la declaración de la guerra francoprusiana. Su hijo lo recoge en septiembre para llevárselo a Puys, donde morirá dos meses más tarde, el 5 de diciembre. En mayo de 1872, sus restos eran enterrados en Villers-Cotterêts, en medio de solemnes funerales.
La obra
, ése iba a ser el título de la edición original que, sin embargo, vio la luz bajo el de en el folletón del periódico del 14 de marzo al 14 de julio de 1844. Una novela de capa y espada con la que el periódico quería contrarrestar la influencia y el entusiasmo que otro folletón había despertado en el público parisino, , de Eugenio Sue, publicado el año anterior por otra empresa periodística, el .
La novela
histórica
La moda del historicismo no era nueva, pero arrasaba en ese momento; por un lado estaban los historiadores serios como Michelet, Guizot y Thierry; por otro, los divulgadores que, sin someterse a los detalles, ofrecían los tonos generales y las fuerzas directivas de distintas épocas; entre ellos, Vitet, autor célebre de , , (1827-1829); Prosper Merimée había ofrecido una ambientación de la edad feudal en (1828) y una (1829); y el mismísimo Víctor Hugo hacía algo más de doce años que había dado a las prensas una de las novelas cumbres de la literatura: .
La
consagración
de un género
En el extranjero, al nombre consagrado de Walter Scott había que añadir otros que, en mayor o menor grado, historiaban o envolvían sus novelas o poemas dramáticos en hechos históricos; desde lord Byron en Inglaterra a Schiller y Goethe en Alemania. El género histórico estaba consagrado, por tanto, en todas partes; grandes nombres de la literatura no lo habían mirado con malos ojos y Dumas se adentró por él con ánimo de narrar de forma voraz —los detalles eran lo de menos, los anacronismos también, la realidad podía soportar los ataques de la imaginación— un momento de la historia, el gajo de una época. Así, con ese arrebato novelador, concibió su oficio, y así dio a las prensas títulos que no sólo permanecen, sino que reviven una y otra vez gracias a las nuevas formas artísticas de comunicación, como el cine. Claro que, de lo vivo a lo pintado, hay un gran trecho, y de unos personajes que habían muerto hacía mucho cuando el autor los recogía hasta nuestros días, en que los directores de cine los «actualizan» a nuestro modo de ver y entender, mucho más.
Tal vez no haya novela más veces interpretada, reinterpretada por el teatro, el cine, las tiras cómicas, las adaptaciones para todas las edades y mentalidades que . Por eso parece más interesante analizar ese paso a paso, ese trasvase en distintos vasos de la novela, que tratar de reducir su argumento y sus fantásticos y fantasiosos personajes a unas pocas líneas.
El
D’Artagnan
del cine
El paso de una figura histórica por estadios tan divertidos como, l.º: las escritas por un novelista aficionado a los personajes históricos; 2.º: la ficción plenamente libre en la que el autor, novelista perfecto, maneja los hilos, los personajes y la historia a su arbitrio, y, 3.º: los diversos filmes que han estereotipado al personaje de la novela anterior, puede deparar sorpresas cuyo campo de estudio no correspondería a la narrativa, desde luego, sino a la sociología.
El primer paso visible para el lector de se produce en su comparación con una cualquiera de las diversas adaptaciones cinematográficas que, si no todos, casi, hubimos de ver en la infancia. ¿Qué tiene que ver el D’Artagnan de Dumas con el personaje que sirve de estruendo a las salas de cine, coreado y «ayudado» en su misión por los gritos y los aplausos de los niños?
El
D’Artagnan
de Dumas
Poco, mejor dicho nada. El mitificado D’Artagnan de nuestra infancia es un personajillo bastante oportunista en esta pieza de Dumas, que comienza burlándose de él en las primeras páginas al describirle quijotesco en su caballo, que es, ante todo, un mal jamelgo que habría llenado de rubor la mejillas de Rocinante. Y las comparaciones son del propio autor, que considera siempre al personaje a una distancia irónica y burlona. Y no digamos la afrentosa primera escena en que trabamos conocimiento con él: ese caballero con la cabeza llena de honores no puede medirse siquiera con otro caballero que da la espalda a su espada desenvainada y deja a los criados la tarea de aporrear a nuestro héroe de la manera más vil, a bastonazos. ¿Es éste el D’Artagnan de las películas?
Y no menos rebajadas están en Dumas las restantes cualidades cinematográficas del caballero; no hablemos de la espada y de sus encuentros espadachines, que sólo son cuatro, en los que resulta vencedor de bastante mala manera, aprovechando que el enemigo (Jussac) se está levantando, o que el adversario, en un ciego ataque, se ensarta él mismo (Bernajoux). En el encuentro con los ingleses, lo más que hace D’Artagnan es desarmar al barón, que al retroceder resbala y cae. Sus aventuras con las mujeres también dejan que desear desde la perspectiva del Don Juan que los actores franceses interpretan: sus únicas conquistas a lo largo de la novela son: una criada de la que se aprovecha para penetrar, en lugar de otro, en el cuarto de su dama; ésta que, engañada por una hábil estratagema, se entrega a él para que la vengue de quien cree que se ha burlado de ella y que no es sino el propio D’Artagnan, que ha logrado hacerse pasar por otro gracias a la complicidad de la criadita; y una tercera dama, pequeña burguesa que trabaja como doncella de la reina y que ve en D’Artagnan, ante todo, un protector de la reina y de ella.
La crónica
de D’Artagnan:
el personaje
histórico
Sin embargo, la manipulación no es del siglo : ya lo había hecho, y bien, Dumas, que parte de unas falsas memorias del siglo , escritas por un memorialista aficionado al género y que las compuso a partir —eso dice él— de los papeles dejados por el D’Artagnan auténtico: Gatien Courtilz de Sandras, que las escribió a los treinta años de la muerte de ese caballero, de nombre Charles de Batz, nacido en 1615 y muerto en el sitio de Maestricht en 1673, durante el reinado de Luis XVI. De escasa alcurnia, el caballero de Batz no viviría en la época de Richelieu, sino en la de Mazarino, y tras llegar a París se dedicaría a escalar, apoyado por el cardenal, de quien fue fiel colaborador, las diversas gradas sociales, hasta alcanzar el mando de los mosqueteros del rey y participar con éstos en las campañas de Luis XVI en los Países Bajos. Más que otra cosa, fue intermediario y agente de misiones especiales de Mazarino, además de participar en campañas, siempre dentro de cuerpos de élite. Gatien, en un rudo y farragoso estilo, compone unas memorias sin entramado, pegando unas anécdotas a otras, en una especie de novela-río con más ficción que rastros verídicos del personaje real. Tampoco Dumas sería más fiel: porque no se limitó a seguir a Gatien en estas , sino que merodeó, a la búsqueda de anécdotas y de personajes que incluir, por diversos memorialistas de ese y otro momento, por libros que recopilaban anécdotas de corte, chismes galantes,
Dumas y su
novelización
de D’Artagnan
Y si los personajes llevan nombres de Gatien, no les corresponden sus aventuras; y a la novela-río de éste, Dumas opone una novela compleja, plagada de vueltas y revueltas, en las que los personajes reaparecen para adjudicarles episodios y peripecias que en Gatien correspondían a otros tantos seres de la ficción, o de la historia adulterada. El olfato de Dumas, que en esta novela toca varios géneros, desde la novela negra a la de capa y espada, desde la histórica a lo Walter Scott, tan de moda en ese momento, a la novela policíaca y de misterio, le induce a mezclar, a enredar a los personajes en una trama sin fin, donde todo se sostiene y apuntala: por ejemplo, ese personaje trágico de Milady —que provenía de otras memorias de Courtilz, las del — resulta en espía del cardenal Richelieu, que persigue a los protagonistas y los anuda: la enemiga y amante de D’Artagnan había sido mujer de Athos, concubina del cura cuyo hermano la ejecuta como verdugo oficial que es, además de enlazar la historia francesa con la inglesa, como incitadora del asesinato del duque de Buckingham, amante platónico de la reina Ana de Austria y origen de la ascensión de D’Artagnan. Este enrevesado argumento está, sin embargo, claro en el texto: la complejidad se ha producido en la mente de Dumas que ha sabido economizar elementos trabando personajes y episodios.
Más significativa resulta, a mi modo de ver, la manipulación que Dumas hace de Courtilz; éste había escrito unas memorias de cierta crudeza, apegado a unas realidades históricas que manifestaban descaradamente el ascenso social de su protagonista, aventurero galante bastante inmoral que solía salir ante la presencia de los maridos por la ventana; y luego habérselas con esos maridos engañados que pagaban asesinos que vengasen su honor, o incluso venganzas y persecuciones de esas mujeres abandonadas.
Las
servidumbres
del folletón
En Dumas todo esto queda soterrado por la manicura más fina: sólo consigue D’Artagnan, como premio, a esa Milady, que no es sino el personaje malo, la encarnación del mal y que, por tanto, pese a la forma bastante vil de conseguirlo, nada dice en contra de nuestro buen héroe. Y, por supuesto, la criadilla que permite la intriga con su ama, y que, además, es inglesa. Dumas ha lavado la cara a aquella realidad para componerle otra de maniquí, más acorde con los gustos de sus lectores —y no olvidemos que apareció en folletón, pasto para clases populares de la época, que debían gozar lo suyo con los mitos de los espadachines—. (Recuérdese que aparece en al año siguiente de otra novela folletinesca de signo contrario, socializante, como era , de Eugenio Sue).
La astucia
frente
al honor
Quizá el propio Dumas se haya dado cuenta de la brillantez excesiva de sus aventuras y somete la segunda parte a un aliento trágico cuyo desencadenante, la encarnación del Mal, Milady, paga con la muerte su perversidad, pero no deja triunfar a nuestros mosqueteros: cierto que D’Artagnan asciende de categoría en la conclusión, pero la muerte de su amada ha sumido, parece que para siempre, a los cuatro protagonistas en una melancolía pesimista que nada tiene que ver con el remate feliz de las versiones cinematográficas (tengamos en cuenta además que éstas no suelen aprovechar de más que la presentación de D’Artagnan y el episodio de los herretes de diamantes), perdiendo quizá lo que podría ser más trágico y que es, desde luego, uno de los mejores fragmentos de todo Dumas: la segunda parte íntegra, cuando da entrada, casi como protagonista, a Milady en su fracaso y castigo final (rematado por la lograda escena de su detención, juicio y condena a muerte, perfectamente conseguida por un Dumas popular pero consciente de lo que son los resortes del suspense).
Al lado de esto, los inevitables errores de época, la traslación de la historia a capricho del novelista, que la centra en la toma de La Rochelle y en la figura del cardenal como ejes-marcos de su aventura. De hecho, la sociedad pintada, dejando a un lado el marco y los espadachines, es la clase burguesa con sus valores de principios y mediados del : el honor, aunque un honor externo, porque ya hemos visto que es la astucia lo que hace triunfar a D’Artagnan, el poder (cuando D’Artagnan cavila en su amistad con los tres mosqueteros, concluye que es el poder, la fuerza, la búsqueda de triunfo lo que les hace asumir la leyenda: «Todos para uno y uno para todos»), el medro en una palabra: medro social con la espada (no demasiado brillante como hemos visto) y sobre todo con la intriga. ¿Qué diferencia hay, desde este punto de vista, entre Milady (quiere poder y lo consigue mediante la intriga a favor del cardenal), y D’Artagnan (quiere fortuna y poder, y los busca mediante el favor de la reina)? Ninguna, salvo los lados, el malo y el bueno, respectivamente, en que los ha situado el novelista.
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Dumas y sus
colaboradores:
Auguste Maquet
Y a estas lecturas diversas puede unirse aún otra, que sirvió de arma arrojadiza contra el autor en vida: Dumas y su oficina de redacción. Hay unas terceras páginas de D’Artagnan: las escritas por Auguste Maquet. Los estudiosos y los enemigos de Dumas han analizado a fondo esta relación entre dos escritores, en los que uno de ellos preparaba el borrador y luego el maestro retocaba, redactaba de nuevo y componía el texto definitivo. Desde el venenoso opúsculo de Eugène de Mirecourt (que ocultaba a un oscuro publicista, Jacquot) titulado , hasta el libro de Gustave Simon, , se ha estudiado detalladamente la mano de ambos en . Auguste Maquet, el «negro» de Dumas para esta ocasión, que fue un escritor de cierto talento, diez años más joven que Dumas, de profundos conocimientos históricos, preparó, al parecer, la redacción primitiva de , exhumados algunos de sus párrafos, que sólo demuestran la gran habilidad de Dumas para la composición narrativa, para prestar vigor a escenas secas y personajes muertos.
La experiencia
y el talento
de Dumas
Por otro lado, el propio Maquet dejó escrito: «Se me ha atribuido erróneamente le ejecución de los Mosqueteros. De común acuerdo con Dumas, había proyectado sacar una obra importante del primer volumen de las . Incluso yo, en el ardor de la juventud, comencé los primeros volúmenes sin un plan determinado. Afortunadamente intervino Dumas con su experiencia y su talento. Acabamos juntos. Él me recompensó escribiendo en uno de los ejemplares . Es un solecismo, pero la intención es buena». La juventud y el escaso, por no decir ninguno, nombre de Maquet hizo ganar la partida y la autoría a Dumas exclusivamente, que era célebre ya y cuyo solo nombre en portada podía asegurar una venta abundante.
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La presente
traducción
Para la traducción he utilizado el texto de la edición de Garnier, preparado por Charles Samaran (París, 1968), que en apéndice contiene varios fragmentos de la redacción primitiva de Maquet, y notas históricas que he utilizado, así como las de la edición de La Pléiade: y , continuación de la novela anterior que, con , constituye la trilogía protagonizada por los Mosqueteros, aunque ese protagonismo sea en cada una de las novelas de muy diverso grado. Ambas ediciones siguen la primera del folletón (14 de marzo-14 de julio de 1844). Nada añade la edición de 1844 de ocho volúmenes, ligeras modificaciones que no alteran siquiera los errores de la edición príncipe y, por contrapartida, acumula erratas. Errores, defectos de estilo, frases inconclusas y otros pormenores de este texto, que evidentemente no pertenece a un estilista, han sido puestos de relieve por los estudiosos del texto. En nota aclaro algunos de carácter histórico, pero respeto el texto francés en su sencillez, repeticiones, falta de nervio en la prosa, sin tratar de mejorar en castellano el francés.
Mauro Armiño