Capítulo XVII
El Príncipe
Capítulo XVII
De la crueldad y de la clemencia; y si vale más ser amado que temido.
Paso ahora a tratar de las otras calidades que se requieren en los que gobiernan. ¿No hay duda en que un príncipe debe ser clemente, pero a tiempo y con medida. César Borja fue tenido por cruel; mas a su crueldad debió las ventajas de reunir a sus estados la Romanía, y de restablecer en esta provincia la paz y la tranquilidad de que se había visto privada largo tiempo. Bien considerado todo, se confesará que este príncipe fue más clemente que el pueblo de Florencia, el cual, por evitar la tacha de cruel, dejó destruir a Pistoya. No debe hacerse caso de la nota de crueldad, cuando se trata de contener al pueblo dentro de los límites de su deber porque al fin se halla que ha sido uno más humano haciendo un corto número de castigos indispensables que aquellos que, por demasiada indulgencia, provocan el desorden, de que resultan luego la rapiña y la muerte; como que los tumultos comprometen la seguridad del estado, o lo destruyen, tal paso que la pena impuesta por el príncipe a los delincuentes tan solo recae sobre algunos particulares.
Pocas veces un príncipe nuevo se salva de la nota de cruel, porque está llena de peligros toda dominación nueva, y así Dido (en Virgilio) se disculpa de la severidad de que usaba con el apuro a que la había reducido el interés de sostenerse en un trono que no había heredado de sus abuelos:
Res dura, et regni novitas me talía cogunt moliri, et lalé fines custode tueri
.
No es conveniente tampoco que el príncipe tenga miedo de su sombra, ni que escuche con demasiada facilidad las relaciones siniestras que le cuenten; antes bien debe ser muy circunspecto, tanto para creer como para obrar, sin desentenderse de los consejos de la prudencia, pues hay un medio racional entre la seguridad loca y la desconfianza infundada. Algunos políticos disputan acerca de si es mejor que el príncipe sea más amado que temido, y yo pienso que de lo uno y de lo otro necesita. Pero, como no es fácil hacer sentir en igual grado a los mismos hombres estos dos efectos, habiendo de escoger entre uno y otro, yo me inclinaría al último con preferencia. Es preciso confesar que generalmente los hombres son ingratos, disimulados, inconstantes, tímidos e interesados. Mientras se les hace bien, puede uno contar con ellos: nos ofrecerán sus bienes, sus propios hijos, su sangre, y hasta la vida; pero, como ya tengo dicho, todo ello dura mientras el peligro está lejos, y cuando este se acerca, su voluntad y la ilusión que se tenia desaparecen al mismo tiempo. El príncipe que hiciera caudal de tan lisonjeras palabras, y no cuidará de estar preparado para cualquier evento que pudiese sobrevenir, se hallaría muy expuesto a arruinarse; porque los amigos que se adquieren a costa de dinero, y no en virtud de las prendas del ánimo, rara vez se conservan durante los contratiempos de la fortuna; y no hay cosa más frecuente que verse uno abandonado de ellos al llegar la ocasión en que más los necesita. Generalmente se hallan los hombres más prontos a contemplar al que temen, que al que se hace amar, lo cual consiste en que siendo esta amistad una unión puramente moral o de obligación nacida de un beneficio recibido, no puede subsistir contra los cálculos del interés; en lugar de que el temor tiene por objeto el apartamiento de una pena o castigo, de cuya idea la impresión que recibe el ánimo es más profunda. Sin embargo, el príncipe no debe hacerse temer tanto, que deje de ser amable y merezca que le aborrezcan; no siendo difícil encontrar un buen medio, y mantenerse en él. Bástale para no ser aborrecido respetar las propiedades de sus súbditos y el honor de sus mujeres. Cuando se halle en la necesidad de imponer la pena de muerte, manifieste los motivos que tuviere, y sobre todo no toque a los bienes de los condenados, porque es preciso confesar que más pronto olvidan los hombres la muerte de sus parientes que la pérdida de su patrimonio. Por otra parte, tiene el príncipe sobradas ocasiones de tomar los bienes ajenos, si se propone vivir de la rapiña; al paso que son mucho más raras las de derramar la sangre de sus súbditos, y se acaban más pronto.
Pero, hallándose el príncipe al frente de su ejército y teniendo bajo sus órdenes una multitud de soldados, no debe hacer caso de que entre ellos se le tenga por cruel, respecto a que le será útil esta misma reputación para mantener la tropa en la obediencia y para evitar toda especie de facción.
Entre otras prendas admirables poseía Aníbal la de hacerse temer de sus soldados en tanto grado, que, habiendo conducido a país extranjero un ejército numerosísimo, compuesto de todo linaje de gentes, no tuvo que castigar el menor desorden, ni la falta más ligera contra la disciplina, ya siéndole la fortuna favorable, ya siéndole contraria; efecto que solamente puede atribuirse a su extremada severidad y a las demás dotes que le hacían respetar y ser temido del soldado, sin lo cual ni su ingenio ni su valor le hubieran sido útiles.
Hay, sin embargo, escritores tan poco juiciosos en mi opinión, que, aunque hagan el debido elogio de las grandes empresas de Aníbal, no aprueban semejante máxima; pero nada le justifica tanto en esta parte como el ejemplo de Escipion, uno de los mayores capitanes que nos da a conocer la historia de Roma. La excesiva indulgencia suya con las tropas que mandaba en España no produjo sino desórdenes, y últimamente una insurrección general; por lo que Fabio Máximo le echó en cara delante del senado pleno, que había estragado la milicia romana. Habiendo dejado sin castigo el mismo general la bárbara conducta de uno de sus tenientes con los Locrienses, dijo un senador, para justificarle, que había hombres a quienes era mucho más fácil no cometer yerros que castigarlos. Semejante exceso de indulgencia hubiera con el tiempo deslucido la reputación y gloria de Escipion, si hubiese continuado mandando y conservara las mismas disposiciones; pero, lejos de perjudicarle, redundó todo en mayor honra suya, porque vivía bajo el gobierno del senado.
Concluyo, pues (volviendo a mi primera cuestión acerca de si vale más ser amado que temido), que, como los hombres aman por libertad o por capricho, y por el contrario, temen según el gusto del que los gobierna, un príncipe prudente no debe contar sino con lo que está a su disposición; pero sobre todo cuide, según ya tengo advertido, de hacerse temer, sin llegar a ser aborrecible.