Alrededor de la Luna

Capítulo 11. Fantasía y realidad

Capítulo 11. Fantasía y realidad

—¿Has visto alguna vez la Luna? —preguntaba irónicamente un

profesor a su discípulo.

—No, señor —replicó éste, más irónicamente aún—, pero debo

confesarle que he oído hablar de ella alguna vez.

La mayor parte de los seres sublunares podían dar formalmente

esta respuesta. ¡Cuántas personas han oído hablar de la Luna sin

haberla visto .nunca, por lo menos a través de un telescopio!

¡Cuántos no han visto jamás un mapa de su satélite!

Si se mira un mapa selenográfico, una cosa llama la atención

ante todo. Al revés de lo que sucede en la Tierra o en Marte, los

continentes ocupan más particularmente el hemisferio Sur del globo

lunar; y no se presentan esas líneas terminales, tan claras y tan

regulares, que dibujan la América Meridional, el África y la

península india. Sus costas angulosas, caprichosas y profundamente

festoneadas, abundan en golfos y penínsulas, presentando con

bastante analogía el aspecto confuso de las islas de la Sonda,

donde las tierras se hallaban excesivamente divididas. Si alguna

vez ha habido navegación en la superficie de la Luna debió de ser

muy difícil y peligrosa, y hay que compadecer a los marinos y a los hidrógrafos selenitas; a los unos cuando hubieran de acercarse a

tan peligrosos fondeadores, a los otros cuando tuvieron que

levantar los planos de tan irregulares costas.

También se verá que en el esferoide lunar el Polo Sur es mucho

más continental que el Polo Norte. En este último no existe más que un ligero casquete de tierras, separadas de los otros continentes

por mares extensos. Hacia el Sur los continentes cubren casi todo

el hemisferio; es, pues posible que los selenitas hayan plantado ya su pabellón en uno de los polos, mientras que los Franklin, los

Rosse, y los Kane, los Dumont d'Urville, los Lambert y tantos otros se han esforzado inútilmente en encontrar ese punto desconocido de

nuestro globo terrestre.

Por lo que se refiere a las islas, abundan muchísimo en la

superficie lunar. Casi todas tienen figura oblonga o circular, como si estuvieran trazadas a compás, y forman como un gran archipiélago que sólo puede compararse con ese grupo encantador esparcido entre

Grecia y el Asia Menor y que la mitología animó en tiempos antiguos con sus interesantes leyendas. Acuden, sin querer, a la memoria los nombres de Naxos, Tenedos, Cárpatos, y los ojos buscan el navío de

Ulises o el clipper de los Argonautas. Esto es, por lo menos, lo

que pedía Miguel Ardán, porque veía un archipiélago griego en el

mapa. A los ojos de sus compañeros, no tan entusiastas como él, el

aspecto de aquellas costas recordaba más bien a las tierras

fraccionadas de Nueva Brunswick y de la Nueva Escocia; y donde el

francés encuentra la huella de los héroes fabulosos, los americanos marcaban sitios a propósito para el establecimiento de factorías

beneficiosas al comercio y a la industria lunares.

Para terminar la descripción de la parte continental de la Luna

bastarán algunas palabras sobre su disposición orográfica. Se

distinguen con mucha claridad en ella las cordilleras, las montañas aisladas, los circos y las fallas. Todo el relieve lunar se halla

comprendido en esta división, y es sumamente quebrado, pudiéndose

comparar con una Suiza dilatada o una Noruega continua, formada

totalmente por la acción plutónica. Aquella superficie, tan

profundamente desigual, es el resultado de las continuas

contracciones de la corteza, en la época en que el astro se hallaba en vías de formación. El disco lunar es a propósito para el estudio de los grandes fenómenos geológicos. Como lo hacen notar algunos

astrónomos, su superficie, aunque más antigua que la de la Tierra,

se ha conservado más nueva. Allí no hay aguas que deterioren el

relieve primitivo, y cuya acción creciente produzca una especie de

nivelación general, ni aire cuya incidencia descomponente modifique los perfiles orográficos, Allí el trabajo plutónico, no alterado

por las fuerzas neptunianas, se halla en toda su pureza nativa. En

la Tierra tal y como debía de ser antes de que las mareas y las

corrientes la hubieran cubierto de capas sedimentarias.

Después de recorrer aquellos vastos continentes la mirada se

fija en los mares, más extensos aún. No sólo su conformación, su

situación y su aspecto, recuerdan al de los océanos terrestres,

sino que, además, como sucede en la Tierra, dichos mares ocupan la

mayor parte del globo, y sin embargo, no son espacios líquidos sino llanuras, cuya naturaleza esperaban los viajeros determinar muy

pronto.

Los astrónomos han adornado a esos supuestos mares con nombres

de los más extraños, y que la ciencia, sin embargo, ha respetado

hasta hoy. Miguel Ardán tenía razón al comparar aquel mapa con un

“mapa de la Ternura” como pudieran haberlo formado la Scudery o

Cyrano de Bergerac.

—Sólo que —añadía— éste ya no es el mapa del sentimiento como en

el siglo diecisiete; es el mapa de la Vida, perfectamente dividido

en dos partes, la una femenina, masculina la otra. A las mujeres,

el hemisferio de la derecha, a los hombres, el de la izquierda.

Los compañeros de Miguel se encogían de hombros, porque

consideraban el mapa lunar desde un punto de vista muy distinto que su poético amigo; y sin embargo, éste no dejaba de tener razón,

como puede juzgarse.

En el hemisferio de la izquierda se extiende el Mar de los

Nublados, en que tantas veces va a ahogarse la razón humana. No

lejos de allí aparece el Mar de las Lluvias, alimentado por todas

las agitaciones de la vida. Más allá se abre el Mar de las

Tempestades, en que el hombre lucha sin cesar contra sus pasiones,

las más de las veces victoriosas. Después, consumido por los

desengaños, las traiciones, las infidelidades, y toda la serie de

penalidades terrestres, ¿qué encuentra al fin de su carrera?, ese

vasto Mar de los Humores, dulcificados apenas por algunas gotas de

agua del Golfo del Rocío. Nubes, lluvias, tempestades, humores;

¿contiene otra cosa la vida del hombre, y no se resume en esas

cuatro palabras?

El hemisferio de la derecha dedicado a las mujeres, encierra

mares más reducidos, cuyos significativos nombres expresan todos

los incidentes de una existencia femenina. El Mar de la Serenidad

es aquel en que se mira la joven, y el Lago de los Sueños, es el

que le refleja a un porvenir sonriente. Vienen luego el Mar del

Néctar con sus oleadas de ternura y sus brisas de amor. El Mar de

la Fecundidad, el Mar de las Crisis, el Mar de los Vapores, cuyas

dimensiones son demasiado reducidas quizá; y por fin, el extenso

Mar de la Tranquilidad, donde son absorbidas todas las falsas

pasiones, todos los sueños inútiles, todos los deseos no

satisfechos, y cuyos torrentes se derraman por último en el Lago de la Muerte.

¡Qué extraña sucesión de nombres! ¡Qué singular división la de

estos dos hemisferios de la Luna, unidos uno a otro como el hombre

y la mujer, y formando esa esfera de vida transportada al espacio!

¿No tenía el poético Miguel sobrada razón para interpretar así toda aquella fantástica poesía de los antiguos astrónomos? Pero mientras su imaginación recorría de este modo los mares, sus graves

compañeros consideraban las cosas más geográficamente, aprendían de memoria aquel nuevo mundo, y medían sus ángulos y sus

diámetros.

Para Barbicane y Nicholl, el Mar de los Nublados era una inmensa

depresión del terreno, sembrado de cierto número de montañas

circulares, que cubría una gran porción de la parte occidental del

hemisferio Sur, ocupando ciento ochenta y cuatro mil ochocientas

leguas cuadradas, y teniendo su centro en los 15° de latitud Sur y

20° de longitud Oeste. El Océano de las Tempestades, Oceanus

Procellarum, la llanura más extensa del disco lunar, ocupaba una

superficie de trescientas veintiocho mil trescientas leguas

cuadradas, hallándose situado su centro en los 10° de latitud Norte y 45° de longitud Este. De su seno se alzaban las admirables

montañas radiantes del Mar de los Nublados por altas cordilleras,

se extendía el Mar de las Lluvias, Mare Imbrium, con su punto

céntrico a los 35° de latitud septentrional y 20° de longitud

oriental; era de forma casi circular, y cubría un espacio de ciento noventa y tres mil leguas cuadradas. No lejos de él el Mar de los

Humores, Mare Humorum, pequeña cavidad de cuarenta y cuatro mil

doscientas leguas cuadradas, se hallaba situado a los 25° de

latitud Sur y 40° de longitud Este. Por último en el mismo litoral

de aquel hemisferio se dibujaban tres golfos más, el golfo Tórrido, el golfo del Rocío, el golfo de los Lirios, llanuras de poca

extensión encerradas entre elevadas cordilleras.

El hemisferio femenino, naturalmente más caprichoso, se

distinguía por sus mares más pequeños y en mayor número. Eran

éstos, hacia el Norte, el, mar del Frío, Mare Frigoyis, hacia los

50° de latitud y 0° de longitud, con una superficie de setenta y

seis mil leguas cuadradas, que confinaba con el lago de la Muerte y también con el lago de los Sueños; el mar de la Serenidad, Mare

Serenitatis, a los 25° de latitud Norte y 20° de longitud Oeste,

con una superficie de ochenta y seis mil leguas cuadradas; el mar

de las Crisis, Mare Crisium, perfectamente limitado y muy redondo,

que comprendía los 17° de latitud Norte y los 55° de latitud Este;

una superficie de cuarenta mil leguas cuadradas, verdadero Caspio

sepultado en medio de un anfiteatro de montañas. Después, en el

Ecuador, a los 5° de latitud Norte y 25° de longitud Oeste,

aparecía el mar de la Tranquilidad, Mare Tranquilitatis, con una

superficie de ciento veintiuna mil quinientas nueve leguas

cuadradas. Este mar comunica por el Sur con el mar del Néctar, Mare Nectaris, extensión de veintiocho mil ochocientas leguas cuadradas

a los 15° de latitud y 25° de longitud Oeste; y por el Este con el

mar de la Fecundidad, Mare Fecunditatis, el más extenso de aquel

hemisferio, puesto que ocupa doscientas diecinueve mil trescientas

leguas cuadradas, a los 3° de latitud Sur y 50° de longitud Oeste.

Finalmente, al Norte y al Sur se distinguían, además; otros dos

mares, el mar de Humboldt, Mare Humboldtianum, de superficie de

seis mil leguas cuadradas, y el mar Austral, MareAustrale, con una

superficie de veintiséis mil.

En el centro del disco lunar y cabalgando sobre el Ecuador y el

meridiano cero, se abría el golfo del Centro, Sinus Medú, especie

de lazo de unión entre ambos hemisferios.

De este modo se descomponía a los ojos de Barbicane y de Nicholl

la superficie siempre visible del satélite de la Tierra. Cuando

reunieron aquellas medidas, calcularon que la superficie de aquel

hemisferio era de cuatro millones setecientas treinta y ocho mil

ciento sesenta leguas cuadradas, de las cuales tres millones

trescientas diecisiete mil seiscientas las componían los volcanes,

las cordilleras, los circos, las islas, en una palabra cuanto

parecía formar la parte sólida de la Luna; y un millón

cuatrocientas diez mil cuatrocientas leguas los mares, lagos,

pantanos, lo que parecía constituir la parte líquida. Todo lo cual

era completamente indiferente al bueno de Miguel.

Vemos, pues, que ese hemisferio es tres veces y media más

pequeño que el hemisferio terrestre; y sin embargo, los

selenógrafos han contado ya en él más de cincuenta mil cráteres.

Es, por tanto, una superficie aburbujada, resquebrajada, una criba

o espumadera en toda la extensión de la palabra, y digna de la

calificación poco poética que le han dado los ingleses, de green

cheese, que quiere decir “queso verde”.

—¡Véase —dijo Ardán— cómo tratan los anglosajones del siglo XIX a

la rubia Febe, a la amable Isis, a la hechicera Astarté, a la reina de la noche, a la hija de Latona y de Júpiter, a la hermana menor

del radiante Apolo!

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