Alrededor de la Luna

Capítulo 13. Paisajes lunares

Capítulo 13. Paisajes lunares

A las dos y media de la mañana, el proyectil se encontraba a la

altura del trigésimo paralelo lunar y a una distancia efectiva de

1,000 kilómetros, reducida a 10 por los instrumentos de óptica.

Seguía pareciendo imposible que llegase a tocar en ningún punto del disco; y su velocidad de traslación relativamente mediana, era

explicable para el presidente Barbicane; por que a la distancia en

que se hallaba de la Luna debía haber sido considerable para

neutralizar la fuerza de la atracción. Había, pues, un fenómeno que no acertaba a explicarse y, además faltaba tiempo para indagar la

causa. La superficie lunar pasaba rápidamente a la vista de los

viajeros, que no querían perder ni el menor detalle.

El disco se presentaba, pues, en los anteojos, a la distancia de

dos leguas y media. Un aeronauta, transportado a esta distancia de

la Tierra, ¿qué distinguía en su superficie? Nadie puede decirlo,

ya que las mayores ascensiones han pasado de ocho mil metros.

Veamos, sin embargo, una descripción exacta de lo que Barbicane

y sus compañeros veían desde aquella altura. En primer lugar veían

en el disco manchas extensas de colores variados. Los selenógrafos

no están acordes, acerca de la naturaleza de estas coloraciones que son perfectamente distintas unas de otras. Julio Schmidt supone que si los océanos terrestres quedasen secos, un observador selenita no distinguiría sobre el globo, entre los océanos y las llanuras

continentales, matices tan diversos como los que se manifiestan en

la Luna a un observador terrestre. Según él, el color común de las

extensas llanuras conocidas con el nombre de “mares”, es el gris

oscuro mezclado con verde o pardo. Algunos grandes cráteres tienen

también esta coloración tan especial.

Barbicane conocía esta opinión del selenógrafo alemán, opinión

de que participaban Beer y Moedler; y pudo convencerse de que la

observación les daba la razón contra ciertos astrónomos que no

admiten sino el color gris en la superficie de la Luna. En ciertos

espacios resaltaba con viveza el color verde, tal como resulta,

según julio Schmidt, en los mares de la Serenidad y de los Humores.

Barbicane observó asimismo ambos cráteres, desprovistos de conos

exteriores, que despedían un color azulado, análogo a los reflejos

de una plancha de acero recién pulimentada. Estas coloraciones

pertenecían efectivamente, al disco lunar, y no procedían, como han supuesto algunos astrónomos, de la interposición de la atmósfera

terrestre. Para Barbicane, no había duda en este punto. Observaba a través del vacío y no podía cometer error alguno de óptica; así,

consideró el hecho de las diversas coloraciones como conquista

definitiva de la ciencia. Ahora bien, ¿eran debidos aquellos

matices verdes a una vegetación tropical, sostenida por una

atmósfera densa y baja? Esto es lo que no se atrevía a

asegurar.

Más allá vio un matiz rojizo, también muy marcado, semejante a

otro observado anteriormente en el fondo de un recinto aislado, que se llama circo de Lichtenberg, al borde de la Luna. Más no pudo

reconocer su naturaleza.

No estuvo más afortunado con otra particularidad del disco,

porque no pudo determinar exactamente la causa. Véase lo que era

esta particularidad.

Estaba Miguel Ardán en observación cerca del presidente, cuando

divisó largas líneas blancas, vivamente iluminadas por los rayos

directos del Sol. Era una serie de surcos luminosos muy diferentes

de la irradiación que presentaba Copérnico y que se prolongaban

paralelos unos a otros.

Con su habitual ligereza, exclamó inmediatamente Miguel:

—¡Hombre, campos cultivados!

—¿Campos cultivados? —dijo Nicholl, encogiéndose de hombros.

—Por lo menos labrados —añadió Miguel Ardán—. Pero qué buenos

labradores deben de ser esos selenitas y qué bueyes tan gigantescos engancharán a sus arados para abrir tales surcos!

—No son surcos —dijo Barbicane—, son fallas.

—Vaya por las fallas —respondió con docilidad, Miguel—; falta

ahora saber qué se entiende por fallasen el mundo científico.

Barbicane explicó a su compañero lo que sabía de las fallas

lunares. Sabia que eran surcos observados en todas las partes no

montañosas del disco; que estos surcos, por lo general aislados,

miden de cuatro a cincuenta leguas de extensión; que su anchura

varía de mil a mil quinientos metros, y que sus bordes son

rigurosamente paralelos. Pero no sabía más sobre su formación ni su naturaleza.

Armado del anteojo observó Barbicane aquellas fallas con la

mayor atención y advirtió que sus bordes estaban formados por

pendientes sumamente escarpadas y constituían una especie de

parapetos paralelos, que la imaginación se figuraba como líneas de

fortificación elevadas por los ingenieros selenitas. De estas

diferentes fallas, unas eran enteramente rectas, como tiradas a

cordel; otras presentaban una ligera curva, aunque conservando en

sus bordes el paralelismo; aquéllas se entrecruzaban; éstas

cortaban los cráteres; aquí surcaban cavidades tales como Posidonio o Petavio; allí serpenteaban los mares, tales como el mar de la

Serenidad.

Estos accidentes naturales debieron de excitar necesariamente la

imaginación de los astrónomos terrestres. Las primeras

observaciones no habían descubierto las fallas..Ni Hevelius ni

Cassini ni La Hire ni Herschel parecían haberlas conocido. El

primero que las señaló a la atención de los sabios fue Schroeter en 1789. Después las estudiaron otros, entre ellos Pastoff,

Gruithuysen, Beer y Moedler. Hoy su número se eleva a setenta; pero si han sido contadas, en cambio no se ha determinado su naturaleza.

Está demostrado, sin embargo, que no son fortificaciones, ni lechos de antiguos ríos hoy secos; porque por una parte, las aguas, tan

ligeras en la superficie de la Luna, no hubieran podido abrir tales cauces, y por otra, aquellos surcos atraviesan muchas veces

cráteres situados a gran elevación.

No obstante hay que reconocer que Miguel Ardán tuvo una idea

algo fundada, y que, sin saberlo él, era la misma de Julio

Schmidt.

—¿Por qué razón —decía— esas inexplicables apariencias no han de

ser fenómenos de vegetación?

—¿Y en qué te fundas para sospecharlo? —preguntó Barbicane.

—No te alteres, dignísimo presidente —respondió Miguel—. ¿No

podría suceder que esas líneas oscuras, que parecen formar

espaldones, fuesen hileras de árboles dispuestos con

regularidad?

—¿Te has empeñado en ver vegetación? —dijo Barbicane.

—No tal —replicó Miguel Ardán—; no pretendo sino explicar lo que

no explicáis los sabios. Mi hipótesis, cuando menos, tiene la

ventaja de indicar por qué desaparecen o parecen desaparecer esas

fallas en épocas determinadas y periódicas.

—¿Por qué lo dices?

—Porque esos árboles se hacen invisibles cuando se quedan sin

hojas, y vuelven a ser visibles cuándo las echan de nuevo.

—Ingeniosa es tu explicación, querido compañero, pero

inadmisible.

—¿Por qué?

—Porque en la superficie de la Luna puede decirse que no hay

estaciones y, por consiguiente, no pueden verificarse los fenómenos de vegetación de que hablas.

En efecto, la escasa oblicuidad del eje lunar mantiene allí al

sol a una altura casi igual en cada latitud. En las regiones

ecuatoriales, el astro radiante ocupa casi invariablemente el

cenit, y apenas pasa del horizonte en las regiones polares. De

manera que según se halla situada cada región, así vive en

invierno, primavera, estío u otoño perpetuo, lo mismo que en el

planeta Júpiter, cuyo eje se halla igualmente poco inclinado sobre

su órbita.

—¿Qué origen tienen, pues, estas fallas? He ahí una cuestión

difícil de resolver. Seguramente serían posteriores a la formación

de los cráteres y los circos, porque algunas han cortado el recinto de éstos Es posible que habiéndose formado en las últimas épocas

geológicas, sean debidas simplemente a la expansión de las fuerzas

naturales.

A todo esto, el proyectil había llegado a la altura del grado 40

de latitud lunar, a una distancia de la superficie del astro no

superior, sin duda, a ochocientos kilómetros. Los objetos se

dibujaban en los anteojos como si sólo distaran dos leguas. En

aquel punto, a los pies de los observadores, se hallaba el Helicón, de quinientos cinco metros de alto, y a la izquierda se perfilaban

en redondo esas medianas alturas que encierran una, corta porción

del mar de las Lluvias, con el nombre de golfo de los Lirios.

La atmósfera terrestre habría de ser ciento setenta veces más

transparente de lo que es para que los astrónomos pudieran hacer, a través de ella, observaciones completas en la superficie lunar.

Pero en el vacío en que flotaba el proyectil no se interponía

fluido alguno entre el ojo del observador y el objeto observado.

Además Barbicane se hallaba a una distancia que no habían alcanzado nunca los más potentes telescopios, ni el de John Rosse, ni el de

las Montañas Rocosas. Estaba, pues, en condiciones sumamente

favorables para resolver la importante cuestión de la habitabilidad de la Luna. Así y todo, esta solución se le escapaba todavía; no

distinguía más el lecho desierto de las grandes llanuras, y hacia

el Norte montañas áridas; pero ninguna obra que revelase la mano

del hombre, ni la ruina que revelara su paso. Tampoco se veía

aglomeración de animales que indicase allí el desarrollo de la

vida, ni aun en escala inferior. En ninguna parte se percibían

movimientos, ni aparecía vegetación. De los tres reinos que

formaban el globo terrestre, uno solo estaba en el globo lunar: el

mineral.

—¡Ah! —exclamó un tanto consternado Miguel—. ¿Conque no hay

nadie?

—No —respondió Nicholl—, a lo menos hasta ahora. Ni un hombre ni

un animal, ni un árbol. Después de todo, si la atmósfera se ha

refugiado en el fondo de las cavidades, dentro de los circos o en

la superficie opuesta de la Luna, nada podemos prejuzgar.

—Esto aparte —añadió Barbicane—, un hombre no es visible ni aun

para la vista más perspicaz a la distancia de siete kilómetros. Si

hay, pues, selenitas, ellos pueden ver nuestro proyectil, pero

nosotros no podemos verlos a ellos.

Hacia las cuatro de la mañana, y a la altura del cincuenta

paralelo, la distancia se había reducido a seiscientos kilómetros.

A la izquierda se extendía una línea de montañas de caprichosos

contornos y dibujadas en plena luz. Hacia la derecha, por el

contrario, se abría un agujero negro, como un gran pozo insondable

y oscuro perforado en el suelo lunar.

Aquel agujero era el lago Negro, era Platón, circo profundo, que

se puede estudiar cómodamente desde la Tierra, entre el último

cuarto y la Luna nueva, cuando las sombras se proyectan del oeste

al este.

Esta coloración negra se encuentra rara vez en la superficie del

satélite. Hasta ahora no se ha reconocido sino en las profundidades del circo de Endimion, al este del mar del Frío, en el hemisferio

norte y en el fondo del circo de Grimaldi, en el Ecuador, hacia el

borde oriental del astro.

Platón era una montaña circular situada a los 51° de latitud

norte y 9° de longitud este. Su circo tiene 92 kilómetros de largo

y 61 de ancho. Barbicane sintió mucho no pasar perpendicularmente

por encima de su extensa abertura, en la que había un abismo que

sondear y quizás algún fenómeno misterioso que sorprender. Pero no

podía modificarse la marcha del proyectil, y era forzoso aceptarlo

tal como era. Si no se saben dirigir los globos, menos aún los

proyectiles, cuando uno va encerrado dentro de las paredes.

A cosa de las cinco de la mañana se había pasado el límite

septentrional del mar de las Lluvias. Los montes La Condamine y

Fontenelle quedaban uno a la izquierda y otro a la derecha. Aquella parte del disco, desde los 60°, se volvía enteramente montañosa.

Los anteojos lo acercaban a una legua, distancia inferior a la que

separaba la cumbre del Monte Blanco del nivel del mar. Toda aquella región estaba erizada de pozos y circos. Hacia los 60° dominaba

Filofao, de tres mil setecientos metros de altura, con un cráter

elíptico de dieciséis leguas de largo y cuatro de ancho.

Entonces el disco, visto desde aquella distancia, ofrecía un

aspecto sumamente raro. Los paisajes presentaban condiciones muy

diferentes de los de la Tierra, pero también inferiores.

Como la Luna no tiene atmósfera, esta ausencia de envoltura

gaseosa produce consecuencias ya demostradas. No hay crepúsculo en

la superficie, sino que la noche sucede al día y el día a la noche

de repente, como una luz que se enciende o se apaga en medio de una oscuridad profunda. Tampoco hay transición desde el frío al calor,

sino que la temperatura pasa en un momento desde el grado de la

ebullición del agua a los más absolutamente fríos del espacio.

Otra consecuencia de la falta de aire es el que reinan tinieblas

completas allí donde no llegan los rayos del Sol. Lo que en la

Tierra se llama luz difusa, materia luminosa que el aire mantiene

en suspensión, que crea los crepúsculos y las auroras, que produce

las sombras, las penumbras y toda esa magia de claroscuros, no

existe en la Luna. De ahí resulta una dureza de contraste que no

admite sino dos colores: el blanco y el negro. Si un selenita se

preserva la vista de los rayos solares, el cielo le parece

enteramente negro y las estrellas brillan a sus ojos como en la más oscura noche.

Júzguese la impresión que tan extraño aspecto produciría en

Barbicane y en sus amigos. Sus ojos se desorientaban y no podían

apreciar las distancias de los diferentes términos entre sí. Un

paisaje lunar, que no se halla suavizado por el fenómeno del

claroscuro, no podría ser reproducido por un paisajista de la

Tierra; todo se reduciría a manchas negras sobre un fondo

blanco.

Este aspecto no se modificó ni aun cuando el proyectil, a la

altura de los 80° se halló separado de la Luna sólo por una

distancia de cien kilómetros; ni tampoco cuando, a las cinco de la

mañana, pasó a menos de cincuenta kilómetros de la montaña de

Gioja, distancia que los anteojos reducían a medio cuarto de legua.

Creían tocar la Luna con la mano; y les parecía imposible que el

proyectil no la tropezase de un momento a otro, aunque no fuera más que por el Polo Norte, cuya cumbre brillante se dibujaba

violentamente sobre el fondo negro del cielo. Miguel Ardán quería

abrir una lumbrera y precipitarse a la superficie lunar, sin

espantarse a la idea de una caída de doce leguas. La tentativa

hubiera sido inútil, porque si el proyectil no debía llegar a

ningún punto del satélite, Miguel, arrastrado por un movimiento, no llegaría tampoco.

En aquel momento eran las seis; aparecía el polo lunar. El disco

no presentaba a las miradas de los viajeros más que una mitad

fuertemente iluminada, mientras la otra desaparecía en las

tinieblas.

De repente, el proyectil pasó la línea que dividía la luz intensa

de la sombra absoluta y quedó súbitamente sumido en una profunda

oscuridad.

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