Alrededor de la Luna

Capítulo 16. El hemisferio meridional

Capítulo 16. El hemisferio meridional

Acababa de librarse el proyectil de un peligro tan terrible como

imprevisto; porque, ¿quién podía figurarse el encuentro de bólidos?

Estos cuerpos errantes podían suscitar a los viajeros nuevos y

graves peligros. Eran para ellos otros tantos escollos sembrados en aquel mar de éter y que, menos afortunados que los navegantes, no

podían evitar. Pero, ¿se quejaban por ello los aventureros de¡

espacio? Todo lo contrario; puesto que la Naturaleza les había dado el espléndido espectáculo de un meteoro cósmico, estallando con una expansión formidable y, además, tan incomparable fuego artificial,

inimitable para cualquier Duggieri, había iluminado por espacio de

algunos segundos el mundo invisible de la Luna, Durante esta rápida iluminación, se les habían mostrado los continentes, los mares y

las selvas. ¿Llevaba, pues, la atmósfera sus moléculas

vivificadoras a esa cosa desconocida? ¡Problemas insolubles

planteados a la curiosidad humana!

Eran entonces las tres y media de la tarde. El proyectil seguía

su dirección curvilínea alrededor de la Luna. ¿Había sido

modificada otra vez su trayectoria por el meteoro? Era de temer. No obstante, el proyectil debía describir una curva imperturbablemente determinada por las leyes de la mecánica racional. Barbicane se

inclinaba a creer que esta curva sería más bien una parábola que

una hipérbola. Sin embargo, admitida la parábola, debería salir el

proyectil con bastante rapidez del cono de sombra proyectado en el

espacio al lado opuesto del Sol. Éste era, efectivamente, muy

estrecho; tan pequeño es el diámetro angular de la Luna, si se le

compara con el diámetro del astro del día. Pero hasta entonces

flotaba el proyectil en esta profunda sombra. Cualquiera que

hubiese sido su velocidad, que no había podido ser sino muy

mediana, continuaba su período de ocultación. Esto era evidente y

no hubiera debido ser así en el caso propuesto de una trayectoria

parabólica. Nuevo problema que atormentaba el cerebro de Barbicane, verdaderamente aprisionado en el círculo de incógnitas que no podía descifrar.

Ninguno de los viajeros pensaba en descansar un momento. Todos

acechaban algún hecho inesperado que no arrojase nueva luz sobre

tus estudios uranográficos. A cosa de las cinco distribuyó Miguel

Ardán, con el nombre de comida, algunos pedazos de pan y de carne

fiambre, que fueron rápidamente devorados, sin que nadie abandonase su lumbrera, cuyos cristales se llenaban continuamente de costras

por la condensación de los vapores.

A eso de las cinco y cuarenta y cinco minutos de la tarde,

Nicholl, provisto de su anteojo, señaló hacia el borde meridional

de la Luna y en la dirección que seguía el proyectil, algunos

puntos brillantes que resaltaban en el fondo sombrío del cielo.

Hubieran podido compararse a una serie de agudos picos, que se

perfilaban como una línea recortada. Estos puntos se iluminaban con bastante intensidad. Así aparecía el último término lineal de la

Luna, cuando se presentaba en una de sus fases.

No cabía equivocación. No se trataba de un simple meteoro cuya

arista luminosa no tenía color ni movilidad y menos aún, de un

volcán en erupción, por lo cual Barbicane no tardó en

decidirse.

—¡El Sol! —exclamó.

—¿Cómo, el Sol? —dijeron Nicholl y Miguel Ardán.

—Sí, amigos míos, es el astro radiante que ilumina la cima de

estas montañas, situadas en el borde meridional de la Luna. ¡Nos

acercamos al Polo Sur!

—Después de haber pasado por el Polo Norte —contestó Miguel—.

¡Luego hemos dado la vuelta a nuestro satélite!

—Sí, querido Miguel.

—Entonces, nada de hipérbola, ni curvas abiertas que temer.

—No, sino una curva cerrada.

—Que se llama…

—Una elipse. En vez de marchar a abismarse en los espacios

interplanetarios, es probable que el proyectil vaya a describir una órbita elíptica alrededor de la Luna.

—Es cierto.

—Y se hará su satélite.

—Luna de la Luna —exclamó Miguel Ardán.

—Únicamente te haré observar, mi digno amigo —repuso Barbicane—,

que no por eso estaremos menos perdidos.

—Sí, pero de otra manera y mucho más divertida —respondió él

imperturbable con su amable sonrisa.

Tenía razón el presidente Barbicane. Al describir el proyectil

esta órbita elíptica iba a gravitar eternamente alrededor de la

Luna como un subsatélite.

Era un nuevo astro añadido al mundo solar, un macrocosmos

poblado por tres habitantes, que morirían por falta de aire dentro

de poco tiempo. Barbicane no podía alegrarse, pues, de esta

situación definitiva, impuesta al proyectil por la doble influencia de las fuerzas centrípeta y centrífuga. Él y sus compañeros iban a

ver de nuevo la cara iluminada del disco lunar., Acaso se

prolongaría su existencia lo bastante para que pudiesen ver por

última vez toda la Tierra, soberbiamente iluminada por los rayos

del Sol. Acaso podría dirigir una última despedida a este globo que ya no volverían a ver. Después, el proyectil no sería más que una

masa sin vida, semejante a esos asteroides inertes que circulan por el éter. Sólo tenían un consuelo: el de abandonar por fin aquellas

insondables tinieblas y volver a la luz, entrando en las zonas

bañadas por la irradiación solar.

Mientras tanto, las montañas descubiertas por Barbicane se

separaban cada vez más de la masa sombría. Eran los montes Doerfel

y Leibnitz, que erizaban al Sur la región circumpolar de la

Luna.

Todas las montañas del hemisferio visible han sido medidas con

una completa exactitud. Quizás extrañe esta perfección, y sin

embargo, son en extremo exactos estos métodos hipsométricos. Puede

afirmarse que la elevación de las montañas de la Luna está

determinada con. la misma exactitud que la de las montañas de la

Tierra.

El procedimiento más generalmente empleado es el que mide la

sombra proyectada por las montañas, teniendo en cuenta la altura

del Sol en el momento de la observación. Esta medida se obtiene

fácilmente con un anteojo provisto de un retículo con dos hilos

paralelos, y admitiendo corno base, que es exactamente conocida, el diámetro real del disco lunar. Este método permite igualmente

calcular la profundidad de los cráteres y de las cavidades de la

Luna. Galileo se sirvió de dicho aparato, y después lo han empleado Beer y Moedler, con el mejor resultado.

El segundo método, llamado de los rayos tangentes, puede también

aplicarse para medir los relieves lunares. Se emplea en el momento

en que las montañas se presentan como puntos luminosos apartados de la línea de división de la sombra y de la luz, que brillan sobre la parte oscura del disco.

Esto puntos luminosos son producidos por los rayos solares

superiores a los que determinan él límite de la f ase. Por tanto la medida del intervalo oscuro, que deja entre si el punto luminoso y

la parte luminosa más próxima indica exactamente la elevación de

este punto. Pero se comprende que este procedimiento no puede

aplicarse más que a las montañas que están cercanas a la línea de

separación de la sombra y la luz.

Hay un tercer método que consiste en medir con el micrómetro el

perfil de las montañas lunares que se dibujan en el fondo; pero no

es aplicable más que a las elevaciones próximas al borde del

astro.

Como quiera que sea, hay que tener presente que esta medida de

los intervalos, sombras o perfiles, no puede realizarse sino cuando los rayos solares tocan oblicuamente a la Luna, con relación al

observador. Cuando la tocan directamente; en una palabra, cuando es Luna llena, toda sombra es fuertemente difuminada en su disco, y la observación se hace imposible.

Galileo fue el primero que, después de haber determinado la

existencia de las montañas lunares, empleó el método de las sombras proyectadas, para calcular sus elevaciones. Les calculó, como ya

queda dicho, una elevación media de 4,500 toesas. Hevelius rebajó

notablemente estas cifras, que, en cambio, duplicó Riccioli. Estas

medidas eran exageradas por ambas partes. Provisto Herschel de

instrumentos perfeccionados, se aproximó más a la verdad

hipsométrica; pero es necesario, finalmente, buscarla en las

relaciones de los observadores modernos.

Beer y Moedler, los mejores selenógrafos del mundo, han medido

mil noventa y cinco montañas lunares. De sus cálculos resulta que

seis de estas montañas se elevan a más de 5,800 metros, y veintidós a más de 4,800. La cima más alta de la Luna mide 7,603 metros; es,

pues, inferior a las de la Tierra, algunas de las cuáles la

sobrepujan en 500 o 600 toesas; pero hay que hacer una advertencia: si se comparan las montañas con los volúmenes respectivos de los

dos astros, son relativamente más elevados las de la Luna que las

de la Tierra. Las primeras forman 1/4 70 del diámetro de la Luna y

las segundas, 1/440 del diámetro de la Tierra. Para que una montaña alcance las proporciones relativas de una montaña lunar sería

necesario que su elevación perpendicular —fuese de seis leguas y

media, y resulta que la más elevada no tiene nueve kilómetros.

Por consiguiente, y procediendo por comparación, la cordillera

del Himalaya tiene tres cimas superiores a las cimas lunares; el

monte Everest, de 8,137 metros de elevación; el Kunchinjuga, de

8,100 metros, y el Dwalagiri, de 8,007 metros. Los montes Doerfel y Leibniz de la Luna tienen una altura igual a la de Jewahir de la

misma cordillera, o sea 7,603 metros. Blancanus, Endytnion las

cimas principales del Cáucaso y de los Apeninos son superiores al

monte Blanco, que mide 4,810 metros. Son iguales al Monte Blanco,

Moret, Teófilo, Catharina; al Monte Rosa, o sea 4,636, Piccolomini, Werner, Harpalus; al monte Cervino, de 4,522 metros de elevación,

Macribio, Eratóstenes, Albateque, Delambre; al Pico de Tenerif de

3,7 10 metros, Bacon, Cysatus, Philolaus y los picos de los Alpes;

al Mont Perdu, de los Pirineos, de 3,351 metros, Roemer y

Bogulawski; al Etna, de 3,227 metros, Hércules, Atlas,

Fumerius.

Esos son los puntos de comparación que permiten apreciar la

elevación de las montañas lunares. Precisamente la trayectoria

seguida por el proyectil era hacia esta región montañosa del

hemisferio Sur, en donde se alzan los mayores ejemplares de la

orografía lunar.

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