Dueño del Mundo

XVI. ¡En nombre de la ley!

XVI. ¡En nombre de la ley!

¿Cuál sería el desenlace de la aventura en que me había empeñado? ¿Podía prever cuándo y cómo concluirla? ¿Se me presentaría la ocasión de huir como a Uncle Prudent y Phil Evans en la isla de Chatham?

En todo caso, mi curiosidad no estaba satisfecha más que en lo concerniente al misterio del Great-Eyry. Habiendo visitado este paraje, conocía la causa de los fenómenos observados en esta región de las Montañas Azules.

Tenía la certidumbre de que no había temores de erupción ni de temblor de tierra. El Great-Eyry era simplemente el refugio de Robur el conquistador, quien sin duda lo descubriría en uno de sus viajes aéreos.

Pero del maravilloso aparato de locomoción, ¿qué sabía yo en resumidas cuentas? En cuanto a mi libertad, hacíame las siguientes reflexiones:

Seguramente Robur tiene interés en mantener el incógnito, y no hay más que un solo hombre capaz de establecer su identidad con la del Dueño del mundo; este hombre soy yo, su prisionero; yo, que tengo el deber de prenderle en nombre de la ley. Por otra parte, es ilusorio esperar un socorro del exterior.

Transcurrió el día sin que la situación cambie en lo más mínimo. Robur y sus hombres trabajaban activamente en el aparato, pues las máquinas necesitaban varias reparaciones. Urgía que no tardásemos en partir.

Verdad es que pudieran dejarme en el fondo del Great-Eyry, de donde no podría salir, con provisiones para muchos días.

Me pareció observar que Robur estaba bajo el imperio de una exaltación permanente.

¿Qué meditaba su cerebro en constante ebullición?… ¿Qué proyectos maquinaba para el porvenir? ¿Hacia qué regiones se dirigiría?… ¿Trataría de poner en ejecución sus amenazas de loco?

La noche que siguió a este día dormí en un lecho de hierba seca en una de las grutas del Great-Eyry, donde habían puesto alimentos a mi disposición.

El 2 y el 3 de agosto ellos continuaron los trabajos, sin que Robur y sus compañeros cambiaran más que unas breves frases de cuando en cuando.

A veces el Dueño del mundo erraba pensativo, se detenía de pronto y elevaba al cielo su brazo como dirigido en contra de Dios con quien pretendía compartir el imperio del mundo. Había motivos para temer una catástrofe.

En cuanto a escaparme del Great-Eyry, si es que El Espanto tendía vuelo era una locura intentarlo.

Sabido es que había procurado inútilmente obtener una respuesta de Robur acerca de mi situación.

Aquel día hice una nueva tentativa. Capitán le dije aproximándome: Le he dirigido a usted una pregunta sin obtener contestación. Esta pregunta la repito ahora: ¿Qué piensa hacer usted de mí?

Estábamos a dos pasos uno de otro. Con los brazos cruzados Robur me miró de un modo que me produjo espanto. ¡Espanto!, ésa es la palabra.

No es posible que hombre con toda su razón lance aquella mirada, que parecía no tener nada de humana.

Repetí mi pregunta con voz más imperiosa y hubo un instante en que creí que Robur iba a salir de su mutismo.

¿Qué va usted a hacer de mí?… ¿Recobraré mi libertad? Evidentemente, Robur era presa de una obsesión que no le dejaba. Sin contestarme, acaso sin haberme oído, Robur entró en la gruta.

En la tarde del 3 de agosto los trabajos de reparación habían concluido. Los dos auxiliares del Dueño del mundo llevaron al centro del circo todos los restos del material, cajas vacías, pedazos de madera, que procedían sin duda del antiguo Albatros, sacrificado al nuevo aparato de locomoción. Sobre el montón extendieron una capa de hierba seca, y pensé que Robur se preparaba a dejar definitivamente aquel refugio.

No se consideraba seguro, y previendo que uno u otro día se lograría penetrar en el Great-Eyry, no quería sin duda, dejar rastro de su instalación. El sol había desaparecido detrás de las Altas Montañas Azules. Probablemente El Espanto esperaría hasta la noche para alzar su vuelo.

A las nueve la oscuridad era completa, y El Espanto podía salir del Great-Eyry sin que su paso fuese advertido.

En ese momento uno de los hombres se acercó hasta el montón de combustible y le prendió fuego.

Todo se incendió rápido. En medio de la espesa humareda, las llamas subieron a una altura que rebasaba a las murallas del Great-Eyry.

Seguramente que los habitantes de Morganton y de Pleasant-Garden creerían una vez más que se aproximaba una erupción volcánica.

Yo, mientras tanto, contemplaba el incendio viendo cómo crepitaba ruidosamente la formidable hoguera.

De pie, sobre el puente de El Espanto, Robur también miraba. El fuego, disminuyó poco a poco, hasta no quedar más que un gran brasero lleno de espesas cenizas volviendo a reinar el silencio más absoluto en el medio de aquella noche totalmente oscura.

De pronto me sentí cogido por el brazo y arrastrado hacia el aparato. La resistencia era inútil, y, además, todo era preferible a quedarse abandonado allí.

En cuanto estuve sobre el puente, los dos hombres embarcaron, poniéndose uno a proa y entrando otro en la cámara de máquinas, iluminada por lámparas eléctricas.

Robur estaba a popa con el regulador al alcance de la mano, con el fin de regular la velocidad y la dirección.

Me metieron en el fondo de mi cámara y cerraron la entrada. Durante aquella noche tampoco me sería posible observar las maniobras de El Espanto.

Tuve la sensación de que el aparato, lentamente elevado, perdía su contacto con el suelo. Produjéronse algunos balanceos, luego las turbinas inferiores adquirieron una prodigiosa rapidez, en tanto que las grandes alas batían con perfecta regularidad.

Luego El Espanto dejó el Great-Eyry probablemente para siempre; y «se hizo al aire», como un navío «se hace a la mar». ¿Qué dirección iba a seguir?…

¿Dominaría las vastas llanuras de Carolina del Norte, dirigiéndose hacia el Océano Atlántico?… ¿Haría rumbo al oeste para atravesar el Océano Pacífico? ¿Ganaría al sur los parajes del golfo de Méjico?

Transcurrieron las horas, ¡qué largas me parecieron! ¡Sería difícil no recordarlas! No traté de olvidarlas en el sueño. Una multitud de incoherentes pensamientos me llevaban a través de la quimera, como a través del espacio el monstruo aéreo.

Me acordaba del inverosímil viaje del Albatros, pensando en lo que Robur podía hacer ahora con El Espanto, siendo dueño de la tierra, del mar y del aire…

Al fin los primeros rayos del sol alumbraron sobre mi camarote. Empujé el panneau de cierre, que cedió al esfuerzo de mi brazo.

El Espanto volaba por encima de un mar, a una altura que yo calculé entre mil y mil doscientos pies.

No vi a Robur, que sin duda estaba ocupado en la cámara de máquinas. Uno de los hombres estaba en el timón, y su compañero a proa.

Cuando estuve en el puente pude apreciar lo que no había visto, cuando el viaje nocturno entre las cataratas del Niágara y el Great-Eyry: el funcionamiento de las potentes alas que batían a babor y estribor.

A juzgar por la posición del sol, deduje que marchábamos al sur. Por consiguiente, si la dirección no se había modificado desde la partida, era el golfo de Méjico, el mar que se extendía bajo nuestros pies.

Anunciábase un día caluroso, con densas nubes lívidas que se alzaban hacia poniente. Estos síntomas de una próxima tormenta no escaparon a Robur, cuando, a eso de las ocho, al subir al puente, reemplazó al hombre del timón.

Tal vez se acordaba de aquella tromba que destrozó el Albatros, y del formidable ciclón, del que milagrosamente escapó con vida en las regiones antárticas.

Verdad es que con el «aviator» podía sortear el peligro. Abandonarían las altas zonas donde los elementos entablarían la lucha, bajando a la superficie del mar y sumergiéndose en el agua si es que la tempestad les hacía difícil la navegación.

A mediodía el aparato tocó en el agua y se convirtió en barco. La vasta extensión del mar estaba desierta. Ni una vela ni columna de humo en todo el límite del horizonte.

Durante la tarde no ocurrió nada de anormal. El Espanto marchaba a media velocidad. No podía adivinar cuáles eran las intenciones de su capitán.

De seguir aquella dirección encontraría una de las grandes Antillas, luego, al fondo del golfo, el litoral de Venezuela o de Colombia.

Pero tal vez cuando llegase la noche, el «aviator» volvería a tender el vuelo para franquear el largo istmo de Guatemala y Nicaragua, con el fin de ganar la Isla X en los parajes del Pacífico.

Al llegar la noche el sol desapareció en un horizonte rojizo. El mar brillaba alrededor de El Espanto, y todo anunciaba que la tormenta iba pronto a estallar.

Así debió juzgarlo Robur, porque en vez de dejarme sobre el puente, me encerraron en mi camarote.

Algunos instantes después sentí un ruido a bordo, comprendiendo que el aparato iba a sumergirse.

Efectivamente, cinco minutos después deslizábase tranquilamente por las profundidades submarinas.

Agobiado por la fatiga y las preocupaciones, caí en un profundo sueño, no provocado por ninguna droga soporífera.

Cuando me desperté, El Espanto no se había remontado aún en la superficie del mar.

No obstante, no tardó en verificarse la maniobra. La luz del día atravesó la claraboya, al mismo tiempo en que se iban pronunciando los movimientos producidos por el fuerte oleaje.

Salí del camarote, dirigiendo una rápida mirada por todo el horizonte. Por el nordeste alzábanse densas nubes, entre las que se cambiaban vivos relámpagos, y retumbaban los truenos repercutidos por los ecos del espacio.

Me quedé sorprendido, más que sorprendido, espantado, de la rapidez con que se desarrollaba la tempestad. Un barco apenas hubiera tenido tiempo de recoger velamen para evitar el peligro del asalto rápido y brutal.

De pronto el viento se desencadenó con una impetuosidad inaudita. En un instante el mar se puso horroroso. Las olas barrían la cubierta de El Espanto y me hubiesen arrastrado de no haberme asido sólidamente.

No había más que un solo partido que adoptar: transformar en seguida el aparato en submarino.

De este modo encontraría la seguridad y la calma a unos cuantos pies bajo la superficie. Arrostrar los furores del mar era perderse.

Robur continuaba sobre el puente, y yo esperaba la orden de volver a mi camarote. Pero ni se fijaron en mí ni se hizo preparativo alguno para la sumersión.

Los ojos más centellantes que nunca, impasible ante la furiosa tempestad, el capitán la miraba frente a frente, desafiándola como si nada tuviese que temer.

A cada instante era más urgente la sumersión de El Espanto y Robur no parecía decidido a la maniobra.

¡No! Él conservaba su actitud altanera de hombre, que en su inagotable orgullo, se consideraba algo aparte de la humanidad.

Al verlo así yo me preguntaba, no sin asombro, si no era un ser fantástico escapado de otro mundo sobrenatural e inconcebible.

En medio de la tempestad oyéronse estas palabras salidas de su boca: ¡Yo!… Robur, Robur…, ¡Dueño del mundo!…

Hizo un gesto que los otros dos hombres comprendieron. Era una orden, y sin titubear, los desgraciados, locos como el capitán, la pusieron en ejecución.

Con sus grandes alas desplegadas, el aparato se elevó, como se había elevado por encima de las cataratas del Niágara.

Pero si aquel día había evitado el torbellino de la corriente, ahora su vuelo insensato conducíales entre los torbellinos de la tempestad.

El «aviator» volaba entre miles de relámpagos en medio del estruendo de los truenos revolucionando a través de aquella atmósfera de fuego, a riesgo de ser destrozado.

Robur continuaba impasible: el timón en una mano, la manecilla del regulador en la otra. Las alas batían precipitadamente, y el aparato iba impulsado hacia lo más recio de la tempestad, en donde las descargas eléctricas cambiábanse violentamente de nube en nube.

Hubiera sido preciso arrojarse sobre este loco e impedirle que precipitara el aparato en el corazón de la tempestad…

Hubiera sido preciso obligarle a descender y a buscar bajo las aguas la única salvación posible…

Todos mis instintos, toda la pasión del deber se exasperaron en mí. Y olvidando dónde me encontraba, solo contra tres, por encima de un océano iracundo, salté hacia la proa, y con voz que dominó el fragor de la tempestad, grité, precipitándome sobre Robur:

¡En nombre de la ley, yo…! No pude concluir. El Espanto tembló, como herido por una gran sacudida eléctrica, y su armadura se dislocó por todas partes.

El Espanto acababa de ser destrozado por un rayo, y rotas sus alas y sus turbinas, cayó de una altura de más de mil pies en las profundidades de aquel golfo.

Descargar Newt

Lleva Dueño del Mundo contigo