Dueño del Mundo

XIV. El nido del águila

XIV. El nido del águila

Cuando desperté al día siguiente, después de un sueño bastante pesado, el aparato no se movía.

Inmediatamente me pude dar cuenta de ello; ya que ni rodaba por el suelo ni navegaba encima ni debajo de las aguas, ni volaba por los aires.

¿Debía concluir pensando que el inventor había ganado el misterioso retiro en donde jamás ser humano había puesto la planta en él?

Si así era, su secreto iba a ser revelado, puesto que no se había desembarazado de mi persona.

Tal vez cause extrañeza mi profundo sueño durante mi viaje aéreo. Yo soy el primero en sorprenderme, hasta el punto de pensar si es que el sopor sería provocado por alguna substancia soporífera mezclada a mi última comida para ponerme en la imposibilidad de conocer el lugar de refugio de El Espanto.

Todo lo que puedo afirmar es que fue terrible la impresión que yo experimenté en el momento que el aparato, en vez de dejarse arrastrar por el torbellino de la catarata, se elevó bajo la acción de su motor como un pájaro de poderosas alas batidas con un vigor extraordinario.

Así, pues, el aparato del Dueño del mundo respondía a este cuádruple funcionamiento: era a la vez un automóvil, barco, submarino y máquina de aviación.

Tierra, agua y aire, a través de estos tres elementos podía moverse; y ¡con qué fuerza, con qué rapidez!…

Para verificar sus maravillosas transformaciones bastábale algunos instantes no más. La misma máquina impulsaba las diversas locomociones. ¡Yo había sido testigo de aquella fantástica metamorfosis!…

Pero lo que aún yo ignoraba, y tal vez no descubriera, era el manantial de energía al servicio del aparato, y quién era el genial inventor que, luego de crear aquel portento, lo dirigía con tanta habilidad como audacia.

Cuando el aparato volaba por los aires dominando las cataratas del Niágara, estaba yo junto a la lucerna de mi camarote. La claridad que todavía iluminaba el espacio me permitía observar la dirección del aviator.

El capitán manteníase a popa. Yo no intenté dirigirle la palabra. ¿Para qué? No me hubiera contestado.

Lo que notaba era que El Espanto maniobraba con sorprendente facilidad. No cabía duda de que los derroteros atmosféricos le eran tan familiares como los marítimos y los terrestres.

Comprendía perfectamente el inmenso orgullo de quien se había proclamado Dueño del mundo y que al parecer lo era.

¿No disponía de un aparato superior a cuantos habían salido de manos del hombre, y contra el cual los humanos nada podían hacer?

Y en verdad, ¿para qué venderlo, para qué aceptar todos los millones que le habían ofrecido?…

Desprendíase de toda su persona una absoluta confianza de sí mismo. ¿Y hasta dónde le llevaría su ambición si degeneraba un día en locura?

Media hora después de haber lanzado su vuelo El Espanto, caía sin darme cuenta, en un total amodorramiento que lo repito, debió ser producido por algún soporífero. Sin duda el capitán no quería que yo conociese alguna determinación del aparato.

Si continuó su vuelo a través del espacio, si navegó por la superficie de un mar o de un lago, si se lanzó por las carreteras del territorio americano, son cosas que no puedo decir.

Ningún recuerdo he conservado de lo que ocurrió en aquella noche del 31 de julio al primero de agosto.

Ahora, ¿cuál iba a ser la continuación y, sobre todo, el final de mi aventura? Ya he dicho que al momento de haberse disipado mi extraño sueño, El Espanto parecía estar en completa inmovilidad.

No había error posible; bajo cualquier forma que se hubiese producido el movimiento, tenía que ser notado, aún a través del aire.

Cuando desperté estaba en mi camarote, donde, sin advertirlo, había sido encerrado, como en la primera noche pasada a bordo de El Espanto sobre el lago Erie.

Toda la cuestión estribaba en si me sería posible salir al puente, puesto que el aparato estaba inmóvil.

Traté de levantar la lucerna, que resistió a mi esfuerzo. ¡Eh! decíame yo, ¿es que no se me va a dejar en libertad hasta que El Espanto no haya reanudado su navegación o su vuelo?

Éstas eran las dos circunstancias en que la huída era imposible. Se comprenderá mi impaciencia, mi inquietud, ignorando cuánto tiempo duraría aquel alto terrestre.

No tuve que esperar demasiado tiempo. Oí un ruido de barras, y vi que se levantaba la tapa de mi encierro. El aire y la luz penetraron a oleadas en mi camarote.

De un salto me encontré sobre el puente. En un instante recorrieron mis ojos todo el horizonte.

El Espanto reposaba sobre el suelo, en el fondo de un circo que mediría unos 1500 pies de circunferencia. Le cubría, en toda su extensión, una capa de piedras amarillentas, entre las que no crecía ni una hierba.

Este circo afectaba la forma de un óvalo casi regular. Pero ¿qué altura tenía la muralla de sus rocas? ¿Cuál era la disposición de su arista superior?…

No podía darme cuenta de ello. Por encima de nosotros se levantaban densas brumas que los rayos del sol no habían fundido todavía.

Algunos largos jirones de vapores pendían hasta casi tocar el suelo. Sin duda eran las primeras horas de la mañana, y la bruma no tardaría en disiparse.

Me pareció que en el interior del circo reinaba una temperatura bastante fría, a pesar de estar ya en el mes de agosto, y concluí que debía estar situado en una región elevada del nuevo continente. ¿En cuál? Imposible formar ninguna hipótesis a este respecto. Pero lo que sí podía asegurarse era que el aparato no había tenido el tiempo de atravesar el Atlántico ni el Pacífico, puesto que no había transcurrido más que unas doce horas desde nuestra partida del Niágara.

En aquel momento el capitán salía de una especie de gruta situada en la base de la rocosa muralla.

A veces, a través de la bruma, aparecían las siluetas de grandes pájaros, cuyo grito ronco turbaba el profundo silencio de estos parajes.

¡Quién sabe si no estaban asustados por la aparición de aquel monstruo de formidables alas, con el cual no hubieran podido luchar en manera alguna, ni en fuerza ni en velocidad!

Todo me indicaba que aquél era el retiro elegido por el Dueño del mundo para poder descansar de sus prodigiosos viajes.

Aquél era el garaje de su automóvil, el puerto de su barco, el nido de su aparato de aviación ¡Y ahora El Espanto reposaba en el fondo de este circo!…

En fin, iba a poderlo examinar, y no me parecía que se pensase en impedírmelo. La verdad era que el capitán no parecía interesarse ni poco ni mucho por mi presencia. Sus dos compañeros acababan de acercarse a él.

No tardarían en entrar los tres en la gruta a que he hecho referencia. Podía, pues, examinar el aparato, al menos exteriormente.

En cuanto a sus disposiciones interiores, era lo más probable que tuviera que contentarme con conjeturas.

Efectivamente, salvo la de mi camarote, las otras escotillas estaban cerradas. Era inútil que yo tratase de abrirlas.

Después de todo, tal vez fuera interesante conocer el motor que empleaba El Espanto para sus múltiples transformaciones.

Salté a tierra y pude dedicarme a placer a este primer examen. El aparato era de estructura fusiforme, la proa más aguda que la popa, el casco de aluminio, las alas de una substancia desconocida para mí.

Reposaba sobre cuatro ruedas de un diámetro de dos pies, guarnecidas de una llanta de neumáticos muy espesos que aseguraban la dulzura en el rozamiento a toda velocidad.

Sus rayos se ensanchaban en forma de paletas, para cuando El Espanto se transformaba en barco o submarino.

Pero estas ruedas no constituían el principal motor. Este componíase de dos turbinas Pearson’s colocadas longitudinalmente a cada lado de la quilla.

Movidas con extraordinaria rapidez por la máquina, provocaban el desplazamiento en el agua; y yo me preguntaba si se aprovecharía también su propulsión a través de los medios atmosféricos.

De todos modos, si el aparato se sostenía y movía en el aire, era gracias a las grandes alas rebatidas sobre los flancos, cuando el aparato estaba en estado de reposo.

Era, pues, el sistema del «más pesado que el aire», aplicado por el inventor; sistema que le permitía transportarse en el espacio con una velocidad superior, tal vez, a la de los más potentes pájaros.

En cuanto al agente que ponía en acción todos aquellos mecanismos, no podía ser otro que la electricidad.

Pero ¿de qué fuente la obtenían los acumuladores? ¿Existía en alguna parte una fábrica de energía eléctrica donde se alimentaban? ¿Acaso funcionarían dínamos en alguna de las cavernas del circo?

De mi examen resultó que el aparato usaba ruedas, turbinas y alas; pero nada sabía del mecanismo ni del agente que lo ponía en actividad.

Aunque es cierto que de nada me hubiera servido el descubrimiento de este secreto. Necesitaría ser libre, y no me hacía la ilusión de creer que el Dueño del mundo me fuera a devolver la libertad.

Quedaba la remota posibilidad de una evasión. Pero ¿se presentaría alguna vez la ocasión? ¿Y si no era en el curso de los viajes de El Espanto, lo sería cuando descansaba en aquel recinto amurallado?

La primera cuestión a resolverse era la situación del circo. ¿En qué lugar acababa de posarse el «aviator»? ¿Qué comunicaciones existían con la región circundante?…

¿Ofrecía aquel recinto alguna salida practicable hacia el exterior? ¿No se podía penetrar en él más que franqueando la rocosa muralla con un aparato volador?

¿En qué parte de los Estados Unidos habíamos tomado tierra?… Seguramente, y por más rápido que fuera su vuelo, El Espanto no podía haber dejado América, aún admitiendo que hubiera estado volando toda la noche.

Presentábase a mi imaginación una hipótesis que merecía, si no ser admitida desde luego, por lo menos examinada.

¿Por qué El Espanto no había de haber escogido precisamente el Great-Eyry? ¿Acaso este aparato no tenía facilidad completa de penetrar allí?

Lo que hacían las águilas, ¿por qué no lo habría de verificar un «aviator»? Este lugar inaccesible le ofrecía al Dueño del mundo un tan misterioso retiro, que nuestra policía no lograría nunca descubrirlo, y en el cual podía considerarse al abrigo de toda persecución.

Por otra parte, la distancia entre el Niágara y este punto de las Montañas Azules no pasaba de 450 millas, y en doce horas El Espanto había podido franquearlas.

Sí, aquella idea, en medio de tantas otras, iba tomando poco a poco consistencia en mi cerebro.

Luego recordé las amenazas proferidas contra mí en aquella carta firmada con las iniciales D. D. M. fechada en el Great-Eyry; el espionaje de que había sido objeto.

Y los fenómenos de que el Great-Eyry había sido teatro, ¿no estaban relacionados con el famoso personaje? ¡Sí, el Great-Eyry, el Great-Eyry!…

Y puesto que yo no había podido penetrar en él hasta entonces, ¿me sería posible salir de otra forma que a bordo de El Espanto? Ése era el gran problema para mí.

¡Ah! ¡Si la bruma se disipase, tal vez pudiera reconocerlo, cambiándose en realidad absoluta aquella tenaz hipótesis!…

Puesto que me dejaban en libertad de ir y venir; ya que el capitán y sus hombres no hacían caso de mí, resolví dar la vuelta a la muralla de roca.

En aquel momento los tres estaban en la gruta de la extremidad norte del óvalo, y empecé mi inspección por el extremo sur.

Era imposible todavía divisar la arista de las graníticas paredes, y necesitaba esperar a que la bruma se disipara, bien por el viento o bajo la acción de los rayos solares.

Entretanto, yo continuaba recorriendo el contorno del macizo, las cavidades del cual permanecían en la sombra. A medida que caminaba iba viendo las huellas de los pasos sobre la arena del capitán y sus dos hombres.

Éstos no se dejaban ver, y sin duda estaban muy ocupados en el interior de la gruta, ante la cual estaban depositados unos fardos, como para ser transportados a El Espanto. Aquello tenía visos de una mudanza, como si fuera a dejar definitivamente aquel retiro.

Concluida la vuelta en menos de media hora, me volví hacia el centro. Aquí y allá se amontonaban cenizas frías, blanqueadas por el tiempo; trozos de planchas calcinadas, de armaduras metálicas retorcidas al fuego; era los restos de un mecanismo destruido por incineración.

Seguramente, en una época más o menos remota, el circo había sido teatro de un incendio voluntario o accidental.

¿Y cómo no relacionar este incendio con los fenómenos observados en el Great-Eyry, con las llamas que aparecieron por encima de la muralla, con los ruidos que atravesaron los aires y que tanto habían aterrorizado a los habitantes del distrito, a los de Pleasant-Garden y Morganton? ¿Pero qué material era aquél y qué interés tenía el capitán en destruirlo?

En aquel momento sopló una ráfaga de brisa. El cielo se despejó súbitamente de vapores. La parte superior de la muralla apareció inundada de luz bajo los rayos del sol, a mitad del camino entre el horizonte y el cenit.

Lancé un grito. La arista del cuadro rocoso acababa de descubrirse a una altura de unos cien pies.

¡Aquella silueta era la que habíamos contemplado el señor Elías Smith y yo cuando nuestra ascensión al Great-Eyry!…

¡No cabía duda! Durante la última noche el «aviator» había franqueado la distancia comprendida entre el lago Erie y Carolina del Norte.

Aquél era el nido apropiado para el potente y gigantesco pájaro creado por el genio de su inventor, el único a quien le era factible franquear sus inaccesibles murallas.

Y ¿quién sabe si no había descubierto alguna vía de comunicación con el exterior, la cual le permitiera salir del Great-Eyry, dejando allí guardado el aparato?

Se hizo por completo la luz en mi espíritu. Así se explicaba entonces la primera carta, procedente del Great-Eyry, en la que se me amenazaba de muerte.

Y si hubiésemos penetrado en el recinto, ¿quién sabe los secretos que hubiéramos encontrado antes que el Dueño del mundo tuviera tiempo de ponerse en franquía dejando aquellos parajes?

Permanecí inmóvil, con la vista fija en la crestería de piedra, presa de una violenta emoción.

Preguntábame yo si no debía intentar destruir aquel aparato antes de que volviese a emprender su vuelo a través del mundo.

A mi espalda oyéronse pasos. Me volví. Entonces no me pude contener, y se me escaparon estas palabras:

¡El Great-Eyry! ¡El Great-Eyry!…

¡Sí, inspector Strock!

¿Y usted el Dueño del mundo?

De este mundo, en el que me he revelado como el más potente de los hombres.

¿Usted? exclamé, en el colmo de la estupefacción.

¡Yo! respondió, irguiéndose en todo su orgullo. ¡Yo! ¡Robur! ¡Robur el conquistador!

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