Ivanhoe

Capítulo XIX

XIX

Aparece una formación de hombres armados

que escoltan, por las palabras escuchadas,

a alguna noble dama.

Cabalgan para encontrar el abrigo y descanso

a sus jornadas, allá en alguna torre almenada.

O: .

Los caminantes habían alcanzado el extremo de un terreno boscoso y se disponían a penetrar en su espeso laberinto, considerado por aquellos tiempos como muy peligroso debido al gran número de bandidos que ocupaban las selvas, y a los que tanto la pobreza como las injusticias habían puesto al borde de la desesperación. Las cuadrillas eran tan numerosas que les resultaba fácil desafiar a la débil policía de la época. Cedric y Athelstane, de todos modos, se consideraban a salvo de los fuera de la ley, pese a que hubiera anochecido, pues disponían de diez criados a su servicio, además de Wamba y Gurth, con los que no se podía contar, siendo bufón el uno y prisionero el otro. Cabe añadir que tanto Cedric como Athelstane confiaban más en su condición y rango que en su valor. Los bandidos, a quienes la severidad de las leyes de caza habían reducido a un desesperado modo de vida, en su mayoría eran campesinos y monteros de ascendencia sajona; por lo general respetaban las personas y propiedades de sus compatriotas.

Cuando los viajeros reanudaron su camino, repetidos gritos de socorro alarmaron sus monturas. Rápidamente golpearon al sitio de donde provenían las voces y hallaron una litera abandonada en el suelo. A su lado se encontraba una joven ricamente vestida al estilo judío, mientras un anciano, cubierto con un gorro amarillo, se paseaba de arriba abajo haciendo gestos que expresaban la más profunda desesperación. Con rabia se retorcía las manos, hundiendo la cabeza en sus cansados hombros.

A las preguntas de Athelstane y de Cedric, el viejo judío sólo pudo por algún tiempo contestar invocando la protección de todos los patriarcas del Antiguo Testamento, uno tras otro, contra los hijos de Israel, que se acercaban para aniquilarles a punta de espada. Cuando empezó a volver en sí, recuperado del terror agónico, Isaac de York (porque se trataba de nuestro viejo amigo), pudo al fin explicar que había alquilado una escolta de seis hombres de Ashby, así como unas mulas para transportar a un amigo enfermo. La compañía se había comprometido a escoltarles hasta Doncaster. Sin embargo, habiendo sido informados por un leñador que una nutrida gavilla de bandidos se escondía en aquel bosque al acecho de posibles presas, los mercenarios de Isaac no sólo se habían dado a la fuga, sino que también se habían llevado las caballerías. Dejaron al judío y a su hija abandonados, sin medios para la defensa y a merced de los bandidos, quienes, de encontrarles, sin duda les hubieran asesinado.

—Suplico a vuestras mercedes —dijo Isaac con un tono de profunda humildad— me concedan el favor de que los pobres judíos puedan viajar bajo vuestra protección. Juro, por las Tablas de la Ley, que jamás ningún favor le ha sido concedido a un hijo de Israel, desde los días de nuestro cautiverio, que pueda ser reconocido con tanta gratitud.

—¡Perro judío! —dijo Athelstane, que gozaba de un prodigiosa memoria y de una naturaleza tan mezquina que recordaba toda clase de ofensas—. ¿Acaso olvidaste tu porte insolente en las gradas del torneo? Huye, pelea o compórtate con los bandidos del mismo modo que lo hiciste en las gradas del palenque. No nos pidas ayuda ni compañía, y si los bandidos sólo roban a la gente de tu calaña, que por otra parte a todo el mundo roba, a partir de este momento yo les tendré por gente honrada.

Cedric desaprobó las severas frases de su compañero.

—Mejor fuera —dijo— prestarles dos de nuestros criados con sus respectivas monturas para que les condujeran al próximo pueblo. En poco disminuirán nuestras fuerzas y con vuestra poderosa espada, noble Athelstane, y la ayuda de los restantes servidores no será difícil hacer frente a veinte de estos forajidos.

Rowena, alarmada por la posibilidad de un encuentro con los bandidos armados, secundó la proposición de su tutor. Sin embargo, Rebeca, repentinamente, abandonó su estado de postración y, abriéndose camino entre los sirvientes hasta llegar al palafrén de la dama sajona, se arrodilló y besó la parte inferior del vestido de Rowena, siguiendo la costumbre oriental. Después se incorporó y mientras despejaba su rostro del velo, le imploró en nombre del Dios que ambas adoraban y de la revelación de la Ley en el Monte Sinaí, en la cual ambas creían, que tuviera compasión y les permitiera continuar bajo su protección.

—No imploro el favor para mí —dijo Rebeca—, ni siquiera para este pobre anciano. Sé que robar y engañar a nuestra nación es una falta leve, si no meritoria, para los cristianos; pero ¿qué nos importa a nosotros si ocurre en la ciudad, en el desierto o en el campo? Bien; suplico vuestra protección en nombre de un héroe querido por muchos, hasta por vos. De ahí que pida que este héroe, por otra parte herido y enfermo, sea trasladado con todo cariño y cuidado bajo vuestra protección. Porque si por cualquier circunstancia algo malo le sucediera, no hay duda de que el último momento de vuestra vida se vería emponzoñado por el remordimiento.

El tono noble y solemne de la voz de Rebeca causó un doble efecto en la hermosa sajona.

—El hombre es viejo y débil —le dijo a su tutor—, la doncella joven y hermosa; mientras que su amigo se encuentra enfermo y su vida peligra. Aunque sean judíos no podemos abandonarles en esta tribulación. Que descarguen dos de las acémilas y que dos siervos se ocupen de la carga. Las mulas tirarán de la litera y cederemos los caballos al anciano y su hija.

Cedric aceptó la proposición de buen grado. Athelstane puso por condición que viajaran a retaguardia de la comitiva, donde Wamba podría protegerles con su escudo de piel de verraco.

—He perdido mi escudo en el palenque —contestó el bufón—, como tantos otros caballeros que me aventajan en el manejo de las armas.

Athelstane se puso colorado, porque eso le había sucedido a él durante el último día del torneo. Mientras, Rowena, complacida por la indirecta que consideraba como justa respuesta a la brutal broma de su insensible pretendiente, pidió a Rebeca que viajara a su lado.

—No debo aceptar, señora —contestó Rebeca con orgullosa humildad—; mi compañía podría ocasionaros alguna desgracia.

Mientras hablaban, ya se había efectuado el traslado de equipajes, pues la simple palabra «bandidos» espabilaba a todos. Durante el barullo, Gurth había descabalgado y aprovechó la confusión para pedirle al bufón que aflojara sus ataduras. Wamba, intencionadamente, le había atado de tal modo que Gurth no tuvo ninguna dificultad en librar sus brazos de las cuerdas. Entonces, deslizándose hacia la espesura, consiguió escapar.

La confusión era considerable y se tardó algún tiempo antes de que se echara de menos a Gurth; como había sido puesto bajo la custodia de un sirviente, cada uno de ellos creía que era otro el que se cuidaba de vigilarle. Cuando empezó a correr la voz de que Gurth había desaparecido, estaban todos tan absortos esperando un ataque de los bandidos, que no creyeron oportuno dar ninguna importancia al hecho.

La vereda que había seguido la comitiva era tan estrecha que no permitía el paso más que de dos jinetes. Descendía hacia un arroyo de riberas quebradas y fangosas, de sauces enanos. Cedric y Athelstane, que encabezaban el cortejo, comprendieron que de continuar por aquel estrecho paso corrían el riesgo de ser atacados. Sin embargo, como apenas tenían alguna experiencia en hechos de guerra, no se les ocurrió nada mejor que pasar por el desfiladero lo más rápidamente posible. Avanzaban en desorden y los criados no acababan de cruzar la torrentera, cuando en aquel instante fueron atacados de frente, por los flancos y en la retaguardia con tal ímpetu que resultó imposible ofrecer ninguna resistencia eficaz. Se percibió un gran tumulto y unas voces potentes: «¡Un dragón blanco! ¡Un dragón blanco…! ¡San Jorge para la alegre Inglaterra!». Aquellos gritos de guerra brotaban por todos lados, proferidos por los que se suponía bandidos sajones… y también por todas partes aparecieron enemigos con tanta capacidad de maniobra que su número parecía multiplicarse.

A causa de aquella rápida operación los dos jefes sajones cayeron prisioneros, cada uno de ellos en circunstancias que ponían en evidencia su respectivo modo de ser. Cedric, en el momento que localizó a un enemigo, le lanzó la jabalina, la cual fue más eficaz que la que había disparado contra , pues casi dejó clavado en una encina a uno de los enemigos. Después, picó espuelas embistiendo a un segundo asaltante con la espada desenvainada; descargó un mandoble con gran furia, pero la mala suerte hizo que tropezara con una rama extendida sobre su cabeza, quedando desarmado por la fuerza de su propio golpe. De inmediato fue hecho prisionero y derribado del caballo. Athelstane se le unió en su cautiverio, puesto que a su caballo lo sujetaron por la brida y el jinete fue desmontado por la fuerza antes de que pudiera desenvainar su arma y disponer una defensa efectiva.

Los sirvientes, embarazados por el equipaje, sorprendidos y aterrorizados por la suerte de sus amos, fueron presa fácil. Lady Rowena, en el centro de la comitiva, y el judío y su hija a retaguardia sufrieron la misma desgraciada suerte.

De todo el cortejo nadie pudo escapar sino Wamba, pues en esta ocasión mostró más valor que los que pretendían aventajarle en seso. Se apoderó de la espada de uno de los sirvientes, realizó con ella varios molinetes como un verdadero león, consiguió hacer retroceder a unos bandidos que le atacaban e hizo un bravo pero inútil intento de socorrer a su amo. Al verse desbordado, saltó por fin a un caballo y galopó hacia la espesura, protegido por la confusión general. De este modo consiguió escapar.

A pesar de todo, tan pronto como se supo a salvo, el valiente bufón dudó más de una vez respecto a si regresar y compartir el cautiverio de su amo, al que apreciaba sinceramente.

—He oído hablar de las ventajas de la libertad —se decía—, pero me gustaría que alguien me enseñara qué puedo hacer ahora que soy libre.

Pronunció estas palabras en voz alta, y al instante oyó que le estaban llamando muy quedo y con precaución:

—¡Wamba! —Y, al mismo tiempo, un perro al que reconoció, pues era , saltó a su alrededor y empezó a lamerle.

—¡Gurth! —contestó Wamba con el mismo cuidado, e inmediatamente el porquerizo apareció ante él.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Qué significan estos gritos y este golpear de espadas?

—Cosas de nuestros días —dijo Wamba—; hicieron prisioneros a nuestros amos.

—¿A nuestros amos? ¿A qué amos te refieres? —exclamó Gurth con impaciencia.

—Milord y milady, y Athelstane; también Humbert y Oswald.

—¡En el nombre de Dios! —dijo Gurth—; ¿cómo han podido caer prisioneros… y de quién?

—Nuestro amo estaba dispuesto para la pelea —dijo el bufón—; Athelstane estaba desprevenido y a los demás les ocurría lo mismo. Ahora son prisioneros de las casacas verdes y de los negros antifaces; todos ellos yacen sobre la verde hierba como las algarrobas que esparces a tus cerdos —añadió el honrado bufón—. Me daría risa si pudieran las risas sustituir mi llanto —entonces derramó lágrimas de sincera pena. Las facciones de Gurth se suavizaron.

—Wamba —dijo—, tienes un arma y has demostrado que tu corazón es más fuerte que tu sesera; solamente somos dos…, pero dos hombres dispuestos, si atacan por sorpresa, pueden conseguir el éxito. ¡Sígueme!

—¿Adónde, y con qué propósito? —preguntó el bufón.

—Debemos rescatar a Cedric.

—Pero si apenas hace un instante has renunciado a su servicio —dijo Wamba.

—¡Oh, oh! —contestó Gurth—. Esto fue cuando la fortuna le sonreía. ¡Sígueme!

Hubieran acometido tal dislate si, surgiendo de pronto a su lado una persona, no les hubiera dado el alto. A juzgar por sus armas y por su vestimenta, Wamba hubiera podido conjeturar que se trataba de uno de los que habían asaltado a su amo. Pero además de no llevar máscara, el rico tahalí que le cruzaba la espalda y el brillante cuerno de caza que sostenía, así como también el tranquilo e imperativo tono de voz puesto en sus modales, le permitió a pesar de la oscuridad, reconocer a Locksley, el montero que había salido victorioso en la prueba del arco a pesar de las desfavorables circunstancias.

—¿Qué significa este jaleo? —preguntó—. ¿Quién se atreve a atacar, raptar y hacer prisioneros en estos bosques?

—Puedes comprobar quiénes son por sus casacas —dijo Wamba—. Comprobarás si son o no de tu misma ralea…, porque se parecen tanto a la tuya como un guisante verde a otro.

—Pronto he de averiguarlo —contestó Locksley—. Os recomiendo, bajo peligro de muerte, que no os mováis de este punto hasta que yo regrese. Obedecedme y saldréis ganando, tanto vuestros amos como vosotros. Quietos, debo disfrazarme como ellos en la medida que sea posible.

Al decir esto, se desembarazó del tahalí y del cuerno, arrancó la pluma de su birrete y encomendó a Wamba que guardara sus pertenencias; entonces sacó un antifaz y, repitiendo sus anteriores recomendaciones, se dispuso a poner en práctica sus propósitos de reconocimiento.

—¿Debemos quedarnos quietos, Gurth? —preguntó Wamba—. ¿O será mejor poner pies en polvorosa? Según mis sesos de loco, demasiado dispuesto tenía el uniforme de ladrón para una persona honrada.

—¡Aunque fuera el mismo diablo! —dijo Gurth—; y creo que lo es. Pero no empeorará nuestra suerte si esperamos a que regrese. Si pertenece a la cuadrilla ya les habrá dado aviso y no nos ha de servir de nada ni luchar ni huir. Ademas, no hace mucho aprendí que los bandidos vagabundos no son la peor gente con que puedas tener tratos en este mundo.

El montero regresó a los pocos minutos.

—Amigo Gurth —dijo—, me he confundido con aquellos hombres y ya sé a quién sirven y adónde se dirigen. Creo que no hay ninguna probabilidad de que maltraten a los prisioneros. Bien; si en este momento les atacaran tres hombres cometerían poco más que una locura; como buenos soldados saben lo que se traen entre manos y han colocado centinelas que les avisarán en cuanto alguien se les acerque; pero confío en reunir en poco tiempo tal cantidad de hombres que pueda entonces menospreciar sus precauciones. Los dos sois sirvientes y, según creo, fieles a Cedric , amigo de los derechos de los ingleses. No han de faltar manos inglesas para ayudarle en esta coyuntura. Por lo tanto, venid conmigo mientras consigo más ayuda.

Anduvieron con prisa internándose en el bosque, en angustiosos resoplidos por parte del bufón y del porquerizo. No era propio del carácter de Wamba viajar en silencio.

—Creo —dijo, mirando el tahalí y el cuerno de los que todavía era portador—, que he visto el arco que ganó este hermoso premio, y desde luego no hace de ello tanto tiempo como de las Navidades.

—Y yo —dijo Gurth— creo haber oído la voz del buen montero que lo ganó, que es la misma tanto de noche como de día, y que la luna no ha envejecido tres días desde que la oí.

—Mis honrados amigos —replicó el montero—, quién o lo que soy importa muy poco ahora; si consigo liberar a vuestro amo tendréis razones suficientes para considerarme el mejor amigo que habréis tenido en la vida. Y acerca de si soy conocido por un nombre o por otro, o si puedo tensar un arco mejor o peor que un pastor de vacas, o si me place pasear a la luz de la luna o a la luz del sol, son cuestiones que, por no ser de vuestra incumbencia, tampoco deben calentaros la cabeza.

—Nuestras cabezas están en la boca del león —le susurró Wamba a Gurth—; saquémoslas como podamos.

—Chitón…, cállate —dijo Gurth—. No le ofendas con tus estupideces y salvaremos el pellejo.

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