Capítulo XXX
XXX
Llégate a su cuarto, contempla el lecho.
Allí tendido sólo queda un fantasma
y al canto de la alondra ya se habrá ido.
Mientras, con la brisa, vuela al cielo,
aquí ha dejado dolor y duelo.
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Durante el período de tregua que siguió al primer éxito de los sitiadores, mientras éstos se disponían a estrechar el cerco y los sitiados reforzaban su defensa, el templario y De Bracy sostuvieron una corta conferencia en la sala del castillo.
—¿Dónde está Front-de-Boeuf? —preguntó el segundo, que había dirigido la defensa en la parte opuesta—. Se dice que ha muerto.
—Vive todavía —dijo el templario fríamente—; pero aunque hubiera llevado la cabeza de toro a que hace referencia su apodo y además diez planchas de acero para protegerla, de nada le hubieran servido ante el ataque de la fatal hacha. Dentro de unas pocas horas se reunirá con sus padres. Un poderoso miembro que se desgaja de la empresa del príncipe Juan.
—Y una buena adquisición para el reino de Satanás —dijo De Bracy—: esto le sucede por blasfemar de los santos y los ángeles, y por ordenar que las imágenes de las cosas y de los hombres sagrados sean tiradas almenas abajo contra las cabezas de estos monteros canallas.
—Vamos, eres un loco —dijo el templario—; tu superstición corre pareja con la falta de fe de Front-de-Boeuf. Ninguno de los dos dispone de razones para justificar sus creencias o falta de ellas.
—, señor templario —replicó De Bracy—. Te ruego que contengas la lengua cuando te refieras a mí. Por la Madre de Dios que soy mejor cristiano que tú y todos los de tu ralea, puesto que corre la voz de que en el seno de la santísima Orden del Templo de Sión se alberga más de un hereje y que sir Brian de Bois-Guilbert es uno de ellos.
—No te preocupes por estas cosas —dijo el templario—, pues ahora nuestra preocupación no debe ser otra que fortificar el castillo. ¿Cómo han luchado estos villanos monteros en la zona que tú defendías?
—Como demonios encarnados —dijo De Bracy—. Formaban un enjambre junto a la muralla, dirigidos por el bribón que ganó el premio del tiro con arco, según pude deducir de su cuerno y tahalí. ¡Todo se debe a la tan cacareada política de Fitzurse, que anima a estos malandrines a rebelarse contra nosotros! Si no hubiera ido armado a prueba de flechas, el villano me hubiera herido siete veces con menos remordimientos que si yo hubiera sido un gamo encelado. Envió contra cada ranura de mi armadura flechas de una yarda, que retumbaban en mis costillas como si mis huesos fueran de hierro. Si no fuera porque uso una cota de malla española bajo el peto, me hubiera despachado gentilmente.
—¿Mantuviste tu puesto? —preguntó el templario—. Nosotros hemos perdido la barbacana.
—Dolorosa pérdida —dijo De Bracy—. Los villanos encontrarán cobijo allí para asediar el castillo más de cerca, y si no les vigilamos estrechamente pueden ampararse en el rincón de una torre desguarnecida o de alguna ventana olvidada, para irrumpir contra nosotros. Somos muy pocos para defender todos los puntos y los hombres se quejan de que no pueden asomar por ningún lado, porque son blanco de tantas flechas como el tonel parroquial en víspera de fiesta; Front-de-Boeuf está moribundo, así que no podemos contar con la ayuda de su testarudez de toro ni con su fuerza bruta. ¿Qué te parece si hacemos de la necesidad una virtud y pactamos con los malandrines un canje de prisioneros?
—¿Cómo? —exclamó el templario—, ¿entregar nuestros prisioneros y ser objeto de befa para aquellos guerreros que osaron efectuar un ataque nocturno? ¿Qué dirían de nosotros, incapaces de defender una plaza fuerte contra una tropa de bandidos vagabundos, conducidos por porquerizos, bufones y por la mismísima escoria de la humanidad? ¡Vergonzoso es tu consejo, Maurice de Bracy! ¡Las ruinas de este castillo cubrirán mi cuerpo antes de aceptar tan deshonrosa componenda!
—Acudamos a las murallas, entonces —dijo De Bracy, displicentemente—, que no ha habido hombre, sea turco o templario, que en tan poco estime su vida como yo. Pero confío en que no hay deshonor en desear que algunos de mis bravos soldados se encontraran aquí… ¡Oh, mis bravos lanceros! Si supierais en qué clase de apuros se encuentra en estos momentos vuestro capitán muy pronto divisaría mi pendón ondeando por encima de vuestras lanzas. ¡Y cuán poco tardarían en huir estos bellacos cuando les salierais al encuentro!
—Desea lo que quieras —dijo el templario—, pero saquemos el mejor partido para nuestra defensa de los soldados que nos quedan. En su mayor parte son partidarios de Front-de-Boeuf y, en consecuencia, odiados por los ingleses por más de mil acciones de insolencia y opresión.
—Mejor que mejor —dijo De Bracy—. Los rudos esclavos lucharán por sus vidas hasta la última gota de sangre, antes de exponerse a la venganza de los campesinos. Vamos y actuemos, Brian de Bois-Guilbert, y, viva o muera, tú verás en este día a Maurice De Bracy comportarse como un caballero de pura casta.
—¡A las murallas! —gritó el templario y ambos ascendieron a las fortificaciones para llevar a cabo todo aquello que la habilidad aconsejara ejecutar en defensa de la plaza. Estuvieron de acuerdo con que el sitio que ofrecía más peligro era el opuesto a la barbacana que los asaltantes habían conquistado. El castillo estaba separado de ella por el foso y no era probable que los sitiadores pudieran asaltar la poterna, con la que la barbacana comunicaba, sin traspasar dicho foso; pero era opinión de ambos que si los asaltantes seguían la misma táctica de que ya había utilizado su jefe, intentarían un ataque masivo para desalojar a los defensores de su mejor punto de observación, con lo que tomarían las medidas pertinentes para sacar ventaja de cualquier negligencia de la defensa en cualquier otra parte. Para prevenir este mal, los caballeros dispusieron tantos centinelas como les permitió el escaso número de hombres de que disponían, bastante distanciados unos de otros a lo largo de la muralla y en comunicación permanente entre sí, dando voces de alarma siempre que el peligro amenazara. Convinieron en que De Bracy defendería la poterna y el templario retendría a un cuerpo de hombres como reserva, dispuestos a acudir a cualquier otro lugar que fuera amenazado. También la pérdida de la barbacana tuvo la desgraciada consecuencia de que impedía la perfecta visión de los sitiados desde la muralla, y así las operaciones del enemigo se desarrollarían con cierta comodidad. Por eso los asaltantes podían hacer llegar cuantas fuerzas creyeran convenientes, no sólo bien protegidas, sino también fuera del alcance de la vista de los defensores. Era muy difícil, pues, saber por dónde soplaría la borrasca: De Bracy y su compañero tenían la imperiosa necesidad de prevenir cualquier contingencia, y sus seguidores, aunque valientes, eran presa del estado de ánimo inherente a los hombres sitiados por enemigos que poseían la ventaja de poder escoger la hora y el modo de efectuar el ataque.
Mientras tanto, el dueño del asediado castillo estaba postrado en su lecho de dolor. No disponía de las indulgencias de aquellos tiempos, muchas de las cuales eran concedidas para compensar los crímenes cometidos o bien por la liberalidad de la Iglesia, calmando de este modo los terrores con la idea de la penitencia. Aunque los resultados así comprados se parecían tanto a la paz mental que se deriva de un sincero arrepentimiento, como la mórbida estolidez que produce el opio se parece al saludable sueño natural, era un estado de ánimo preferible a los despiertos remordimientos. Pero la avaricia jugaba un gran papel entre los vicios de Front-de-Boeuf, y había preferido desafiar a los clérigos y a la Iglesia, que comprarles el perdón y la absolución al precio de riquezas y residencias. El templario, un descreído de otra índole, no dibujó acertadamente a su compañero cuando dijo que Front-de-Boeuf no podía razonar su descreimiento y desprecio por la fe establecida, porque el barón hubiera podido alegar que la Iglesia vende demasiado caro su género, puesto que la libertad espiritual que ponía en venta sólo podía ser comprada como la de aquel capitán de Jerusalén, «por una gran suma». Así, Front-de-Boeuf prefería negarle la virtud a la medicina antes que pagar los gastos del médico.
Pero había llegado el momento en que la tierra y todas sus riquezas desaparecían ante su vista, y el salvaje corazón del barón, aunque duro como una muela de molino, se encogió al asomarse a la vasta oscuridad del futuro. La fiebre de su cuerpo aumentaba la ansiedad y la angustia de su espíritu, y su lecho de muerte daba cabida a los recién despertados sentimientos de horror que luchaban con su inveterada obstinación. Su estado de amedrentado ánimo albergaba quejas sin esperanza, remordimientos sin arrepentimiento, y así tuvo una conciencia aterradora de su propia agonía, y bien sabido es que los presentimientos no pueden cesar ni mitigarse.
—¿Dónde están estos perros clérigos —gemía el barón—, que ponen tan alto precio a sus mojigangas espirituales? ¿Dónde están esos carmelitas descalzos, para los cuales el viejo Front-de-Boeuf fundó el convento de Santa Ana, robándole a su heredero más de un pedazo de buena tierra y muchos pastos y cercados? ¿Dónde están ahora esos perros voraces? Seguro que estarán bebiendo cerveza, o practicando sus juguetonas tretas en la cabecera de la cama de alguna aldeana. Yo, el heredero de su fundador, yo, cuya fundación les obliga a rezar por mí. ¡Ingratos villanos, eso es lo que sois! Son capaces de dejarme morir como un perro sin dueño. ¡Dejarán que me entierren en la fosa común y sin confesión! Llamad al templario…, él es fraile y algo podrá hacer. Pero ¡no! Mejor me confieso con el diablo que con Brian de Bois-Guilbert, que no teme ni al cielo ni al infierno. He oído a los viejos hablar de plegarias, rezar con la propia voz. Esto no requiere sobornar o halagar a un clérigo. Pero yo…, no me atrevo.
—Reginald Front-de-Boeuf, ¿seguro que no te atreves? —preguntó una descompasada y aguda voz junto a la cabecera del lecho—. ¿Cuándo has reconocido algo semejante?
La mala conciencia y los maltratados nervios de Front-de-Boeuf oyeron con esta extraña interrupción de su soliloquio la voz de uno de aquellos demonios que, según la superstición de aquel tiempo, suponía acechando los lechos de los moribundos para distraer al paciente de sus pensamientos y apartarlos de las meditaciones concernientes a la salvación eterna; pero recobrando su enérgico carácter, exclamó:
—¿Quién anda ahí? ¿Quién eres tú que te atreves a remedar mis palabras como si fueras un cuervo nocturno? Acércate a mi lecho para que pueda verte.
—Soy tu demonio familiar, Reginald Front-de-Boeuf —replicó la voz.
—Deja, entonces, que te vea en forma corpórea, si en verdad eres un demonio —replicó el caballero moribundo—. No creas que voy a huir de ti. ¡Por la eterna mazmorra! ¡Ojalá pudiera vérmelas con los horrores que me acosan como lo hice con los peligros mortales! ¡Ni el cielo ni el infierno podrán decir jamás que no he dado la cara!
—Piensa en tus pecados, Reginald Front-de-Boeuf —dijo la voz fantasmal—. La rebelión, la rapiña, el asesinato. ¿Quién azuzó al licencioso Juan para que hiciera la guerra contra su canoso padre, contra su generoso hermano?
—Seas enemigo, clérigo o diablo —replicó Front-de-Boeuf—, ¡nacen mentiras de tu boca! No induje a Juan a rebelarse, no fui yo solo. Había cincuenta caballeros y barones, la flor de los condados centrales. Nunca mejores hombres empuñaron lanzas. ¿Y yo debo responder por la falta que cometimos cincuenta? ¡Falso demonio, ir desafío! Vete y no merodees más alrededor de mi lecho, déjame morir en paz si eres mortal… y si eres el diablo, todavía no ha llegado mi hora.
—No morirás en paz —replicó la voz—. Incluso muerto, habrás de pensar en tus asesinatos, en los gemidos que han resonado bajo las bóvedas de este castillo, en la sangre que ha teñido su suelo.
—No vas a conseguir que tu ingenua malicia me estremezca —contestó Front-de-Boeuf con una risa sarcástica—. El judío infiel… he ganado méritos ante el cielo al tratarle como lo hice. Además, ¿no han sido canonizados aquellos hombres que tiñeron sus manos con sangre sarracena? Los cerdos sajones que he degollado eran enemigos de mi país, de mi linaje y de mi rey. Puedo comprobar que mi peto protector no presenta resquebrajaduras. ¿Te has marchado? ¿Callas?
—¡No, loco parricida! —replicó la voz—. Piensa en tu padre. ¡Recuerda su muerte! ¿Acaso has olvidado el salón de fiestas inundado de sangre paterna derramada por la mano de su hijo?
—¡Ah! —contestó el barón después de una larga pausa—. Si estás enterado es que eres el espíritu del mal y no se equivocan los monjes al calificarte de omnisciente. Este secreto permanecía escondido en mi pecho y en el de otra persona…, la tentadora, la cómplice de mis culpas. ¡Vete, déjame, demonio! Busca a Ulrica, la bruja sajona que es la única que puede relatarte aquel sangriento incidente. Ve, te repito, a buscarla, ya que ella lavó las heridas y arregló el cadáver y le dio al asesinato la apariencia de muerte natural. Acude a ella, porque fue la tentadora, la provocadora y la que se supo aprovechar de mi crimen. ¡Hazle probar como a mí las torturas que anticipan las del infierno!
—Hace tiempo que las está probando —dijo Ulrica colocándose ante el lecho de Front-de-Boeuf—. Por mucho tiempo ha bebido de esta copa y su sabor amargo se endulza ahora al ver que tú la compartes. No rechines los dientes, Front-de-Boeuf. No hagas girar los ojos en sus órbitas. No te retuerzas las manos ni me dirijas estos gestos de amenaza. La mano que, como la de tu renombrado antepasado, hubiera podido hundir la testuz de un gigantesco toro de un solo golpe, ha perdido el nervio y la fuerza como la mía.
—Vil y homicida vejestorio —replicó Front-de-Boeuf—. Detestable lechuza graznadora. ¿Eres tú la que has venido a gozar en las ruinas que tú misma has ayudado a derruir?
—¡Ah!, Reginald Front-de-Boeuf —contestó—. Soy Ulrica. Soy la hija del asesinado Torquil Wolfganger. Soy la hermana de sus degollados hijos. Soy yo quien te pide cuentas de mi padre y de sus hijos, por su nombre y por su fama. Te pido cuentas de todo lo que perdió en nombre tuyo. Piensa en tus maldades y dime si son falsas mis palabras. Tú has sido mi ángel maligno y yo seré el tuyo. ¡Te acosaré hasta el mismo momento en que te pudras!
—¡Detestable furia! —exclamó Front-de-Boeuf—. Nunca serás testigo de ese momento. ¡Hola! ¡Gil, Clement, Eustace! ¡Saint-Maur, Stephen! ¡Agarrad a esta condenada bruja y echadla a los infiernos desde una tronera! ¡Nos ha vendido a los sajones! ¡Hola! ¡Saint-Maur! ¡Clement! Bellacos infieles, ¿dónde os habéis metido?
—Llámalos otra vez —dijo el vejestorio con una sonrisa de sardónica burla—. Congrega a tus vasallos a tu alrededor, condena a los que tarden con el látigo y la mazmorra. Pero debes saber, poderoso jefe —continuó mientras cambiaba de tono—, que nunca te contestarán, tampoco podrán ayudarte ni jamás obedecerán tus órdenes. Escucha estos espantosos sones —el alboroto de los renovados ataques llegaba ahora desde las murallas—. Este grito de guerra significa el fin de tu casa. El edificio del poder de Front-de-Boeuf, construido con sangre, tiembla en sus propios cimientos y, además, ante los enemigos que más despreció. ¡Los sajones, Reginald! ¡Los desdeñados sajones asaltan tus murallas! ¿Por qué yaces ahí como un ciervo extenuado cuando los sajones invaden tu plaza fuerte?
—¡Dioses y demonios! —exclamó el herido caballero—. ¡Cuánto daría por recobrar las fuerzas aunque fuera tan sólo por un momento y poder reincorporarme al combate para morir según mi fama!
—¡Ni lo pienses, valiente guerrero! No tendrás la muerte heroica del soldado, porque estás destinado a perecer como la zorra en su madriguera después de que los campesinos le han prendido fuego a la maleza.
—¡Repugnante saco de huesos, mientes! —exclamó Front-de-Boeuf—. Mis seguidores se comportan bravamente. Mis murallas son altas y fuertes. Mis compañeros de armas no le temen a toda una hueste de sajones, aunque estuvieran capitaneados por Hengist y Horsa. El grito de guerra del templario y de los mercenarios es tan poderoso que sobresale por encima del estruendo de la batalla. Y, por mi honor, cuando encendamos una hoguera para celebrar la victoria, prometo que el fuego también consumirá tu cuerpo y tus huesos. ¡Viviré para festejar que hayas pasado del fuego terrenal al del infierno, que nunca habrá devorado un demonio encarnado tan diabólico como tú!
—Conserva esta creencia —replicó Ulrica—, hasta que la evidencia te desengañe. Pero, no —dijo interrumpiéndose—; debes saberlo ahora, debes saber que la condenación que tu poder, fuerza y valor no podrá evitar, ha sido dispuesta por esta débil mano. ¿No has notado los nefastos y sofocantes vapores que están invadiendo la cámara? Sin duda, has creído que era efecto de tus ojos que ya se están apagando, ¿o lo has atribuido a tu dificultad en respirar? ¡No!, Front-de-Boeuf, es debido a otra cosa. ¿Recuerdas la paja almacenada bajo estas habitaciones?
—¡Mujer! —exclamó con rabia—. ¿No le habrás prendido fuego? ¡Por el cielo, sí que lo hiciste y el castillo está en llamas!
—Y además se crecen rápidamente —dijo Ulrica con estremecedora sangre fría—. Pronto ondeará una señal que indicará a los asaltantes que ataquen a los que acudan a extinguirlas. ¡Adiós, Front-de-Boeuf! Que Mista, Skogula y Zernebock, dioses de los antiguos sajones, o demonios como les llaman ahora los clérigos, sustituyan en la cabecera de tu lecho de muerte a Ulrica en su papel de consoladora. Pero debes saber, si ello te sirve de algún alivio, que Ulrica viajará contigo hacia la negra ribera, acompañándote en tu castigo como te acompañó en tu crimen. ¡Y ahora, parricida, adiós para siempre! ¡Que el eco preste a cada piedra de estas bóvedas lenguas para repetir este epíteto en tus oídos!
Seguidamente abandonó la habitación, y Front-de-Boeuf oyó el ruido de la gran llave que cerraba con doble vuelta la puerta, anulando cualquier posibilidad de escapar. En su agonía imprecaba a sus sirvientes y aliados:
—¡Stephen, Saint-Maur! ¡Clement y Giles! ¡Me estoy abrasando! ¡Rescatadme, rescatadme, bravo De Bracy, valiente Bois-Guilbert! ¡Es Front-de-Boeuf quien os llama! ¡Es vuestro amo, escuderos traidores! ¡Vuestro aliado, vuestro hermano de armas, perjuros y descreídos caballeros! ¡Caigan sobre vuestras cabezas todas las maldiciones que merecen los traidores, ya que dejáis que muera tan miserablemente! No me oyen, no pueden oírme, mis voces pierden en el estruendo de la batalla. El humo se hace cada vez más espeso, el fuego ya ha prendido en el piso inferior. ¡Una bocada de aire fresco, aunque sea al precio del aniquilamiento instantáneo!
Y en el loco frenesí de la desesperación, el condenado maldecía a todo el mundo; blasfemaba contra sí mismo, contra la humanidad y contra el mismo cielo.
—Las rojas llamas flamean a través del humo espeso; el demonio avanza en mi busca bajo la bandera de su propio elemento. ¡Espíritu maligno, atrás! No iré contigo si no me acompañan mis camaradas. Todos, todos te pertenecen, todos los que se cobijan en esta casa. ¿Acaso crees que Front-de-Boeuf debe ser el único escogido para acompañarte? No, el descreído templario, el licencioso De Bracy, Ulrica, la ramera asesina, los que me han ayudado en mis empresas, los perros sajones y malditos judíos que tengo prisioneros. Todos, todos ellos deben acompañarme. La mejor compañía que uno puede desear para emprender el viaje cuesta abajo… —Y se reía en su loco frenesí hasta que el techo abovedado de nuevo resonó—. ¿Quién se ríe por ahí? —exclamó, muy excitado, porque el alboroto del combate no había impedido que el eco devolviera a sus oídos sus propias desaforadas carcajadas—. ¿Quién se ha reído? Ulrica, ¿fuiste tú? Habla, bruja, y te perdono, porque únicamente tú y el mismo diablo del infierno podéis reíros en una situación como la presente. ¡Atrás!
Pero sería impío continuar la descripción de los últimos momentos del blasfemo y parricida en su lecho de muerte.