Ivanhoe

Capítulo XVI

XVI

Solo, oculto de las miradas,

transcurre el eremita desde la cuna a la senectud.

Su lecho en el césped y una caverna su celda,

su manjar la fuente y su bebida, el agua.

Él conversa con Dios, lejos del hombre.

No tiene más ocupación que rezar y su fiesta, orar.

T P: .

El lector no habrá olvidado que la suerte del torneo fue decidida por un caballero desconocido, al que por su inactividad durante la primera parte el populacho había calificado con el mote de Negro Holgazán. Bruscamente, este caballero había abandonado el campo después de la victoria, y cuando fue convocado para recibir el trofeo otorgado a su valor, no pudo ser hallado en parte alguna. Mientras le llamaban heraldos y trompetas, el caballero hizo ruta hacia el norte, evitando las sendas más conocidas, al tiempo que tomaba los atajos que atravesaban el bosque. Durante la noche se detuvo en una hostería apartada del camino, donde, de todos modos, obtuvo información acerca del resultado del torneo por medio de un juglar vagabundo.

Al amanecer, el caballero partió con la intención de hacer una larga jornada, ya que en la precedente había ahorrado al máximo las fuerzas de su caballo, y ello le permitía ahora viajar sin necesidad de mucho reposo. Sin embargo, sus intenciones se vieron frustradas debido a lo retorcido de los atajos que tomó, así que hacia el atardecer aún no había sobrepasado los límites de Yorkshire. Entonces, tanto el jinete como el caballo necesitaban reposo y además se hacía imprescindible buscar un sitio donde pasar la noche que se echaba encima.

El lugar donde se encontraba el caballero no era lo más apropiado como refugio, y parecía obligado a echar mano del recurso habitual de los caballeros andantes, que consiste en dejar suelto al caballo para que pazca mientras el jinete se dedica a pensar en la dama de sus sueños sin más cobijo que una encina. Pero el Caballero Negro, o no tenía dama con quien soñar o era tan indiferente al amor como parecía serlo en la guerra, para que las reflexiones sobre la crueldad y belleza de su dama, por apasionadas que fueran, consiguieran paliar los efectos del hambre y de la fatiga. Por otra parte, no admitió el amor como sustituto de una mullida cama y una buena cena. Por esto se sintió decepcionado cuando al observar a su alrededor se vio rodeado de bosques moteados, eso sí, por numerosos claros y senderos, pero todos ellos de tal naturaleza que parecían abiertos por los numerosos rebaños que pastaban en los contornos o por piezas de caza mayor.

El sol, que sirvió al caballero para orientarse, acababa de esconderse detrás de las colinas de Derbyshire, y cualquier intento de proseguir su camino fácilmente podía extraviarle. Después de haber buscado en vano el sendero más pisoteado, con la remota esperanza que le condujera a la cabaña de algún pastor o al refugio de algún montero, el caballero decidió confiarse a la sagacidad de su caballo. La experiencia le había mostrado en anteriores ocasiones la maravillosa habilidad que poseen estos nobles brutos para resolver tales emergencias.

Tan pronto como el corcel, fatigado por la larga jornada, habiendo soportado el peso de un jinete vestido de acero, notó que las riendas se distendían y que podía usar libremente de su albedrío, pareció recobrar nuevas fuerzas. Porque si ya no respondía al estímulo de las espuelas a no ser con un relincho, ahora se mostraba orgulloso de la confianza en él depositada. Estiró las orejas al tiempo que iniciaba un trote más ligero. El sendero que escogió el animal se encontraba en dirección contraria al que había seguido el caballero, pero como el caballo parecía muy seguro de su elección, el jinete no rectificó la marcha.

Poco después alcanzaban un espacio abierto, llano y cubierto de césped; hacia uno de sus extremos se alzaba abruptamente una peña asentada sobre una llanura, apenas inclinada, que ofrecía al viajero su superficie gris y azotada por los elementos. Una espesa hidra hacía de manto; por otra parte, encinas y arbustos de raíces profundas, que buscaban el alimento en las faldas de la roca, se balanceaban sobre los precipicios del mismo modo que se balancean las plumas sobre el yelmo del guerrero. En la base de la peña, se levantaba una rústica cabaña construida con troncos de árboles talados en el bosque vecino, asegurados contra las inclemencias del tiempo por medio de una mezcla de barro y musgo que rellenaba las junturas. Un retoño de encina despojado de sus ramas había sido colocado sobre la puerta como símbolo de la Cruz. A la derecha y a poca distancia, manaba de la peña una fuente de agua cristalina, que confluía sobre una piedra cóncava que el trabajo del hombre había transformado en rústica pileta, y de allí, murmurando mientras descendía, por un lecho que su mismo ímpetu había excavado, acababa por perderse en el intrincado bosque vecino.

Cerca de esta fuente se encontraban las ruinas de una diminuta capilla de techo bajo. El edificio, cuando estaba intacto, nunca había sobrepasado los dieciséis pies de largo por doce de ancho, y el techo, proporcionalmente bajo, descansaba sobre cuatro arcos concéntricos que nacían de los cuatro ángulos del edificio, cada uno de ellos soportando un bajo y pesado pilón. El costillaje de dos de estos arcos todavía resistía en pie, aunque entre ellos el techo se había derrumbado. La entrada a este antiguo y devoto lugar se efectuaba a través de un bajísimo arco de medio punto, ornamentado por varias series de molduras en zigzag, parecidas a la dentadura de un tiburón; aquél era un adorno característico del porche y prendida de una gruesa viga había una verdosa y enmohecida campana, cuyo débil sonido escuchara poco ha el Caballero Negro.

Éste era el tranquilo escenario que se ofrecía a la media luz del crepúsculo. El viajero recobró la confianza de encontrar refugio, ya que los ermitaños que se refugiaban en los bosques siempre ofrecían su hospitalidad a los viajeros nocturnos o extraviados.

De acuerdo con lo anterior, el caballero no se entretuvo contemplando con minuciosidad los detalles que acabamos de describir, sino que dando gracias a san Julián (patrón de los viajeros), por haberle conducido a buen puerto, saltó de su caballo y golpeó la puerta de la ermita con el extremo de su lanza.

Pasó algún tiempo antes de que obtuviera respuesta, y la contestación, cuando pudo oírla, fue del todo inadecuada.

—Pasa de largo, seas quien seas —fue la réplica pronunciada por una voz ronca y profunda desde el interior de la cabaña—, y no molestes a un servidor de Dios y de san Dunstan entregado a sus rezos nocturnos.

—Honorable hermano —contestó el caballero—, aquí hay un pobre caminante extraviado en estos bosques que quiere daros la ocasión de ejercer vuestra caridad y hospitalidad.

—Buen hermano —replicó el ocupante de la ermita—. Ha sido designio de Nuestra Señora y de san Dunstan el hacerme destinatario de estas virtudes en vez de ejercerlas. No dispongo de provisiones suficientes ni siquiera para ser compartidas con un perro, y cualquier caballo, por poco delicado que fuera, desdeñaría mi lecho. Por lo tanto, pasa de largo y que Dios te guíe.

—Pero ¿cómo me será posible hallar mi camino entre estos bosques habiendo oscurecido? Os ruego, reverendo padre, que si sois cristiano me abráis la puerta y por lo menos me enseñéis el camino.

—Y yo te ruego a ti, hermano y buen cristiano —replicó el anacoreta—, que no me molestes más. De momento ya has interrumpido un padrenuestro, dos avemarías y un credo, los cuales, miserable pecador, debiera según mis votos haber rezado antes de que saliera la luna.

—¡El camino…, el camino! —vociferó el caballero—. ¡Dadme instrucciones acerca del camino que debo seguir si es que no puedo obtener nada más de vos!

—El camino —replicó el ermitaño— es fácil de hallar. El sendero conduce desde el bosque a un pantano y desde allí a un torrente fácilmente vadeable ahora que las lluvias han amainado. Cuando lo hayas cruzado, debes estar atento a los pasos que debas dar a partir de entonces, puesto que la ribera izquierda es algo resbaladiza y el vado, desde hace poco, se ha hecho inseguro. Por lo menos esto es lo que me han contado, ya que raramente abandono mi capilla. Y a partir de allí, sigue en línea recta el camino…

—¡Un vado traidor, un precipicio, un torrente y un pantano! —dijo el caballero interrumpiéndole—. Ermitaño, aunque fuerais el más santo de cuantos llevan barba y visten sayal, difícil os resultaría convencerme esta noche de tomar este camino. Y os digo además, que vos vivís de la caridad del país (y me temo que sin merecerla), no tenéis ningún derecho a negar cobijo al viajero cuando está en apuros. Por lo tanto, o abrís la puerta inmediatamente o, por mi fe, que la echo abajo y me abro camino por la fuerza.

—Amigo caminante —replicó el ermitaño—, no seas importuno. Si me obligas a emplear las armas del mundo nada bueno puedes esperar.

En este instante, un ruido de gruñidos y ladridos lejanos que el caballero ya venía escuchando desde hacía algún tiempo, se hizo extremadamente amenazador. El viajero supuso que el ermitaño, alarmado por su amenaza, había llamado a los perros para defenderle. Indignado por las medidas tomadas por el ermitaño, con las que quería hacer efectivos sus inhospitalarios propósitos, golpeó la puerta tan furiosamente que las tablas y las bisagras temblaron con violencia.

El anacoreta, no atreviéndose a exponer la puerta a un nuevo golpe, dijo en alta voz:

—Paciencia, paciencia…, ahorra tus fuerzas, buen viajero, y te abro la puerta ahora mismo, aunque podría darse el caso que el obrar de este modo no acabara de ser de tu agrado.

La puerta se abrió, y ante el caballero apareció el ermitaño, un hombre voluminoso, fuerte, con hábito y capucha de tela de saco y cinturón de esparto. En una mano sostenía una antorcha encendida y en la otra un cayado tan grueso y pesado que bien merecía el nombre de garrote. Dos perros mugrientos, mestizos de galgo y mastín, estaban dispuestos a saltar sobre el viajero tan pronto como se abriera la puerta; pero cuando la antorcha hizo brillar las espuelas doradas y la malla del caballero, el eremita, desarmado, cambiando sin dudas sus primeras intenciones, reprimió la furia de sus auxiliares y adoptó un tono de voz mucho más condescendiente. De inmediato incitó al caballero a entrar en la cabaña, excusando sus pocos deseos de abrir la puerta después de la puesta del sol, e hizo referencia a la gran multitud de ladrones y bandidos que por allí pululaban y que no profesaban ninguna devoción ni a Nuestra Señora ni a san Dunstan, ni a los benditos hombres que a su servicio destinaban sus vidas.

—La pobreza de vuestra celda, buen padre —dijo el caballero al mirar a su alrededor y no ver más que un lecho de hojarasca, un crucifijo rústicamente tallado en madera de roble, un misal, una mal ensamblada mesa y dos taburetes—, me parece suficiente defensa contra los ladrones, sin contar con la ayuda de estos dos fieles perros que son en mi opinión capaces de derribar un venado y, desde luego, de luchar con la mayoría de los hombres.

—El buen guardabosque —dijo el ermitaño—, me ha prestado estos animales para proteger mi soledad hasta que los tiempos se arreglen.

Después de decir esto, colocó la antorcha en un hierro retorcido que hacía las veces de candelabro. Situó el taburete ante la boca del hogar, tomó asiento y reanimó el fuego con algunas ramas secas e invitó al caballero a que le imitara ocupando el otro asiento.

Sentáronse ambos e inspeccionándose con gravedad, cada uno pensaba que raras veces les había sido dado contemplar una figura tan fuerte y atlética como la que tenían enfrente.

—Reverendo ermitaño —dijo el caballero después de haber observado detenida y fijamente a su anfitrión—, si no fuera porque no deseo interrumpir vuestras devotas meditaciones, me gustaría saber tres cosas. Primero, dónde he de colocar mi cabalgadura. Segundo, cuál será mi cena. Tercero, dónde podré acomodarme para pasar la noche.

—Mi dedo te dará la respuesta, porque va contra mi regla emplear palabras cuando los signos bastan. —Y seguidamente señaló dos rincones de la cabaña—. Vuestro establo —dijo— está allí y vuestra cama allá —añadió mientras le presentaba un gran plato en el que aparecían dos puñados de legumbres secas, y lo colocaba sobre la mesa—: He aquí vuestra cena.

El caballero se encogió de hombros y abandonó la cabaña en busca del caballo, que había estado atado a un árbol. Le quitó el arnés con todo cuidado y le cubrió con su propio manto.

El ermitaño pareció moverse a compasión cuando vio el cariño y la destreza del desconocido mientras éste atendía a su corcel. Murmuró algunas palabras respecto al pienso del palafrén del guarda, sacó de un escondite una brazada de forraje que esparció delante del animal e inmediatamente después dispuso algo de heno seco en el rincón designado como lecho del caballero. Diole las gracias el caballero por su cortesía, y ya acabadas las faenas, se sentaron de nuevo a la mesa con el plato de legumbres secas entre ellos. El ermitaño, después de una larga jaculatoria que originariamente debía ser en latín, pero de cuya primera procedencia lingüística pocos restos quedaban excepción hecha de alguna sonora terminación de frase, dio ejemplo a su huésped colocando con modestia en su inmensa boca provista de unos dientes que bien hubieran podido competir con los de un jabalí, tres o cuatro judías secas, poca molienda en verdad para tan formidable y eficaz molino.

El caballero, mostrando que había comprendido el ejemplo, se despojó del yelmo, así como del peto y de las partes principales de su armadura, dejando entonces a la vista del ermitaño una cabeza cubierta de pelo rizado y rubio, facciones prominentes, ojos azules curiosamente brillantes y centelleantes, una bien formada boca con el labio superior vestido de un bigote de pelo más oscuro que el de la cabeza. Daba aquella figura la impresión de intrepidez y decisión, virtudes que hacían juego con su fuerte complexión.

El ermitaño, como si deseara corresponder a la confianza del caballero, tiró atrás la capucha y descubrió una cabeza redonda que pertenecía a un hombre en la flor de su edad. Su bien afeitada coronilla, rodeada por su orla de encaje. Sus rasgos no dejaban entrever la austeridad monástica o las ascéticas privaciones; por el contrario, su fisonomía era generosa, con espesas cejas negras, una frente bien moldeada y redondeadas mejillas sonrosadas e hinchadas como las de un trompetero, en la cuales nacía una larga y ondulada barba. Aquel rostro, unido al aspecto fornido del santo varón, decían más de lomos y buenas tajadas que de dietas y raíces. No se le escapó al huésped tal incongruencia. Después de masticar con grandes trabajos un bocado de judías secas, se vio en la absoluta necesidad de pedirle a su piadoso compañero algún líquido. Correspondió el ermitaño a la petición colocando ante él una gran jarra de la más pura agua de fuente.

—Procede del pozo de san Dunstan —dijo—; en él, desde la salida a la puesta del sol, el santo bautizó quinientos paganos daneses y bretones. ¡Bendito sea su nombre! —Acercó su negra barba a la jarra y tomó de ella un sorbo mucho más moderado de lo que sus anteriores elogios hacían presumir.

—Me parece —dijo el caballero—, reverendo padre, que los parcos bocados que coméis, unidos a esta bendita pero en cierto modo débil bebida, os han sentado pero que muy bien. Más tenéis el aspecto de ser hombre capaz de ganar una pelea cuerpo a cuerpo, o con el garrote o la espada, que no de haber pasado vuestros días en estas soledades salvajes diciendo misas y viviendo de legumbres secas y agua fresca.

—Señor caballero —contestó el ermitaño—. Vuestros pensamientos, como los de los laicos ignorantes, obedecen a los instintos de la carne. Ha sido por obra de nuestra Santa Virgen y mi santo patrón que la pitanza a la que estoy reducido ha sido bendecida, del mismo modo que bendita era el agua y las raíces que Shadrach, Meshech y Abednego comían despreciando el vino y las carnes que les ofrecía el rey de los sarracenos.

—Santo padre —dijo el caballero—, ya que vuestra abstinencia ha sido recompensada por los cielos con tal milagro, permitid a un pobre pecador conocer vuestro nombre.

—Podéis llamarme el clérigo de Copmanhurst, porque así se me conoce a lo ancho de estos contornos. A decir verdad, suelen añadir el epíteto de santo, pero no lo hago cuestión de amor propio ya que no me creo digno de tal añadidura. Y ahora, valiente caballero, ¿puedo a mi vez interesarme por vuestro nombre?

—Sí, por cierto, santo padre de Copmanhurst. En este país se me llama el Caballero Negro. A decir verdad, señor, suelen añadir el epíteto de Holgazán, pero de ello no hago cuestión de honor ya que no me creo digno de tal añadidura.

Con dificultad pudo contener una sonrisa el ermitaño al oír la contestación de su huésped.

—Me estoy dando cuenta —dijo—, señor Caballero Holgazán, que sois hombre de consejo y además prudente. Y es más, constato que mi modesto modo de vida no acaba de complaceros, quizá por estar acostumbrado, como sin duda lo estáis, a la licencia de la corte y de los campamentos y a los lujos de las ciudades. Y en este momento me viene a las mientes, señor Holgazán, que cuando el caritativo guardabosque dejó estos perros para mi protección junto a algunas gavillas de forraje, dejó también algunos alimentos. Pero como no eran apropiados para que yo los consumiera, me había olvidado de ellos, ocupado como estaba en mis meditaciones.

—Estoy dispuesto a jurar que así lo hizo —dijo el caballero—; desde que bajasteis vuestra capucha, santo padre, me convencí de que en esta celda había mejores manjares. El guardabosque es sin duda un individuo jovial, y a cualquiera que le sea dado contemplar vuestras mandíbulas compitiendo con estas legumbres secas y vuestra garganta inundada por este pacífico elemento, y veros condenado a este pienso y bebida de caballo —dijo, señalando las provisiones que sobre la mesa estaban—, le sería difícil no auxiliaros en vuestra tribulación. Veamos sin tardanza, por lo tanto, hasta dónde ha llegado la buena disposición del guarda.

El ermitaño dirigió una mirada inquisitiva a su huésped, mezcla de cómica expresión y de duda, como si no acabara de estar seguro de actuar prudentemente confiando en el caballero. De todos modos, los rasgos del caballero expresaban tanta franqueza como pueda hacerlo cualquier humana fisonomía. También era irónica su sonrisa, pero sin trastienda; por el contrario daba testimonio de lealtad y buena fe, y por todo ello el anfitrión no pudo menos que simpatizar con él.

Después del intercambio de algunas miradas de complicidad, el ermitaño se dirigió al rincón más alejado de la cabaña, y abrió una alacena disimulada con cuidado e ingenuidad. Del fondo del oscuro escondite sacó un gran pastel, que ocupaba una bandeja de desusadas dimensiones. Colocó este plato fuerte ante su huésped; éste, utilizando su puñal, lo partió y no perdió tiempo en averiguar cuál era el relleno.

—¿Cuánto tiempo hace que estuvo aquí el buen guarda? —preguntó el caballero a su anfitrión después de haber tragado con rapidez varios bocados a la salud del ermitaño.

—Hará cosa de dos meses —contestó el padre sin pensarlo.

—Por el Dios verdadero —contestó el caballero—, ¡que en vuestro refugio todo es milagroso, santo clérigo! Hubiera jurado que el bien cebado cabrito que está aquí empanado, corría sobre sus piernas no hace una semana.

El ermitaño quedó algo desconcertado ante tal observación, y no dejaba de ser graciosa la expresión de tristeza que adoptó al constatar los estragos que en tan poco tiempo había hecho el caballero en el pastel y, además, el haber declarado sus votos de abstinencia le impedía competir con él.

—He estado en Palestina, señor clérigo —dijo el caballero parando de repente de comer—, y creo recordar que existe allí la costumbre de que el anfitrión comparta con su huésped la comida con que le obsequia, como prueba de que no es peligrosa para la salud. Lejos de mí suponeros capaz de haber envenenado de forma poco hospitalaria estos alimentos, pero de todos modos os estaría muy agradecido si cumplimentarais este rito oriental.

—Para aliviar vuestros escrúpulos, señor caballero, por una sola vez no haré caso de mis votos —explicó el ermitaño. Y dado que no era costumbre de la época utilizar el tenedor, sus garras se hundieron en la panza del pastel.

Roto ya el hielo de la etiqueta, los dos hombres parecían desafiarse en cuanto a demostrar cuál tenía mejor apetito, y aunque el caballero ya llevaba más tiempo comiendo, no tardó el ermitaño en tomarle ventaja.

—Santo clérigo —dijo el caballero cuando su hambre estuvo satisfecha—, apostaría mi buen caballo contra un cequí a que el noble guarda al que tenemos que agradecer el venado ha dejado también alguna bota de vino o malvasía, o cualquier otra pequeñez, de ésas que sirven de aliado de tan noble pastel. Sin duda alguna, esta circunstancia no es nada propicia para quedar grabada en la memoria de un varón tan estricto y cumplidor como sois vos; a pesar de todo, creo que si buscarais con atención en aquel escondite del rincón, podríais comprobar que mis conjeturas no son equivocadas.

El eremita contestó con una mueca y, regresando al armario, sacó una bota de cuero de unos cuatro cuartillos de capacidad. Trajo también dos grandes copas hechas de cuerno con los bordes recubiertos de plata. Habiendo tomado buenos tragos para «aligerar» la cena, no creyó necesario aparentar más escrúpulos de ceremonial, sino por el contrario, después de haber llenado de nuevo las copas dijo al uso sajón:

—¡, señor Caballero Holgazán! —Y vació la suya de una sola vez.

—¡, santo clérigo de Copmanhurst! —contestó el guerrero haciéndole honor al vaciar a su vez la copa de un trago—. Santo clérigo, me maravilla que un hombre como vos, provisto de tan buenos lomos y generosas curvas, y que además demuestra dominar todos los secretos del trinchante, pueda vivir en estas salvajes soledades en completa renuncia de sí mismo. A mi juicio, mejor papel haríais guardando un castillo o defendiendo un fortín, comiendo de lo bueno y bebiendo de lo fino, que no alimentándoos con agua y vegetales y a veces incluso recurriendo a la caridad del guarda. Por lo menos, yo en vuestro lugar sabría aprovecharme de los muchos ciervos que el rey tiene en estos bosques. Muchos rebaños pastan por aquí, y un cabrito de vez en cuando no sería echado en falta si era destinado al consumo del vicario de san Dunstan.

—Señor Caballero Holgazán —replicó el clérigo—, éstas son palabras peligrosas para ser pronunciadas. Por lo tanto, os suplico que permanezcáis mudo. Con el rey y con la ley cumplo como fiel eremita, y si me atreviera a saquear estos lugares, la prisión sería mi destino seguro, y de no protegerme mis hábitos correría también el peligro de ser colgado.

—De todos modos, en vuestro lugar yo aprovecharía la luz de la luna para cazar, cuando los guardas forestales están calentitos y tranquilos en la cama. Silenciosamente, sin ser visto, mientras musitara mis oraciones, dejaría ir un dardo contra los rebaños de ciervos que pacen en el claro del bosque. Confesadme, santo clérigo, ¿nunca habéis practicado este pasatiempo?

—Amigo Holgazán —contestó el ermitaño—. Ya habéis visto todo cuanto pueda interesaros de mi refugio y bastante más de lo que merece quien toma posesión por la violencia. Hacedme confianza; mejor es gozar de lo bueno que Dios haya podido mandaros que no mostraros impertinente intentando averiguar de dónde procede. Llenad vuestra copa y sed bienvenido y, además, os ruego que no me obliguéis con preguntas impertinentes a demostraros que difícilmente hubierais ganado este refugio de haberme yo empeñado en impedíroslo.

—¡A fe mía que ahora más que nunca habéis despertado mi curiosidad! Sois el eremita más misterioso que nunca haya podido encontrar y sabré más de vos antes de separarnos. Y respecto a vuestras amenazas, debéis saber, santo varón, que os las estáis viendo con uno cuyo oficio es el de enfrentarse al peligro dondequiera que pueda dar con él.

—Señor Caballero Holgazán, bebo a vuestra salud —dijo el ermitaño— y respeto mucho el valor, pero conservo algunas dudas acerca de vuestra discreción. Si queréis competir con las mismas armas os administraré con toda amistad y amor fraterno tal penitencia y completa absolución, que serán suficientes para curaros durante doce meses del pecado de la curiosidad.

El caballero le rogó que eligiera las armas.

—Desde las tijeras de Dalila al clavo de Jael y a la cimitarra de Goliat —replicó el ermitaño—, no existe arma alguna con la cual no pueda venceros; pero, si he de competir con vos, ¿qué decís, buen amigo, de estas fruslerías?

Y así hablando abrió otro armario y sacó de él un par de espadas de hoja ancha y dos escudos del estilo de los usados por el pueblo llano en aquella época. El caballero, que vigilaba sus movimientos, observó que en este segundo escondite había dos o tres excelentes arcos largos, una ballesta, un mazo de dardos y media docena de carcajes. Un arpa y otros varios objetos de apariencia poco clerical también se hicieron visibles cuando fue abierto el oscuro escondrijo.

—Os prometo, hermano clérigo, que ya no he de formular más preguntas que puedan ofenderos. El contenido de esta alacena contesta todas mis preguntas…, y veo otra arma —paró de hablar y sacó el arpa—, con la cual mediría mis fuerzas con vos más a gusto que con la espada y el broquel.

—Espero, señor caballero —dijo el ermitaño—, que no hayáis merecido el apodo de Holgazán, pero debo apresurarme a añadir que dudo mucho que así sea. Sin embargo, sois mi huésped y no pondré a prueba vuestra virilidad sin consentimiento. Sentaos, por lo tanto, llenad la copa y bebamos, cantemos y no perdamos la aleuda. Siempre que sepáis algún buen romance estaréis invitado a un buen trozo de pastel en Copmanhurst mientras sea yo quien sirva la capilla de san Dunstan, lo cual, si Dios quiere, será hasta que cambie los hábitos grises que me cubren por otros de verde hierba. Pero acercaos ya y llenad la copa, porque llevará algún tiempo templar el arpa y nada entona la voz y afina el oído como un vaso de vino. Por mi parte, me gusta notar el mosto hasta en la punta de los dedos antes de hacer vibrar las cuerdas del arpa.

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