Mujercitas

33. El diario de Jo

33 EL DIARIO DE JO

Nueva York, noviembre

Queridas Marmee y Beth:

Aunque no soy una elegante dama viajando por otro continente, tengo mucho que contaros, de modo que escribiré un libro entero para vosotras. Cuando dejé atrás el amado rostro de papá, me sentí triste, y habría echado alguna que otra lágrima de no ser porque junto a mí había una irlandesa con cuatro criaturas que no paraban de llorar y me mantuvieron entretenida. Me dediqué a lanzarles bolitas de pan de jengibre cada vez que uno de ellos abría la boca para rugir.

El sol no tardó en animarse a aparecer entre las nubes, lo que consideré un buen presagio, disfruté muchísimo del resto del viaje.

La señora Kirke me recibió con tanto afecto que me sentí en casa enseguida, a pesar de encontrarme en una gran mansión rodeada de desconocidos. Me reservó un pequeño estudio abuhardillado muy coqueto, lo único que le quedaba libre, pero dispongo de cocina y de una mesa junto a una ventana por donde entra el sol, de modo que puedo sentarme a escribir siempre que quiero. Las vistas, excelentes, y la torre de la iglesia de enfrente compensan las muchas escaleras que hay que subir para llegar a mi pequeña guarida, que me encantó desde el primer momento. La sala en la que me ocupo de dar clases y coser es muy cómoda y se encuentra junto a la salita de la señora Kirke. Sus dos hijas son muy guapas pero bastante malcriadas, y se encariñaron conmigo cuando les conté el cuento de los siete cerditos malos. Creo que seré una institutriz excelente.

Puedo comer con las niñas si lo prefiero, en lugar de sentarme a la mesa grande, y por ahora es lo que hago, porque, aunque no os lo creáis, soy bastante tímida.

La señora Kirke me dijo en tono maternal: «Bien, querida, espero que te sientas como en tu casa. Como te imaginarás, con tanta familia, no paro. Siempre estoy de un lado para otro, pero ahora que sé que las niñas quedan bajo tu custodia me sentiré muy aliviada y tranquila. Puedes entrar en mis aposentos siempre que lo necesites y espero que te encuentres a gusto en tu estudio. Tienes las tardes libres y en casa encontrarás a menudo personas interesantes con las que conversar. Si surge algún problema, no dudes en comentármelo y haremos lo posible por que te encuentres bien. ¡La campanilla de la hora del té! He de ir corriendo a cambiarme de sombrero». Dicho esto, me dejó a solas para que me instalase en mi nuevo nido.

Cuando, poco después, bajaba por las escaleras, vi algo que me agradó. En esta casa los tramos de escaleras son muy largos; yo estaba parada en el descansillo del tercer piso, para dejar paso a una criada que subía con gran esfuerzo, cuando llegó un hombre de aspecto extraño, le cogió el pesado capacho de carbón que llevaba, lo subió hasta arriba y lo dejó junto a una puerta. Luego se volvió hacia la sirvienta y, tras hacer un gesto cariñoso, dijo con acento extranjero: «Es mejor así. Tu espalda es demasiado joven para llevar tanto peso».

¿No os parece amable? Me encantan esta clase de gestos porque, como dice papá, la personalidad se ve en los detalles. Aquella tarde, cuando se lo mencioné a la señora K, se echó a reír y apuntó: «Seguro que fue el profesor Bhaer; siempre hace cosas así».

La señora K. me explicó que el profesor es un berlinés muy culto y bondadoso, pero más pobre que las ratas, y que da clases para ganar el pan para él y para dos sobrinitos a los que cuida desde que quedaron huérfanos y con los que vive aquí por expreso deseo de su difunta hermana, que se había casado con un norteamericano y quería que sus hijos se educasen en este país. La historia no es demasiado romántica, pero suscitó mi interés, y me agradó saber que la señora K. le presta una sala para que pueda atender a sus alumnos. Está junto a la habitación donde yo doy mis clases y, como sólo las separa una puerta de cristal, pienso echar un vistazo mientras trabaja. Ya os contaré qué descubro. Mamá, no te preocupes porque tiene casi cuarenta años, no hay peligro.

Después del té y de correr tras las niñas para que se acostaran, me enfrenté al gran cesto de labores que me aguardaba y pasé una velada tranquila, charlando con mi nueva amiga. Escribiré un poco todos los días y os lo enviaré todo una vez por semana, así que… ¡buenas noches y hasta mañana!

Martes por la noche

Hoy he tenido una mañana muy movida porque mis alumnas no paraban quietas y, llegado un punto, comprendí que necesitaban algo de actividad. En un momento de inspiración, improvisé una clase de gimnasia. Las mantuve haciendo ejercicio hasta que la idea de sentarse y permanecer quietas les pareció un sueño. Después del almuerzo, la criada las llevó a dar un paseo y yo me dediqué a la costura con mucha voluntad, como la pequeña Mabel. Cuando estaba dándole gracias al cielo por saber coser bien los ojales, oí que la puerta de la sala contigua se abría y cerraba y luego alguien empezaba a canturrear por lo bajo, como el zumbido de un abejorro, «Kennst du das land», la canción que canta el protagonista de la obra de Goethe Los años de aprendizaje de Whilhelm Meisters. Sé que no estuvo bien, pero no pude resistir la tentación de levantar un poco la cortina y mirar a través de la puerta de cristal. Vi al profesor Bhaer. Es el típico alemán, más bien robusto, con una espesa cabellera castaña, una barba poblada, una nariz graciosa, la mirada más cariñosa que he visto nunca, una voz espléndida y un habla clara que es una bendición para los oídos acostumbrados al farfullar brusco y descuidado de los americanos. La ropa se veía algo desaliñada; tiene las manos grandes y de su rostro lo único que llama un poco la atención es la dentadura, que es perfecta, pero me gusta porque tiene una hermosa cabeza. La camisa blanca estaba impecable, y aunque a la chaqueta le faltaban dos botones y llevaba un parche en el zapato, parecía un auténtico caballero. Se le veía muy serio, a pesar de que no dejaba de canturrear, hasta que se acercó a la ventana, orientó los jacintos hacia el sol y acarició al gato, que lo recibió como a un viejo amigo. Entonces, sonrió. Alguien llamó a la puerta y él dijo en voz alta y enérgica:

—¡Adelante!

Iba a retirarme a toda prisa, cuando entreví a un encanto de niña cargada con un gran libro, y permanecí allí para ver qué ocurría.

—Mí quiere a mi Bhaer —dijo la criatura, que dejó súbitamente el libro sobre la mesa y corrió hacia él.

—Por supuesto, aquí está tu Bhaer. ¡Ven a darme un abrazo, Tina! —dijo el profesor, y con una carcajada la alzó por encima de su cabeza hasta el punto de que la niña hubo de inclinar su carita para poderle dar un beso.

—Ahora, mí irá a estudiar —prosiguió la encantadora alumna. Así pues, el señor Bhaer la acompañó a uno de los pupitres, abrió el enorme diccionario que ella había traído y le entregó papel y lápiz. Enseguida, la pequeña empezó a garabatear. De vez en cuando, pasaba una página y deslizaba un dedito gordezuelo por la hoja, hasta dar con el término esperado. Trabajaba con tal seriedad que a duras penas conseguí reprimir una carcajada para no traicionar mi presencia. El señor Bhaer, que permanecía a su lado, acariciaba sus hermosos cabellos en un gesto paternal que me hizo pensar que debía de ser hija suya, aunque la niña parecía más francesa que alemana.

Cuando, poco después, volvieron a llamar a la puerta y vi entrar a dos jovencitas, me dije que era hora de retomar mis labores y me concentré virtuosamente en la costura, a pesar del ruido y la cháchara procedentes de la sala contigua. Una de las muchachas reía con gran afectación y repetía «¡Profesor, por favor!» en tono coqueto, y la otra pronunciaba tan mal el alemán que supuse que al hombre debía de costarle un gran esfuerzo mantener la compostura.

Estaba claro que ambas ponían a prueba su paciencia, porque más de una vez le oí decir con gran vehemencia: «No, no es así. ¡No prestáis atención!», y en una ocasión sonó un ruido seco, como si hubiese golpeado la mesa con un libro, seguido de la exclamación «¡Es inútil! Parece que hoy todo tiene que salir mal».

Pobre hombre, sentí lástima por él. Cuando las jovencitas se marcharon, eché un nuevo vistazo para comprobar si seguía vivo. Se había dejado caer sobre la silla, agotado, y permaneció allí con los ojos cerrados hasta que el reloj dio las dos. Entonces, se levantó de un salto y guardó los libros, como si preparase todo para otra clase, fue hacía la pequeña Tina, que se había quedado dormida en el sofá, y se la llevó en brazos sin hacer ruido. Supongo que el pobre ha tenido una vida muy dura.

La señora Kirke me preguntó si pensaba bajar a las cinco para cenar con ellos y, como echaba de menos el calor del hogar, me pareció buena idea, porque me permitiría conocer a las personas con las que comparto techo. Me arreglé y, aunque procuré ocultarme tras la señora Kirke, como ella es baja, y yo alta, mis esfuerzos por no llamar demasiado la atención se vieron condenados al fracaso. Me indicó que me sentara junto a ella, y cuando perdí un poco la vergüenza que me había hecho sonrojarme, encontré el coraje suficiente para mirar alrededor. La mesa, que era larga, estaba llena, y todos parecían más interesados por la comida que por cualquier otra cosa, en especial los caballeros, que desaparecían sin dejar rastro en cuanto terminaban de ingerir los alimentos. Entre los comensales había hombres jóvenes absortos en sus pensamientos, parejas jóvenes muy pendientes el uno del otro, damas casadas volcadas en sus hijos y caballeros maduros que sólo hablaban de política. No sentí que tuviese nada que ver con ninguno, excepción hecha de una solterona de rostro dulce que parecía interesante.

El profesor estaba en un extremo de la mesa, sentado entre un inquisitivo y anciano caballero duro de oído, cuyas preguntas contestaba a gritos, y un francés con el que conversaba sobre filosofía. De haber estado Amy presente, le habría dado la espalda para siempre jamás, porque el pobre parecía verdaderamente hambriento y engullía la comida de un modo que habría escandalizado a nuestra sensible damita. A mí no me importó porque «me gusta ver a la gente disfrutar con la comida», tal y como suele decir Hannah, y me pareció lógico que el pobre necesitara recuperar fuerzas después de haber dado clase a unas muchachas tan estúpidas.

Cuando subía por las escaleras, después de la cena, oí a dos jóvenes conversar mientras se atusaban la barba ante el gran espejo del vestíbulo.

—¿Quién es la nueva? —preguntó uno.

—Una institutriz o algo así.

—¿Y por qué se sienta a la mesa con nosotros?

—Creo que es amiga de la señora.

—No está mal, pero no tiene estilo.

—Ni gota. ¡Venga, vamos!

Al principio, me enfadé, pero enseguida se me pasó, porque una institutriz es tan digna como el que más y, aunque carezca de estilo, por lo menos tengo inteligencia, que es más de lo que se puede decir de unos cursis elegantes que sólo sirven para mirarse al espejo y echar humo como chimeneas. ¡Cómo detesto a la gente sin sensibilidad!

Jueves

Ayer tuve un día tranquilo. Lo pasé dando clases, cosiendo y escribiendo en mi pequeño estudio, que resulta especialmente acogedor cuando se enciende la chimenea. Me enteré de algunas cosas y me presentaron al profesor. Al parecer, Tina es la hija de una planchadora francesa que se ocupa de la colada. La pequeña adora al señor Bhaer y le sigue por toda la casa como un perrito a su amo, y a él le encanta porque, a pesar de su soltería, le gustan mucho los niños. Kitty y Minnie Kirke también le aprecian mucho y siempre están hablando de las obras de teatro que inventa, los regalos que les hace y los magníficos cuentos que explica. El joven señor se burla de él, le pone apodos como Viejo Fritz, Cerveza Rubia, Osa Mayor, y hace chistes con su nombre, pero a él no le molesta. Según la señora K., es un hombre cordial y todos le quieren mucho, a pesar de sus costumbres algo extrañas.

La solterona es la señorita Norton, una mujer rica, culta y amable. Hoy hemos conversado durante la cena (decidí repetir la experiencia de comer abajo, porque es muy divertido observar a la gente) y me ha pedido que la vaya a visitar a su habitación. Tiene libros y cuadros buenos, conoce a personas muy interesantes y parece muy amable, de modo que me esforzaré por estar a bien con ella porque me agrada la idea de adentrarme en la buena sociedad, aunque no me refiero a lo mismo que Amy, claro está.

Por la tarde, cuando estaba en la sala, el señor Bhaer entró para dejarle unos periódicos a la señora Kirke. Ella no estaba, pero Minnie, que es muy espabilada, me presentó enseguida:

—Es la señorita March, una amiga de mamá.

—Sí. Es muy graciosa y nos cae muy bien —añadió Kitty, que es una verdadera enfant terrible.

Nos saludamos y nos reímos, porque nos hizo gracia el comentario franco de la niña tras la presentación tan formal que había hecho su hermana.

—¡Ah, sí! He oído que estas traviesas le han hecho pasar un mal rato, señorita March. Si vuelve a tener problemas con ellas, llámeme y acudiré en su ayuda —apuntó y frunció el entrecejo en un gesto amenazador que hizo las delicias de las crías.

Prometí que así lo haría y el señor Bhaer se marchó, pero parece que el destino quiere que nos encontremos con frecuencia, porque hoy, al pasar junto a la puerta de su dormitorio, le di sin querer con mi sombrilla y se abrió de par en par. Le encontré en batín, con un gran calcetín azul en una mano y una aguja de zurcir en la otra. No pareció avergonzarse de que le viera así y cuando, después de pedir disculpas, me disponía a seguir mi camino, agitó una mano, sin soltar el calcetín, y dijo con ese tono alegre y fuerte propio de él:

—Hace un día estupendo para dar un paseo. Bon voyage, mademoiselle!

Bajé riendo todo el tramo de escaleras, aunque me pareció algo triste que el pobre hombre tuviese que remendarse él mismo la ropa. Yo sé que los caballeros alemanes bordan, pero zurcir calcetines es otra cosa. No tiene nada de elegante.

Sábado

Hoy no ha ocurrido nada que merezca ser reseñado, salvo mi visita a la señorita Norton, cuyo dormitorio está lleno de cosas hermosas y que es muy amable, porque me mostró todos sus tesoros y me preguntó si me gustaría asistir con ella a conferencias y conciertos como dama de compañía. Lo planteó como si me pidiese un favor, pero estoy segura de que la señora Kirke le ha hablado de nosotras y de que lo hace para tener un detalle conmigo. Sigo siendo más orgullosa que el demonio pero, puesto que recibir favores como ése de personas como ella no me incomoda, acepté de buen grado.

Cuando volvía a la sala de clases, oí tal alboroto en la sala contigua que eché un vistazo. Vi al señor Bhaer a cuatro patas, con Tina subida a su espalda y Kitty tirando de él con una cuerda de saltar a la comba. Mientras tanto, Minnie lanzaba pedazos de bizcocho a dos niños que rugían como leones rampantes encerrados en una jaula improvisada con sillas.

—Estamos jugando a los domadores —explicó Kitty.

—¡Yo voy montada en un elefante! —exclamó Tina, agarrada al cabello del profesor.

—Mamá nos deja hacer lo que queramos los sábados por la tarde, cuando vienen Franz y Emil.

El «elefante» se sentó, y, aunque parecía tan entusiasmado como el que más, se puso serio y dijo:

—Le aseguro que es cierto. Si armarnos demasiado ruido, hágamelo saber y bajaremos el tono.

Prometí que así lo haría. Sin embargo, dejé la puerta abierta y disfruté de la diversión tanto como ellos, porque nunca había visto un jolgorio semejante. Jugaron a pillar, a los soldados, bailaron, cantaron y, cuando empezó a hacerse de noche, se tumbaron en el sofá, alrededor del profesor, quien les contó encantadores cuentos de hadas sobre las cigüeñas que anidan en las chimeneas y sobre los kobold, unos pequeños espíritus que viajan en los copos de nieve. Sería fantástico que los americanos fuesen tan sencillos y naturales como los alemanes, ¿no estáis de acuerdo?

Disfruto tanto escribiendo que no pararía nunca, pero he de dejarlo por un asunto de dinero. Aunque uso un papel muy fino y escribo con letra pequeña, tiemblo al pensar lo que me voy a gastar en sellos para enviar esta larga carta. Mandadme las de Amy en cuanto las hayáis leído. Sé que después de sus espléndidas aventuras mis anécdotas resultarían simples, pero imagino que os gustará recibir noticias mías. ¿Qué le pasa a Teddy? ¿Estudia tanto que no le queda tiempo para escribir a sus amigos? Cuida bien de él por mí, Beth, contadme cómo están los niños y dad muchos besos de mi parte a todos. Os quiere,

JO

P. D.: Al releer la carta me sorprende lo mucho que hablo de Bhaer. Ya sabéis que me llama la atención la gente peculiar, y aquí no hay mucho más que contar. Bendiciones.

Diciembre

Mi preciosa Betsey:

Como ésta será una carta escrita a vuela pluma, te la dirijo a ti, porque sé que te divertirá y te dará una idea de mis peripecias, que, aunque nada excepcionales, son bastante entretenidas.

Después de un esfuerzo herculano, tal y como diría Amy, en el cultivo mental y moral, mis ideas comienzan a dar frutos y los pequeños tallos empiezan a crecer, como deseaba. Su compañía no me es tan grata como la de Tina y los niños, pero cumplo bien mi función y ellas me aprecian. Franz y Emil son dos niños muy alegres que me han robado el corazón, porque la mezcla del carácter norteamericano y alemán produce un continuo estado de efervescencia. Los sábados por la tarde son siempre estupendos, tanto si los pasamos en casa como si salimos. Si hace buen tiempo, vamos a pasear todos juntos y el profesor y yo nos encargamos de mantener el orden. ¡Nos divertimos muchísimo!

A estas alturas, ya somos muy buenos amigos, y he empezado a tomar clases. No me pude negar, todo ocurrió de forma tan sorprendente que tengo que contártelo. Empezaré por el principio. Un día, cuando pasaba junto a la habitación del señor Bhaer, la señora Kirke, que estaba trasteando dentro, me llamó.

—Querida, ¿has visto semejante leonera? Ven a ayudarme a colocar estos libros, porque lo he puesto todo patas arriba intentando descubrir qué ha sido de los seis pañuelos nuevos que le regalé no hace mucho.

Entré y, mientras los buscábamos, aproveché para echar un vistazo. En efecto, era una leonera. Había papeles y libros amontonados por todas partes, una pipa rota y una flauta vieja sobre la repisa de la chimenea. Un pájaro con las plumas alborotadas y sin cola piaba en el alféizar de una ventana y una caja con ratones blancos decoraba la otra. Entre los papeles yacían barquitos a medio hacer y trozos de cuerda; unas botas pequeñas y sucias se secaban frente a la chimenea y los queridos niños por los que tanto se sacrificaba habían dejado su rastro por toda la habitación. Después de mucho revolver, encontramos tres de los pañuelos perdidos: uno en la jaula del pájaro, otro manchado de tinta y el tercero chamuscado porque lo había usado para retirar algo del fuego.

—¡Menudo personaje! —exclamó la señora K. sin perder el humor mientras dejaba las reliquias en la bolsa de la ropa sucia—. Supongo que habrá roto los demás para hacer velas para los barcos, vendar cortes en los dedos de los niños o utilizarlos como cola de una cometa. Es horrible, pero no le puedo reñir. Es tan despistado y tan bueno que deja que los niños le pisoteen. Me ofrecí a lavarle la ropa y zurcirle lo que precisase, pero él se olvida de darme las prendas y yo me olvido de recordarle que lo haga. Y así estamos…

—Yo lo arreglaré todo —dije—. No es ninguna molestia y él no tiene por qué enterarse. Lo haré encantada… Es muy amable conmigo; me trae la correspondencia y me deja libros.

Así pues, me ocupé de ordenar sus cosas y zurcí dos pares de calcetines, que él había deformado con su intento de remiendo. No mencionamos el asunto y esperaba que nunca lo descubriese… pero un día, la semana pasada, me pilló in fraganti. De tanto oírle dar clases a los demás, me entraron ganas de aprender. Tina no para de entrar y salir de la sala y siempre deja la puerta abierta, por lo que lo oigo todo. Yo estaba sentada cerca de esa puerta, terminando de zurcir un calcetín y tratando de asimilar lo que le había explicado a una alumna nueva que era tan tonta como yo. La joven se marchó y yo pensé que él también se había ido. Creyendo que estaba sola, me puse a repasar en voz alta la lección, meciéndome hacia delante y hacia atrás de forma un tanto absurda. De pronto, vi asomar una cabeza y oí que alguien reía discretamente. Era el señor Bhaer, que hacía señas a Tina para que no delatara su presencia.

—Bueno —dijo cuando me interrumpí en seco y le miré perpleja—. Usted me espía y yo la espío a usted. No me parece mal, pero me pregunto, y no bromeo, si le apetecería aprender alemán.

—Por supuesto, pero usted está demasiado ocupado y yo soy demasiado torpe para aprender —repuse, más roja que un tomate.

—¡Qué tontería! Ya buscaremos el tiempo y lograremos que aprenda. Le daré una clase esta tarde con sumo placer, porque me siento en deuda con usted, señorita March. —Al decir esto, señaló el calcetín que yo estaba remendando—. Claro, mis queridas damas dicen: «Este viejo estúpido no se va a dar cuenta de lo que hacemos y no le sorprenderá que sus calcetines ya no estén agujereados… Pensará que a sus chaquetas les crecen botones nuevos cuando los viejos se caen y que los cordones se atan solos». ¡Pero resulta que tengo ojos y veo bien! También tengo corazón y soy capaz de sentir gratitud. Venga, haremos una clase de vez en cuando o… tendrá que dejar de ser el hada madrina de mis niños y mía.

Por supuesto, después de aquello no pude decir nada, y como en verdad me parecía una oportunidad excelente, acepté el trato y empezarnos el intercambio. Tras las primeras cuatro clases, me sentí perdida con la gramática. El profesor se mostraba muy paciente conmigo, pero debía de ser un tormento para él. De vez en cuando me miraba con cara de desesperación y yo no sabía si reír o llorar. De hecho, hice ambas cosas, y un día, cuando dejé escapar un suspiro de vergüenza y pesar, lanzó al suelo el libro de gramática y salió de la habitación. Yo me sentí muy avergonzada y creí que nunca volvería, pero le comprendía. Estaba recogiendo mis cosas a toda prisa, con la intención de ir a refugiarme a mi cuarto, cuando entró de nuevo, muy sonriente, y anunció:

—Bueno, ahora probaremos una técnica nueva. Leeremos juntos estos agradables Märchen y nos olvidaremos de ese libro tan árido, que se quedará castigado en un rincón.

Hablaba con tanta ternura, y abrió el libro de cuentos de Hans Andersen invitándome a leerlo con una amabilidad tan sincera que me avergoncé aún más de mí misma y adopté un aire de alumna aplicada que pareció divertirle mucho. Olvidé mi timidez y ataqué la lectura con muy buen ánimo; lo hice lo mejor que pude, aunque se me trababa la lengua al leer palabras largas y pronunciaba como Dios me daba a entender. Cuando terminé la primera página e hice una pausa para tomar aliento, él aplaudió y exclamó con su habitual calidez:

Das ist gute! ¡Vamos muy bien! Ahora me toca a mí. Preste atención. —Y empezó a leer en alemán, haciendo retumbar cada palabra con su voz fuerte y un entusiasmo digno de verse. Afortunadamente, se trataba del cuento «El fiel soldado de hojalata», que es muy divertido, y aunque no entendí todas las palabras, no pude dejar de reír. Él estaba tan entregado, y yo tan emocionada, que la escena me resultó de lo más cómica.

A partir de entonces todo empezó a ir mejor, y ahora leo las lecciones bastante bien. Esta forma de estudiar me da buenos resultados, porque aprendo la gramática a partir de los cuentos y poemas, como los medicamentos que se dan con algo dulce para que los traguemos mejor. Yo disfruto mucho y él no parece haberse cansado todavía, lo que dice mucho a su favor, ¿no te parece? Como no me atrevo a pagarle, le haré un buen regalo en Navidad. Marmee, ¿tienes alguna idea?

Me alegra que Laurie esté feliz y ocupado, que ya no fume y se deje crecer el cabello. Está claro que Beth es mejor influencia que yo. No estoy celosa, querida, sigue así, pero ¡no le conviertas en un santo! Me temo que si perdiese su natural travieso no me gustaría tanto. Por favor, leedle algunas partes de mis cartas porque no tengo tiempo para escribir a todos y así tendrá noticias mías. Le doy gracias a Dios de que Beth esté mejor.

Enero

Feliz Año Nuevo a todos, querida familia, lo que, claro está, incluye también al señor Laurence y a un jovencito llamado Teddy. No sabéis la alegría que me dio recibir vuestro paquete de Navidad. No llegó hasta la tarde, cuando ya no esperaba nada. La carta me la entregaron por la mañana, pero no mencionabais el paquete, supongo que porque queríais darme una sorpresa, y me sentí algo triste porque pensé que os habíais olvidado de mí. Después de cenar, me fui a mi habitación, un poco abatida, y cuando me trajeron el enorme paquete, baqueteado y cubierto de barro, lo abracé y me puse a dar saltos de alegría. Era como estar en casa. Me senté en el suelo y leí, miré, comí, reí y lloré como una tonta. Los regalos eran justo lo que necesitaba y me llegó al corazón que los hubieseis hecho en lugar de comprarlos. El tintero de Beth es magnífico, y la caja con pan de jengibre duro que me mandó Hannah, un verdadero tesoro. Usaré las manoplas que me enviaste, Marmee, y leeré los libros que me indica papá. Gracias a todos. ¡Besos y más besos!

Hablando de libros, estoy empezando a hacerme con una buena biblioteca. El señor Bhaer me regaló por Navidad un libro de Shakespeare al que tenía mucho cariño y que yo había visto en más de una ocasión, en el puesto de honor, entre la Biblia en alemán y obras de Platón, Homero y Milton. Así que os imaginaréis la ilusión que me hizo que me lo diese, con una dedicatoria en la que se lee: «De su amigo, Friedrich Bhaer».

—Siempre comenta que le encantaría contar con una biblioteca —me dijo—. Pues ya la tiene, porque lo que hay entre estas tapas son muchos libros en uno. Léalo con atención y le será de gran ayuda. El estudio de los personajes de esta obra le permitirá comprender mejor el mundo y describirlo, luego, con sus propias palabras.

Le di las gracias y ahora me refiero a mi «biblioteca», como si fuese la dueña de cien libros. No imaginaba lo rica que era la obra de Shakespeare hasta que Bhaer me lo explicó. No os riáis de su nombre, ya sé que es horrible, pero pronunciado en alemán no suena tan mal… Me alegro de que os guste lo que os cuento de él y espero que algún día tengáis ocasión de conocerle. Sé que mamá le apreciaría por su buen corazón, y papá, por su cultura. Yo le admiro por ambas cosas y me siento feliz de tener un amigo como él.

Como no disponía de mucho dinero ni sabía bien qué podía hacerle ilusión, le compré varios detalles y los fui dejando por su habitación, para que los encuentre cuando menos se lo espere. Los regalos eran prácticos, bonitos o divertidos: un escurreplatos, un florero —siempre tiene en su cuarto una flor, o la hoja de alguna planta, en un vaso porque dice que le refresca— y una manopla de cocina para que no siga quemando sus «mouchoirs», como diría Amy, al sacar algo del fuego. La hice como la que Beth regaló a Meg, gruesa y en forma de mariposa, con alas amarillas y negras, antenas de estambre y ojos de abalorios. Le gustó muchísimo y la colocó sobre la repisa de la chimenea como un artículo de decoración, por lo que al final no servirá a su propósito. Aunque es un hombre pobre, hizo regalos a todos, desde los criados hasta los niños, y todos, desde la señora de planchar francesa hasta la señorita Norton, pensaron en él. Me alegro mucho de que así sea.

La noche de Fin de Año, organizaron un baile de disfraces y lo pasarnos en grande. Yo no pensaba ir, porque no tenía nada que ponerme, pero al final la señora Kirke me prestó un vestido viejo de brocado y la señorita Norton me colocó unos encajes y unas plumas. Así pues, disfrazada de la señora Malaprop, me puse una máscara y bajé a la fiesta. Disimulé la voz y nadie me reconoció. Nadie imaginó que era la callada y altiva señorita March (todos me consideran una mujer fría y estirada, porque es como suelo mostrarme ante los mequetrefes) quien bailaba y vestía de una forma tan alocada, como si fuese una «alegoría de las orillas del Nilo». Me divertí mucho y, cuando llegó la hora de mostrar el rostro, me reí al ver la cara de sorpresa de todos. Oí a un joven comentar a otro que yo era actriz; hasta dijo recordar haberme visto en teatros de poca importancia. A Meg le hubiese encantado la broma. El señor Bhaer se disfrazó de Nick Bottom y Tina, del hada Titania. Verlos bailar juntos era «todo un espectáculo», como diría Teddy.

Así pues, el Fin de Año resultó estupendo. Más tarde, ya de vuelta en mi habitación, me puse a pensar en ello y llegué a la conclusión de que, a pesar de los errores cometidos, voy progresando poco a poco. Ahora estoy casi siempre contenta, trabajo con ganas y me intereso por los demás más que antes, lo que está muy bien. Que Dios os bendiga a todos. Os quiere,

JO

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