Mujercitas

42. Sola

42 SOLA

Es fácil prometer abnegación cuando vivimos entregados al cuidado de otro y su dulce ejemplo purifica nuestro corazón y nuestra alma, pero cuando la voz que tanto nos ayudaba se acalla, la lección diaria termina, la presencia amada desaparece y lo único que queda es soledad y dolor, descubrimos que mantener la promesa resulta muy duro. Así le ocurrió a Jo. ¿Cómo iba a consolar a sus padres si su corazón moría de añoranza por su hermana? ¿Cómo alegrar a otros si toda la luz, calidez y belleza de su universo parecían haberse ido con Beth cuando dejó este mundo? ¿Y cómo iba a equipararse a Beth y ser útil y dichosa sirviendo a otros con la certeza de que se hace el bien como única recompensa? Jo se esforzaba mucho por cumplir con sus obligaciones, pero en secreto se rebelaba contra ellas porque le parecía injusto renunciar a las pocas alegrías que le quedaban, que su carga se volviese aún más pesada y que la vida fuese cada vez más dura. Era como si algunas personas consiguiesen siempre lo mejor, y otras, lo peor. No era justo, ella se esmeraba más que Amy por ser buena pero, lejos de premiarla por ello, la vida le pagaba con más decepciones, problemas y trabajo duro.

¡Pobre Jo! Aquéllos fueron días duros. Cuando pensaba en que pasaría toda su vida en aquella casa, ahora silenciosa, entregada al cuidado de otros, con pocos o ningún gusto que darse y cada vez más obligaciones, se desesperaba. No puedo hacerlo. No estoy hecha para vivir así. Si no viene alguien a ayudarme, sé que escaparé y cometeré una locura, se decía cuando sus primeros esfuerzos fracasaron y se sumió en ese profundo desánimo que aqueja a quienes, a pesar de hacer gala de la mejor voluntad y fortaleza, han de hacer frente a lo inevitable.

Pero sí hubo quien acudió a ayudarla, aunque Jo no reconoció a sus ángeles, pues adoptaron formas conocidas y utilizaron hechizos sencillos más propios de los pobres seres humanos. A menudo, despertaba en plena noche pensando que Beth la llamaba; cuando veía la cama vacía, lloraba con la amargura que dan las penas que no cesan, y exclamaba: «¡Oh, Beth, vuelve, vuelve!», estirando los brazos. Pero su llamada no era en vano, porque su madre acudía a consolarla, tan rápida en oír su llanto como lo era antes para captar el más leve suspiro de su hermana. No sólo la confortaba con palabras, sino con su dulce abrazo, con sus lágrimas, que eran mudo testimonio de un dolor mayor aún que el de Jo, con suspiros rotos más elocuentes que cualquier plegaria, porque al lógico dolor sumaban la resignación esperanzada. ¡Menudos momentos aquellos en los que un corazón hablaba a otro en el silencio de la noche y la aflicción se transformaba en una bendición que alejaba el sufrimiento y reforzaba el amor! Al sentir eso, bajo el protector abrazo de su madre, la carga de Jo se hacía más llevadera; el deber, más dulce, y la vida, más soportable.

Y del mismo modo que su corazón herido pudo encontrar consuelo así, su atormentada mente logró la ayuda necesaria. Un día, fue al estudio, se inclinó sobre la cabeza gris de su padre, que la recibió con una sonrisa serena, y dijo muy humildemente:

—Padre, háblame como lo hacías con Beth. Lo necesito mucho más, porque yo lo hago todo mal.

—Querida, será un gran consuelo para mí —repuso él con voz quebrada, y abrazó a su hija como si también él necesitase ayuda y no temiese pedirla.

Jo se sentó en la silla de Beth, que estaba junto a su padre, y relató sus problemas, el resentimiento que sentía por la pérdida de su hermana, cómo sus infructuosos esfuerzos la descorazonaban, la falta de fe que oscurecía su vida y todos los tristes desconciertos que conforman eso que llamamos «desesperación». Se confió a él por completo, y él le brindó la ayuda que necesitaba, y así fue como ambos se consolaron el uno al otro. Habían llegado a ese momento en que podían conversar no sólo como un padre y una hija, sino como un hombre y una mujer contentos de ayudarse con su compasión mutua así como con su mutuo amor. Vivían momentos de felicidad y reflexión en el estudio, que Jo llamaba «la iglesia de un solo miembro», de donde salía llena de coraje, habiendo recuperado la alegría y con el ánimo más sumiso, ya que los padres que habían enseñado a una hija a morir sin miedo intentaban ahora enseñar a otra a aceptar la vida sin abatimiento ni desconfianza, y a utilizar las oportunidades que se le brindaban con gratitud y energía.

Las obligaciones y los entretenimientos sanos y humildes también fueron de mucha ayuda para Jo, que aprendió a valorarlos poco a poco. Las escobas y paños ya no eran tan desagradables como antes, puesto que Beth los había usado, y era como si algo de su espíritu de ama de casa hubiese quedado impregnado en la pequeña fregona y el viejo cepillo que nadie se había atrevido a tirar. Cuando los empleaba, Jo se descubría cantando como Beth solía hacer, imitando su estilo al ordenar y dar un repaso aquí y allá para que todo estuviese limpio y bonito, que, aunque ella no lo supiera, es el primer paso para lograr un hogar feliz. Una vez, Hannah le dio un apretón en la mano, en señal de aprobación, y comentó:

—¡Qué buena eres, criatura! Se ve que te has propuesto que no echemos tanto en falta a nuestra querida corderita, en la medida en que tú puedas evitarlo. Aunque no digamos demasiado, nos damos cuenta. ¡Que el Señor te bendiga por tus esfuerzos! Estoy segura de que así será.

Un día, mientras cosía con Meg, Jo observó lo cambiada que estaba su hermana. Hablaba sin parar de lo mucho que estaba aprendiendo sobre los instintos, pensamientos y sentimientos de una buena mujer, de cuán feliz era con su marido y sus hijos, y de lo mucho que todo el mundo la había ayudado.

—Al final va a resultar que el matrimonio es algo bueno. Me pregunto si a mí me sentaría la mitad de bien que a ti. De ser así, debería probarlo de estar aún a tiempo —dijo Jo mientras construía una cometa para Demi en su desordenado dormitorio.

—Simplemente has de dejar que aflore la mujer tierna que hay en ti, Jo. Eres como un erizo de castaña; por fuera, estás llena de pinchos, pero por dentro eres pura seda y tienes reservado un fruto dulce para quien llegue hasta él. Tarde o temprano, el amor hará que abras tu corazón, y entonces la parte áspera de ti desaparecerá.

—Son las heladas las que abren los erizos de las castañas, señora, y para que caigan al suelo hay que sacudir mucho el árbol. A los chicos les encanta ir de árbol en árbol, y a mí no me interesa que me sacudan para que caiga —repuso Jo mientras acababa de montar una cometa que difícilmente podría alzar el vuelo, por mucho viento que hiciese, pues Daisy estaba pegada a ella.

Meg sonrió, contenta de ver que Jo recuperaba su antiguo sentido del humor, pero sentía que debía insistir para convencerla con todos los argumentos a su alcance. Aquellas charlas de hermanas no cayeron en saco roto, sobre todo porque Meg disponía de dos argumentos de peso, los niños, a los que Jo adoraba tiernamente. Algunos corazones se abren con la tristeza y el de Jo estaba listo para caer del erizo… Sólo hacía falta un poco de sol para que la castaña estuviese madura y lista para que un hombre, no un niño impaciente, se acercase y, con ternura, desprendiese la castaña del erizo y gozase de un fruto dulce y en su sazón. De haber sabido que aquello ocurriría, la joven se hubiese cerrado más que nunca y hubiese sacado todos sus pinchos pero, por fortuna, en aquellos momentos no pensaba en su persona, de modo que, cuando se dieron las circunstancias, cayó mansamente del árbol.

De haber sido la protagonista de un libro de contenido moral, en ese momento de su vida Jo se hubiese transformado en santa, hubiese renunciado al mundo y se hubiese dedicado a recorrer los caminos haciendo el bien, con un sencillo sombrero y los bolsillos llenos de panfletos. Pero lo cierto es que Jo no era una protagonista de novela, sino una joven real, que luchaba por salir adelante en la vida, como hacen cientos de mujeres, y actuó conforme a su naturaleza, sintiéndose enfadada, triste, lánguida o animada según los casos. Está muy bien decir que vamos a ser buenos, pero eso no se consigue de inmediato, hay que hacer un gran esfuerzo, un esfuerzo en el que es precisa la ayuda de otros, para situarnos en el buen camino. Jo ponía de su parte, estaba aprendiendo a cumplir con sus obligaciones y a sentirse mal cuando las descuidaba, pero llegar a realizar su trabajo con alegría… ¡eso ya era otro cantar! Antaño solía decir que esperaba hacer algo espléndido en la vida, por muy duro que resultase, y ahora podía ver cumplido su deseo, porque ¿qué podía haber más hermoso que dedicar la vida al cuidado de los padres y crear para ellos un hogar feliz como ellos habían hecho antes por ella? Y si las dificultades no hacían sino aumentar el mérito, ¿qué podía resultarle más difícil a una joven ambiciosa y trabajadora que el renunciar a sus esperanzas, planes y deseos para volcarse amorosamente en el cuidado de los demás?

La divina providencia le había tomado la palabra y le había encomendado una labor. No era como ella había imaginado, pero mejor, porque así suponía un reto mayor. Pero ¿saldría airosa? Decidió intentarlo y, en un primer momento, encontró las ayudas antes citadas. Pero todavía habría de recibir otra que aceptó no como premio sino como consuelo, al igual que en el Progreso del peregrino Cristiano acepta el refugio que le presta el cenador mientras sube por la colina llamada Dificultad.

—¿Por qué no vuelves a escribir? Eso te hacía feliz —le comentó su madre al verla un tanto abatida.

—No tengo ánimo para escribir y, aunque lo tuviera, mis obras no interesan a nadie.

—A nosotros sí. Escribe algo para nosotros y olvídate del resto del mundo. Pruébalo, querida. Estoy segura de que te hará bien y a nosotros nos agradará mucho.

—No creo que pueda —repuso Jo, que sin embargo volvió a su despacho y repasó sus manuscritos inacabados.

Cuando, una hora después, la madre asomó la cabeza, encontró a Jo escribiendo a toda prisa, muy concentrada, con el delantal negro puesto. La señora March sonrió y se alejó, muy contenta al observar el éxito de su consejo. Sin saber cómo, Jo escribió una historia que llegaba directa al corazón de los lectores. Una vez que toda la familia hubo reído y llorado con la lectura, su padre envió el texto —en contra de la opinión de Jo— a una de las revistas más conocidas del país y, para gran sorpresa de la autora, no sólo le pagaron por publicar su historia sino que le pidieron que escribiese más. Tras la publicación, varias personas importantes escribieron cartas para elogiar la calidad de la obra, los periódicos se hicieron eco y todo el mundo, conocidos y extraños, pudo admirarla. A Jo le parecía que un texto tan breve no merecía un éxito tan grande y estaba más sorprendida que cuando recibió tantas críticas como alabanzas por su primera novela.

—No lo entiendo. ¿Qué puede haber en una historia tan corta y sencilla para que la gente la alabe de este modo? —preguntó con auténtica perplejidad.

—Es una obra sincera, Jo, ése es su secreto, y el humor y el pathos le dan vida. Creo que al fin has encontrado tu estilo. Has escrito sin pensar en la fama o el dinero y has puesto tu corazón en el texto, hija mía. Tú ya has probado lo amargo, ahora viene lo dulce. Sigue esforzándote y alégrate de tu éxito como lo hacemos nosotros.

—Si hay algo bueno o verdadero en lo que escribo, el mérito no es mío. Os lo debo todo a ti, a mamá y a Beth —afirmó Jo, a la que las palabras de su padre habían emocionado más que todas las buenas críticas del mundo.

Así fue como el amor y el dolor enseñaron a Jo a escribir nuevas historias que ella enviaba para hacer nuevos amigos. Tan humildes viajeras encontraban siempre una generosa acogida y mandaban a su madre prendas de amor, como hijas cumplidoras que hubiesen encontrado la buena fortuna sin esperarlo.

Cuando Amy y Laurie escribieron para anunciar su compromiso, la señora March temió que a Jo le costase alegrarse de la noticia, pero enseguida su miedo desapareció porque, aunque Jo se puso seria al principio, lo encajó con mucha tranquilidad, leyó dos veces la carta y dijo esperar y desear lo mejor para «los niños». La carta la habían escrito prácticamente a dúo y se echaban flores el uno al otro, era encantadora y la noticia resultaba tan buena que nadie hizo objeción alguna.

—¿Te gusta la idea, mamá? —preguntó Jo cuando terminaron de leer aquellas hojas escritas con letra apretada y se miraron la una a la otra.

—Sí, lo esperaba desde que Amy escribió para contarnos que había rechazado a Fred. Estaba segura de que, puesto que ya había superado lo que tú llamas «el espíritu mercenario», vendría algo mejor. Y algunas cosas en sus cartas me hacían sospechar que el amor y Laurie terminarían por conquistarla.

—Qué aguda eres, mamá, y qué bien guardado lo tenías. No me habías dicho ni una palabra.

—En lo que respecta a sus hijas, las madres han de tener una mirada aguda y una lengua discreta. No quería decirte nada para que no se te ocurriese escribirlos y felicitarlos antes de que fuese oficial.

—Ya no soy la cabeza loca de antes, mamá, puedes confiar en mí. ¡Soy formal y sensata, la confidente ideal para cualquiera!

—Es verdad, querida, y tendría que habértelo contado todo, pero temí que te apenase saber que Teddy se había enamorado de otra mujer.

—Por favor, mamá… ¿De verdad creíste que podía ser tan tonta y egoísta después de haberle rechazado en el mejor momento?

—Sé que cuando le rechazaste fuiste sincera, Jo, pero en los últimos tiempos había llegado a sospechar que, si volvía y pedía nuevamente tu mano, tu respuesta sería distinta. Perdóname, querida, no puedo evitar ver que te sientes sola y el anhelo de afecto que percibo en tus ojos me duele. Por eso imaginé que nuestro muchacho podría llenar ese vacío si lo intentaba de nuevo.

—No, madre, es mejor así. Me alegro mucho de que Amy se haya enamorado de él, pero tienes razón en una cosa: me siento sola y tal vez si Teddy hubiese insistido le habría aceptado, no porque le ame, sino porque ahora valoro más el ser amada que cuando él se marchó.

—Me alegro de que así sea, Jo, porque eso indica que estás creciendo. Somos muchos los que te queremos. Cuentas con el cariño de tus padres, de tus hermanas y sus parejas, de tus amigos y de los niños; confórmate con eso mientras esperas que llegue el gran amor.

—No hay amor más grande que el de una madre, pero no me molesta confesarte, Marmee, que anhelo probar otras clases de amor. Es curioso… cuanto más trato de conformarme con el afecto que recibo, más me parece necesitar. No imaginaba que un corazón podía albergar tanto amor… quiero decir, que podría ser tan elástico y no terminar de llenarse nunca. No lo entiendo, a mí me solía bastar con el amor de los míos.

—Pues yo sí lo entiendo. —Y la señora March sonrió con picardía mientras Jo volvía a coger la carta y releía lo que Amy decía de Laurie.

Es tan hermoso sentirse amada como Laurie me ama. No es un hombre romántico, no habla demasiado de ello, pero lo veo y siento en todas sus palabras y gestos, y me siento tan feliz y honrada que no parezco la misma persona. No sabía lo bueno, generoso y tierno que era hasta ahora que me ha abierto su corazón, y he visto que está lleno de esperanzas y propósitos nobles. Saber que es para mí me llena de orgullo. Dice que, ahora que sabe que yo voy a estar a su lado, siente que su viaje será próspero y estará lleno de amor. Rezo para que así sea y para estar a la altura de lo que él espera de mí, porque amo a mi galante capitán con toda la fuerza de mi alma y mi corazón y no le dejaré nunca mientras Dios quiera que sigamos juntos. ¡Oh, madre, nunca imaginé que el mundo podría parecerse tanto al cielo cuando dos personas se aman y viven la una para la otra!

—¡Y esto dicho por nuestra fría, reservada y mundana Amy! En verdad el amor obra milagros. ¡Qué felices deben de ser! —Y Jo dobló con cuidado las hojas, como quien termina de leer una historia de amor que le ha mantenido en vilo hasta el final y ha de volver al día a día de nuevo.

Como llovía y no podía salir a pasear, Jo subió al desván. Se sentía intranquila y el viejo anhelo volvía a rondarla, no con la amargura de antaño, pero se preguntaba, con paciente pesar, cómo era posible que una hermana consiguiese todo cuanto se proponía y la otra no obtuviese nada. Sabía que eso no era del todo cierto y procuraba alejar ese pensamiento, pero el anhelo de afecto que había surgido espontáneamente en ella era cada más intenso y la felicidad de Amy había avivado su deseo de amar a alguien con «toda la fuerza de su alma y su corazón, alguien de quien no se separaría nunca mientras Dios lo permitiese».

Allí arriba, en aquel desván en el que divagaba la inquieta Jo, había cuatro baúles de madera dispuestos en fila. Cada uno tenía escrito el nombre de su dueña y contenía recuerdos de una infancia y adolescencia que ya todas habían dejado atrás. Jo se los quedó mirando, fue hacia el suyo, lo abrió, apoyó la barbilla en el borde y contempló con expresión ausente su caótico contenido, hasta que unos antiguos cuadernos de notas le llamaron la atención. Los cogió y, al revisarlos, revivió el grato invierno que había pasado en casa de la señora Kirke. Primero sonrió, luego se quedó pensativa y, por último, triste. Y al encontrar una breve nota del profesor, le temblaron los labios, los cuadernos cayeron de su regazo al suelo, y se sentó a leer las palabras de su amigo, que, de pronto, parecían adquirir un nuevo sentido y le llegaron al corazón: «Espérame, amiga mía, puede que tarde, pero sin duda llegaré».

—¡Ojalá fuese cierto! Mi querido Fritz, siempre tan dulce y paciente conmigo. No le valoré como merecía cuando le tuve cerca y, ahora que todo el mundo se va y me siento tan sola, ¡me gustaría tanto verle!

Sujetando fuertemente aquella nota como si fuese una promesa por cumplir, Jo descansó la cabeza en una bolsa de retales y lloró como si pretendiese competir con la lluvia que repiqueteaba en el tejado.

¿Por qué lloraba? ¿Se compadecía de sí misma, se sentía sola o estaba desanimada? ¿O sería acaso por el despertar de un sentimiento que había esperado pacientemente, al igual que quien lo inspiraba, que llegase su momento? ¿Quién podría decirlo?

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