Niebla

Capítulo 21

Capítulo 21

—Sí, tiene usted razón —le decía don Antonio a Augusto aquella

tarde, en el Casino, hablando a solas, en un rinconcito—, tiene

usted razón, hay un misterio doloroso, dolorosisímo en mi vida.

Usted ha adivinado algo. Pocas veces ha visitado usted mi pobre

hogar… ¿hogar?, pero habrá notado…

—Sí, algo extraño, yo no sé qué tristeza flotante que me atraía a

él…

—A pesar de mis hijos, de mis pobres hijos, a usted le habrá

parecido un hogar sin hijos, acaso sin esposos…

—No sé… no sé…

—Vinimos de lejos, de muy lejos, huyendo, pero hay cosas que van

siempre con uno, que le rodean y envuelven como un ánimo

misterioso. Mi pobre mujer…

—Sí, en el rostro de su señora se adivina toda una vida de…

—De martirio, dígalo usted. Pues bien, amigo don Augusto, usted ha

sido, no sé bien por qué, por una cierta oculta simpatía, quien

mayor afecto, más compasión acaso nos ha mostrado, y yo, para

figurarme una vez más que me libro de un peso, voy a confiarle mis

desdichas. Esa mujer, la madre de mis hijos, no es mi mujer.

Me lo suponía; pero si es ella la madre de sus hijos, si con usted

vive como su mujer, lo es.

—No, yo tengo otra mujer… legítima, según se la llama. Estoy

casado, pero no con la que usted conoce. Y esta, la madre de mis

hijos, está casada también, pero no conmigo.

—Ah, un doble…

—No, un cuádruple, como va usted a verlo. Yo me casé loco, pero

enteramente loco de amor, con una mujercita reservada y

callandrona, que hablaba poco y parecía querer decir siempre mucho

más de lo que decía, con unos ojos garzos dulces, dulces, dulces,

que parecían dormidos y sólo se despertaban de tarde en tarde, pero era entonces para chispear fuego. Y ella era toda así. Su corazón,

su alma toda, todo su cuerpo, que parecían de ordinario dormidos,

despertaban de pronto como en sobresalto, pero era para volver a

dormirse muy pronto, pasado el relámpago de vida, ¡y de qué vida!,

y luego como si nada hubiese sido, como si se hubiese olvidado de

todo lo que pasó. Era como si estuviésemos siempre recomenzando la

vida, como si la estuviese reconquistando de continuo. Me admitió

de novio como en un ataque epiléptico y creo que en otro ataque me

dio el sí ante el altar. Y nunca pude conseguir que me dijese si me quería o no. Cuantas veces se lo pregunté, antes y después de

casarnos, siempre me contestó: «Eso no se pregunta; es una

tontería.» Otras veces decía que el verbo amar ya no se usa sino en el teatro y los libros, y que si yo le hubiese escrito: ¡te amo!,

me habría despedido al punto. Vivimos más de dos años de casados de una extraña manera, reanudando yo cada día la conquista de aquella

esfinge. No tuvimos hijos. Un día faltó a casa por la noche, me

puse como loco, la anduve buscando por todas partes, y al siguiente día supe por una carta muy seca y muy breve que se había ido lejos, muy lejos, con otro hombre…

—Y no sospechó usted nada antes, no lo barruntó…

—¡Nada! Mi mujer salía sola de casa con bastante frecuencia, a casa de su madre, de unas amigas, y su misma extraña frialdad la

defendía ante mí de toda sospecha. ¡Y nada adiviné nunca en aquella esfinge! El hombre con quien huyó era un hombre casado, que no sólo dejó a su mujer y a una pequeña niña para irse con la mía, sino que se llevó la fortuna toda de la suya, que era regular, después de

haberla manejado a su antojo. Es decir, que no sólo abandonó a su

esposa, sino que la arruinó robándole lo suyo. Y en aquella seca y

breve y fría carta que recibí se hacía alusión al estado en que la

pobre mujer del raptor de la mía se quedaba. ¡Raptor o raptado… no

lo sé! En unos días ni dormí, ni comí, ni descansé; no hacía sino

pasear por los más apartados barrios de mi ciudad. Y estuve a punto de dar en los vicios más bajos y más viles. Y cuando empezó a

asentárseme el dolor, a convertírseme en pensamiento, me acordé de

aquella otra pobre víctima, de aquella mujer que se quedaba sin

amparo, robada de su cariño y de su fortuna. Creí un caso de

conciencia, pues que mi mujer era la causa de su desgracia, ir a

ofrecerla mi ayuda pecuniaria, ya que Dios me dio fortuna.

—Adivino el resto, don Antonio.

—No importa. La fui a ver. Figúrese usted aquella nuestra primera

entrevista. Lloramos nuestras sendas desgracias, que eran una

desgracia común. Yo me decía: «¿Y es por mi mujer por la que ha

dejado a esta ese hombre?», y sentía, ¿por qué no he de confesarle

la verdad?, una cierta íntima satisfacción, algo inexplicable, como si yo hubiese sabido escoger mejor que él y él lo reconociese. Y

ella, su mujer, se hacía una reflexión análoga, aunque invertida,

según después me ha declarado. Le ofrecí mi ayuda pecuniaria, lo

que de mi fortuna necesitase, y empezó rechazándomelo. «Trabajaré

para vivir y mantener a mi hija», me dijo. Pero insistí y tanto

insistí que acabó aceptándomelo. La ofrecí hacerla mi ama de

llaves, que se viniese a vivir conmigo, claro que viniéndonos muy

lejos de nuestra patria, y después de mucho pensarlo lo aceptó

también.

—Y es claro, al irse a vivir juntos…

—No, eso tardó, tardó algo. Fue cosa de la convivencia, de un

cierto sentimiento de venganza, de despecho, de qué sé yo… Me

prendé no ya de ella, sino de su hija, de la desdichada hija del

amante de mi mujer; la cobré un amor de padre, un violento amor de

padre, como el que hoy le tengo, pues la quiero tanto, tanto, sí,

cuando no más, que a mis propios hijos. La cogía en mis brazos, la

apretaba a mi pecho, la envolvía en besos, y lloraba, lloraba sobre ella. Y la pobre niña me decía: «¿Por qué lloras, papá?», pues le

hacía que me llamase así y por tal me tuviera. Y su pobre madre al

verme llorar así lloraba también y alguna vez mezclamos nuestras

lágrimas sobre la rubia cabecita de la hija del amante de mi mujer, del ladrón de mi dicha.

Un día supe —prosiguió— que mi mujer había tenido un hijo de su

amante y aquel día todas mis entrañas se sublevaron, sufrí como

nunca había sufrido y creí volverme loco y quitarme la vida. Los

celos, lo más brutal de los celos, no lo sentí hasta entonces. La

herida de mi alma, que parecía cicatrizada, se abrió y sangraba…

¡sangraba fuego! Más de dos años había vivido con mi mujer, con mi

propia mujer, y ¡anda!, ¡y ahora aquel ladrón… ! Me imaginé que mi

mujer habría despertado del todo y que vivía en pura brasa. La

otra, la que vivía conmigo, conoció algo y me preguntó: «¿Qué te

pasa?» Habíamos convenido en tutearnos, por la niña. «¡Déjame!» ,

le contesté. Pero acabé confesándoselo todo, y ella al oírmelo

temblaba. Y creo que la contagié de mis furiosos celos…

—Y claro, después de eso…

—No, vino algo después y por otro camino. Y fue que un día estando

los dos con la niña, la tenía yo sobre mis rodillas y estaba

contándole cuentos y besándola y diciéndola bobadas, se acercó su

madre y empezó a acariciarla también. Y entonces ella,

¡pobrecilla!, me puso una de sus manitas sobre el hombro y la otra

sobre el de su madre y, nos dijo: «Papaíto… mamaíta… ¿por qué no me traéis un hermanito para que juegue conmigo, como le tienen otras

niñas, y no que estoy sola… ?» Nos pusimos lívidos, nos miramos a

los ojos con una de esas miradas que desnudan las almas, nos vimos

estas al desnudo, y luego, para no avergonzarnos, nos pusimos a

besuquear a la niña, y alguno de estos besos cambió de rumbo.

Aquella noche, entre lágrimas y furores de celos, engendramos al

primer hermanito de la hija del ladrón de mi dicha.

—¡Extraña historia!

—Y fueron nuestros amores, si es que así quiere usted llamarlos

unos amores secos y mudos, hechos de fuego y rabia, sin ternezas de palabra. Mi mujer, la madre de mis hijos quiero decir, porque esta

y no otra es mi mujer, mi mujer es, como usted habrá visto, una

mujer agraciada, tal vez hermosa, pero a mí nunca me inspiró ardor

de deseos, y esto a pesar de la convivencia. Y aun después que

acabamos en lo que le digo me figuré no estar en exceso enamorado

de ella, hasta que pude convencerme de lo contrario. Y es que una

vez, después de uno de sus partos, después del nacimiento del

cuarto de nuestros hijos, se me puso tan mal, tan mal, que creí que se me moría. Perdió la más de la sangre de sus venas, se quedó como la cera de blanca, se le cerraban los párpados… Creí perderla. Y me puse como loco, blanco yo también como la cera, la sangre se me

helaba. Y fui a un rincón de la casa, donde nadie me viese, y me

arrodillé y pedí a Dios que me matara antes de que dejase morir a

aquella santa mujer. Y lloré y me pellizqué y me arañé el pecho

hasta sacarme sangre. Y comprendí con cuán fuerte atadura estaba mi corazón atado al corazón de la madre de mis hijos. Y cuando esta se repuso algo y recobró conocimiento y salió de peligro, acerqué mi

boca a su oído, según ella sonreía a la vida renaciente tendida en

la cama, y le dije lo que nunca le había dicho y nunca le he vuelto de la misma manera a decir. Y ella sonreía, sonreía, sonreía

mirando al techo. Y puse mi boca sobre su boca, y me enlacé con sus desnudos brazos el cuello, y acabé llorando de mis ojos sobre sus

ojos. Y me dijo: «Gracias, Antonio, gracias, por mí, por nuestros

hijos, por nuestros hijos todos… todos… todos… por ella, por Rita…

» Rita es nuestra hija mayor, la hija del ladrón… no, no, nuestra

hija, mi hija. La del ladrón es la otra, es la de la que se llamó

mi mujer en un tiempo. ¿Lo comprende usted ahora todo?

—Sí, y mucho más, don Antonio.

—¿Mucho más?

—¡Más, sí! De modo que usted tiene dos mujeres, don Antonio.

—No, no, no tengo más que una, una sola, la madre de mis hijos. La

otra no es mi mujer, no sé si lo es del padre de su hija.

—Y esa tristeza…

—La ley es siempre triste, don Augusto. Y es más triste un amor que nace y se cría sobre la tumba de otro y como una planta que se

alimenta, como de mantillo, de la podredumbre de otra planta.

Crímenes, sí, crímenes ajenos nos han juntado, ¿y es nuestra unión

acaso crimen? Ellos rompieron lo que no debe romperse, ¿por qué no

habíamos nosotros de anudar los cabos sueltos?

—Y no han vuelto a saber…

—No hemos querido volver a saber. Y luego nuestra Rita es una

mujercita ya; el mejor día se nos casa… Con mi nombre, por

supuesto, con mi nombre, y haga luego la ley lo que quiera. Es mi

hija y no del ladrón; yo la he criado.

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