La Agonía del Cristianismo

IX. La fe pascaliana

IX. La fe pascaliana

Como una aplicación a un caso concreto de lo que vengo diciendo de la agonía del cristianismo, quiero hablaros de la agonía del cristianismo en el alma de Blas Pascal. Y voy a reproducir aquí, haciéndole seguir de breves adiciones, lo que sobre la fe pascalina escribí en el número excepcional (abril-junio, 1923) de la Revue de Métaphysique et de Moróle, dedicado al tercer centenario del nacimiento de Pascal, que fué el 19 de junio de 1623.

Decía así:

"La lectura de los escritos que nos ha dejado Pascal, y sobre todo la de sus Pensamientos, no nos invita a estudiar una filosofía, sino a conocer a un hombre, a penetrar en el santuario de universal dolor de un alma, de un alma enteramente desnuda, o mejor acaso de un alma en vivo, de un alma que llevaba cilicio. Y como el que emprende este estudio es otro hombre, corre el riesgo que señala Pascal mismo en su pensamiento 64: "No es en Montaigne, es en mí mismo donde encuentro todo lo que allí veo". ¿Riesgo? No, no le hay. Lo que hace la fuerza eterna de Pascal es que hay tantos Paséales como hombres que al leerle le sienten y no se limitan a comprenderle. Y así es como vive en los que comulgan en su fe dolorosa. Voy, pues, a presentar mi Pascal.

"Como soy español, mi Pascal lo es también, sin duda. ¿Estuvo sometido a influencia española? En dos ocasiones, en sus Pensamientos, cita a Santa Teresa (499, 868) para hablarnos de su profunda humildad, que era su fe. Había estudiado a dos españoles: al uno a través de Montaigne. Dos españoles, o mejor dos catalanes: Raimundo de Sabunde y Martini, el autor de la Pugio fidei christianae. Pero yo, que soy vasco, lo que es ser más español todavía, distingo la influencia que sobre él hubieran ejercido dos espíritus vascos: el del abate de Saint-Cyran, el verdadero creador de Port-Royal, y el de Iñigo de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús. Y es interesante ver que el jansenismo francés de Port-Royal y el je* suitismo, que libraron entre sí tan ruda batalla, debieran uno y otro su origen a dos vascos. Fué acaso más que una guerra civil, fué una guerra entre hermanos y casi entre mellizos, como la de Jacob y de Esaú. Y esta lucha entre hermanos se libró también en el alma de Pascal.

"El espíritu de Loyola lo recibió Pascal de las obras de los jesuítas a quienes combatió. Pero acaso presintió en estos casuistas a torpes que destruían el espíritu primitivo de Ignacio.

"En las cartas de Iñigo de Loyola (de San Ignacio) hay una que no hemos podido olvidar nunca al estudiar el alma de Pascal, y es la que dirigió desde Roma el 26 de marzo de 1553 a los Padres y hermanos de la Compañía de Jesús de Portugal, aquella en que establece los tres grados de obediencia. El primero "consiste en la ejecución de lo que es mandado, y no merece el nombre por no llegar al valor desta virtud si no se sube al segundo de hacer suya la voluntad del Superior; en manera que no solamente haya ejecución en el efecto, pero conformidad en el afecto con un mismo querer y no querer... Pero quien pretenda hacer entera y perfecta oblación de sí mesmo, ultra de la voluntad, es menester que ofrezca el entendimiento (que es otro grado, y supremo, de obediencia) no solamente teniendo un querer, pero teniendo un sentir mesmo con el Superior, subjetando el propio juizio al suyo, en cuanto la devota voluntad puede inclinar el entendimiento". Porque "todo obediente verdadero debe inclinarse a sentir lo que su Superior siente".

Es decir, creer verdadero lo que el superior declara tal. Y para facilitar esta obediencia haciéndola racional por un proceso escéptico (la scepsis es el proceso de racionalización de lo que no es evidente), los jesuítas han inventado un probabilismo contra el que se alzó Pascal.

Y se alzó contra él porque lo sentía dentro de sí mismo. El famoso argumento de la apuesta, ¿es otra cosa más que un argumento probabilista? "La razón rebelde de Pascal resistía al tercer grado de obediencia, pero su sentimiento le llevaba a ella. Cuando en 1705 la Bula de Clemente XI Vineam Domini Sabaoth declaró que en presencia de hechos condenados por la Iglesia no basta el silencio respetuoso, sino que hay que creer de corazón que la decisión está, fundada de derecho y de hecho, ¿se habría sometido Pascal si hubiera vivido todavía? "Pascal, que se sentía interiormente tan poco sumiso, que no llegaba a domar su razón, que estaba acaso persuadido pero no convencido de los dogmas católicos, se hablaba a sí mismo de sumisión. Se decía que el que no se somete donde es menester (oul il faut) no entiende la fuerza de la razón (268). Pero ¿y esa palabra falloir (ser menester)? Decíase que la sumisión es el uso de la razón, en lo que consiste el verdadero cristianismo (269), que la razón no se sometería si no juzgara que hay ocasiones en que debe someterse (270), pero también que el Papa aborrece y teme a los sabios que no le están sometidos por voto (873), y alzábase contra el futuro dogma de la infalibilidad pontificial (876), última etapa de la doctrina jesuíta de la obediencia de juicio, base de la fe católica.

"Pascal quería someterse, se predicaba a sí mismo la sumisión mientras buscaba gimiendo, buscaba sin encontrar, y el silencio eterno de los espacios infinitos le aterraba. Su fe era persuasión, pero no convicción.

"¿Su1 fe? Pero ¿en qué creía? Todo depende de lo que se entienda por fe y por creer. "Es el corazón quien siente a Dios, no la razón, y he aquí lo que es la fe: Dios sensible al corazón, no a la — razón" (278).

En otra parte nos habla "de las personas sencillas que creen sin razonar", y añade que "Dios les da el amor de sí y el odio de ellos mismos, inclina sus corazones a creer", y en seguida que "no se creería jamás con una creencia útil y de fe si Dios no inclinase el corazón"

(284). ¡Creencia útil! Henos aquí de nuevo en el probabilismo y la apuesta. ¡Util! No sin razón escribe en otra parte: "Si la razón fuera razonable..." (73). El pobre matemático "caña pensante" que era Pascal, Blas Pascal, por quien Jesús hubo derramado tal gota de su sangre pensando en él en su agonía (Le mystére de Jésus, 553), el pobre Blas Pascal buscaba una creencia útil que le salvara de su razón. Y la buscaba en la sumisión y en el hábito. "Eso os hará creer y os entontecerá (abétira). —Pero eso es lo que temo. —¿Y por qué? ¿Qué tenéis que perder?" (233). ¿Qué tenéis que perder? He aquí el argumento utilitario, probabilista, jesuítico, irracionalista. El cálculo de probabilidades no es más que la racionalización del azar, de lo irracional.

"¿Creería Pascal? Quería creer. Y la voluntad de creer, la will to believe, como ha dicho William James, otro probabilista, es la única fe posible en un hombre que tiene la inteligencia de las matemáticas, una razón clara y el sentido de la objetividad.

"Pascal se sublevaba contra las pruebas racionales aristotélicas de la existencia de Dios (242) y hacía notar que "jamás autor canónico se ha servido de la naturaleza para probar a Dios" (243); y en cuanto a los tres medios de creer que señalaba: la razón, la costumbre y la inspiración (245), basta leerle teniendo el espíritu libre de prejuicios para sentir que él, Pascal, no ha creído con la razón, no pudo jamás, aun queriéndolo, llegar a creer con la razón, no se hubo jamás convencido de aquello de que estuvo persuadido. Y esta fué su tragedia íntima, y ha buscado su salvación en un escepticismo al que quería contra un dogmatismo íntimo, del que sufría.

"En los cánones del concilio del Vaticano, el primer texto fué dogmáticamente declarado infalible, se lanzó anatema contra el que niegue que se pueda demostrar racional y científicamente la existencia de Dios, aun cuando el que lo niegue crea en Él. Y este anatema ¿no habría alcanzado a Pascal? Cabe decir que Pascal, como tantos otros, no creía acaso que Dios ex-siste, sino que in-siste, que le buscaba en el corazón, que no tuvo necesidad de Él para su experiencia sobre el vacío ni para sus trabajos científicos, pero que lo necesitaba para no sentirse, por falta de Él, anonadado.

"La vida íntima de Pascal aparece a nuestros ojos como una tragedia.

Tragedia que puede traducirse en aquellas palabras del Evangelio: "Creo, ayuda a mi incredulidad" (Marcos, IX, 23). Lo que evidentemente no es propiamente creer, sino querer creer.

"La verdad de que nos habla Pascal cuando nos habla de conocimientos del corazón no es la verdad racional, objetiva, no es la realidad, y él lo sabía. Todo su esfuerzo tendió a crear sobre el mundo natural otro mundo sobrenatural. Pero ¿estaba convencido de la realidad objetiva de esa sobrenaturaleza? Convencido, no; persuadido, tal vez. Y se sermoneaba a sí mismo.

"¿Y qué diferencia hay entre esa posición y la de los pirronianos, de aquellos pirronianos a los que tanto combatió porque se sentía pirroniano él mismo? Hay una, y es ésta: que Pascal no se resignaba, no se sometía a la duda, a la negación, a la scepsis, que tenía necesidad del dogma y lo buscaba entonteciéndose. Y su lógica no era una dialéctica, sino una polémica. No buscaba una síntesis entre la tesis y la antítesis, se quedaba, como Proudhon, otro pascalino a su manera, en la contradicción. "Nada nos place más que el combate, pero no la victoria" (135). Temía la victoria, que podía ser la de su razón sobre su fe. "La más cruel guerra que Dios pueda hacer a los hombres en esta vida es dejarlos sin aquella guerra que vino a traer" (498). Temía la paz. ¡Y con motivo! Temía encontrarse con la naturaleza, que es la razón.

"Pero en un hombre, en un hombre hecho y derecho, en un ser racional que tenga conciencia de su razón, ¿es que existe la fe que reconoce la posibilidad de demostrar racionalmente la existencia de Dios? ¿Es posible el tercer grado de obediencia, según Iñigo de Loyola? Cabe responder: sin la gracia, no. ¿Y qué es eso de la gracia? Otra trágica escapatoria.

"Cuando Pascal se arrodillaba para rogar al Ser Supremo (233), pedía la sumisión de su propia razón. ¿Se sometió? Quiso someterse. Y no encontró el reposo más que con la muerte y en la muerte, y hoy vive en aquellos que como nosotros han tocado a su alma desnuda con la desnudez de su alma".

A esto tengo de añadir que Pascal, en relación con los solitarios de Port-Royal y solitario él mismo, no era un monje, no había hecho voto de celibato ni de virginidad, aunque hubiese muerto virgen, que no lo sabemos, y fué un hombre civil, un ciudadano y hasta un político. Porque su campaña contra los jesuítas fué, en el fondo una campaña política, civilista, y sus Provinciales son obra política. Y aquí tenemos otra de las contradicciones íntimas de Pascal, otra de las raíces de la agonía del cristianismo en él.

El mismo hombre que escribió los Pensamientos escribió las Provinciales, y brotaron de la misma fuente.

Nótese, primero, que les llamamos Pensamientos y no Ideas. La idea es algo sólido, fijo; el pensamiento es algo fluido, cambiable, libre. Un pensamiento se hace otro, una idea choca contra otra. Podría decirse acaso que un pensamiento es una idea en acción, o una acción en idea; una idea es un dogma. Los hombres de ideas, tenidos por ella, rara vez piensan. Los Pensamientos de Pascal forman una obra polémica y agónica.

Si hubiera escrito la obra apologética que se proponía, tendríamos muy otra cosa y una cosa muy inferior a los Pensamientos. Porque éstos no podían concluir nada. La agónica no es apologética.

Acabo de leer La nuit de Gethsémani; essai sur la philosophie de Pascal (Les Cahiers Veris, publiés sous la direction de Daniel Halévy,

Paris, Bernard Grasset, 1923), de León Chestov, un ruso, y entresaco esto: ". . .una apología debe defender a Dios ante los hombres; le es, pues, necesario reconocer, quizás que no, como última instancia la razón humana. Si Pascal hubiera pod'do terminar su trabajo no habría podido expresar sino lo que es aceptable para los hombres y su razón". Acaso; pero los hombres aceptan, quiéranlo o no, los déraisonnements de Pascal.

Creemos que Chestov se equivoca al decir que la historia es implacable para los apóstatas —Pascal fué un apóstata de la razón— y que a Pascal no se le escucha aunque ardan cirios ante su imagen. A Pascal se le escucha y se le escucha en agonía; le escucha Chestov; por eso escribe su bello estudio.

"No es a Pascal —añade Chestov—, es a Descartes a quien se le considera como el padre de la filosofía moderna; y no es de Pascal, sino de Descartes, de quien aceptamos la verdad, porque, ¿dónde se ha de buscar la verdad sino en la filosofía? Tal es el juicio de la historia; se admira a Pascal y se deja su camino. Es un juicio de apelación". ¿Sí, eh? Pero no se deja el camino después de admirar, de querer a uno. El guarda e passa dantesco es para aquellos a quienes se desdeña, no para aquellos a quienes se admira, es decir, se ama. ¿Y se busca la verdad en la filosofía? ¿Qué es la filosofía? Acaso metafísica. Pero hay la meterótica, la que está más allá del amor, que es la metagónica, la que está más allá de la agonía y del sueño.

Las Provinciales brotaron del mismo espíritu y son otra agónica; es otro tratado de contradicciones. El cristiano que allí se dirige contra los jesuítas, siente muy bien dónde está el lado humano, demasiado humano (par trop humain), el lado civil y social de éstos; siente que sin los acomodamientos de su laxa modalidad sería imposible la vida moral en el siglo; siente que la doctrina jesuítica de la gracia, o mejor del libre albedrío, es la única que permite una vida civil normal.

Pero siente que es anticristiana. La ética agustiniana, como la calvinista y la jansenista, contribuyen, tanto como la jesuítica, a la agonía del cristianismo.

Es que en el fondo, ética es una cosa y religión otra. Ya en la ética misma, o mejor en la moral —pues eso de ética suena a pedantería—, no es lo mismo ser bueno que hacer el bien. Hay quien se muere sin haber cometido trasgresión a la ley y sin haber deseado nada bueno. Y, en cambio, cuando el bandolero que moría crucificado junto a Jesús dijo al otro, que blasfemaba, pidiendo al Maestro que si era el Cristo les salvase: "¿Ni temes a Dios estando en el mismo juicio? Nosotros con justicia somos castigados, pues pagamos lo debido por lo que hicimos; pero éste nada criminal hizo". Y volviéndose a Él: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino". Y el Cristo le contestó: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Luc, XXIII, 39-44). El bandolero arrepentido a la hora de la muerte creía en el reino de Cristo, en el reino de Dios, que no es de este mundo; creía en la resurrección de la carne, y el Cristo le prometía el paraíso, el jardín bíblico en que cayeron nuestros primeros padres. Y un cristiano debe creer que todo cristiano, más aún, que todo hombre, se arrepiente a la hora de la muerte; que la muerte es ya, de por sí, un arrepentimiento y una expiación, que la muerte purifica al pecador. Juan Sala y Serrallonga, el bandido que cantó el egregio poeta catalán Juan Maragall, a la hora de morir en la horca para purgar todas sus culpas —ira, envidia, gula, lujuria, avaricia, robos, asesinatos...—, decía al verdugo: "Moriré rezando el credo; pero no me cuelgues hasta que no haya dicho: creo en la resurrección de la carne".

Es que Pascal, en sus Provinciales, defendía los valores morales, más bien de policía, frente a los valores estrictamente religiosos, consoladores, de los jesuítas, o es que éstos representaban una policía acomodaticia, de una moralidad casuística, frente a la pura religiosidad, y tan fácil es sostener una como otra tesis. Y es que hay dos policías, dos moralidades, y hay dos religiosidades. La duplicidad es la condición esencial de la agonía del cristianismo y de la agonía de nuestra civilización. Y si los Pensamientos y las Provinciales parecen oponerse entre sí, es que cada uno de ellos se opone a sí mismo.

León Chestov dice: "Podríase afirmar que Pascal, si no hubiera encontrado el "abismo", se habría quedado en el Pascal de las Provinciales". Pero es que encontró el abismo escribiendo las Provinciales, o, mejor, las Provinciales brotaron del mismo abismo que los Pensées. Ahondando en la moral llegó a la religión; escarbando en el catolicismo romano y en el jansenista llegó al cristianismo. Y es porque el cristianismo está en el fondo del catolicismo y la religión en

el fondo de la moral.

Pascal, el hombre de la contradicción y de la agonía, previo que el jesuitismo, con su doctrina de la obediencia mental pasiva, de la fe implícita, mataba la lucha, la agonía, y, con ella, la vida misma del cristianismo y era, sin embargo, él, Pascal, el que en un momento de desesperación agónica había dicho lo de cela vous abétira, "eso os entontecerá". Pero es que un cristiano puede s'abétir, puede suicidarse racionalmente; lo que no puede es abétir a otro, matar a otro la inteligencia. Y es lo que hacen los jesuítas. Sólo que tratando de entontecer a los demás se han entontecido ellos. Tratando a todos como a niños, ellos se han infantilizado en el más triste sentido. Y hoy apenas hay nada más tonto que un jesuíta: por lo menos un jesuíta español. Todo lo de su astucia es pura leyenda. Les engaña cualquiera y se creen las más gordas patrañas. Para ellos, la historia, la en curso, la viva, la del día, es una especie de comedia de magia. Creen en toda clase de tramoyas. Leo Taxil les engañó. Y en ellos no agoniza, esto es, no lucha, no vive el cristianismo, sino que está muerto y enterrado. El culto al Sagrado Corazón de Jesús, la hiero-cardiocracia, es el sepulcro de la religión cristiana.

"Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder". Así contesta a una pregunta el catecismo más en curso en España, el del P. Astete, un jesuíta. Y los doctores, al no enseñar ciertas cosas al creyente implícito, han acabado por no saberlas y por ser tan ignorantes como él.

Alain, en sus Propos sur le christianisme (XLIV, Pascal), escribe:

"Pascal hace oposición continua y esencialmente; herético ortodoxo".

Herético ortodoxo. ¡Qué! Porque aun cuando heterodoxo ortodoxo no fuese una contradicción muerta, en que los términos contrapuestos se destruyen, porque otra —heteros— doctrina puede ser derecha —orillos—, ya que lo que es otro que otro es uno, herético es más claro. Porque herético (haereticus) es el que escoge por sí mismo una doctrina, el que opina libremente —¿libremente?— y puede opinar libremente la doctrina derecha, puede crearla, puede crear de nuevo el dogma que dicen profesar los demás. ¿No le ocurrió algo así en sus estudios de geometría? San Pablo dice en algún pasaje —no le tengo registrado, y el ritmo de mi vida me impide irlo a buscar— que él, respecto a cierta doctrina, es herético. "En esto soy herético", dice al pie de la letra, y dejando su griego sin traducir —cosa que se hace frecuentemente con los textos evangélicos y los otros—; pero quiere decir: "En esto profeso una opinión particular, personal, no la corriente". Quiere decir que en aquel punto se aparta del sentido común para atenerse al sentido propio, al individual, al del libre examen. ¿Y quién ha dicho que el sentido propio no descubra alguna vez principios de sentido común, que la herejía no cree la ortodoxia? Todas las ortodoxias empezaron siendo herejías. Y el repensar los lugares comunes, el recrearlos, el hacer de las ideas pensamientos, es el mejor modo de librarse de su maleficio. Y Pascal, el herético, al pensar las ideas católicas, las que los demás decían profesar, hizo de las ideas de estos pensamientos, de sus dogmas, verdades de vida, y creó de nuevo la ortodoxia. Lo cual « era, por otra parte, todo lo opuesto a la fe implícita, a la fe del carbonero de los jesuítas.

El hombre que quiere sabétir, pero por sí mismo, en puro solitario, domina a la béte y se eleva sobre ella más que el que obedece a un superior per inde ac cadáver y con el tercer grado de sumisión, el de la inteligencia, juzgando que es lo mejor lo que el superior estima así, y poniéndose acaso a regar un bastón plantado en la huerta del convento porque el prior así lo mandó. Lo cual, en el fondo, es puro deporte y comedia, juego y comedia de mando y de obediencia, porque ni el que manda ni el que obedece creen que el bastón, como el del patriarca San José, va a echar raíces y hojas y flores y a dar fruto, y todo ello es valor entendido. Valor entendido para domar el orgullo humano, sin ver si es que no hay más orgullo en obedecer de esa manera. Porque si está escrito que el que se humilla será ensalzado, eso no quiere decir que se le ensalce al que se humilló en vista del ensalzamiento. Y ese género de obediencia ha engendrado el hinchado orgullo —orgullo luciferino— colectivo de la Compañía de Jesús.

Pascal se indignaba de las pequeñas discusiones de los jesuítas, de sus distingos y sus mezquindades. ¡Y que no son chicas! La ciencia media, el probabiliorismo, etcétera, etc. Pero es que necesitan jugar a la libertad. Se dicen: In necessariis imitas, in ditbiis libertas, in omnia charitas. ¡En lo que necesario, unidad; en lo que dudoso, libertad; en todo, caridad! Y para jugar a la libertad aumentan el campo de las dudas, llamando duda a lo que no lo es. Hay que leer la Metafísica del P. Suárez, por ejemplo, para ver un hombre que se entretiene en partir en cuatro un pelo, pero en sentido longitudinal, y hacer luego un trenzado con las cuatro fibras. O cuando hacen estudios históricos —lo que ellos llaman historia, que no suele pasar de arqueología— se entretienen en contarle a la Esfinge las cerdas del rabo, para no mirarle a los ojos, a la mirada. Trabajo de entontecerse y de entontecer.

Cuando os diga un jesuíta —por lo menos español, lo repito— que ha estudiado mucho, no lo creáis. Es como si os dijeran que ha viajado mucho uno de ellos, que cada día hace quince kilómetros de recorrido dando vueltas al pequeño jardín de su residencia.

El solitario, el verdadero solitario que fué Pascal, el hombre que quiso creer que Jesús derramó una gota de su sangre por él, por Blas Pascal, no podía concertarse con esos soldados.

Y luego hay la ciencia. En uno de los noviciados que tiene la Compañía en España, en el de Oña, vió un amigo mío, que como médico iba a ver a un novicio a la parte reservada, en una galería un cuadro que representaba a San Miguel Arcángel teniendo a sus pies al Demonio, a Satanás. Y Satanás, el ángel rebelde, tenía en la mano. . . ¡un microscopio! Un microscopio es el símbolo del hiperanálisis.

Esta gente trata de detener y evitar la agonía del cristianismo, pero es matándole, ¡que deje de sufrir!, y le administra el opio mortífero de sus ejercicios espirituales y su educación. Acabará por hacer de la religión católica romana algo como el budismo tibetano.

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