Ivanhoe

Capítulo XX

XX

Cuando el otoño va alargando las noches

y brilla en la selva, como perdido, el sol de la tarde,

¡qué dulce suena al oído

del peregrino lo que va cantando!

Las notas enriquecen su fervor,

y del fervor de las notas toma el canto.

El sol parece subir como el ave,

desde la ermita al cielo.

.

Después de tres largas horas de andar a buen paso, los sirvientes de Cedric llegaron con su misterioso guía a un pequeño claro del bosque. Allí se alzaba una poderosa encina de enormes proporciones, con su ramaje extendido en todas direcciones. Bajo aquel árbol, cuatro o cinco monteros estaban echados en el césped, mientras otro, como centinela, se paseaba arriba y abajo bañado por la luz de la luna.

En cuanto oyó ruido de pasos, el centinela dio la voz de alarma y los que dormitaban se levantaron casi al mismo tiempo y tensaron sus arcos, apuntando sus flechas al punto por donde se aproximaban los viajeros. Al reconocer al guía, le saludaron con muestras de afecto y respeto, desvaneciéndose los síntomas de temor.

—¿Dónde está Miller? —fue la primera pregunta.

—En camino hacia Rotherham.

—¿Con cuántos hombres? —preguntó el jefe, pues tal parecía ser.

—Con seis hombres y buenas esperanzas de botín, si quiere san Nicolás.

—Has hablado devotamente —dijo Locksley—. ¿Y dónde está Allan-a-Dale?

—Paseando por el callejón de Watling, vigilando al prior de Jorvaulx.

—También muy bien pensado —replicó el capitán—, ¿y dónde está el fraile?

—En su celda.

—Allí me dirijo —dijo Locksley—. Dispersaos y buscad a vuestros compañeros. Reunid a cuantos podáis porque hay caza que anda suelta y debe ser apresada y acosada sin descanso. Nos encontraremos en este mismo sitio al romper el día. ¡Un momento! —añadió—: Se me olvida lo más importante. Dos de vosotros marchad sin tardanza a Torquilstone, el castillo de Front-de-Boeuf. Una banda de presumidos, que se han disfrazado como nosotros, se encaminan hacia aquel lugar con algunos prisioneros. Debéis vigilarlos de cerca, porque aunque consigan llegar al castillo antes de que podamos reunir suficientes fuerzas, nuestro honor está comprometido y debemos castigarles, encontrando los medios para hacerlo. Por lo tanto, no les perdáis de vista y despachad al camarada de pies más ligeros para que haga correr la voz.

Prometieron obedecer y partieron ligeros a cumplir los diferentes cometidos asignados. Locksley y sus dos compañeros, que ahora le consideraban con respeto y a la vez con algún miedo, prosiguieron su camino hacia la capilla de Copmanhurst.

Cuando alcanzaron el claro donde se encontraba la reverenda aunque ruinosa capilla, con su ermita tan propicia a la devoción ascética, Wamba murmuró al oído de Gurth:

—Si ésta es la guarida de un ladrón, confirma el viejo proverbio: «Cuanto más cerca de la iglesia, más lejos de Dios». Y por mi caperuza, creo que es cierto. ¡Escuchad las irreverentes oraciones que cantan en la ermita!

Efectivamente, el anacoreta y su huésped interpretaban, con toda la fuerza de sus poderosos pulmones, una antigua canción de taberna:

Ven, acércame el cuenco marrón;

bravo muchacho.

Ven, acércame el cuenco marrón:

Alegre Jenkin, eres un bribón cuando bebes.

¡Ven, tráeme el cuenco, tráeme el cuenco marrón!

—No está mal cantado —dijo Wamba haciendo algunos gorgoritos para adornar el coro—. Pero ¿quién, en el nombre del santo, hubiera podido esperar oír canción tan descarada procedente de una celda ermitaña y a medianoche?

—Yo sí podía imaginarlo —dijo Gurth—, porque el alegre clérigo de Copmanhurst es muy conocido y mata la mitad de los venados que se roban por estos contornos. Se dice que el guardabosque se ha quejado a su oficial y que será despojado de sayo y birrete si no se reporta.

Mientras hablaban, los fuertes y repetidos golpes que Locksley daba a la puerta llamaron al fin la atención del anacoreta y de su huésped.

—Por nuestras cabezas —dijo el ermitaño, cortando en seco una de sus florituras vocales—, han llegado más huéspedes nocturnos. No me gustaría, por mi birrete, que nos hallaran dedicados a estos trabajos. Cada hombre tiene su enemigo, buen señor Holgazán, y no faltan los maliciosos capaces de transformar el hospitalario refrigerio que os he ofrecido por espacio de tres horas en una juerga completa y aguda borrachera, vicios totalmente ajenos a mi oficio y aficiones.

—¡Viles calumniadores! —replicó el caballero—, me gustaría poder darles su merecido. De todos modos, santo clérigo, cierto es que todos tenemos nuestros enemigos y en estas tierras abundan aquéllos a los que prefiero hablar a través de las barras de mi yelmo que no a cara descubierta.

—Pues colocaos el yelmo, amigo Holgazán, y tan rápidamente como vuestro apodo os lo permita —dijo el ermitaño—. Mientras tanto, yo haré desaparecer estos jarros cuyo último contenido se ha cruzado por casualidad en mi camino, y con objeto de disimular el ruido, porque, en verdad, me noto algo inseguro. Uníos al canto que ahora voy a entonar; no os preocupéis por la letra… tampoco yo la conozco muy bien.

Así diciendo, atacó un con voz de trueno, y protegido por el ruido de este cántico, retiró los cacharros del banquete, mientras el caballero, riendo de todo corazón y armándose al mismo tiempo, ayudaba a su anfitrión con su voz, de tanto en tanto, cuando la risa se lo permitía.

—¿Qué maitines del diablo entonáis a estas horas? —dijo una voz del exterior.

—El señor os perdone, señor viajero —dijo el ermitaño, quien, por el ruido que él mismo hacía, unido quizá a las libaciones nocturnas, era incapaz de reconocer los tonos de una voz que debía haber oído más de una vez—. Sigue tu camino en el nombre de Dios y de san Dunstan y no perturbes mis devociones y las de mi santo hermano.

—¡Fraile chiflado! —contestó la voz del exterior—. ¡Ábrele a Locksley!

—¡Estamos a salvo! Todo va bien —dijo el ermitaño a su compañero.

—Pero ¿de quién se trata? —preguntó el Caballero Negro—; me interesa saberlo.

—¿Quién es? —contestó el ermitaño—. Ya os dije que es un amigo.

—Pero ¿qué clase de amigo? Porque bien puede ser amigo vuestro y a la vez mi enemigo.

—¿Qué clase de amigo? —replicó el ermitaño—. Ésta es una pregunta más fácil de formular que de contestar. ¿Qué clase de amigo? Bueno… es… dejadme que lo piense un poco. Es el honrado guarda de quien os hablé no hace mucho.

—Sí, debe ser tan honrado guarda como tú piadoso ermitaño —replicó el caballero—. No lo pongo en duda; pero ábrele la puerta antes de que la haga saltar.

Al mismo tiempo, los perros, que al principio habían ladrado escandalosamente, debieron reconocer la voz porque repentinamente cambiaron de humor y empezaron a arañar la puerta y a gruñir como si intercedieran por él. Rápidamente, el ermitaño quitó el cerrojo y dio entrada a Locksley y a sus dos acompañantes.

—¡Hola, ermitaño! —fue la primera exclamación del montero cuando notó la presencia del caballero—. ¿Quién es el buen compañero que tienes ahí?

—Un hermano de nuestra orden —indicó el fraile moviendo la cabeza—; estuvimos ocupados durante toda la noche con nuestros rezos.

—Será un monje de la Iglesia militante, digo yo —contestó Locksley—. Hay otros muchos fuera de estos muros. Te hago saber, fraile, que debes abandonar los rosarios y coger el garrote; necesitaremos a cada uno de nuestros hombres, sea clérigo o seglar. Pero —añadió, apartándole—, ¿estás loco? ¡Admitir a un caballero al cual no conoces! ¿Has olvidado nuestras consignas?

—¡Que no le conozco! —replicó el fraile con descaro—. Le conozco tanto como el mendigo conoce su cazuela.

—Entonces, ¿cómo se llama? —preguntó Locksley.

—Se llama… —dijo el ermitaño—, se llama sir Anthony de Scrabelstone. ¡Como si yo fuera capaz de beber con alguien de quien ignoro su nombre!

—Has bebido más de lo necesario, fraile —dijo el montero—, y me temo que también has hablado más de lo conveniente.

—Buen montero —dijo el caballero, adelantándose—, no te enfades con mi alegre anfitrión. No hizo más que ofrecerme la hospitalidad que yo le hubiera obligado a darme si me la hubiera negado.

—¡Obligarme a mí! —exclamó el fraile—. Espera a que haya cambiado este sayo gris por una casaca verde; entonces si no soy capaz de voltear doce veces mi garrote sobre tu cabeza, no soy ni un verdadero clérigo ni un montero de fiar.

Mientras hablaba el fraile se despojó del sayo y comprobaron que vestía un negro coleto de ante, y ceñidos calzones de montero; se colocó con presteza una casaca verde y calzones del mismo color.

—Te ruego que me anudes estos lazos —le dijo a Wamba—. Te ganarás un buen vaso de vino seco con tu trabajo.

—Muchas gracias por el vino —dijo Wamba—; pero ¿crees que es cosa legal ayudar a un santo ermitaño a convertirse en montero pecador?

—No temas —dijo el ermitaño—; confesaré los pecados de mi gabán verde a mi sayo gris y todo de nuevo quedará en su lugar.

—¡Amén! —contestó el bufón—. Un penitente de manga ancha debe disponer de un confesor vestido de tela de saco y puede que vuestro sayo haga entrar también a mi caperuza de bufón en el negocio.

Después de estas palabras ayudó al fraile a atar los numerosos lazos.

Mientras andaban ocupados en ello, Locksley condujo al caballero a un rincón apartado y le habló de este modo:

—No lo neguéis, señor caballero. Vos sois el que decidió la victoria a favor de los ingleses sobre los forasteros, durante el segundo día del torneo de Ashby.

—¿Y qué ocurriría si tu suposición fuera cierta, buen montero? —preguntó el caballero.

—Os tendría —replicó el montero—, por un amigo de los débiles.

—Por lo menos ésta es la obligación de los verdaderos caballeros —contestó el negro campeón—; y no sería de mi agrado que se pensara lo contrario de mí.

—Pero, para mis propósitos —dijo el montero—, debierais ser tan buen inglés como caballero sin tacha, porque en verdad, lo que quiero decir atañe a los deberes de todo hombre honrado, pero mucho más especialmente a los verdaderos ingleses nacidos en Inglaterra.

—No podréis hablar con nadie —replicó el caballero—, a quien Inglaterra y la vida de cada inglés le sean más queridas que a mí.

—De veras me gustaría creerlo —dijo el montero—, porque nunca como ahora ha necesitado este país la ayuda de los que realmente lo aman. Oídme y os contaré de una empresa en la cual si sois realmente lo que aparentáis, podréis tener una parte honrosa. Una pandilla de villanos, bribonamente disfrazados para hacer recaer la sospecha en gente honrada, se ha adueñado de la persona de un noble inglés llamado Cedric , además de Athelstane de Coningsburgh y sus respectivos guardas personales, llevándolos a un castillo que hay en estos bosques, llamado Torquilstone. Os pido que, como buen inglés y buen caballero, nos ayudéis a rescatarles.

—Mis votos me obligan a hacerlo —replicó el caballero—, pero me gustaría saber quién eres tú que me pides ayuda de su parte.

—Yo soy —dijo el montero— un hombre sin nombre; pero soy amigo de mi patria y de los amigos de mi patria. Con estas referencias debéis quedar satisfecho y con más motivo cuando vos mismo deseáis conservar el incógnito. Tened la seguridad de que cuando doy mi palabra es tan segura como si calzara espuelas de oro.

—Te creo —dijo el caballero—. Estoy acostumbrado a estudiar las facciones de la gente y en las tuyas puedo leer intenciones honradas. Por lo tanto, no voy a hacerte más preguntas y me limitaré a ayudarte a liberar estos cautivos oprimidos y, una vez conseguido, confío en que podremos separarnos conociéndonos un poco más y satisfechos el uno del otro.

—Así que tenemos un nuevo aliado —le dijo Wamba a Gurth, porque una vez completamente equipado el fraile se había trasladado al otro extremo de la cabaña y oído la última parte de la conversación—. Confío en que el valor del caballero será de mejor temple que la religiosidad del ermitaño o la honradez del momento, porque este Locksley parece un ladrón de venados y el clérigo un descarado hipócrita.

—Cálmate, Wamba —dijo Gurth—. Puede que sea como supones, pero si el mismo diablo coronado me ofreciera su ayuda para rescatar a Cedric y a lady Rowena, mucho me temo que no bastaría la religión para rehusar la oferta del demonio e impedirle que se alineara a mi lado.

El fraile ya estaba equipado como un perfecto montero, con espada y broquel, arco y flechas y un buen garrote a la espalda. Abandonó su celda a la cabeza de la partida y habiendo cerrado la puerta con cuidado, depositó la llave en un escondite del dintel.

—¿Estás en perfectas condiciones para prestar ayuda —dijo Locksley— o todavía el vino hace de las suyas en tu cabeza?

—Bastaría un solo trago de la fuente de san Dunstan —dijo el fraile—. Siento un bordoneo en mi sesera y cierta inestabilidad en mis piernas, pero ahora mismo veréis cómo se me pasa.

Y se acercó a la concavidad de la peña, donde las aguas formaban al caer burbujas que brillaban a la luz de la luna, y tomó tan largo trago que pareció que intentaba dejar la fuente seca.

—¿Desde cuándo no habíais tomado un trago de agua tan formidable, santo clérigo de Copmanhurst? —preguntó el Caballero Negro.

—Nunca desde que se agujereó mi bota de vino y dejó marchar el líquido por un orificio ilegal —contestó el fraile—, dejándome sin nada que beber a excepción del regalo de mi santo patrón.

Después, hundiendo manos y cabeza en la fuente, lavólas de toda huella de la juerga de medianoche.

De este modo refrescado y tonificado, el alegre fraile hizo girar su pesado garrote alrededor de su cabeza y sosteniéndolo solamente con tres dedos como si fuera una paja, exclamó al mismo tiempo:

—¿Dónde están estos falsos forajidos que raptan personas contra su voluntad? ¡Que me lleve el diablo si no puedo con una docena de ellos!

—¿Sabéis jurar, santo clérigo? —dijo el Caballero Negro.

—¡No me cleriguees más! —replicó el fraile, transformado—. Por san Jorge y el dragón, no soy clérigo sino cuando llevo el hábito. Cuando me veáis enfundado en mi casaca verde, bebo, juro y enamoro a cualquier campesina de West Riding.

—¡Vamos, clérigo, cállate de una vez! —dijo Locksley—. Metes más ruido que todo un convento cantando vísperas después de que el padre abad se haya ido a la cama. Vamos; vosotros también, señores míos. No publiquéis por ahí las cosas que tuvisteis ocasión de ver. Venga, debemos reunir nuestras fuerzas si queremos asaltar el castillo de Front-de-Boeuf.

—¡Qué! ¿Ha sido Front-de-Boeuf —dijo el Caballero Negro— quien ha detenido en los caminos del rey a los súbditos del rey? ¿Se ha convertido en ladrón y opresor?

—Opresor siempre lo ha sido —dijo Locksley.

—Y en cuanto a ladrón —dijo el fraile—, dudo si nunca ha sido la mitad de honrado que muchos ladrones a los que conozco.

—Muévete, fraile, y cállate —dijo el montero—, sería mejor que nos condujeras al lugar de la cita en vez de hablar lo que la decencia y la prudencia aconsejan callar.

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