Guerra y Paz

Chapter 110

León Tolstoi

V

Cuando llegó Natacha al salón, salía rápidamente su padre de la habitación de la Condesa. Tenía el rostro contraído y bañado en lágrimas.

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Evidentemente, huía a otra habitación con objeto de dar rienda suelta al llanto que lo ahogaba.

Al distinguir a Natacha le hizo una seña y estalló en sollozos que deformaron su redondo semblante.

- Pe... Petia... Ve..., ella... te llama...

Y, llorando como un chiquillo, se alejó todo lo deprisa que le permitían las piernas temblorosas, se dejó caer en una silla y ocultó el rostro en las manos.

Una especie de conmoción eléctrica atravesó a Natacha de arriba abajo. Era como si acabaran de asestarle un golpe en el corazón. Sentía en él un dolor horrible. Pero, al mismo tiempo, el dolor aquel la liberaba de la prohibición de vivir que pesaba sobre ella. A la vista de la aflicción de su padre, de los gritos de desesperación de su madre, que sonaban al otro lado de la puerta, se olvidó de sí misma y de sus pesares. Corrió junto al Conde. Agitando débilmente la mano, éste le mostró la puerta de la habitación de su mujer. La princesa María, pálida, con los labios temblorosos, salió por aquella puerta, cogió a Natacha de la mano y murmuró unas palabras a su oído. Natacha no veía ni oía nada. A paso ligero franqueó el umbral, se detuvo un instante como si luchase consigo misma, y después corrió al lado de su madre.

La Condesa, tendida en el sofá, se retorcía convulsivamente y daba cabezazos contra la pared. Sonia y las doncellas la asían por los brazos.

- ¡Natacha, Natacha, no es cierto, no es cierto...! ¡Mienten...! ¡Natacha! - dijo rechazando a las personas que la rodeaban -.

Marchaos todos. No es cierto que le hayan matado. ¡Ah, no es cierto!

Natacha apoyó una rodilla en el diván, se inclinó sobre su madre, la abrazó y, con una fuerza que nadie le hubiera atribuido, la levantó, le volvió la cara y apoyó la suya en ella.

- ¡Madrecita mía, palomita mía! Estoy aquí, mamá, estoy aquí - murmuró.

- Natacha, tú me amas - dijo la Condesa en voz baja y en son de súplica -. Natacha, tú no me engañarás. ¿Me dirás la verdad, toda la verdad?

Natacha la miró con los ojos llenos de lágrimas; su rostro expresaba amor y pedía indulgencia.

- Madrecita, querida mía - repetía desplegando todas las fuerzas de su amor para arrancarle el exceso de dolor que la oprimía.

Y de nuevo, en su lucha infructuosa contra la realidad, la madre se negaba a creer en la posibilidad de vivir mientras que su hijo bienamado, lleno de vida, había muerto; se inhibía de esta realidad para sumirse en el mundo de la locura.

Natacha no recordó después cómo transcurrieron aquel día ni el siguiente. No durmió; por la noche no se apartó de su madre un solo instante. Su amor filial, un amor perseverante, paciente, sin explicación, sin consuelo, se mostraba a cada segundo, como llamamiento de vida, a la Condesa. Esta se calmó un poco en la tercera noche. Entonces, apoyando la cabeza en el brazo de su sillón, Natacha cerró los ojos.

Poco después oyó crujir el lecho. Natacha abrió los ojos. Sentada en la cama, la Condesa le hablaba en voz baja.

- ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! - decía -. Estás rendida, ¿quieres una taza de té?

Natacha se acercó a ella.

-Has envejecido, pero estás bella - continuó la Condesa asiéndole una mano.

- ¿Qué dices, madrecita?

- ¡Natacha! ¡Él ya no existe! ¡No existe!

La Condesa le pasó un brazo por la cintura y, por vez primera, se echó a llorar.

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VI

La princesa María aplazó su marcha porque Sonia y el Conde trataban de reemplazar a Natacha, pero no podían. Sólo ella sabía impedir que su madre se dejara llevar de la desesperación.

Natacha vivió por espacio de tres semanas al lado de su madre, en su misma habitación, sentada en un sillón. La obligaba a beber y a comer, le hablaba sin cesar, porque su voz tierna y acariciadora la calmaba.

La herida moral de la Condesa no acababa de cicatrizarse. La muerte de Petia había destrozado su vida. La triste noticia que sorprendió a una mujer de cincuenta años, todavía fresca y robusta, la dejó convertida en una vieja, medio muerta y a la que ya no interesaba la vida. Pero la herida que casi mató a la Condesa resucitó a Natacha.

Por extraño que pueda parecer, la herida moral infligida a su ser espiritual exigía una especie de herida física; y cuando ésta se cicatrizó, cuando desapareció, la herida moral se cicatrizó también por obra de la vida que ocultaba en su interior.

Los últimos días del príncipe Andrés habían aproximado a Natacha a la princesa María; la nueva desgracia las unió más si cabe. La princesa María, que había aplazado la marcha, cuidó por espacio de tres semanas a Natacha como a un niño enfermo, porque la última semana que pasó junto a su madre aniquiló sus fuerzas físicas.

Después nació entre ellas esa amistad tierna y apasionada que únicamente se ve en las mujeres, Se besaban con frecuencia, se decían palabras tiernas, pasaban juntas la mayor parte del día. Si una de ellas salía, la otra la echaba de menos e iba a reunirse con ella. Estaban unidas por un sentimiento más fuerte que el de la amistad: el sentimiento de que sólo podían vivir estando unidas. A veces permanecían silenciosas horas enteras; a veces hablaban en el lecho hasta la madrugada. Conversaban, sobre todo, del pasado lejano.

La princesa María le refería su infancia, hablaba de sus padres, de sus sueños, y Natacha, que otras veces se había separado de ella porque no comprendía aquella vida cristiana, de abnegación sumisa, de sacrificio, ahora, por el afecto que le profesaba, amaba su pasado y comprendía su vida. No pensaba aplicar a la propia la sumisión y el sacrificio, porque estaba habituada a buscar otras alegrías, pero comprendía y amaba en los demás unas virtudes que antes eran incomprensibles para su entendimiento. A la princesa María, la narración de la infancia y de la primera juventud de Natacha le descubría un lado insospechado de la existencia: la fe en la vida, en el goce de la vida.

A últimos de enero, la Princesa partió, por fin, hacia Moscú, y el Conde se empeñó en que la acompañase Natacha para que consultara a los médicos de la ciudad sobre el estado de su salud.

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