Guerra y Paz

Chapter 112

León Tolstoi

VIII

A fines de enero llegó a Moscú y se instaló en el pabellón que por milagro quedaba todavía en pie.

Hizo una visita al conde Rostoptchin, así como a otros conocidos recién llegados como él a la ciudad, y al tercer día se dispuso a partir para San Petersburgo. Todos estaban radiantes a causa de la victoria; la vida bullía en la capital destruida, que se disponía a reanudar su existencia. Todo el mundo sentía el deseo de ver a Pedro y se interesaban por lo que él había presenciado. Pedro se sentía bien dispuesto con todas las personas a quienes se tropezaba; sin embargo, se mantenía en guardia con objeto de no dejarse llevar por nada ni por nadie. A todas las preguntas que se le dirigían - superficiales o importantes-respondía: «Sí, es posible, ya lo pensaré.»

Supo que los Rostov estaban en Kostroma, pero pensaba poco en Natacha y, cuando lo hacía, era como si recordara un pasado remoto y agradable.

Se sentía libre, no solamente de todas las condiciones sociales, sino asimismo de un sentimiento que, a su parecer, se impusiera voluntariamente.

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Tres días más tarde de su llegada a Moscú supo por los Drubetzkoi que también se hallaba allí la princesa María. La muerte, los sufrimientos, los últimos días del príncipe Andrés preocupaban a Pedro con frecuencia y, sobre todo entonces, se presentaban a su memoria con una vivacidad sorprendente. Al saber, después de comer, que la princesa María estaba en Vosvijenka, en su hotel, que se conservaba intacto, decidió ir a hacerle una visita aquel mismo día.

Por el camino no dejó de pensar en el príncipe Andrés, en su amistad, en las muchas veces que se habían visto, en su último encuentro antes de la batalla de Borodino.

«¿Habrá muerto en aquel estado de espíritu tan lamentable en que se encontraba entonces? ¿No se le habrá revelado, antes de morir, la explicación de la vida?», pensaba.

Recordaba a Karataiev y su muerte, y, a su pesar, comparaba a aquellos dos hombres tan distintos y al propio tiempo tan parecidos por el amor que él les profesara, porque los dos habían vivido y porque los dos habían muerto.

En la más grave disposición de espíritu llegó, pues, a la casa de los Bolkonski. Estaba intacta; todavía ostentaba huellas de la devastación, pero, aún así, se conservaba lo mismo que antes.

El viejo mayordomo recibió a Pedro con expresión severa, como si quisiera darle a entender que la ausencia del anciano Príncipe no variaba un ápice el orden de la casa. Le comunicó que la Princesa se había retirado a sus habitaciones y que le recibiría el domingo.

- Anúncieme. Quizá quiera recibirme antes - insistió Pedro.

- Obedezco. Entre en la galería de los antepasados.

Al poco rato apareció Desalles, el ayo. Manifestó a Pedro, en nombre de la Princesa, que ésta sentía muchos deseos de verle, que la excusara y que hiciera el favor de subir a su departamento.

En una sala del primer piso, iluminada por una sola bujía, hallábase la Princesa acompañada por una persona vestida como ella de luto. Pedro recordó que la Princesa tenía siempre a su lado a una señorita de compañía, pero ¿quién era y cómo era? No lo recordaba. «La habrá cambiado por otra», pensó al contemplar a la persona vestida de negro.

La Princesa avanzó, rauda, a su encuentro y le tendió la mano.

- ¡Al fin volvemos a vernos! - exclamó mirando fijamente aquel rostro cambiado mientras él le besaba la mano-. ¡Si supiera cómo hablaba mi hermano de usted...! - agregó mirando con timidez a Pedro primero y luego a la señorita de compañía -. No puede imaginarse cuánto me alegro de su liberación. Fue la única noticia buena que recibimos en todo este tiempo.

En este punto se volvió inquieta hacia la señorita de compañía y quiso agregar algo, pero Pedro la interrumpió.

- En cambio, yo no sabía nada de él. Creía que había muerto durante la batalla. Luego supe que encontró a los Rostov.

.¡Qué cosas tiene el destino!

Pedro se expresó vivamente, con animación. Al fijar los ojos en la señorita de compañía advirtió que ella clavaba en él una mirada tierna, de curiosidad, y, como sucede en ocasiones durante una conversación, se dijo para sí que aquella mujer era una persona bondadosa que no interrumpiría su charla íntima con la princesa María.

Pero cuando él pronunció sus últimas palabras sobre los Rostov, aumentó la confusión de la Princesa. Su mirada pasó de Pedro a la señorita de compañía y, al fin, exclamó:

- Pero ¿es que no se reconocen ustedes?

Pedro se volvió a mirar el rostro pálido, delgado, los ojos negros, la boca singular de la señorita. Y aquellos ojos, que le miraban con atención, suscitaron en él el recuerdo de un ser querido y olvidado.

«Pero ¡no es posible! - pensó -. No puede ser ella, con ese rostro pálido, flaco, envejecido... Debe de ser un reflejo...»

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En aquel momento la Princesa exclamó:

- ¡Natacha!

La boca de la mujer de la mirada atenta sonrió mediante un esfuerzo como puerta que se abre, y aquella sonrisa inspiró a Pedro, de improviso, una dicha tal, que, a su pesar, se apoderó de su ser y le dominó por entero. Al verla sonreír, ya no era posible dudar. Era ella, Natacha. Y él la amaba todavía.

Pedro se había ruborizado, y de tal modo, que se dio cuenta de que había revelado su secreto.

En vano quiso disimular su emoción. Cuanto más se esforzaba en ello, más y con mayor claridad que si hablase ponía de manifiesto aquel amor.

«Es sólo la sorpresa», pensaba, tratando de engañarse a sí mismo.

Al querer continuar la conversación iniciada, miró a Natacha, y un rubor más vivo todavía se le extendió por el rostro, una emoción más profunda, mezcla de temor y de gozo, le invadió el alma. Sin saber lo que decía, tartamudeó unas palabras y calló en mitad de la frase comenzada.

No había reparado en Natacha al entrar porque no esperaba encontrarla allí; no la había reconocido porque desde que la vio por última vez se había operado un gran cambio en ella.

Estaba más pálida y más delgada. Pero no era esto lo que impedía reconocerla: eran sus ojos, en otro tiempo brillantes, risueños, reveladores de la alegría de vivir, y ahora nublados, atentos, bondadosos y melancólicos.

Afortunadamente, Pedro no le transmitió su confusión. Por el contrario, su vista produjo en ella un placer que iluminó ligeramente su semblante.

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