Guerra y Paz

Chapter 109

León Tolstoi

IV

Natacha y la princesa María sintieron del mismo modo la muerte del príncipe Andrés. Moralmente abrumadas, con los ojos cerrados para no ver las terribles nubes que la muerte dejó suspendidas sobre sus cabezas, no osaban mirar la vida de frente. Con prudencia ostensible procuraban librar de todo contacto doloroso su abierta herida. Todo: un coche que pasara por la calle, el recuerdo de un banquete, la pregunta de un servidor o - esto sobre todo - una palabra de compasión, tímida y poco sincera, enconaba aquella herida; les parecía una ofensa, turbaba el silencio que necesitaban para percibir la nota grave que incesantemente vibraba en sus oídos y que les impedía mirar aquel infinito lejano que entrevieran por un momento.

Por el contrario, cuando se sentaban frente a frente, no se sentían ya ofendidas ni turbadas. Hablaban poco, y cuando lo hacían se referían a cosas insignificantes; ambas evitaban, sobre todo, nombrar en su conversación cuanto guardara relación con el porvenir.

Admitir la posibilidad de un futuro cualquiera les hubiera parecido una ofensa a la memoria de Andrés. Con prudencia mayor todavía, omitían todo lo que tenía alguna relación con el difunto. Porque a las dos les parecía que nada de lo que habían vivido o sentido podía expresarse con palabras. Cualquier detalle de la vida del Príncipe que hubieran evocado verbalmente hubiese podido violar la majestad, la santidad del misterio realizado ante sus ojos.

Las continuas reticencias de que salpicaban sus conversaciones, el perpetuo silencio que conservaban acerca de todo lo que pudiera recordarles a Andrés, el cuidado que ponían en no traspasar el límite de lo que podía decirse, les revelaba a ellas mismas los sentimientos que experimentaban.

Pero la tristeza absoluta es tan imposible como la alegría absoluta. La princesa María fue la primera que se vio arrancada por la vida misma a la tristeza de las dos primeras semanas de duelo, al verse dueña y señora de su destino y convertida en la tutora y educadora de su sobrino. Recibió cartas a las que tuvo que responder; la habitación de Nikoluchka era húmeda, y el niño comenzó a toser; Alpatich llegó a Iaroslav con sus cuentas, y le aconsejó se trasladara a Moscú, a su casa de Vosdvijenka, que se conservaba intacta y necesitaba tan sólo ligeras reparaciones.

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La vida no se detiene, es preciso vivir. Cualquiera que fuese el dolor de la princesa María, a la sola idea de salir de su aislamiento y del estado contemplativo en que había vivido hasta entonces, hubo de hacerlo, cediendo a las exigencias de la vida. Examinó las cuentas de Alpatich; se hizo aconsejar por Desalles acerca de su sobrino; dio órdenes, y se preparó para la marcha a Moscú.

Natacha quedó sola e incluso esquivó a la Princesa desde que ésta comenzó a preparar el viaje.

La princesa María pidió a la condesa de Rostov que dejara partir a Natacha a la ciudad en su compañía, y tanto la madre como el padre accedieron gozosos, porque veían decaer las fuerzas de su hija de día en día y juzgaban conveniente el cambio de aires y los consejos de los médicos de Moscú.

- No deseo ir a ninguna parte. Dejadme tranquila - dijo Natacha respondiendo a la invitación.

A fines de diciembre, vestida con su traje de lana negra, con las trenzas mal peinadas, pálida y delgada, echada sobre el diván, miraba en dirección de la puerta, aquella puerta por donde él había partido para la otra vida. Aquella vida tan lejana, tan increíble, en que jamás había pensado anteriormente, era entonces la que le parecía más comprensible, más próxima, puesto que contenía el vacío y la destrucción o el dolor y el castigo.

Contemplaba con la imaginación el lugar en que estaba el Príncipe, pero no acertaba a imaginárselo de manera diferente a como fue en vida. Volvía a verle tal y como era. Veía su rostro, oía su voz, repetía sus palabras, imaginaba a veces las que habrían podido decirse.

«Le veo. Está echado sobre el diván, con su casaca de terciopelo, apoyada la cabeza en su delgada mano, pálido, con el pecho hundido, los hombros levantados. Tiene los labios apretados y los ojos brillantes; sobre su frente de marfil aparece y desaparece una arruga; uno de sus pies tiembla imperceptiblemente.» Natacha sabe que lucha contra sufrimientos horribles.

«¿Cuáles son esos sufrimientos? ¿Qué es lo que siente?», se dice. Él ha reparado en la atención con que ella le mira, alza los ojos, sonríe y se pone a hablar.

«Una cosa sola es terrible -dice -: unirse para siempre a una persona que sufre. Es un dolor perpetuo.» Y le dirige una mirada escrutadora. Natacha, como siempre, responde sin tomarse tiempo para reflexionar. Dice: «Esto no puede durar. Te curarás.»

Recordaba la mirada larga, triste, severa, conque respondió él a estas palabras.

Hoy le hubiera respondido de otro modo. Le hubiese dicho: «Es terrible para ti, pero no para mí. Sin ti nada existe para mí en la vida, y sufrir contigo es para mí una dicha muy grande.» Y él le hubiera cogido la mano y se la habría estrechado como se la estrechó aquella tarde terrible, cuatro días antes de morir. Con la imaginación le decía otras palabras tiernas que no pudo decir entonces.

- Te amo, te amo, te amo - repetía retorciéndose las manos y apretando los dientes con un convulsivo esfuerzo.

Y una tristeza dulce se apoderaba de ella y se le llenaban los ojos de lágrimas. De pronto se preguntaba:

«¿Por qué digo esto? ¿Dónde se hallará ahora?»

Y todo se le velaba de nuevo, y de nuevo miraba en dirección de la puerta con las cejas fruncidas. De improviso pareció penetrar en el misterio...

Rápidamente, sin adoptar precauciones, con aire asustado, entró Duniacha en la habitación.

- Venga, venga pronto - dijo muy agitada -. Ha sucedido una desgracia... ¡Pedro Ilitch...! Una carta...-terminó sollozando.

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