VI. Primera carta
Dueño del Mundo
VI. Primera carta
Después de salir del despacho del señor Ward regresé a mi domicilio, Long-Street 34. Allí disponía de todo el tiempo necesario para discurrir a mis anchas, puesto que no tenía mujer ni hijos. Por toda servidumbre, una vieja doméstica, que después de estar quince años al servicio de mi madre continuaba al del hijo.
Habíanme concedido un mes de licencia, del que me restaban aún quince días, a menos que unas circunstancias imprevistas no me obligaran a reanudar el servicio sin demora.
Como ya se sabe, mi licencia se interrumpió tres días, a propósito de la información relativa al Great-Eyry.
¿Me sería posible hacer luz sobre los acontecimientos de la carretera de Milwaukee y de los parajes de Boston?…
Ya en mi casa, después de almorzar, encendida mi pipa, desplegué mi periódico. ¿Lo confesaré?… La política, la eterna lucha entre republicanos y demócratas me interesaba muy poco… Así es que busqué desde luego la sección de sucesos.
No es de extrañar que mirase con cuidado si había alguna información procedente de Carolina del Norte acerca del Great-Eyry. Tal vez encontrase alguna correspondencia de Morganton o de Pleasant-Garden.
Además, el señor Smith habíame prometido tenerme al corriente de lo que sucediera. Un telegrama me prevendría en seguida si es que las llamas reapareciesen sobre el Great-Eyry.
Creo que el alcalde de Morganton tenía tantos deseos como yo de renovar la tentativa en cuanto la ocasión se presentase. Pero desde mi regreso no habían llegado telegramas.
La lectura del periódico no me enteró de nada nuevo, y me cayó de las manos sin que llegara a interesarme, quedándome sumido en reflexiones.
Recordaba insistentemente las últimas frases del señor Ward, que suponía pudieran ser uno mismo el aparato terrestre y el marítimo.
También pudiera suceder que, aún siendo distintos, hubieran sido construidos por la misma mano… Y sin duda era un motor idéntico el que los animaba de aquella velocidad que duplicaba a la hasta entonces conocida, tanto por mar como por tierra.
¡El mismo inventor! repetía yo. Evidentemente, la hipótesis del señor Ward no tenía nada de inverosímil, y hasta la circunstancia de no haberse advertido simultáneamente los dos aparatos dábales una fuerza de razón indiscutible.
Y yo me decía: Decididamente, después del misterio del Great-Eyry, el de la bahía de Boston… ¿Correrá el segundo la misma suerte que el primero? ¿Lograremos descubrirlos uno después del otro?
Debo hacer notar que este nuevo suceso tenía una gran resonancia, en atención a que comprometía la seguridad pública. Solamente los habitantes del distrito vecino a las Montañas Azules corrían riesgo si una erupción o un temblor de tierra llegaba a producirse.
Pero con la aparición del misterioso vehículo y la del barco fantástico que recorrían todos los caminos, todos los parajes, era la seguridad de los ciudadanos la que se hallaba comprometida muy de veras.
Todos estábamos expuestos a que al salir de casa se nos echase el inevitable chofer. Era como aventurarse por una calle o por un camino donde iba a caer de un momento a otro una granizada de proyectiles. Esto es lo que hacían resaltar los periódicos, ávidamente leídos por el público.
No es de extrañar, pues, que los espíritus estuviesen sobresaltados, y muy particularmente el de mi vieja doméstica, muy dada a creer en leyendas sobrenaturales.
Así que aquel día, después de comer, en tanto levantaba la mesa, me preguntó mirándome de frente:
¿Señor, no hay nada nuevo? Nada contesté, adivinando el objeto de su pregunta. ¿No se ha vuelto a ver el coche? No, Grad. ¿Ni el barco?
Ni el barco; así lo dicen los periódicos mejor informados. Pero… ¿en vuestro servicio especial? Sabemos tanto como los periódicos.
Entonces, señor Strock, ¿me hará usted el favor de decirme para qué sirve la policía? Esa misma pregunta me he hecho yo en más de una ocasión.
¡Pues es tranquilizador, señor!… El mejor día, ese maldito chofer llegará sin hacerse anunciar y se le verá en Washington pasar como rayo por Long Street, aplastando a los transeúntes.
¡Oh! Si así fuera, ya habría más posibilidades de detenerle. No se conseguiría, señor. ¿Por qué?
Porque ese chofer es el diablo mismo, y al diablo no se le detiene. Decididamente, el diablo tiene buenas espaldas, y parece que no ha sido inventado más que para que la gente sencilla pueda explicar lo inexplicable.
¡Él es quien enciende las llamas en el Great-Eyry! ¡Él quien bate el record de velocidad sobre la carretera de Wisconsin!… ¡Él quien evoluciona en los parajes del Connecticut y Massachusetts!…
Pero mejor dejemos a un lado la intervención del maléfico espíritu, que responde a la mentalidad de ciertos cerebros poco cultivados.
Lo que no admitía duda era que un hombre disponía de dos aparatos de locomoción infinitamente superiores a los más perfeccionados, tanto en tierra como en mar.
Y entonces esta pregunta: ¿Por qué rehusaba el presentarse? ¿Temía, tal vez, que se apoderaran de su persona, descubriendo el secreto de su invención que quería conservar? A menos que, víctima de un accidente, no se hubiera llevado su secreto al otro mundo.
Pero si había perecido en las aguas del lago Michigan o en las de Nueva Inglaterra, ¿cómo no encontrar un rastro?
Durante algún tiempo los diarios trataron del acontecimiento. Escribiéronse artículos y más artículos; las falsas noticias se acumularon, y hubo una invasión de fantasías de toda especie.
El público de los dos continentes seguía los relatos de los diarios con el natural interés.
¡Quién sabe si los diversos Estados de Europa no estarían celosos que el inventor hubiese escogido América para campo de sus experimentos y, si era americano, beneficiaría a su país con su genial creación!
Y es que la posesión de este aparato, obtenido por una generosa donación patriótica, o adquirido a alto precio, aseguraría para la Unión una incontrastable superioridad.
Y, por primera vez, con fecha 10, el New York publicó a este propósito un sensacional artículo.
Comparando la marcha de los más rápidos cruceros de la marina de guerra con la del nuevo aparato en curso de navegación, si América obtenía la propiedad, estaría a tres días de distancia de Europa, en tanto que ésta no podía llegar a América antes de cinco.
Si la policía había procurado descubrir la naturaleza de los fenómenos del Great-Eyry, experimentaba un deseo no menos vivo de saber sobre qué atenerse acerca del chofer en cuestión. Era el tema obligado de nuestras conversaciones.
Mi jefe, y no por molestarme en lo más mínimo, aludía a veces a mi misión en Carolina, a mi fracaso, que sabía que no fue por mi culpa. Cuando los muros son muy altos, es necesaria una escala para poder franquearlos; y cuando la escala falta, forzoso es abrir una brecha. Esto no impedía que el señor Ward me repitiera:
En fin, mi pobre Strock, ha fracasado usted, ¿verdad? Sin duda, señor, como hubiera fracasado otro cualquiera en mi lugar. Es cuestión de gastos… ¿Quiere usted hacerlos?
No importa, Strock, no importa, y espero que se presentará ocasión para que nuestro bravo inspector general se rehabilite. Y a propósito, ahí tenemos el asunto del automóvil y el barco. Si pudiera usted ponerlo en claro, ¡qué satisfacción para nosotros, qué honor para usted.
Seguramente, señor Ward; que se me dé la orden de ponerme en campaña. ¡Quién sabe, Strock! Esperemos, esperemos. Así las cosas, en la madrugada del 15 de junio, la mucama me entregó una carta certificada.
La letra me era desconocida. El sobre tenía el sello de la estafeta de Morganton. No puse en duda de que la carta era de Elías Smith.
Sí declaré a mi vieja doméstica; es el señor Smith quien me escribe. No puede ser otro. Es el único que conozco en Morganton. Y si me escribe, según convenimos, es que tiene algo importante que comunicarme.
¿Morganton? repuso Grad. ¿No es por ahí en donde los demonios encendieron el fuego del infierno? Precisamente, Grad.
Espero que el señor no se irá otra vez allí. ¿Por qué no? Porque concluirá usted por quedarse en el Great-Eyry, y no quiero que así sea.
Tranquilícese, Grad, pero ante todo sepamos ahora de qué se trata. Rompí los sellos del sobre, que era de papel grueso. Estos sellos de lacre rojo presentaban en relieve una especie de escudo adornado con tres estrellas.
Saqué la carta. No era más que una hoja doblada en cuatro, escrita por un solo lado. Mi primer cuidado fue examinar la firma. No había nombre alguno. Nada más que unas iniciales a continuación de la última línea.
La carta no es del alcalde de Morganton dije entonces. ¿Y de quién es, pues? preguntó Grad, doblemente curiosa en su calidad de mujer y de vieja.
Examinando las iniciales que hacían las veces de firma, me decía yo: No conozco ni en Morganton ni otra parte una persona a quien puedan corresponder estas iniciales.
La letra de la carta era la de una persona enérgica con los rasgos muy curvados; una veintena de líneas aproximadamente llevaba escritas.
He aquí la copia exacta de este escrito, cuyo original he conservado cuidadosamente. Con gran estupefacción vi que la carta estaba fechada en el Great-Eyry:
Great-Eyry, Montañas Azules. Carolina del Norte. 13 de junio.
Señor Strock, inspector principal de policía, Long Street 46, Washington.
Señor:
Le han encargado a usted la misión de penetrar en el Great-Eyry.
Vino usted el 28 de abril, acompañado del alcalde de Morganton y dos guías.
Subió usted hasta el pie de las murallas, que son demasiado altas para escalarlas, y dio usted la vuelta a la explanada.
Buscó usted una brecha, sin lograr encontrarla.
Atienda usted bien: no se penetra en el Great-Eyry, y si se entra es para no volver a salir.
No trate usted de repetir la tentativa, que fracasaría como la primera, teniendo para usted graves consecuencias.
Si aprovecha usted el aviso se librará de una desgracia.
D. D. M.