Dueño del Mundo

V. A la vista del litoral de Nueva Inglaterra

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V. A la vista del litoral de Nueva Inglaterra

Cuando los periódicos dieron cuenta de todos estos hechos hacía ya un mes que yo estaba de regreso.

A mi llegada tuve buen cuidado de presentarme en casa de mi jefe, a quien no pude ver, porque asuntos de familia habíanle alejado de Washington.

Pero el señor Ward conocía seguramente el fracaso de mi misión. Los diversos diarios de Carolina habían descrito con lujo de detalles mi ascensión al Great-Eyry, en compañía del alcalde de Morganton.

Sentía un violento despecho por lo inútil de mi tentativa, sin contar con lo mortificada que estaba mi curiosidad. Y no podía hacerme a la idea de que el misterio persistiera.

¡No sorprender los secretos del Great-Eyry!… ¡Imposible resignarme a ello, aunque yo tuviera que ponerme diez y hasta veinte veces en campaña y arriesgar en otras tantas mi existencia!

Evidentemente, no superaba a las fuerzas humanas el llegar al interior del misterioso lugar. Alzar un andamio hasta la cresta de las murallas, o construir una galería a través de la espesa pared, no estaba en la escala de lo imposible. Nuestros ingenieros acometen todos los días obras muy difíciles.

Pero en el caso particular de Great-Eyry había que contar con el gasto que tal trabajo había de producir, en proporción con las ventajas que habían de obtenerse.

La cifra alcanzaría a muchos miles de dólares: ¿y a qué respondería tan dispendioso trabajo?

Si en aquel punto de las Montañas Azules abríase un volcán, no podría apagársele, y si una erupción amenazaba, no habría medio humano de impedirla.

De suerte que toda esa tarea constituía una considerable pérdida, sin más resultado, que satisfacer la curiosidad pública.

En todo caso, cualquiera que fuese el interés especial que yo pusiera en el asunto, y por deseoso que estuviese de poner los pies en el Great-Eyry, no era con mis recursos personales con los que iba a realizar la empresa, y estaba reducido a decirme in petto:

He aquí una empresa digna de nuestros millonarios americanos; he aquí la obra que debían de intentar a toda costa los Gould, los Astor, los Vanderbit, los Rockefeller, los Mackay, los Pierpont-Morgan ¡Pero ellos no piensan en semejante cosa y tienen la mente ocupada por otras ideas!

¡Ah! ¡Si el Great-Eyry encerrase en sus entrañas ricos filones de oro o plata, tal vez estos financieros se arriesgarían en la empresa!

Pero esta hipótesis no tenía nada de admisible, y la cadena de los Apalaches no está situada ni en California, ni en Australia, ni en el Transvaal, estos privilegiados países de los inagotables placeres.

Fue en la mañana del 15 de junio cuando el señor Ward me recibió en su despacho. Aunque conocía el fracaso de mi tentativa, me dispensó un buen recibimiento.

Ya tenemos aquí a este pobre Strock; este pobre Strock, que no ha tenido la buena suerte…

La misma, señor Ward, que si me hubiera encargado la información en la capital de la Luna. Es verdad; nos hemos encontrado ante obstáculos materiales infranqueables en las condiciones en que hemos operado.

Le creo a usted, Strock. Lo cierto es que no se ha descubierto absolutamente nada de lo que pasa en el interior del Great-Eyry. Nada, señor Ward. ¿Y no han visto ustedes aparecer ninguna llama? Ninguna.

¿Ni se oyó ningún ruido sospechoso? Ninguno. ¿De suerte que no sabemos si hay allí un volcán?

Todavía no, señor Ward; y si el volcán existiera, hay que conceder que duerme un profundo sueño.

Pero nada nos asegura que no se despierte algún día… No basta, Strock, que un volcán duerma; es preciso que muera… A menos que todo lo que se nos han contado sea producto de acaloradas fantasías.

No lo creo, señor Ward. El señor Smith, alcalde de Morganton, y su amigo el alcalde de Pleasant-Garden son muy afirmativos a este punto. No cabe duda que las llamas han aparecido sobre el Great-Eyry. Y también se han escuchado ruidos inexplicables. No hay más remedio que creer en la realidad de estos fenómenos.

Por supuesto. Hay que dar crédito a esos alcaldes y a sus administrados. En fin, lo que quiera que sea, es lo cierto que el Great-Eyry no ha revelado su secreto.

Si se quiere averiguarlo hay que sacrificar los gastos necesarios; el pico y la mina harán buena cuenta de esas murallas.

Sin duda; pero ese trabajo no es imprescindible por ahora, y es mejor esperar. Por otra parte, tal vez la Naturaleza se encargue de revelarnos por sí misma el misterio.

Crea, señor Ward, que lamento no haber llevado a cabo con éxito la misión que se dignó usted amablemente confiarme.

Bueno, hombre, ya no se desconsuele y tome filosóficamente su fracaso. No siempre tenemos la suerte de salir airosos en nuestro empeño… Las campañas de la policía no las corona invariablemente el éxito…

Vea usted cuántos criminales se nos escapan; y estoy persuadido de que no prenderíamos a casi ninguno si ellos fueran más inteligentes, menos imprudentes sobre todo, y no se comprometieran del modo más estúpido. Pero ellos solos se entregan por charlatanes.

Opino que no hay nada más fácil que preparar un delito, un asesinato o robo, y perpetrarlo sin dejar rastro aprovechable a la policía. Ya comprenderá usted, señor Strock, que no he de ser yo quien vaya a dar lecciones de destreza y de prudencia a los señores criminales; pero, lo repito, son muchos los que se escapan.

Yo compartía en absoluto la opinión de mi jefe: en el mundo de los malhechores es en donde más imbéciles se encuentran.

A pesar de esta creencia había que convenir en que era muy sorprendente que las autoridades no hubiesen hecho luz en ciertos sucesos ocurridos en algunos Estados. Así es que al oír al señor Ward hablar del asunto, yo no pude ocultarle mi extrañeza.

Tratábase del fantástico vehículo que acababa de circular por las carreteras, con gran peligro de los peatones, caballos y carruajes. Ya se sabe en qué condiciones de velocidad batía todos los records del automovilismo. Desde los primeros momentos las autoridades habían dado órdenes para poner término a las terribles fantasías de aquel extraño chofer. Surgía sin saber de dónde, desapareciendo con la celeridad del relámpago.

Aunque habíanse puesto en campaña gran número de agentes, los resultados habían sido nulos; y he aquí que de improviso se aparece en pleno concurso, cubriendo en menos de hora y media aquella pista de 200 millas.

Luego, ¿qué había sido del aparato? Ni la menor noticia.

¿Habíase zambullido en el lago Michigan, a impulsos de la celeridad adquirida?

¿Debía suponerse que la máquina y el maquinista habían perecido, y ya no volvería a hablarse del uno ni de la otra?…

La mayoría del público resistíase a admitir esta solución, que hubiera sido la mejor, esperando que de un momento a otro volvería a aparecer.

La aventura entraba en el dominio de lo extraordinario, según decía el señor Ward, y yo era de esa manera de pensar.

Cambiábamos impresiones mi jefe y yo, y creí que nuestra conversación iba concluir, cuando, después de dar unos cuantos paseos por el despacho, me hizo notar:

Sí, esta aparición en la carretera de Milwaukee durante el concurso internacional es de lo más extraño…, pero hay algo que no lo es menos.

El señor Ward me presentó un informe que la policía de Boston acababa de enviarle a propósito, de un hecho que servía de tema a los periódicos para entretener a los lectores.

En tanto que yo leía, el señor Ward se sentó ante la mesa del despacho, donde acabó de escribir lo que tenía empezado antes de mi visita. Yo me senté junto a la ventana y leí con gran atención lo que el informe oficial contenía.

Desde hace dos días que los parajes de la Nueva Inglaterra estaban perturbados por una aparición, sobre la naturaleza de la cual nadie se daba exacta cuenta.

Una masa movediza, que emergía a unas dos o tres millas del litoral, se entregaba a rápidas evoluciones; luego se alejaba, deslizándose sobre la superficie del agua, y ésta no tardaba en desaparecer hacia alta mar.

Esta masa se desplazaba con tanta rapidez que los más potentes anteojos apenas la podían seguir en su carrera. Su longitud no debía de pasar de 40 pies. Era de estructura especial y de color verdoso, que le permitía confundirse con el mar.

La zona del litoral americano en donde más se le había advertido, era la comprendida entre el cabo Norte del Estado de Connecticut y el cabo Sable, situado en la extremidad occidental de la Nueva Escocia.

En Providence, en Boston, en Portsmouth, en Portland, las chalupas de vapor trataron varias veces de aproximarse al cuerpo movedizo y darle caza; pero no lo consiguieron. La persecución era una insensatez; en unos cuantos segundos poníase fuera del alcance de la vista.

Habíanse emitido opiniones bien diferentes sobre la naturaleza del objeto; pero hasta entonces ninguna de las hipótesis descansaba sobre una base cierta, y las gentes de mar perdíanse en conjeturas.

Primeramente, marineros y pescadores admitieron que debía ser algún mamífero del orden de los cetáceos, pues nadie ignora que estos animales se sumergen con una cierta regularidad, y al cabo de algunos minutos de estar bajo las aguas, vuelven a la superficie arrojando columnas de líquido mezclado con aire. Pero y si fuera una ballena, decían los balleneros, oiríase el potente ruido de su respiración.

No debía pertenecer, pues, a la clase de mamíferos marinos, y preciso era considerarlo como un monstruo desconocido que remontaba las profundidades oceánicas, tales como los que figuran en los legendarios relatos de los antiguos tiempos mitológicos. ¿Había, pues, que clasificarla entre los leviatanes o las famosas serpientes de mar, los ataques de las cuales tan temibles resultaban?

Lo positivo era que desde la aparición de aquel monstruo en los parajes de la Nueva Inglaterra, las pequeñas embarcaciones, las chalupas de pesca no se atrevían aventurarse en alta mar. En cuanto se señalaba su presencia, apresurábanse a ganar el puerto más próximo. La prudencia así lo exigía, pues aunque no constaba que el extraño animal fuese agresivo, valía más no correr el riesgo de sus agresiones.

Los barcos de alto bordo nada tenían que temer de la ballena, o de lo que fuese. Sus tripulantes habíanlo divisado pocas veces; pero cuando trataban de acercarse, alejábase, sin que fuera posible darle alcance.

Un día un crucerillo de guerra salió del puerto de Boston, si no a perseguirle, al menos para enviarle algunos proyectiles. En pocos segundos el animal se puso fuera del alcance de las piezas, y la tentativa resultó inútil.

Por lo que respecta a su acometividad, no daba señales que tuviese intención de atacar a las chalupas de los pescadores.

Aquí dejé mi lectura, y dirigiéndome al señor Ward, le dije: En resumen, hasta ahora no ha habido que lamentar la presencia del monstruo…

Huye ante los grandes barcos, no se lanza sobre los pequeños. De suerte que la gente del litoral no tiene motivos para alarmarse. Y, sin embargo, Strock, de creer lo que dice ese informe…

No obstante, señor Ward, la tal bestia no parece peligrosa… Además, una de dos: o abandona al fin y al cabo esos parajes, o se concluirá por capturarla y la veremos figurar en el museo de Washington. ¿Y si no es un monstruo marino? repuso el señor Ward.

¿Qué va a ser, pues? pregunté, bastante sorprendido por la observación. Continúe usted la lectura me dijo mi jefe.

Así lo hice, y he aquí lo que me dio a conocer la segunda parte del informe, algunos de cuyos párrafos había señalado el señor Ward con lápiz rojo:

Durante algún tiempo nadie había dudado que aquello fuese un monstruo marino, y que persiguiéndolo rigurosamente, se acabaría por librar a los parajes de su presencia. Sin embargo, la opinión no tardó en cambiar de idea.

Algunos espíritus más despiertos preguntáronse si no era un aparato de navegación el que evolucionaba en las aguas de Nueva Inglaterra.

Si era así, el aparato debía ofrecer un grado extremo de perfección.

Acaso antes de entregar su secreto, el inventor trataba de llamar la atención pública y producir alguna emoción entre la gente de mar. Una tal seguridad en sus maniobras, semejante rapidez en sus evoluciones, facilidad tal para sustraerse a las persecuciones, gracias a su extraordinaria potencia de desplazamiento, eso era más que suficiente para picar la curiosidad de las gentes.

Grandes progresos habíanse realizado en la ciencia de la navegación mecánica. Los trasatlánticos habían obtenido velocidades tales que en cinco días podían franquear la inmensa distancia entre el antiguo y el nuevo continente. Y los ingenieros no habían dicho aún su última palabra.

En cuanto a la marina militar, ésta no se había quedado a la zaga. Los cruceros, los torpederos, y los contratorpederos, podían luchar contra los más rápidos paquebots del Atlántico, del Pacífico y del mar de las Indias.

No se podía decir si se trataba de un barco de nuevo modelo, pues no era posible observar su forma exterior. Pero en cuanto al motor, podía asegurarse que estaba muy por encima de los más perfeccionados. ¿A qué debía su acción dinámica? ¿Al vapor o a la electricidad? Imposible reconocerlo. Lo cierto era que, desprovisto de velamen, no se servía del viento; y desprovisto de chimenea, no funcionaba a vapor.

En este punto volví a suspender mi lectura, y reflexioné acerca de lo que acababa de leer. ¿En qué piensa usted, Strock? me preguntó mi jefe.

Que en lo que respecta al motor del barco en cuestión, este resulta tan potente y tan desconocido como el fantástico automóvil, del que no hemos oído hablar desde el match del American Club. ¿Es esa la reflexión que ha hecho usted, Strock? Sí, señor Ward.

Y entonces suponíase esta conclusión: si el misterioso chofer había desaparecido, si pereció con su aparato en las aguas del lago Michigan, era, preciso obtener a toda costa el secreto del no menos misterioso navegador, y desear que no se lo tragaran los abismos del mar antes de haberlo entregado. ¿No está en el interés de un inventor el hacer pública su creación?

Pero si el inventor del aparato terrestre había guardado el incógnito, ¿no era de temer que el de la máquina marítima procediese de igual suerte? Admitiendo que el primero existiese todavía, lo cierto era que no se tuvieron más noticias suyas. Y en vista de eso, ¿no desaparecería el segundo, a su vez, después de evolucionar en Boston, Portsmouth y Portland?

Conviene anotar un punto importante: la idea de un animal marino parecía haberse abandonado por completo.

Aquel mismo día los periódicos de la Unión se apoderaban del asunto, haciendo diversos comentarios y pronunciándose por la existencia de un aparato de navegación dotado de unas extraordinarias cualidades desde el punto de vista de la evolución y la velocidad.

Todos estaban acordes en opinar que debía estar provisto de un motor eléctrico, sin que se pudiera imaginar de qué fuente tomaba el fluido.

Pero lo que la Prensa no había hecho notar al público era una singular coincidencia, que debía impresionar el espíritu y que me hizo observar el señor Ward en el momento en que yo pensaba lo mismo.

En efecto, era después del famoso automóvil cuando había aparecido el no menos famoso barco. Estos dos aparatos poseían una prodigiosa potencia de locomoción.

Si de nuevo aparecían los dos por mar y tierra, el mismo peligro correrían las embarcaciones que los carruajes y peatones. Era, pues, necesario realizar una intervención eficaz para restablecer la seguridad pública en los caminos y en las aguas.

Esto fue lo que me dijo el señor Ward y lo que evidentemente era preciso. ¿Pero de qué modo conseguirlo?

En fin, después de una conversación que se prolongó algún tiempo, iba a retirarme, cuando el señor Ward me dijo:

¿No ha observado usted, Strock, que existe una sorprendente semejanza entre los dos aparatos, entre el barco y el automóvil?

Seguramente, señor Ward. ¡Quién sabe si los dos no serán más que un solo aparato!… Probablemente…

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