Dueño del Mundo

VIII. A toda costa

Dueño del Mundo

VIII. A toda costa

Este sonado artículo produjo un efecto inmenso y fue como una revelación unánimemente aceptada.

Dada la propensión del espíritu humano hacia lo extraordinario, con frecuencia hacia lo imposible, nadie puso en duda la hipótesis del periódico. No sólo era el mismo inventor, sino que se trataba del mismo aparato.

Y sin embargo, ¿cómo era posible que se cumpliese en la práctica aquella transformación de automóvil en barco y de barco en submarino?

¡Un aparato de locomoción propio para circular por tierra, por la superficie del mar y bajo el agua! No le faltaba ya más que volar a través del espacio.

Primeramente los periódicos hicieron esta observación muy razonable: admitiendo de que existieran tres aparatos distintos, no había duda que estaban provistos de un motor de potencia superior a todos los que hasta entonces se conocían.

Este motor había hecho sus pruebas. ¡Y qué pruebas! ¡Una velocidad de una milla y media por minuto!

Pues bien, al creador de esta máquina había que comprarle su sistema a toda costa.

No importaría que este sistema estuviese aplicado a tres aparatos diferentes. Adquirir el motor que daba tan extraordinarios resultados, asegurar su explotación, ése era el punto importante.

Evidentemente, los demás Estados harían todo lo posible por poseer un aparato que sería tan precioso en el ejército como en la marina.

Se comprende las ventajas que, tanto por mar y tierra, podría sacar de él una nación. ¿Cómo impedir sus efectos destructores, ya que no era posible darle alcance? Era preciso, pues, adquirirlo a fuerza de millones, y América no podía hacer mejor uso de los suyos.

Así se razonaba en las esferas oficiales y en el público. Los periódicos publicaban multitud de artículos acerca del palpitante asunto.

Pero para comprar la invención necesitábase encontrar al inventor, y en esto estaba la verdadera dificultad. En vano habíase registrado el Kirdall y paseado la sonda a través de sus aguas.

¿Habría que concluir que el submarino no recorría sus profundidades? En tal caso, ¿cómo se había marchado? Verdad es que nadie se explicaba cómo pudo haber llegado. ¡Insoluble problema!…

Y luego que no se encontraba en parte alguna; ni más ni menos que el automóvil que apareciera en las carreteras de la Unión.

Varias veces había hablado del asunto con el señor Ward, a quien no dejaba el caso de marearle. ¿Continuarían los agentes de policía, con sus investigaciones hasta entonces infructuosas?

En la mañana del 27 de junio fui llamado a la Dirección de Policía, y en cuanto entré en el despacho del señor Waid me dijo mi jefe:

Strock, se presenta una buena ocasión para tomar el desquite. ¿El desquite del Great-Eyry? Precisamente.

¿Qué ocasión? pregunté, sin saber a punto fijo si mi jefe me hablaba en serio. Veamos; ¿no le gustaría descubrir al inventor de ese aparato de triple aplicación?

¡Ya lo creo, señor Ward!… Deme usted la orden de ponerme en campaña y haré lo imposible por conseguirlo. Verdad es que lo considero difícil. Efectivamente, Strock; tal vez más difícil que penetrar en el Great-Eyry…

Era pues evidente que el señor Ward se complacía en burlarse de mí a propósito de mi última misión. Desde luego que lo hacía sin mala intención, y acaso con el ánimo de excitar mi amor propio.

Conociéndome, sabía que hubiera dado todo lo del mundo por intentar de nuevo la fracasada tentativa. Yo no esperaba más que nuevas instrucciones. El señor Ward me dijo entonces con su tono amistoso:

Ya sé, Strock, que usted ha hecho cuanto estaba de su parte, y no tengo nada que reprocharle… Pero no se trata ahora del Great-Eyry.

El día que el Gobierno quiera forzar la entrada, le bastará con gastar unos cuantos miles de dólares: Así lo creo.

Mientras tanto añadió el señor Ward, considero más útil echar guante al fantástico personaje que siempre se nos ha escapado… ¡Esto sí sería un verdadero triunfo para la policía!… ¿No se han vuelto a tener noticias suyas?

No, y aunque todo induce a creer que maniobra bajo las aguas del Kirdall, ha sido imposible seguir su pista. ¡Es ya cosa de preguntarse si ese Proteo de la mecánica no tiene también la facultad de ser invisible!

Aunque no tenga ese don, es posible de que no se vuelva a dejar ver, porque así le convenga.

Justo, Strock, y yo creo que no hay más que un medio de concluir con un ser tan original: ofrecerle por su aparato un precio tal que no pueda rehusar la venta.

El señor Ward tenía razón; y el Gobierno iba a hacer una tentativa para entrar en negociaciones con el «héroe del día», y jamás criatura humana mereció tan justamente este calificativo.

Y con el concurso de la Prensa, el extraordinario personaje no dejaría de conocer lo que de él se pretendía. Se le harían saber las condiciones excepcionales para la adquisición de su secreto cuanto antes.

Verdad es concluyó diciendo el señor Ward que tal vez esa invención le sea muy útil personalmente. Pero no hay razón para creer que este incógnito sea un malhechor que, gracias a su máquina, desafía toda clase de persecuciones.

Parece ser que se había decidido emplear otros procedimientos para alcanzar el éxito de la empresa. La vigilancia ejercida por numerosos agentes en las carreteras, los ríos y los lagos, no había producido ningún resultado.

Y salvo el caso posible de que el inventor hubiese perecido en alguna peligrosa maniobra, cuando no se dejaba ver sería porque así le convenía hacerlo.

Después del accidente de la goleta Markel en el Kirdall ninguna noticia había llegado a la Dirección de Policía, y el asunto estaba estacionado.

Estábamos verdaderamente descorazonados. Las dificultades para poder garantizar la seguridad pública eran cada vez mayores.

¡Perseguir malhechores cuando no hay medio de alcanzarles ni por mar ni por tierra!… ¡Ir a darles caza bajo las aguas!… Y cuando los globos dirigibles hayan alcanzado el último grado de perfeccionamiento ¡echarles el guante a través del espacio!…

Así pensando, llegué a preguntarme si no llegaría algún día en que mis colegas y yo resultaríamos perfectamente inútiles; reducidos a la impotencia y a la inactividad, todos los policías tendrán que retirarse definitivamente.

En este momento me asaltó el recuerdo de la carta que recibí días antes, esa carta fechada en el Great-Eyry, y que amenazaba mi libertad y hasta mi vida si reanudaba la tentativa.

Recordé también el singular espionaje de que había sido yo objeto. Después ninguna otra carta, ninguna reaparición de los dos sospechosos individuos. La vigilante Grad, siempre al acecho, no les había vuelto a ver por Long Street.

Pensé si no sería conveniente hacerle al señor Ward estas confidencias. Pero el Great-Eyry había perdido ya interés, y acaso los mismos campesinos no pensaran ya más en él, en vista de que no se habían renovado los fenómenos, dedicándose tranquilamente a sus habituales ocupaciones.

Me abstuve, pues, de comunicar aquella carta a mi jefe. Además que no veía en ella más que la obra de un mistificador. Reanudando la conversación interrumpida durante unos minutos, el señor Ward me dijo:

Vamos a procurar ponernos en comunicación con el inventor y tratar con él. Verdad es que ha desaparecido; pero eso no quiere decir que el día menos pensado no vuelva a aparecer en cualquier otro punto del territorio americano…

Está usted designado, Strock, y esté dispuesto a partir al primer aviso sin pérdida de tiempo. No salga usted de casa más que para venir aquí, donde recibirá las instrucciones a que haya lugar.

Cumpliré estrictamente sus órdenes, señor Ward. Estaré dispuesto dejar Washington en el momento que sea preciso.

Pero tengo que permitirme dirigir a usted una pregunta: ¿he de trabajar solo o convendría que llevase algún auxiliar? Entiendo que es conveniente. Escoja usted dos agentes que sean de su confianza.

Así lo haré. Y ahora, si alguno u otro día logro verme frente al misterioso personaje, ¿qué debo hacer?

Pues no perderlo de vista, y en cuanto sea posible, apoderarse de su persona, para lo cual irá usted provisto de un mandamiento de prisión.

¡Buena precaución, señor Ward! Pero si salta sobre su automóvil y se larga a toda velocidad, ¡vaya usted a echar el guante a un bribón que hace doscientos cuarenta por hora!…

Pues eso es lo que hay que evitar, Strock; y una vez realizada la captura, mándeme usted un telegrama… Lo demás es cosa nuestra.

Cuente usted conmigo en absoluto, señor Ward. A cualquier hora del día y la noche estoy dispuesto a partir con mis agentes.

Le doy a usted las gracias por confiarme esta misión, que ha de darme mucho honor si logro salir airoso de la empresa. Y además de honor, provecho añadió mi jefe despidiéndome.

Cuando volví a casa me ocupé en los preparativos de un viaje que pudiera ser de alguna duración.

Tal vez Grad se imaginara que se trataba de volver al Great-Eyry, y ya es sabido lo que pensaba ella de esta entrada del infierno. Pero no me hizo observación alguna, y yo preferí no ponerla en antecedentes, aunque estaba seguro de su discreción.

Por lo que respecta a los dos agentes que habían de acompañarme, la elección estaba hecha de antemano.

Los dos pertenecían a la brigada de informaciones, de treinta y dos años de edad, habiendo dado en varias ocasiones, y bajo mis órdenes, pruebas de vigor, de inteligencia y de audacia. Llamábanse John Hart y Nab Walker, y esta elección no podía ser más acertada.

Transcurrieron los días sin que se recibiesen noticias del automóvil, del barco, ni del sumergible. Algunas indicaciones que llegaron a la Dirección de Policía resultaron falsas.

En cuanto a lo que los periódicos referían, había que acogerlo con muchas reservas, pues ya sabido es, que hasta los diarios mejor informados no se sustraen a las fantasías de sus redactores y corresponsales.

Sin embargo, había razones para creer que el «hombre del día» habíase mostrado una vez sobre una de las carreteras de Arkansas, en los alrededores de Little Rock, y otra en los parajes meridionales del lago Superior.

Y ¡cosa verdaderamente inexplicable!, la primera aparición la hizo en la tarde del 26 de junio, y la segunda en la noche del mismo día.

Como entre estos dos puntos existe una distancia que no baja de 800 millas, aun suponiendo que, dada su extraordinaria velocidad, hubiera podido recorrerla en pocas horas, no tenía más remedio que haber atravesado las ciudades de Arkansas, Missouri, Iowa, Wisconsin, y, no obstante, por ningún punto de tan vasto territorio había sido señalada la presencia del misterioso conductor. Esto era incomprensible.

Después de su doble aparición sobre el camino de Little Rock y cerca del litoral del lago Superior, no se le había vuelto a ver.

Ya se sabe que el Gobierno americano quería entrar en comunicación con el misterioso personaje; mas era necesario desechar la idea de apoderarse de su persona y había que llegar al fin por otros medios.

Lo que importaba era que la Unión poseyera exclusivamente un aparato que le había de dar incontestable superioridad sobre los otros países, sobre todo en caso de guerra.

Era de creer que este inventor fuese americano, puesto que siempre se mostraba en territorio de la Unión, y que prefiriese, por lo tanto, tratar con América.

He aquí la nota que publicaron los periódicos de los Estados Unidos, con fecha 3 de julio:

En el pasado abril del presente año, un automóvil ha circulado por las carreteras de Pensylvania, Kentucky, Ohio, Tennesse, Missouri, e Illinois, y el 27 de mayo, durante el match del American Club, sobre la carretera de Wisconsin. Después ha desaparecido.

Durante la primera semana de junio un barco, evolucionando a una gran velocidad, ha recorrido los parajes de Nueva Inglaterra, desapareciendo después.

En la segunda quincena del mismo mes, un submarino ha maniobrado en las aguas del Kirdall. Luego no se le ha vuelto a observar.

Todo induce a creer que sea uno mismo el inventor de los tres aparatos; que acaso no constituyen más que uno con aptitud para circular sobre tierra, por el agua y bajo el agua.

Se invita al inventor, quienquiera que sea, para que se sirva darse a conocer, con el fin de proponerle la adquisición de su aparato.

Al mismo tiempo se le ruega indique el precio por el cual consentirá tratar con el Gobierno americano, y enviar su respuesta en el plazo más breve posible a la Dirección de Policía, Washington, Columbia, Estados Unidos de América.

Tal fue la nota que los periódicos insertaron en gruesos caracteres. Seguramente no tardaría en caer bajo la mirada del interesado, dondequiera que se hallara, y no la dejaría sin respuesta. ¿Por qué había de rehusar una oferta como aquélla? No había más que esperar la contestación.

Apoderóse del público un verdadero acceso de curiosidad. De la mañana a la noche, una muchedumbre ávida y bulliciosa, situábase frente a la Dirección de Policía, acechando la llegada de una carta o un telegrama.

Los reporteros no dejaban un instante su puesto. ¡Qué horror, qué fortuna para el periódico que primeramente publicara la famosa noticia!

¡Conocer al fin el nombre y la calidad del misterioso personaje! ¡Saber si entraba o no en tratos con el Gobierno federal!

No hay para qué decir que la América haría las cosas de un modo espléndido. Los millones no habían de faltar, pues los Cresos apresuraríanse seguro a abrir sus cajas. Pasó un día. A mucha gente hiciéronsele un siglo aquellos tres días más.

Nada de respuesta, ni una carta ni telegrama. La noche siguiente la misma ausencia de noticias, y así transcurrieron tres días más.

Entonces se produjo lo que era de preverse. Los cables comunicaron a Europa lo que América proponía.

Diversos Estados del antiguo continente querían también apoderarse de la invención. ¿Por qué no habían de aprovecharse de un aparato cuya posesión reportaría para ellos tantas ventajas? ¿Por qué no arrojarse a la lucha a fuerza de millones?

Efectivamente; las grandes potencias como Francia, Inglaterra, Rusia, Alemania, Italia, Austria, iban a mezclarse en el asunto.

Sólo las naciones de segundo orden permanecían pasivas por no permitirles otra cosa el estado de sus erarios. La Prensa europea publicó notas idénticas a la de los Estados Unidos.

A pesar de todo, el misterioso personaje no daba señales de vida, y hubo que hacerle ofertas en firme para obligarle a abandonar el incógnito que le rodeaba.

El mundo entero se convirtió en un mercado público, en una Bolsa universal, donde se cotizaba lo desconocido. Dos veces al día los periódicos indicaban las cifras, que eran una verdadera oleada de millones.

Los Estados Unidos, después de una memorable sesión en el Congreso, ofrecieron 20 millones de dólares, o sea 100 millones de francos.

Ni un solo ciudadano encontró la cifra exagerada; tal era la importancia que se atribuía a la posesión del prodigioso aparato de locomoción. Y yo mismo no cesaba de repetirle a Grad que «aquello valía aún más».

Sin duda las demás naciones no eran de esta misma opinión, pues sus proposiciones permanecieron por debajo de esta cifra. Y entonces estallaron todos los despechos de los rivales derrotados. El inventor no se daría a conocer, porque no existía.

No había existido jamás… Era un mistificador de tomo y lomo. Además, ¿quién podía decir que no yaciera en el fondo del mar, víctima de su arrojo temerario?…

Desgraciadamente, el tiempo transcurría sin tener noticias ni contestación. Además, no se había señalado su paso en algún lado. No había vuelto a vérsele luego de su evolución por los parajes del lago Superior.

Por lo que a mí respecta, no sabía qué pensar, y ya había perdido completamente la esperanza de poner en claro este extraño asunto.

Estando así las cosas, en la mañana del 15 de julio fue hallada en el buzón oficial de la Dirección de Policía una carta sin sello de franqueo.

Después que las autoridades se hubieron enterado de su contenido, se comunicó a los periódicos de Washington que la publicaron en un número especial, dando el facsímil perfecto de la carta en cuestión.

Estaba concebida en estos términos: A bordo de El Espanto,

15 de julio.

Al Antiguo y al Nuevo Mundo:

Las proposiciones procedentes de los diversos Estados de Europa, como las que han sido hechas últimamente por los Estados Unidos de América, no dan lugar más que a la siguiente respuesta:

Rehúso en absoluto y de modo definitivo las proposiciones para adquirir mi aparato.

Esta invención no será ni francesa, ni alemana, ni austríaca, ni rusa, ni inglesa, ni tampoco americana.

El aparato quedará de mi propiedad, y haré de él el uso que más me convenga.

Con él tengo el poder sobre el mundo entero, y no hay potencia humana que esté en las condiciones de resistirle, cualesquiera que sean las circunstancias que medien.

No se intente apoderarse del aparato. Está fuera del alcance de vuestros medios. Si se quiere hacerme daño, yo lo devolveré centuplicado.

En cuanto al precio que se me ha ofrecido, lo desdeño, no lo necesito. El día en que me plazca poseer miles de millones no tendré más que alargar la mano.

Que el antiguo continente y el nuevo sepan que no pueden nada contra mí, y que yo lo puedo todo contra ellos.

Y firmo esta carta con el título que me cuadra.

Dueño del mundo.

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