IV. Un concurso del Automóvil-Club
Dueño del Mundo
IV. Un concurso del Automóvil-Club
¿Se revelaría el misterio del Great-Eyry gracias a eventualidades difíciles de prever?… Era el secreto del porvenir. ¿Había un interés capital en descifrarlo? No había duda, pues de ello dependía la seguridad del distrito de Carolina del Sur. Quince días después de mi regreso a Washington, un hecho de muy diferente orden solicitó la atención pública. Y éste llevaba trazas de permanecer tan misterioso como los fenómenos del Great-Eyry.
Hacia mediados de mayo los periódicos de Pensylvania pusieron en conocimiento de sus lectores el citado suceso que se había producido recientemente en diversos puntos del Estado.
Hacía algún tiempo circulaba por los caminos que parten desde Filadelfia un extraño vehículo, del que no se podía reconocer la forma, la naturaleza, ni aún las dimensiones; tan veloz era su carrera.
Todos convenían en que aquello era un automóvil; pero respecto al motor hacíanse hipótesis más o menos admisibles, y cuando la imaginación popular toma parte en estas cosas, es imposible ponerle freno.
En aquella época los automóviles más perfeccionados cualquiera que sea su sistema, movidos por el vapor de agua, el petróleo, el alcohol, la electricidad, no pasaban los 160 ki1ómetros por hora, es decir, cerca de dos millas por minuto; lo que los ferrocarriles, con sus expresos y sus rápidos, no podían obtener en las mejores líneas de América y Europa.
Pues bien, el aparato en cuestión rebasaba seguramente esta velocidad.
Inútil es añadir que semejante vértigo constituía gran peligro en las carreteras, tanto para los vehículos como para los peatones que transitasen por ellas.
Aquella masa rodadiza llegaba como una tromba, precedida de un gruñido formidable, desplazando el aire con una violencia tal, que hacía chocar el ramaje de los árboles que bordeaban el camino, espantando a los animales que pastaban en medio de los campos; dispersando a los pájaros que no hubieran podido resistir los torbellinos de polvo que a su paso levantaba.
Y, ¡detalle extraño sobre el que los periódicos llamaron mucho la atención! Las llantas de las ruedas no dejaban en el suelo la huella que los vehículos pesados producen en su movimiento de rotación. Todo lo más una ligera marca, un simple roce. La rapidez sólo era lo que producía el polvo. «Es de creer decía el New York Herald que la velocidad de traslación suprima la pesadez».
Como es natural, los distritos de Pensylvania habían elevado enérgicas reclamaciones.
¡Cómo permitir la continuación de estas carreras locas de un aparato que amenazaba destrozarlo todo, aplastar a su paso carruajes y peatones!…
¿Pero de qué medios valerse para detenerle?… No se sabía a quién le pertenecía, de dónde venía, hacia dónde marchaba. No se le divisaba más que un instante, o se le veía pasar como un proyectil en su marcha vertiginosa. ¡Tratad de coger al vuelo una bala de cañón que salga de la boca de fuego!… No había, repito, ni la menor indicación acerca de la naturaleza del motor. Lo que era seguro, por haberse comprobado, que no dejaba humo, vapor, olor a petróleo o a otro aceite mineral.
De aquí la conclusión de que se trataba de un aparato movido por la electricidad, los acumuladores del cual, de modelo desconocido, encerraban a buen seguro una cantidad de fluido inagotable.
Entonces la imaginación del vulgo, muy sobreexcitada, quiso ver otra cosa en este misterioso automóvil: era el carro extranatural de un espectro conducido por chauffeurs del infierno; un monstruo escapado de alguna ménagerie fantástica; y, para reunirlo todo en un solo tipo, el diablo en persona, Belcebú, Astaroth, que desafiaba toda intervención humana, teniendo para sí la invisible e infinita potencia satánica.
Pero ni el mismo Satanás tenía derecho a circular con aquella rapidez en los caminos de los Estados Unidos sin una autorización especial, sin un número de orden, sin licencia en regla.
Era inadmisible que se pudiera tolerar aquella vertiginosa velocidad que amenazaba la seguridad pública, y no había más remedio que contener la fantasía de aquel corredor incógnito.
Y no era sólo Pensylvania que servía de velódromo a sus deportivas excentricidades.
Los informes de la policía no tardaron en señalar la presencia de este aparato en otros Estados; en los alrededores de Francfort, en Columbos, cerca de Nashville, también en las cercanías de Jefferson, y, por último, en las diferentes carreteras que convergen en Chicago.
Dada esta voz de alerta, a las autoridades municipales correspondía tomar todas las medidas contra el peligro público. Contra un aparato lanzado a tales velocidades, lo más práctico sería poner en los caminos sólidas barreras contra las cuales, tarde o temprano, acabaría por estrellarse.
¡Bah! repetían los incrédulos. Ya encontrará medios ese chauffeur para evitar los obstáculos. Y si es preciso, saltará por encima de las barreras.
¡Claro! Si es el diablo, conservará las alas de cuando era ángel, y maldito lo que ha de costarle levantar el vuelo.
Comentarios de comadres que no había para qué tomar en cuenta.
Por otra parte, si el rey del infierno tenía alas, ¿para qué se obstinaba en circular por el suelo terráqueo, con el riesgo de aplastar a los transeúntes, en vez de lanzarse al espacio, como un pájaro libre en los aires?… Tal era la situación, que ya no podía prolongarse, y de la que se preocupaba, con razón, la alta policía de Washington, resuelta a ponerle término.
En este estado de cosas, he aquí lo que sucedió la última semana de mayo, y que dio lugar a pensar que en los Estados Unidos habíanse librado del «monstruo», y hasta había motivo para creer que el antiguo mundo no estaría ya expuesto a recibir la visita de aquel automovilista tan extravagante como peligroso.
En aquella época los periódicos de la Unión publicaron el siguiente hecho, que fue objeto de los comentarios fáciles de imaginar:
Acaba de ser organizado por el Automóvil Club un concurso en Wisconsin sobre una de las grandes carreteras de este Estado, cuya capital es Madison.
Aquella carretera constituye una excelente pista de 200 millas de extensión, que va desde «Prairie du Chien», ciudad de la frontera oeste, a Milwaukee, en la orilla del Michigan, pasando por Madison.
Solamente en el Japón existía una carretera que aventajaba a ésta: la de Nikko a Namodé, bordeada por gigantescos cipreses, la que se desarrolla en una línea recta de 82 kilómetros.
Numerosos aparatos de todas las fábricas y de las mejores marcas se inscribieron para tomar parte en el match, y se había decidido la admisión en el concurso de todos los sistemas de motores.
Veíanse a los motociclos de las casas Hurter y Dietrich en línea con los cochecillos ligeros de Gobron-Brillé, Renault Hermanos, Richard-Braiser, Decauville, Darracq, Ader, Bayard, Clement, Chenard y Walcker; los carruajes de Guillet-Forest, Harward-Watson, Pipe, Wolsseley; a los grandes «autos» Mors, Fiat, Mercedes, Carrou-Girardot-Voight, Hochtkiss, Panhard-Levasson, Dion-Bouton, Dardner-Serpollet, Turcat-Mery, Hirscher y Lobacco, etc., de tan diversas nacionalidades.
Los diferentes premios que se daban a los vencedores alcanzaban una considerable suma, que no bajaría de 50 000 dólares, y no había duda de que estos premios serían muy disputados.
Los fabricantes habían respondido, al llamamiento del Automóvil Club, enviando sus modelos más perfeccionados. Contábase a una cuarentena de diferentes sistemas: vapor de agua, petróleo, alcohol, electricidad, todos ellos lo suficientemente experimentados y estudiados con anticipación.
Según los cálculos basados en el máximo de velocidad que podría obtenerse y que, se cifraba en los 160 kilómetros, el recorrido internacional no duraría más de tres horas, para un circuito de 200 millas.
Para evitar todo peligro, las autoridades de Wisconsin habían prohibido la circulación entre Prairie du Chien y Milwaukee durante aquel día 30 de mayo.
No había, por lo tanto, más accidentes que temer que los que ocurrieran entre los corredores en plena lucha. Esto ya era cuenta suya. Pero en cuanto a los vehículos y peatones, ningún peligro existía, en razón a las medidas adoptadas. Hubo una extraordinaria afluencia de gente, y no sólo en Wisconsin. Varios millares de curiosos acudieron desde los Estados limítrofes de Illinois, como Michigan, Iowa, de la Indiana y hasta de Nueva York.
Inútil es advertir que entre los amateurs de los ejercicios deportivos figuraban un gran número de extranjeros, entre ingleses, franceses, alemanes, austríacos, belgas, y por un sentimiento bien natural cada cual hacía votos por los chauffeurs de su nacionalidad. Es también de notar, puesto que el match se efectuaba en los Estados Unidos, la patria de las grandes apuestas, que habíanse hecho muchas y de gran importancia…
Agencias especiales estaban encargadas de recibirlas, y durante la última semana de mayo habían crecido de modo tan considerable, que sumaban una porción de millones.
La señal de la partida había de darse a las ocho de la mañana. Con el fin de evitar la aglomeración y accidentes, los automóviles se sucederían con tres minutos de intervalo sobre la pista bordeada por millares de espectadores.
El primer premio sería adjudicado al carruaje que recorra en menos tiempo la distancia entre Prairie-du-Chien y Milwaukee.
Los diez primeros autos designados por la suerte partieron entre ocho y ocho y media. Salvo algún accidente, seguro llegarían a la meta antes de las once. Los otros seguirían sucesivamente.
Agentes de policía vigilaban la pista de media en media milla. Si muchos eran los curiosos situados a todo lo largo de la carrera, eran numerosísimos en el punto de partida, en Madison, lugar medio de la pista, formando una muchedumbre considerable en Milwaukee, meta del match.
Transcurrieron dos horas. Por despachos telefónicos los interesados sabían cada cinco minutos cuál era la situación de sus autos y en qué orden se sucedían los concurrentes. Era un carruaje Renault Hermanos, neumático Michelin, el que figuraba a la cabeza a mitad del camino, seguido de cerca por un Harward-Watson y un automóvil Dion-Bouton.
Habíanse producido ya algunos accidentes por mal funcionamiento de los motores o por rotura de algunas piezas del mecanismo.
Lo verosímil era que no quedarían más de una docena de los choferes en actitud para llegar hasta la meta. Contábanse algunos heridos, aunque no de gravedad. Pero hay que advertir que aunque se hubiesen contado algunos muertos, muy poco hubiera importado el suceso en aquel sorprendente país de América.
Se comprenderá que donde la curiosidad y las pasiones iban a desencadenarse en su máxima violencia, era en las proximidades de Milwaukee. Sobre la orilla oeste del Michigan levantábase el poste de llegada, empavesado con todos los colores internacionales.
Desde las diez de la mañana manifestóse con toda claridad que el Gran Premio, 20 000 dólares, no sería disputado más que por tres automóviles y un motociclo; los otros rivales habíanse distanciado considerablemente.
Apenas si las agencias de apuestas podían dar abasto a las demandas.
Los representantes de las principales marcas estaban próximos a venir a las manos, y poco faltó para que salieran al aire los revólveres.
Los corredores de apuestas gritaban hasta enronquecer: ¡A uno contra tres la Harward-Watson! ¡A uno contra dos la Dion-Bouton!
¡A la par por Renault Hermanos!
Estos gritos repercutían por la línea, a medida que se esparcían las noticias telefónicas. Pero a eso de las nueve y media se produjo lo inesperado: dos millas antes de Prarie-du-Chien se oyó un espantoso ruido en medio de una espesa nube de polvo, acompañado de silbidos semejantes a los de una sirena de barco.
Los curiosos no tuvieron más tiempo que el necesario para apartarse, a fin de evitar el choque, que hubiera producido centenares de víctimas si se hubiese realizado.
La nube pasó como una tromba, y fue todo lo que se pudo distinguir de aquel aparato animado de semejante velocidad.
Se podía afirmar, sin riesgo de incurrir en exageración, que caminaba a una velocidad de 250 kilómetros por hora.
Desapareció en un instante, dejando tras de sí una estela de polvo blanco, así como la locomotora de un expreso deja un penacho de vapor.
Evidentemente era un automóvil provisto de un motor extraordinario. De mantener tal velocidad, seguramente antes de una hora habría alcanzado a los automóviles que iban en cabeza, y los rebasaría con rapidez doble de la suya, llegando primero a la meta. Y entonces de todas partes eleváronse clamorosas protestas, aunque los espectadores apiñados en los bordes de la pista no tuvieran nada que temer. ¡Es la máquina señalada hace quince días! —decíase únicamente.
Sí… la misma que ha atravesado Illinois, Ohio, Michigan, y que la policía no ha podido detener. ¡Y de la que no había vuelto a hablarse!
¡La que se creía destruida, desaparecida para siempre! ¡Sí, el carro del diablo, alimentado por el fuego del infierno, y que lo guía el mismo Satanás!
En verdad, si no era el diablo, ¿quién podía ser el misterioso chofer que lanzaba a tan inverosímil velocidad aquélla no menos inverosímil máquina?
Lo que parecía fuera de toda duda es que el aparato que corría entonces en dirección de Madison debía ser el que había llamado la pública atención, y del que los agentes de policía no habían encontrado huellas. Éstos habían dicho que no volvería a hablarse de semejante cosa, y quedaba demostrado que también en América se equivoca a veces la policía.
Pasado el primer momento de estupor, los más avisados lanzáronse al teléfono para prevenir a los automovilistas esparcidos en la carretera, a fin de evitarles el peligro de perecer aplastados por aquel extraordinario aparato que llegaba como huracán.
Serían aplastados, barridos, destruidos, y ¡quién sabe si de la formidable colisión no escaparía sano y salvo el que la producía! Después de todo, debía ser tan diestro aquel rey de los choferes, manejaría su máquina con una admirable precisión y golpe de vista, que es seguro que evitaría todos los obstáculos.
Las autoridades tomaron las precauciones para que la carretera estuviera reservada exclusivamente a los corredores, y he aquí que de pronto aparecía un intruso.
Los que disputaban el primer premio tuvieron que suspender la lucha al conocer la imprevista novedad. Según ellos, ese prodigioso vehículo no haría menos de 120 millas por hora. Tal era la velocidad al momento de alcanzarles que apenas se pudo reconocer la forma de aquella máquina, la longitud de la cual no excedería los diez metros. Sus ruedas daban vueltas con velocidad extraordinaria.
Además, no dejaba tras de sí vapor, humo, ni olor. En cuanto a su conductor, encerrado dentro del automóvil, era imposible reconocerlo, y permanecía tan incógnito como cuando se le halló por primera vez en las carreteras de la Unión.
Milwaukee había sido prevenido por teléfono de la aparición del automóvil fantasma. Fácil es imaginar la emoción que produjo la noticia.
Lo primero que se les ocurrió fue levantar a través de la carretera un obstáculo contra el cual se estrellase el «proyectil», rompiéndose en mil pedazos. ¿Pero había tiempo de ejecutarlo? ¿No aparecería el monstruo de un instante a otro?… Entonces, ¿para qué molestarse?…
Y, además, ¿no se vería obligado a detener su marcha, velis nolis, puesto que la carretera terminaba en el lago Michigan y no podía seguir adelante, a menos de metamorfosearse en aparato de navegación?
Tal fue el pensamiento que pasó por la mente de los espectadores apostados en Milwaukee, después de tomar la precaución de mantenerse a distancia para no morir aplastados por aquel monstruo.
Allí como en Prairie du Chien y Madison, echáronse a volar las más extravagantes hipótesis. Y hasta a los que se resistían a creer que el misterioso chofer fuese el diablo en persona, no les repugnaba ver en él algún monstruo escapado de las fantásticas guaridas del Apocalipsis.
Ya no era de minuto en minuto, sino segundo en segundo cuando los curiosos esperaban la aparición del automóvil.
No eran las once todavía cuando se dejó oír una lejana trepidación, divisándose como una neblina, que era un torbellino de polvo.
Silbidos estridentes desgarraron el aire; invitando al público a dejar vía franca al vertiginoso automóvil, que no moderaba su velocidad. Y, sin embargo, el lago Michigan no distaba ya una milla, y la fuerza de inercia solamente bastaba para precipitarlo en el agua.
Bien pronto se disiparon las dudas.
El vehículo, con la rapidez de un relámpago, llegó a la altura de Milwaukee. ¿Iba, pues, a zambullirse en el lago?
Lo cierto fue que cuando desapareció el recodo de la carretera que tocaba el lago, no se volvió a encontrar la huella de su paso.