III. Great-Eyry
Dueño del Mundo
III. Great-Eyry
Al amanecer del día siguiente Elías Smith y yo salimos de Morganton por el camino que se extiende a la orilla izquierda de la de Sarawba-River, y que conduce a Pleasant-Garden.
Nos acompañaban los dos guías: Harry Horn de treinta años, y James Bruck de veinticinco, vecinos de Morganton, al servicio de los turistas deseosos de visitar los principales parajes de las Montañas Azules y del Cumberland, que forman la doble cadena de los Alleghanys. Eran intrépidos ascensionistas, vigorosos de brazo y de pierna, diestros y experimentados, conocían perfectamente aquella parte del distrito.
Un carruaje con dos buenos caballos debía transportarnos hasta la frontera occidental del Estado. No llevábamos víveres más que para tres días, pues, sin duda, nuestra campaña no debía prolongarse más.
Las vituallas, escogidas por el señor Smith, eran magníficas conservas de vaca adobada, lonjas de jamón, un tonel de cerveza, varios frascos de whisky y de brandy y pan en cantidad suficiente. En cuanto al agua fresca, los cauces de la montaña, alimentados por las lluvias torrenciales, que son frecuentes en esta época del año, la proporcionarían en abundancia.
Inútil es decir que el alcalde de Morganton, en su calidad de cazador entusiasta, había llegado consigo un fusil y su perro Nisko, que corría por los costados del coche. Nisko nos levantaría la caza en el bosque o en la llanura, pero había de permanecer con el conductor el tiempo que durase nuestra ascensión. No hubiera podido seguirnos hasta el Great-Eyry por los obstáculos que habría que vencer.
El cielo estaba despejado, el aire fresco, aún en aquel día de abril, que suele ser rudo a veces en el clima americano.
Las nubes deslizábanse, rápidamente empujadas por una brisa variable que venía de los anchos espacios del Atlántico. Entre ellas se deslizaban, con intermitencias, los rayos del sol, que iluminaban todo el campo. El primer día de viaje llegamos hasta Pleasant-Garden, en donde pasamos la noche en la casa del alcalde, amigo particular del señor Smith.
Durante el trayecto pude observar minuciosamente aquella región donde los campos suceden a las lagunas, entre las que se deslizaba la carretera, muy bien conservada, no sin prolongarse en múltiples revueltas. A veces el coche pasaba bajo un verdadero túnel de follaje. Todo un mundo animaba a aquellos frondosos bosques del distrito.
Veíanse huir ante nosotros ratones campestres, loros de vivísimos colores de una locuacidad ensordecedora, zarigüeyas que se alejaban en rápidos brincos, pájaros de todos los colores y de todas las familias que se dispersaban volando raudos entre el follaje.
En Pleasant-Garden fuimos convenientemente instalados para pasar la noche. Al día siguiente habíamos de ganar la granja de Wildon, situada muy cerca de la montaña.
Pleasant-Garden es un poblado de regular importancia. El alcalde nos hizo una cordial recepción, obsequiándonos con una buena cena. Como es natural, la conversación versó acerca de la tentativa que íbamos a realizar para reconocer las disposiciones interiores del Great-Eyry.
Tienen ustedes razón nos declaró el dueño de casa. En tanto que no se sepa lo que sucede allá arriba, los campesinos no dormirán tranquilos.
¿No se ha producido ningún nuevo suceso desde la última aparición de las llamas por encima del Great-Eyry? pregunté.
Ninguno, señor Strock. Desde Pleasant-Garden se puede observar perfectamente la arista superior de la montaña hasta Black-Dome , que la domina. Ni el más pequeño ruido sospechoso, ni el más leve resplandor se ha producido… Y si es una legión de diablos la que se anida ahí, parece ser que ya han concluido su cocina infernal y han partido para cualquier otro paraje de los Alleghanys…
Pero yo creo exclamó el señor Smith que no se habrán ido sin dejar algunas huellas de su paso, trozos de rabo o pedazos de cuernos… ¡Allá veremos!…
Nos levantamos con las primeras luces del alba. El carruaje nos esperaba a la puerta. Una vez instalados el señor Smith y yo, el conductor fustigó los caballos, que arrancaron a buen paso. Al concluir este segundo día de viaje hicimos alto en la granja de Wildon, entre las primeras ramificaciones de las Montañas Azules.
La comarca no ofrecía variaciones sensibles con lo que ya llevaba yo visto. Solamente el país estaba menos poblado. Apenas unas pequeñas aldeas, perdidas bajo la poderosa exuberancia de la vegetación; granjas aisladas, que regaban los numerosos afluentes de Sarawba.
Fauna y flora, las mismas que la víspera, y, en suma, bastante caza para satisfacer al más exigente cazador.
¡Estoy tentado de coger mi fusil y de silbarle a Nisko! decía el señor Smith. Es la primera vez que paso por aquí sin gastar el plomo sobre las perdices y las liebres.
¡Estas buenas bestias no me reconocerían! Pero hoy por hoy, a menos que se nos acaben las provisiones, no tenemos que cuidarnos más que de la caza de los misterios. Y hagamos todo lo posible, señor Smith, para no volver con el morral vacío. Durante la mañana hubimos de atravesar una interminable llanura, en donde corrían verdaderas manadas de los que vulgarmente se llama «perros de las praderas», pues realmente estos animales tienen algún parecido con la raza canina. No es raro en los Estados Unidos encontrar populosos parajes de cuadrúpedos. Entre otros, los naturalistas citan a Dog-Ville, que cuenta con más de un millón de habitantes de cuatro patas. Los «perros de la pradera» que se alimentan de hierbas y raíces, son inofensivos; pero ladran hasta dejarle a uno sordo.
El tiempo manteníase hermoso, con una brisa un poco fresca. En realidad, no existe motivo para creer que bajo esta lentitud el clima sea relativamente cálido en las dos Carolinas. El rigor del invierno es frecuentemente brusco. Numerosos naranjales perecen por el frío, y el lecho del Sarawba suele aparecer lleno de témpanos de hielo.
Después de mediodía, la cadena de las Montañas Azules distante a sólo seis millas apareció a nuestra vista en un ancho perímetro.
Su arista dibujábase con claridad sobre el fondo de un cielo bastante claro, en el que se destacaban algunas nubes. En la base de las montañas entrelazábanse las coníferas, alternando con árboles y rocas de aspecto muy extraño. Aquí y allá picos de raras formas, sobresaliendo entre todos la gigantesca cabeza del Black-Dome, refulgente a los rayos del sol…
¿Ha hecho usted la ascensión a ese pico, señor Smith? le pregunté. No contestó, y se asegura que es bastante difícil.
Pero algunos turistas se han arriesgado hasta esa altura y, según cuentan ellos, nada puede descubrirse desde allí del interior del Great-Eyry.
Así es dijo el guía Harry Horn. Puedo asegurarlo, porque lo he comprobado por mí mismo.
Tal vez observé yo no sería el tiempo favorable.
Al contrario señor Strock; hacía un tiempo despejadísimo, pero los bordes del Great-Eyry son muy elevados y la vista no puede divisar el interior.
¡Vamos! exclamó Smith; ¡no me enfadaré por ser el primero que ponga el pie allí en donde nadie ha llegado todavía según aseguran!
Aquella mañana el Great-Eyry aparecía tranquilo, y no se escapaban de él ni vapores ni llamas.
A las cinco nuestro carruaje hizo alto en la granja de Wildon, donde debíamos pasar la noche.
Inmediatamente los caballos fueron desenganchados y conducidos a la cuadra, en donde hallaron alimento abundante. El conductor esperaría allí nuestro regreso. El señor Smith confiaba que nuestra misión estaría cumplidamente satisfecha cuando volviéramos a Morganton.
El encargado de la granja de Wildon aseguró que nada extraordinario había vuelto a ocurrir en el Great-Eyry. Cenamos en la mesa común con el personal de la granja y dormimos profundamente toda la noche.
Al día siguiente iba a comenzar desde el alba la ascensión a la montaña. La altura del Great-Eyry no pasaba de los 1800 pies altitud modesta, próximamente la media de la cadena de los Alleghanys. Podíamos contar que no había de ser muy grande la fatiga. Unas cuantas horas serían suficientes para alcanzar la arista superior del macizo. Verdad es que se presentarían dificultades: precipicios que franquear, obstáculos que bordear por senderos peligrosos…
Nuestros guías no habían podido informamos a este propósito, y lo que me inquietaba era que en el país la muralla que rodeaba al Great-Eyry pasaba por ser infranqueable. Pero, en suma, el hecho no había sido nunca comprobado, y existía la posibilidad de que el bloque desprendido hubiera dejado una brecha en el espesor del cuadro rocoso.
En fin me dijo el señor Smith, después de encender la primera pipa de las veinte que diariamente fumaba, vamos a partir con buen pie. Y en cuanto a saber si esta ascensión exigirá más o menos tiempo… Lo que quiera que sea, nosotros estamos resueltos a llegar hasta el fin, ¿o no es así, señor Smith?
Resueltos, señor Strock. Mi jefe me ha encargado que arranquemos sus secretos a ese diablo de Great-Eyry.
Se los arrancaremos de grado o por fuerza replicó el señor Smith, tomando al cielo por testigo de su declaración, aún cuando nos tengamos que ir a buscarlos a las entrañas mismas de la montaña. Y como puede que nuestra excursión se prolongue añadí yo, es prudente proveerse de víveres.
Esté usted tranquilo, señor Strock, los guías tienen víveres para dos días, y nosotros no llevamos los bolsillos vacíos. Además, si he dejado en la granja a Nisko, llevo mi fusil. Caza no ha de faltamos, y combustible tampoco; acaso hallemos arriba fuego bien vivo. ¿Fuego, señor Smith?
¿Y por qué no, señor Strock? ¿Y las llamas, esas soberbias llamas que han aterrado a nuestros campesinos?… ¿Se habrá enfriado por completo el hogar, o quedará todavía el rescoldo? Y luego, puede resultar el cráter de un volcán, y un volcán, por muy apagado que esté, conserva siempre alguna brasa. Francamente, sería un volcán de menor cuantía, si no tuviese fuego suficiente para endurecer un huevo o asar una patata. En fin, ya lo veremos, ya lo veremos.
Por lo que a mí respecta, no había formado opinión todavía. Iba a cumplir la orden de informarme acerca de lo que sucedía en el Great-Eyry, para saber a qué atenerse, y si no ofrecía peligro alguno, tranquilizar a los comarcanos.
Pero en el fondo ¿y acaso no es éste un sentimiento natural en el hombre poseído por el demonio de la curiosidad? me hubiese felicitado, por mi satisfacción personal, por la resonancia que había de tener mi misión, que el Great-Eyry fuese el centro de fenómenos cuya causa yo descubriera.
He aquí en qué orden iba a efectuarse nuestra ascensión al Great-Eyry: los guías por delante, escogiendo los pasos más practicables; Elías Smith y yo caminando uno al lado del otro, o uno detrás de otro, según la anchura de las sendas.
Los guías aventuráronse por una estrecha garganta de inclinación poco acusada. Un estrecho sendero desarrollábase al borde de los taludes, en los que se entremezclaban en inextricable espesura una multitud de arbustos, por entre los cuales hubiera sido imposible abrirse paso.
Todo un mundo de pájaros raros animaba aquellas masas forestales, y entre los más bulliciosos distinguíanse a los loros, que llenaban el aire con sus agudos gritos. Entre la espesura oíase el leve rumor de los animalitos que huían al sentir nuestros pasos.
El curso del torrente al que esa garganta servía de lecho hacía mil caprichosos giros.
Durante la estación de las lluvias o después de una tormenta debía saltar en tumultuosas cascadas.
Después de media hora de camino, la subida empezó a ser tan dura que no hubo más remedio que sortearla a derecha e izquierda, prolongándola en múltiples revueltas. La garganta hacíase verdaderamente impracticable, y el pie no hallaba suficientes puntos de apoyo. Fue necesario agarrarse de las matas y hierbajos y subir sobre las rodillas, y en estas condiciones nuestra ascensión no podía terminarse antes de ponerse el sol. ¡Caramba! exclamó el señor Smith, tomando aliento; comprendo que los turistas del Great-Eyry hayan sido raros…, tan raros que ninguno de ellos los he conocido…
La verdad es que la empresa es fatigosa, y si no tuviéramos las razones particulares para llevar hasta el fin nuestra tentativa…
Nada más cierto declaró Harry Horn; mi camarada y yo, que hemos subido varias veces hasta la cima del Black-Dome, no hemos encontrado jamás tantas dificultades… Dificultades que pudieran convertirse en obstáculos añadió James Bruck. La cuestión ahora es decir de qué lado encontraríamos un cambio oblicuo. Lo mismo a la derecha que a la izquierda, veíamos macizos de árboles y de arbustos. Lo más lógico era ir por donde las pendientes eran menos pronunciadas. De todos modos convenía no olvidar que las vertientes orientales de las Montañas Azules no son nada practicables, y miden en casi toda la cadena una inclinación aproximada de unos cincuenta grados…
Lo mejor era confiarse al instinto especial de nuestros guías, y particularmente al de James Bruck. Este bravo mozo no tenía nada que envidiar a un mono en destreza y a un gamo en agilidad. Lamentablemente, ni Elías Smith ni yo podríamos arriesgarnos a donde se aventuraba aquel audaz.
Sin embargo, por lo que a mí respecta, esperaba no quedarme atrás, siendo saltarín por naturaleza y estando muy acostumbrado a los ejercicios corporales. Por donde quiera que pasara James Bruck estaba resuelto yo a pasar, aunque me costara algunos golpes.
Pero no podía decirse lo mismo del primer magistrado de Morganton, menos joven, menos vigoroso, de mayor corpulencia y menos seguridad. Hasta entonces había hecho esfuerzos sobrehumanos para no quedarse atrás; pero a veces resoplaba como una foca y tenía que detenerse para cobrar aliento.
En suma, bien pronto nos convencimos de que la ascensión al Great-Eyry exigiría más tiempo del que habíamos calculado. Pensamos llegar al cuadro rocoso a las once de la mañana, y a mediodía distábamos aún unos cuantos centenares de pies.
Efectivamente, a eso de las diez, luego de reiteradas tentativas por descubrir caminos practicables; después de numerosas vueltas y revueltas, un guía dio la señal de alto.
Estábamos en la linde superior del boscaje. Los árboles, más espaciados, permitían dirigir una mirada a los primeros escalones del Great-Eyry.
¡Eh, eh! gritó el señor Smith, recostándose contra un árbol corpulento—; un poco de reposo y comida no nos vendrá mal. ¿Una hora de descanso? pregunté.
Sí, bien se lo han ganado nuestras piernas, nuestros pulmones y nuestro estómago. Estuvimos todos de acuerdo. Era necesario reconstituir nuestras fuerzas.
Lo que despertaba la inquietud era el aspecto que ofrecía el flanco de la montaña hasta el pie del Great-Eyry. Entre sus rocas abruptas no se dibujaba ningún sendero.
Esto no dejaba de preocupar a los guías, y oí que Harry Horn decía a su camarada: La subidita no va a ser cómoda. Tal vez imposible contestó James Bruck.
Esta reflexión me produjo verdadero despecho. Si tenía que descender sin haber logrado alcanzar el Great-Eyry, sería el completo fracaso de mi misión, sin hablar de mi curiosidad personal no satisfecha. Y cuando me imaginaba estar frente al señor Ward, avergonzado y confuso, debía de poner la cara compungida.
Se abrieron las fiambreras y comimos con buen apetito, aunque moderadamente.
Terminado el refrigerio, que no pasaría de una media hora, el señor Smith se levantó dispuesto a ponerse en marcha.
A la cabeza James Bruck; los demás no teníamos más que seguirle, procurando no quedarnos rezagados.
Avanzábase muy lentamente. Nuestros guías no ocultaban su perplejidad, y Harry Horn avanzó unos cuantos metros para examinar el terreno y determinar qué dirección convenía tomar definitivamente.
Hacia aquel lado apunta el Black-Dome, a una distancia de tres a cuatro millas. Ya se sabe que era inútil subir allí como punto de observatorio, pues desde su cima, con el anteojo más potente, nada podía descubrirse del interior del Great-Eyry.
La subida era muy penosa a lo largo de los taludes resbaladizos. Apenas hubimos ganado 200 pies de altura, cuando James Bruck se detuvo ante un profundo atolladero que se cruzaba en el camino. Allí se amontonaban ramas recién tronchadas, bloques reducidos a polvo, como si algún alud los hubiese hecho rodar por aquel flanco de la montaña.
¿Habrá rodado por aquí la enorme roca que se supone se desprendió del Great-Eyry? observó James Bruck. No cabe duda respondió Smith y lo mejor será seguir el rastro que haya dejado en su caída.
Tomamos el camino tan acertadamente indicado. El pie podía apoyarse con facilidad en los socavones producidos por el bloque.
La ascensión empezó a efectuarse con mayores facilidades casi en línea recta, y a las doce y media estábamos en el borde superior de la roca que servía de asiento al Great-Eyry.
Ante nosotros, a sólo un centenar de pasos de distancia y a otros tantos de altura, se alzaban las murallas que formaban el misterioso perímetro.
Por aquel lado el cuadro recortábase muy caprichosamente: puntas agudas, una roca cuya extraña silueta simulaba un águila enorme dispuesta a volar hacia las altas zonas del cielo. Parecía que por aquella parte oriental, cuando menos, la rocosa cantera era de todo punto infranqueable. Descansemos unos instantes propuso entonces el señor Smith. De esta parte debió de desprenderse el bloque, y sin embargo no se advierte ninguna brecha en la roca dijo Harry Horn.
No cabía duda de que la caída habíase producido por aquel lado. Después de reposar unos diez minutos, levantáronse los guías, seguímosles nosotros, y llegamos al borde de la meseta. No había más que seguir la base de las rocas, de una altura de 50 pies. El resultado de nuestro examen no tuvo nada de satisfactorio… Aún disponiendo de escalas, hubiese sido imposible poder elevarse hasta la cresta superior de las rocas.
Decididamente el Great-Eyry tomaba a mis ojos un aspecto absolutamente fantástico, y no me hubiera sorprendido que estuviese poblado de dragones, de trasgos y mitológicas quimeras…
A pesar de todo, continuamos nuestra circunvalación a aquella obra rocosa, que por su seguridad simulaba una labor humana más bien que de la Naturaleza. Por ninguna parte ni una interrupción, ni una desigualdad que hubiera permitido intentar el acceso. Por doquiera aquella cresta uniforme imposible de franquear. Luego de seguir el borde de la meseta durante una hora, volvimos a nuestro punto de partida.
No pude disimular el despecho de que me hallaba poseído, y me pareció que el señor Smith participaba de mis sentimientos.
¡Mil diablos! exclamó; nos vamos a quedar sin saber lo que hay en el interior del maldito Great-Eyry y si es o no es un cráter.
Sea o no un volcán observé yo, lo cierto es que no produce ningún ruido sospechoso; que no se escapan ni humo ni llamas, nada de lo que anuncia una erupción próxima.
Y, efectivamente, no puede darse silencio más profundo que el que allí reinaba. Ni el menor indicio de vapor, ninguna reverberación sobre las nubes, que la brisa del este echaba sobre la cima. La tierra estaba tan tranquila como el aire. Ni rumores subterráneos, ni sacudidas que trepidaran bajo nuestros pies; la soberana calma de las grandes alturas.
Lo que es necesario no olvidarse de consignar es que la circunferencia del Great-Eyry podía calcularse en unos 1200 pies, a juzgar por el tiempo que habíamos tardado en dar la vuelta, y teniendo en cuenta las dificultades de la marcha por los bordes de la estrecha meseta.
En cuanto a la superficie interior, ¿cómo evaluarla desconociendo el espesor de las rocas que la determinaban? No hay para qué advertir que los alrededores estaban completamente desiertos; que ningún ser viviente mostrábase por allí, a excepción de dos aves de rapiña que pasaron por encima del Great-Eyry. Nuestros relojes marcaban las tres, y el señor Smith dijo con tono de contrariedad:
Aunque estemos aquí hasta la noche, no hemos de salir de dudas. Es preciso partir, señor Strock, si queremos estar de regreso en Pleasant-Garden antes de la noche. Y como no le contestase, y continuara sentado, añadió viniendo a reunirse conmigo: ¿Qué es eso, señor Strock, no dice nada? ¿Es que no ha comprendido usted lo que he dicho?
Realmente, mucho me costaba abandonar la partida y descender sin haber cumplido con mi misión. Y sentía la imperiosa necesidad de persistir para satisfacer mi extremada curiosidad. ¿Pero qué hacer? ¿Estaba en mis manos perforar aquella espesa muralla, escalar sus rocas?
No había más remedio que resignarse, y después de echar una última ojeada hacia el Great-Eyry, seguí a mis compañeros, que empezaban a bajar por las resbaladizas y peligrosas pendientes.
El regreso debía efectuarse sin grandes dificultades ni fatigas. Antes de cinco horas habíamos rebasado las últimas rampas de la montaña, y el granjero de Wildon ya nos recibía en la sala, donde nos esperaban agradables refrescos y sustanciosos alimentos. ¿De modo que no han podido ustedes penetrar en el interior? nos preguntó.
No contestó el señor Smith; y acabaré por creer que el Great-Eyry no existe más que en la imaginación de los campesinos.
A las ocho y media de la noche nuestro carruaje deteníase en frente de la casa del alcalde del Pleasant-Garden, donde debíamos pasar la noche.
Y mientras trataba inútilmente de conciliar el sueño, me preguntaba si es que no me convendría instalarme allí unos cuantos días y organizar una nueva excursión. ¿Tendría más probabilidades de éxito que la primera? Lo mejor, en suma, era volver a Washington y consultar con el señor Ward. Así es que al día siguiente por la noche, en Morganton, luego de pagar a los guías, me despedí del señor Smith, dirigiéndome a la estación, de donde iba a partir el rápido para Raleigh.