Dueño del Mundo

XVII. La última palabra de la anciana Grad

Dueño del Mundo

XVII. La última palabra de la anciana Grad

Cuando volví a la vida, después de estar no sé cuántas horas sin conocimiento, estaba rodeado de un grupo de marineros.

A la cabecera del lecho había un oficial interrogándome, y pude contestar con completa lucidez.

Lo referí todo, y seguramente debieron creer los que me escuchaban que se las veían con un desgraciado que acababa de perder la razón.

Encontrábame a bordo del Ottawa, que navegaba por el golfo de Méjico con rumbo a Nueva Orleans. El barco huía de la tempestad, cuando me vio asido a una tabla entre las olas y me recogieron a bordo.

Yo estaba a salvo, pero Robur el conquistador y sus compañeros habían concluido en las aguas del golfo su aventurera existencia.

El Dueño del mundo había desaparecido para siempre, destruido por la tempestad que temerariamente desafiara en pleno espacio, y llevándose el secreto de su extraordinario aparato.

Cinco días después el Ottawa daba vista a las costas de Luisiana, y en la mañana del 10 de agosto anclaba en el fondo del puerto.

Después de despedirme de los oficiales del barco, que tan solícitos cuidados me habían prodigado, tomé el tren de Washington, mi villa natal, que ya había desesperado de volver a ver.

Inmediatamente me encaminé hasta la Dirección de Policía, deseando que mi primera visita fuera para mi jefe, el señor Ward.

¡Qué sorpresa, qué estupefacción y qué alegría experimentó cuando aparecí en el umbral de la puerta de su despacho!…

Me había dado por muerto. Le puse al corriente de lo que había sucedido desde mi desaparición; la persecución de los destroyers por el lago; el vuelo de El Espanto encima de las cataratas del Niágara; el alto en el Great-Eyry; la catástrofe en el golfo de Méjico.

Entonces supo mi jefe que el aparato de Robur podía transportarse a través del espacio, con la misma facilidad que por tierra y que por mar.

Lo cierto era que la seguridad pública hubiera estado continuamente a merced de El Espanto, pues los medios defensivos hubiesen faltado siempre.

Pero ese orgullo que ya había visto ir creciendo en aquel hombre prodigioso, habíale impulsado a luchar en medio de los aires en contra del más terrible de los elementos, y ya era milagroso que yo hubiera escapado sano y salvo de la espantosa catástrofe.

El señor Ward no salía de su asombro al verme. En fin, mi querido Strock me dijo cuando hube terminado, lo principal es que usted se haya salvado; después del famoso Robur, usted es el hombre del día… Espero que esta situación no le haga perder la cabeza como a ese loco de inventor.

No, señor Ward; pero convendrá usted conmigo en que jamás hombre alguno, ávido de curiosidad, ha sido puesto tan a prueba…

Convengo en ello, señor Strock. Ha descubierto usted los misterios del Great-Eyry; las transformaciones de El Espanto, pero desgraciadamente, los secretos del Dueño del mundo han perecido con él.

Aquella misma noche los periódicos de la Unión publicaron el relato de mis aventuras, la veracidad de las cuales no podía ponerse en duda, y, como había dicho el señor Ward, fui el hombre del día.

Uno de los periódicos decía:

«Gracias al inspector Strock, América ha batido el récord de la policía. En tanto que en los demás países los agentes operan por mar y tierra, con más o menos éxito, la policía americana se lanza a la persecución de los criminales en las profundidades de los mares y hasta a través del espacio».

Al proceder como he referido, tal vez no hice otra cosa que anticiparme al papel que desempeñarían mis colegas a fines de este siglo.

¡Imagínese el lector qué recibimiento me haría mi vieja criada al entrar en mi casa de Long-Street! Cuando aparecí creí que le iba a dar un síncope…

Luego, después de oírme con los ojos llenos de lágrimas, le dio las gracias a la Providencia por haberme librado de tantos peligros.

Y bien, señor me dijo ¿estaba yo equivocada?

¿Equivocada en qué, mi buena Grad?

En creer que el Great-Eyry servía de retiro al diablo.

Ese Robur no era el diablo.

¡Pero me concederá usted que merecía serlo!

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