Los Miserables

I. Compasión para los desdichados a indulgencia para los dichosos

Los Miserables

I. Compasión para los desdichados a indulgencia para los dichosos

¡Qué terrible es ser feliz! Está uno tan contento, y eso le basta, como si la única meta en la vida fuera ser feliz, y se olvida de la verdadera, que es el deber. Sería un error culpar a Marius.

Marius se limitó a alejar poco a poco a Jean Valjean de su casa, y a borrar, en lo posible, su recuerdo del espíritu de Cosette. Procuró en cierto modo colocarse siempre entre Cosette y él, seguro de que así la joven no se daría cuenta y dejaría de pensar en él.

Hacía lo que juzgaba necesario y justo. Creía que le asistían serias razones para alejar a Jean Valjean, sin dureza pero también sin debilidad. Creía su deber restituir los seiscientos mil francos a su dueño, a quien buscaba con toda discreción, absteniéndose entretanto de tocar ese dinero.

Cosette ignoraba el secreto que conocía Ma­rius, pero también merece disculpa. Marius ejercía sobre ella un fuerte magnetismo, que la obligaba a ejecutar casi maquinalmente sus deseos. Respec­to al señor Jean, sentía una presión vaga, pero clara, y obedecía ciegamente. En este caso, su obediencia consistía en no acordarse de lo que Marius olvidaba. Pero respecto a Jean Valjean, este olvido no era más que superficial.

Cosette en el fondo quería mucho al que ha­bía llamado por tanto tiempo padre, pero quería más a su marido. Cuando Cosette se extrañaba del silencio de Jean Valjean, Marius la tranquilizaba, diciéndole:

—Está ausente, supongo. ¿No avisó que iba a emprender un viaje?

—Cierto —pensaba Cosette—. Esa ha sido siem­pre su costumbre, pero nunca ha tardado tanto.

Dos o tres veces envió a Nicolasa a la calle del Hombre Armado, a preguntar si el señor Jean había vuelto de su viaje; y por orden de Jean Valjean se le contestó que no. Cosette no inquirió más; pues para ella en la tierra no había ahora más que una necesidad, Marius.

Marius consiguió poco a poco separar a Co­sette de Jean Valjean. Digamos para concluir que lo que en ciertos casos se denomina, con dema­siada dureza, ingratitud de los hijos, no es siem­pre tan reprensible como se cree. Es la ingratitud de la Naturaleza. La Naturaleza divide a los vivien­tes en seres que vienen y seres que se van. De ahí cierto desvío, fatal en los viejos, involuntario en los jóvenes. Las ramas, sin desprenderse del tron­co, se alejan. No es culpa suya. La juventud va donde está la alegría, la luz, el amor; la vejez camina hacia el fin. No se pierden de vista, pero no existe ya el lazo estrecho. Los jóvenes sienten el enfriamiento de la vida; los ancianos el de la tumba.

No acusemos, pues, a estos pobres jóvenes.

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