La llamada de lo salvaje

La primitiva bestia dominante

La bestia dominante primitiva era poderosa en Buck y, bajo lasrudas condiciones de aquella vida, fue creciendo sin parar. Perofue un crecimiento secreto. Su recién adquirida astucia leproporcionó desenvoltura y autoridad. Estaba demasiado ocupado enadaptarse a su nueva existencia como para relajarse, y no sólo nobuscaba peleas sino que las rehuía siempre que era posible. Suactitud se caracterizaba por cierta parsimonia. No era dado a laacción irreflexiva y precipitada; y, con respecto al arraigado odioque había entre él y Spitz, no dejaba traslucir ninguna impacienciay evitaba cualquier signo de agresividad.

Por su parte, posiblemente porque adivinaba que Buck era unpeligroso rival, Spitz nunca perdía la oportunidad de enseñarle losdientes. Incluso hacía lo imposible por bravuconear ante él,esforzándose constantemente por iniciar una pelea que sólo podríaacabar con la muerte de uno de los dos. A poco de emprendido elviaje, tal cosa pudo haber ocurrido, de no ser por un inesperadoaccidente. Al final de aquel día habían instalado un precariocampamento a orillas del lago Le Barge. Una violenta nevada, elviento, que cortaba como una cuchilla al rojo vivo, y la oscuridadlos habían forzado a buscar a ciegas un lugar de acampada.Dificilmente podrían haber encontrado uno peor. A sus espaldas selevantaba una pared perpendicular de roca, y Perrault y François notuvieron más remedio que hacer la hoguera y tender los sacos dedormir sobre el mismo hielo del lago. Se habían deshecho de latienda en Dyea con el fin de viajar ligeros de peso. Unas pocastablas sobrantes les proporcionaron un fuego que se hundió alderretirse el hielo dejándolos a oscuras para cenar.

Buck cavó su nido bajo la protección de la roca. Tan cómodo ytibio estaba que lo abandonó de mala gana cuando François se puso adistribuir el pescado que previamente había descongelado en elfuego. Y cuando consumió su ración y volvió a su refugio seencontró con que estaba ocupado. Un gruñido de advertencia le dijoque el intruso era Spitz. Hasta entonces, Buck había evitado losproblemas con su enemigo, pero aquello era demasiado. La bestia quehabía en su interior rugió. Se abalanzó sobre Spitz con una furiaque sorprendió a ambos, y especialmente a Spitz, ya que suexperiencia con Buck le había metido en la cabeza que sucontrincante era un perro excepcionalmente tímido, que sóloconseguía hacerse respetar gracias a su gran peso y tamaño.

También se sorprendió François cuando los vio salir del hoyoviolentamente enzarzados y adivinó el motivo de la pelea.

-¡Ajá! -le gritó a Buck-. ¡Dale a ése! ¡Dale duro al miserableladrón!

Spitz estaba igualmente dispuesto al combate. Aullaba de rabia yansiedad mientras giraba a un lado u otro buscando la ocasión dearremeter. Buck no estaba menos impaciente ni era menor la cautelacon que giraba a su vez procurando ganar ventaja. Pero fue entoncescuando ocurrió lo inesperado, algo que dejó para el futuro, despuésde muchos y fatigosos kilómetros, la lucha por la supremacía.

Una maldición de Perrault, el rotundo impacto de un garrotecontra un cuerpo huesudo y un estridente gruñido de doloranunciaron la instau ración de la algarabía. De pronto, elcampamento fue un hervidero de furtivas siluetas peludas, entrecuarenta y sesenta huskies famélicos que habían olfateado elcampamento desde alguna aldea india. Se habían infiltrado durantela pelea entre Buck y Spitz, y, cuando los dos hombres saltaron ala palestra provistos de gruesos garrotes, ellos les hicieronfrente mostrando los dientes. El olor a comida los habíaenloquecido. Perrault descubrió a uno con la cabeza metida en lacaja de las provisiones. Su garrote cayó pesadamente sobre eldescarnado espinazo del animal y la caja quedó boca arriba en elsuelo. Al instante hubo una veintena de bestias hambrientasdisputándose el pan y el tocino. Los garrotazos no los disuadían.Aun entre alaridos y rugidos bajo la lluvia de golpes, lucharoncomo posesos hasta haber devorado la última migaja.

Entre tanto, los asombrados perros del equipo, que habían salidoa toda prisa de sus refugios, eran atacados por los ferocesinvasores. Jamás había vis to Buck unos perros como aquéllos. Dabala impresión de que los huesos iban a horadarles la piel. No eranmás que simples esqueletos cubiertos de un pellejo embarrado, conlos ojos en llamas y los colmillos chorreando baba. Pero la locuradel hambre los convertía en seres aterradores, irresistibles. Alprimer ataque, los perros del equipo fueron acorralados contra lapared de roca. Buck fue rodeado por tres atacantes, y en uninstante tuvo la cabeza y los hombros contusionados y desgarrados.El estruendo era espantoso. Billie, como siempre, gemía. Dave ySol-leks chorreaban sangre por mil heridas, pero luchabanvalerosamente codo a codo. Joe soltaba dentelladas como un demonio.De pronto aferró entre los dientes la pata delantera de un invasore hizo crujir el hueso al triturarlo. Pike, el ventajista, seabalanzó sobre el animal mutilado y de una dentellada le quebró elpescuezo. Buck aferró por la garganta a un enemigo que echabaespuma por la boca, y la sangre que brotó al hundirle los dientesen la yugular se le esparció por el hocico. El tibio sabor de lasangre en la boca aumentó su ferocidad. Se lanzó sobre otro y, almismo tiempo, sintió que unos dientes se hundían en su propiagarganta. Era Spitz, que lo atacaba a traición.

Perrault y François, habiendo despejado su zona del campamento,se presentaron allí a toda prisa en defensa de sus perros. Lasalvaje ola de bestias hambrientas retrocedió ante ellos, y Buck seliberó de una sacudida. Pero fue sólo por un momento. Los doshombres tuvieron que retirarse apresuradamente a salvar lasprovisiones, y enseguida los perros famélicos volvieron al ataque.Billie, envalentonado por el terror, se abrió paso de un salto enaquel círculo de salvajes y huyó por el lago helado. Pike y Dub losiguieron pisándole los talones, y el resto del equipo fue detrás.Cuando se disponía a hacer lo mismo, Buck vio por el rabillo delojo que Spitz se abalanzaba sobre él con la evidente intención dederribarlo. Si perdía el equilibrio y caía bajo la masa deenemigos, ya no habría esperanza para él. Pero Buck aguantó a piefirme el impacto de la carga de Spitz, y seguidamente se unió a lahuida por el lago.

Los nueve perros del equipo se reunieron más adelante y buscaronrefugio en el bosque. Aunque ya no los perseguían estaban en unestado lamentable. No había ninguno que no tuviese dos o tresheridas, y varios estaban maltrechos. Dub tenía una pata traseragravemente lesionada; Dolly, la última que se había incorporado alequipo en Dyea, tenía un horrible desgarrón en la garganta; Joehabía perdido un ojo; y el reposado y pacífico Billie, que estabacon la oreja mordida y hecha jirones, gimió lastimeramente la nocheentera. Al amanecer regresaron con dificultad y recelo alcampamento, donde se encontraron con que los invasores se habíaretirado y los dos hombres estaban de muy mal humor. Faltaban lamitad de las provisiones. Además, los perros salvajes habíanmasticado las cuerdas del trineo y las fundas de lona. De hecho, nose les había escapado nada que fuese remotamente comestible. Habíanengullido un par de mocasines de piel de alce de Perrault, trozosde las riendas, y hasta un buen pedazo del látigo de François. Esteinterrumpió la apesadumbrada constatación de las pérdidas paraocuparse de sus maltrechos perros.

-Ah, compañeros -dijo quedamente-, quizá volver rabiosos tantosmordiscos. ¡Puede que todos rabiosos, sacredam! ¿Tú qué creer, eh,Perrault?

El correo meneó la cabeza en señal de duda. Con setecientoskilómetros aún por delante para llegar a Dawson, no se podíapermitir una epidemia de rabia entre sus animales. Dos horas dejuramentos y esfuerzo necesitó para poner los arneses encondiciones, tras lo cual, el equipo, aún agarrotado por lasheridas, se puso en marcha, avanzando penosamente por el tramo másduro que habían encontrado hasta entonces, que, dicho sea de paso,era la parte peor del trayecto a Dawson.

El río Thirty Mile no estaba congelado. Su turbulento caudal loimpedía y el hielo sólo lograba cuajar en las riberas y en losremansos. Se necesitaron seis días de agotador esfuerzo pararecorrer aquellos terribles cincuenta kilómetros. Terribles porquecada paso suponía un riesgo vital para perros y hombres. Una docenade veces, Perrault, que avanzaba el primero con precaución, quebróla capa helada de la estrecha franja que los sustentaba y se salvógracias a la pértiga que llevaba, sostenida de tal forma quequedaba cada vez atravesada sobre el agujero abierto por su cuerpo.Pero estaban en plena ola de frío, el termómetro marcaba diezgrados bajo cero, y cada vez que rompía el hielo se veía obligado,para no morir, a encender una hoguera que le secase la ropa.

Nada lo amilanaba. Y era precisamente por esto por lo que habíasido elegido correo del gobierno. Asumía todo tipo de riesgos,afrontando resueltamente la helada con su pequeño rostro curtido yluchando sin descanso desde el alba hasta el crepúsculo. Recorriólas peligrosas orillas del lago sobre la delgada capa de hielo quecedía y se agrietaba bajo los pies y sobre la que no osabandetenerse. En una ocasión, el trineo se hundió con Dave y Buck,que, cuando los arrastraron fuera del agua, estaban medio helados ycasi ahogados. Para salvarlos fue necesario encender la consabidahoguera. Estaban cubiertos de hielo, y los dos hombres los tuvieroncorriendo, sudando y descongelándose tan cerca del fuego quequedaron chamuscados por las llamas.

En otra ocasión fue Spitz el que se hundió arrastrando tras élal tiro entero hasta llegar a Buck, que empleó todas sus fuerzas entirar hacia atrás, con las patas delanteras hincadas en la riberaresbaladiza mientras el hielo temblaba y se partía a su alrededor.Pero detrás de él estaba Dave haciendo el mismo esfuerzo y, en laparte posterior del trineo, François forzaba al máximo sustendones.

Otra vez el hielo de la costa cedió por delante y por detrás deltrineo y no quedó más escapatoria que encaramarse al empinado taludde la orilla. Perrault lo escaló de milagro mientras Françoisrezaba para que se produjera este milagro. Con los arneses de cueroy los deslizadores formaron una larga cuerda y con ella izaron deuno en uno a los perros hasta el borde del precipicio. El último ensubir fue François, después del trineo y la carga. A continuacióntuvieron que buscar un lugar por el qué descender, descenso que enúltima instancia realizaron con ayuda de la cuerda, y la noche losencontró de nuevo en el río, con quinientos metros en el haber deldía.

Cuando llegaron al Hootalinqua y al hielo firme, Buck estabaagotado. El resto de los perros se encontraba en un estadosemejante; pero Perrault, para compensar el tiempo perdido, lesexigía trabajar de sol a sol. El primer día recorrieron sesentakilómetros hasta el Big Salmon; al siguiente, sesenta más hasta elLittle Salmon; el tercer día otros setenta, lo cual los llevó hastabastante cerca de Five Fingers.

Las patas de Buck no eran tan resistentes y duras como las delos huskies. Las suyas se habían ablandado a lo largo de muchasgeneraciones a partir del día en que su último antepasado salvajefue domesticado por un cavernícola o un hombre del río. Durantetodo el día cojeaba con dolor y, una vez armado el campamento, sedejaba caer como muerto. A pesar del hambre, ni se movía para ir abuscar su ración de pescado, y François tenía que llevársela.También todas las noches después de la cena, dedicaba media hora afrotarle a Buck las plantas de los pies, y hasta sacrificó la partemás alta de sus mocasines para hacerle unos a Buck. Aquello lesupuso un gran alivio y provocó incluso una mueca parecida a unasonrisa en el rostro curtido de Perrault una mañana en que,habiendo François olvidado los mocasines, Buck se tumbó deespaldas, agitando las cuatro patas en el aire, y se negó enredondo a moverse sin ellos. Con el tiempo, las patas se leendurecieron y aquel tosco calzado fue olvidado para siempre.

Una mañana, a orillas del Pelly, cuando estaban colocando losarreos, Dolly, que nunca había destacado en nada, se volvió loca derepente. El anuncio de -su estado fue un prolongado y desgarradoraullido que a los demás perros les puso los pelos de punta, tras locual se abalanzó directamente sobre Buck. Él nunca había visto a unperro volverse rabioso ni tenía motivos para tener miedo a laenfermedad; pero presintió el horror y huyó presa del pánico. Saliódisparado en línea recta, con Dolly, que jadeaba y echaba espuma,pisándole los talones; ni ella podía darle alcance, tanto era elterror que lo poseía, ni él lograba distanciarla, tal era la locurade ella. Como una exhalación, Buck se adentró en el monte delcentro de la isla, alcanzó el extremo opuesto, atravesó un caucelleno de hielo rugoso en dirección a otra isla, llegó a unatercera, giró hacia el río principal y, en su desesperación, empezóa cruzarlo. Y todo el tiempo, aunque no la veía, la oía gruñir asólo un cuerpo por detrás. François lo llamó desde quinientosmetros de distancia y Buck volvió sobre sus pasos, siempre con uncuerpo de ventaja, jadeando penosamente y con toda su esperanzapuesta en François. El guía tenía el hacha preparada en la mano y,cuando hubo pasado Buck, la descargó sobre el cráneo de laenloquecida Dolly.

Buck llegó tambaleándose junto al trineo, exhausto, con larespiración entrecortada, indefenso. Era la oportunidad de Spitz,que se abalanzó sobre el; dos veces hundió los dientes en suenemigo indefenso, desgarrando la carne hasta el hueso. Entonces lecayó encima el látigo de François, y Buck tuvo la satisfacción decontemplar cómo Spitz recibía la peor azotaina propinada hastaentonces a un perro del equipo.

-Un demonio, ese Spitz -comentó Perrault Un día de éstos mataral Buck.

-Ese Buck valer por dos demonios -fue la réplica de François-.Sé porque yo observarlo todo el tiempo. Verás, un buen día se ponefurioso, se come crudo al Spitz y lo vomita sobre la nieve. Yaverás. Soy seguro.

Desde entonces hubo guerra abierta entre Buck y Spitz. Spitz,como perro guía y jefe reconocido del equipo, sentía que aquelextraño perro del sur amenazaba su supremacía. Y le resultabaextraño, en efecto, porque de los numerosos perros de esaprocedencia que había conocido, ni uno solo había demostrado valerdemasiado, ni en el campamento ni en el trabajo. Eran débiles y losmataba el agotamiento, el frío o el hambre. Buck era la excepción.Sólo él había resistido y se había abierto camino, equiparándose alos huskies en fortaleza, coraje e ingenio. Además era un perrodominante, y el hecho de que el garrote del hombre del jersey rojole hubiera matado toda señal de ciega temeridad y precipitación enel deseo de dominio, lo hacía doblemente peligroso. Era sobre todoastuto y capaz de aguardar el momento oportuno con una pacienciaque era, precisamente, primitiva.

El enfrentamiento por el liderazgo era inevitable. Buck lodeseaba. Lo deseaba porque así se lo pedía su naturaleza, porque sehabía apoderado de él ese indescriptible e incomprensible orgullodel sendero y el arnés, un orgullo que sostiene a esos perros en suesfuerzo hasta el último aliento, que los lleva a morir en el tirocon alegría y les destroza el corazón si se los excluye del equipo.Así era el orgullo de Dave como perro zaguero, el de Solleksmientras tiraba con todas sus fuerzas; el orgullo que al levantarseel campamento se apoderaba de ellos transformándolos de bestiastaciturnas, en criaturas esforzadas, entusiastas y ambiciosas; elorgullo que los espoleaba el día entero y por la noche losabandonaba en los límites del campamento, dejándolos caer en eldesasosiego y el descontento más sombríos. Era la arrogancia quemovía a Spitz y lo llevaba a castigar a los perros del tiro quemetían la pata o se escaqueaban durante la marcha o se escondíanpor la mañana a la hora de ser amarrados a los arneses. Eraprecisamente ese orgullo lo que hacía que temiese a Buck comoposible perro guía. Y ése era también el orgullo de Buck.

Buck amenazaba abiertamente el liderazgo de Spitz. Se interponíaentre él y los holgazanes a quienes Spitz habría castigado. Y lohacía a proposito. Una noche hubo una gran nevada y, por la mañana,Pike, el que acostumbraba a escaquearse, no se presentó. Estababien oculto en su refugio bajo un palmo de nieve. François lo llamóy lo buscó inútilmente. Spitz estaba ciego de rabia. Recorríafurioso el campamento, olfateando y escarbando en todos los lugaressospechosos y gruñendo de un modo tan espantoso que Pike lo oía ytemblaba en su escondite.

Cuando por fin lo descubrieron y Spitz se abalanzó hacia él paracastigarlo, Buck, con el mismo ímpetu, se atravesó entre los dos.Fue algo tan inesperado y ejecutado con tal precisión, que Spitz,empujado hacia atrás, perdió el equilibrio. Alentado ante aquellaabierta rebelión, Pike, que había estado temblando de un modoabyecto, saltó sobre el líder caído. Buck, para quien el juegolimpio era una norma relegada al olvido, se precipitó también sobreSpitz. Pero François, que aunque divertido por el incidente erainflexible a la hora de administrar justicia, descargó el látigocon todas sus fuerzas sobre Buck. Como ni con esto logró apartarlode su postrado enemigo, recurrió al mango del látigo.Semiinconsciente por el golpe, Buck cayó hacia atrás y recibióreiterados latigazos, mientras Spitz propinaba una buena paliza alreincidente Pike.

Durante los días que siguieron, a medida que se iban acercando aDawson, Buck continuó interponiéndose entre Spitz y lostransgresores, pero lo hacía con astucia, cuando François no andabapor allí. Con el encubierto amotinamiento de Buck, surgió y fueaumentando una insubordinación general. Dave y Sol-lekspermanecieron al margen, pero el resto del tiro iba de mal en peor.Las cosas ya no funcionaban como debían. Se producían peleas ycrispaciones continuas. Había siempre un conflicto en gestación, yen su origen estaba Buck. François permanecía atento, pues temía lalucha a muerte que tarde o temprano había de tener lugar entre losdos perros; y más de una noche, el ruido de una riña lo hizo salirde su saco de dormir, temeroso de que fueran Buck y Spitz los quese hubieran enzarzado.

Pero la oportunidad no se presentó, y así, una tarde grisllegaron a Dawson con la gran pelea todavía pendiente. Había allímultitud de hombres e incontables perros, a todos los cuales Buckencontró trabajando. Al parecer, el que los perros trabajasenpertenecía al orden natural de las cosas. En largas traíllas se losveía pasar en ambas direcciones por la calle principal durante todoel día, y, de noche, sus campanillas continuaban aún tintineando.Transportaban la leña, así como troncos para la construcción decabañas, acarreaban materiales a las minas y realizaban todosaquellos trabajos que en Santa Clara correspondían a los caballos.Buck encontró ocasionalmente algún perro sureño, pero la granmayoría eran mezcla de husky y de lobo. Todas las noches,regularmente (a las nueve, a las doce, a las tres), elevaban uncanto nocturno, una especie de extraña y sobrecogedora sinfonía ala que Buck se incorporaba con deleite.

Con la aurora boreal vibrando fríamente en el cielo o con lasestrellas brincando su gélida danza y la tierra aterida bajo elmanto nevado, aquel canto de los huskies parecía ser un desafío ala vida, pero en ese tono menor, entre larguísimos aullidosquejumbrosos, era más bien una súplica, una queja manifiesta por elduro trabajo de existir. Era una canción antigua, tan antigua comola raza misma, una de las primeras canciones de un mundo más joven,de un tiempo en que todas las canciones eran tristes. Elsufrimiento de innumerables generaciones impregnaba aquel lamentoque tan extrañamente conmovía a Buck. Cuando aullaba y gruñía, lohacía con el dolor de vivir de sus remotos antepasados salvajes, ycon el mismo miedo y misterio del frío y la oscuridad que fueronantaño su miedo y su misterio. Y esa conmoción de su ser marcaba elfinal del proceso que lo había hecho retroceder a través de épocasenteras de calor y cobijo hasta los crudos orígenes de la vida enla era del aullido.

A los siete días de la llegada a Dawson ya estaban bajando porel empinado talud junto a los Barracks para enfilar la Yukon Trailen dirección a Dyea y Salt Water. Perrault era portador dedespachos más urgentes, si cabe, que los que había traído; además,se había apoderado de él un orgullo profesional que lo incitaba abatir las marcas de velocidad del año. Varios aspectos le eranfavorables. La semana de descanso había servido para que los perrosse recuperasen y estuviesen en perfecto estado. La senda abiertapor ellos a campo traviesa había sido después consolidada por otrosviajeros. Y por último, la policía había instalado en dos o treslugares depósitos de comida para los hombres y los perros, de modoque podían viajar con muy poco peso.

El primer día cubrieron el trayecto de cien kilómetros hastaSixty Mile; y el segundo los encontró avanzando a toda velocidadpor el Yukon, camino de Pelly. Pero tan espléndida marcha no selogró sin que François tuviera que afrontar grandes dificultades ycontrariedades diversas. La insidiosa revuelta liderada por Buckhabía destruido la solidaridad en el tiro, que ya no era como unsolo perro en acción. El respaldo proporcionado por Buck a losrebeldes los inducía a toda clase de trastadas de poca monta. Spitzhabía dejado de ser un líder temido. Perdido el respeto temeroso,los demás perros se sentían capaces de desafiarlo. Una noche, Pike,bajo la protección de Buck, le robó la mitad de un pescado y loengulló. Otra noche, Dub y Joe le hicieron frente y lo forzaron arenunciar al castigo que merecían. Y hasta Billie, el amable, sevolvió menos amable y sus gruñidos ya no eran tan cordiales comoantes. Buck nunca se acercaba a Spitz sin gruñir ni erizar el pelo,amenazante. De hecho, se comportaba casi como un matón y le dabapor pavonearse ante las mismas narices de Spitz.

La alteración de la disciplina afectó también las relacionesentre los demás perros. Se peleaban más que nunca, hasta el puntode que a veces el campamento era un inmenso alboroto de aullidos.Sólo Dave y Sol-leks permanecían al margen, aunque con aquellasriñas permanentes se volvieron irritables. François blasfemaba ylanzaba extraños y brutales juramentos al tiempo que se tiraba delos pelos y daba furiosas e inútiles patadas a la nieve que cubríael suelo. Su látigo resollaba continuamente entre los perros, perono servía de mucho. En cuanto volvía la espalda, se agarraban otravez. Con el látigo respaldaba a Spitz, mientras que Buck estaba departe del resto del equipo. François sabía que era el que estabadetrás de todo aquello, y Buck sabía que lo sabía, pero erademasiado listo para dejarse sorprender. Trabajaba con ahínco, puesel trabajo se le había convertido en un placer; pero un placer aúnmayor era provocar arteramente una pelea entre sus compañeros queacababa enmarañando las riendas.

En la desembocadura del Tahkeena, una noche después de comer,Dub avistó un conejo-raqueta, calculó mal y se le escapó. Unsegundo después, el equipo entero corría con ansia tras él. A pocasyardas de distancia había un campamento de la policía territorial,con cincuenta perros, todos ellos huskies que se incorporaron a lacacería. El conejo se alejó por el río a toda velocidad, loabandonó para internarse en un pequeño afluente sobre cuyo lechohelado continuó corriendo a un ritmo constante. Corría ágilmentesobre la superficie nevada mientras los perros se abrían camino condificultad empleándose a fondo. Buck iba a la cabeza de la jauríade sesenta canes, cogiendo curva tras curva, pero sin obtenerventaja alguna. Iba casi a ras del suelo, gimiendo de impaciencia,con el espléndido cuerpo adelantando, salto a salto, bajo la tenuey blanca luz de la luna. Y, palmo a palmo, como un blanquecinoespectro glacial, el centelleante conejo se mantenía pordelante.

Esa agitación de ancestrales instintos que en determinadasépocas lleva a los hombres a salir de las bulliciosas ciudades ydirigirse a los bosques y planicies para matar seres vivos conperdigones impulsados químicamente; esa sed de sangre, ese placerde matar: todo ello estaba actuando en Buck, aunque de formainfinitamente más intensa. Marchaba a la cabeza de la jauría,extenuando a aquel animal silvestre, la carne viviente, para matarcon sus propios dientes y mojarse el hocico hasta los ojos con lasangre tibia.

Hay un momento de éxtasis que marca la culminación de unaexistencia y más allá del cual ésta ya no puede elevarse. Y laparadoja existencial consiste en que, pese a sobrevenirle cuandomás vivo está el sujeto, le llega cuando ha olvidado por completoque lo está. Este éxtasis, esta inconsciencia de estar vivo, leocurre al artista., absorbido y enajenado por una intensa pasión;al soldado que, poseído de bélico ardor en un campamento sitiado,se niega a rendirse; y le sobrevino a Buck mientras iba al frentede la jauría emitiendo el inmemorial aullido del lobo, esforzándoseal límite de sus fuerzas por atrapar aquel alimento que estaba vivoy huía a toda velocidad, iluminado por la luna. Estaba sondeandolas profundidades de su naturaleza y de aquellos elementos de sunaturaleza que surgían de honduras más profundas, que se remontabana las entrañas del tiempo. Prevalecía en él la pura irrupción de lavida, la marea de existir, el perfecto goce de cada músculo, decada articulación y de cada uno de sus tendones, por el hecho deque todo esto era la otra cara de la muerte, delirio y desenfrenoexpresado en el movimiento, en la carrera exultante bajo lasestrellas y sobre aquella superficie de materia inerte.

Pero Spitz, frío y calculador hasta en los momentos de mayorexaltación, se separó de la jauría y se desvió a través de unaangosta franja de terreno donde el afluente trazaba una extensacurva. Buck no se enteró y, al describir él mismo la curva conaquel blanquecino espectro glacial lanzado por delante, vio queotro espectro, más grande aún, daba un salto desde la elevadaorilla e interceptaba el paso del conejo. Era Spitz. El conejo nopodía retroceder y, cuando los blancos dientes le partieron elespinazo en mitad de un brinco, soltó un chillido tan agudo como elde un hombre herido. Ante aquel sonido, el grito de la Vida que seprecipita desde la cúspide en las garras de la Muerte, de la jauríaentera que seguía a Buck se elevó un satánico aullido colectivo deplacer.

Buck no aulló. Lejos de detenerse, se abalanzó sobre Spitz, quelo esperó de costado, con tal ímpetu que no le atinó a la garganta.Rodaron juntos sobre la nieve en polvo. Spitz se levantó como si nohubiese sido derribado, mordió a Buck en el hombro y se apartó deun salto. En dos ocasiones resonaron las mandíbulas como el acerode un cepo, mientras se alejaba para afianzar las patas, gruñendo yfrunciendo los delgados labios para mostrar los dientes.

Buck lo supo al instante. Había llegado el momento. Iba a ser amuerte. Mientras giraban en círculos, gruñendo, con las orejasgachas, intensamente atentos a una posible ventaja, Buck tuvo lasensación de que la escena le era conocida. Le pareció que lorecordaba todo: los blancos bosques y el terreno, el resplandor dela luna y la excitación del combate inminente. Sobre la blancura yel silencio pendía una calma irreal. No soplaba la menor brisa,nada se movía, no temblaba una hoja, el aliento de los perros seelevaba morosamente por el aire helado. Aquellos perros que no eransino lobos apenas domesticados habían dado cuenta del conejo yahora formaban un círculo expectante. También ellos participabandel silencio y sólo eran perceptibles el destello de los ojos y elaliento disperso que ascendía con lentitud. A Buck aquella escenaancestral no le resultó nueva ni extraña. Como si siempre hubieraexistido, como si fuera normal y consuetudinaria.

Spitz era un luchador experimentado. Desde Spitzberg, por todoel Ártico y a través de Canadá y los Barren, se había hecho valerfrente a toda clase de perros y había sabido imponer suascendiente. La suya era una furia implacable, pero jamás ciega.Incluso poseído por la pasión por despedazar y destruir, en ningúnmomento olvidaba que su contrario sentía la misma pasión. Nuncaembestía hasta estar preparado para recibir una acometida; jamásatacaba hasta haber afianzado el ataque.

En vano se esforzaba Buck en clavar los dientes en el pescuezodel gran perro blanco. Siempre que sus colmillos procuraban atacaruna zona blanda, se encontraban con los colmillos de Spitz.Chocaban los colmillos, sangraban los cortes en los labios, sin queBuck consiguiera abrir un resquicio en la defensa de su enemigo.Entonces se enardeció y envolvió a Spitz en un torbellino deataques. Una y otra vez intentó morderle la garganta, en donde lavida burbujea próxima a la superficie, y cada vez Spitz le dio unadentellada y él se apartó. A continuación, Buck optó por amagar unataque a la garganta y, súbitamente, echar la cabeza hacia atrásefectuando al mismo tiempo un giro lateral, embistiendo con elhombro a modo de ariete el hombro de Spitz, con objeto dederribarlo. Pero en lugar de eso recibió cada vez una dentellada deSpitz en el hombro en el momento en que este último se apartabadando un ágil brinco.

Spitz seguía indemne, mientras que Buck sangraba en abundancia yjadeaba. La lucha era desesperada. Y el lobuno círculo silenciosode perros continuaba aguardando para acabar con el que resultasederrotado. Cuando Buck se fue quedando sin resuello, Spitz sededicó a atacarlo y lo obligó a hacer esfuerzos para no perder elequilibrio. Buck cayó al suelo una vez, y el círculo de sesentaperros se dispuso a avanzar; pero él se recuperó, casi al momento,y el círculo desistió y reanudó la espera.

Pero Buck tenía una cualidad que suplía la corpulencia, y era laimaginación. Luchaba por instinto, pero también era capaz de pelearcon raciocinio. Atacó como si intentase el anterior truco delhombro, pero en el último instante se agachó sobre la nieve y susdientes apresaron la pata delantera izquierda de Spitz. Hubo uncrujido de hueso que se quiebra, y el perro blanco le hizo frentecon tres patas. Por tres veces intentó Buck derribarlo, y despuésrepitió el último truco y le quebró a Spitz la otra pata delantera.Éste, pese al dolor y a su precario estado, luchó desesperadamentepor mantenerse en pie. Veía que el círculo silencioso, del que seelevaba el vaho plateado de las respiraciones, se aproximaba a élcon los ojos brillantes y la lengua afuera, tal y como había vistoen el pasado círculos similares cercando a adversariosvencidos.

Ya no había esperanza para él. La misericordia era algoreservado a climas más benignos. Buck, inexorable, maniobró paraemprender el ataque final. El círculo se había apretado hasta talpunto que él podía sentir la respiración de los huskies. Los veía,más allá de Spitz y a cada lado, medio agazapados para dar el saltoy con los ojos fijos en el otro. Hubo un momento de pausa. Todoslos animales permanecían inmóviles, como petrificados. ÚnicamenteSpitz se estremecía y se erizaba oscilando hacia adelante y haciaatrás, con un horrible gruñido amenazador, como para ahuyentar conél la muerte inminente. Entonces Buck atacó y reculó enseguida;pero con el primer salto los hombros chocaron de lleno. El oscurocírculo se convirtió sobre la nieve iluminada por la luna en undenso y único punto en el que Spitz desapareció. Buck observaba laescena de pie. Era el orgulloso vencedor, la primitiva bestiadominante que ha descubierto la satisfacción en la destrucción desu presa.

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