Por el amor de un hombre
Cuando en el pasado mes de diciembre a John Thornton se lecongelaron los pies, sus socios lo dejaron bien instalado para quese recuperase y se fueron río arriba en busca de una balsa detroncos a Dawson. Todavía cojeaba un poco cuando rescató a Buck,pero con la llegada del buen tiempo se recuperó por completo. Y fueallí donde Buck, tumbado a la orilla del río durante los largosdías de primavera, contemplando el discurrir del agua, escuchandoperezosamente los trinos de los pájaros y el murmullo de lanaturaleza, fue recobrando gradualmente las energías.
Un descanso viene muy bien después de haber viajado cinco milquinientos kilómetros, y hay que admitir que Buck se volvióholgazán mientras las heridas cicatrizaban, recobraba lamusculatura y la carne volvía a cubrirle los huesos. La verdad esque todos (Buck, John Thornton, Skeet y Nig) se dieron la gran vidamientras aguardaban el retorno de la balsa que debía llevarlos aDawson. Skeet era una perrita setter que de entrada quiso hacermigas con Buck y, a cuyos avances, Buck, casi moribundo entonces,no estuvo en condiciones de oponerse. Tenía ese rasgo protector enexceso que distingue a algunos perros; y del mismo modo que unagata limpia a sus gatitos, lamía y limpiaba las heridas de Buck.Todas las mañanas, en cuanto Buck termina ba el desayuno, seentregaba a su tarea, y Buck acabó por esperar sus atenciones tantocomo las de Thornton. Nig, igualmente afable, aunque lo demostrabamenos, era un enorme perro negro, mitad sabueso, mitad lebrel, conojos que reían y un inagotable buen talante.
Para sorpresa de Buck, ninguno de los dos perros tuvo celos deél. Parecían compartir la bondad y generosidad de John Thornton. Amedida que Buck iba recobrando las fuerzas, le proponían toda clasede juegos absurdos, en los que el propio John Thornton tomabaparte; y así, retozando alegremente, pasó Buck su convalecencia yentró en una nueva vida. El amor, un genuino amor apasionado, loinvadió por vez primera. No lo había sentido nunca en la casa deljuez Miller, allá en el soleado valle de Santa Clara. Cazaba ypaseaba con los hijos del juez y mantenía con ellos una relaciónfuncional; con los nietos, una especie de pretenciosa tutela, y conel propio juez, una digna y respetable amistad. Pero el amor hechode fiebre y fuego, que es adoración y locura, sólo lo había sentidocuando apareció John Thornton.
Era el hombre que le había salvado la vida, lo que no era poco,pero además, era el amo ideal. Otros hombres se ocupaban de susperros por sentido del deber y por conveniencia; pero éste lo hacíacomo si fueran sus propios hijos, porque le salía del alma. Y másaún. Nunca dejaba de saludarlos con dulzura o de dirigirles unapalabra de aliento, y cuando se sentaba a hablar con ellos (a«charlar», como él decía) era tan gratificante para él como parasus animales. Solía agarrar con fuerza la cabeza de Buck entre lasmanos y apoyar en ella la suya, y lo zarandeaba en el suelomientras le decía improperios que a Buck le sonaban como palabrasde amor. Para Buck nada era comparable con aquel rudo abrazo y conla música de aquel murmullo de groserías, y era tal el éxtasis quealcanzaba con esos movimientos a un lado y al otro que el corazónparecía que iba a salírsele del cuerpo. Y cuando, una vez suelto,se ponía en pie de un salto, con el hocico sonriente, la miradaexpresiva y el cuello palpitante de sonidos no articulados y sequedaba inmóvil en aquella postura, John Thornton exclamaba conadmiración:
-¡Válgame Dios!: ¡si casi estás hablando!
Uno de los procedimientos que tenía Buck para expresar el amorparecía una agresión. Cogía la mano de Thornton con la boca yapretaba tan fuertemente que la marca de sus dientes en la carneduraba un buen rato. Y del mismo modo que para Buck lasobscenidades eran palabras de amor, el hombre comprendía que aquelmordisco era una caricia.
Pero, en general, el amor de Buck se expresaba en idolatría.Aunque se volvía loco de contento cuando Thornton lo tocaba o lehablaba, nunca mendigaba cariño. A diferencia de Skeet, queacostumbraba a meter el hocico bajo la mano de Thornton y moverlocon insistencia hasta recibir la caricia, o de Nig, que se acercabaen silencio y ponía la gran cabeza sobre sus rodillas, Buck seconformaba con adorarlo a distancia. Pasaba horas tumbado, alerta,atento, a los pies de Thornton, mirándole el rostro, concentrado enél, estudiándolo, fijándose con profundo interés en cada gesto, encada movimiento o cambio de expresión. O a veces, tumbado máslejos, a un lado o detrás de Thornton, observaba su silueta y losmovimientos de su cuerpo. Y con frecuencia, tal era la comunión enla que vivían, la intensidad -de su mirada hacía que John Thorntonvolviera la cabeza y se la devolviera sin palabras, con un brillode amor en los ojos que encendía el corazón de Buck.
Al principio y durante mucho tiempo no le gustaba perder aThornton de vista. Desde el momento en que salía de la tienda yhasta que volvía a entrar en ella, Buck lo seguía pisándole lostalones. Los cambios de amo que había vivido desde su llegada a lastierras del norte le habían infundido el temor de que ninguno seríapara siempre. Tenía miedo de que Thornton fuera a desaparecer de suvida igual que habían desaparecido Perrault, François y el mestizoescocés. Hasta de noche, en sueños, lo acosaba ese temor. Entoncesse sacudía el sueño y se acercaba sigilosamente bajo el intensofrío a la entrada de la tienda, donde se detenía a escuchar larespiración de su amo.
Pero a pesar del gran amor que sentía por John Thornton, un amorque parecía revelar la leve influencia civilizadora, el empuje delo primitivo que el norte había despertado en él, permanecía vivo yactivo. Tenía la fidelidad y la devoción nacidas al amparo delfuego y del techo, pero había conservado la ferocidad y la astucia.Buck era esencialmente un animal salvaje que dejaba de lado sunaturaleza para echarse junto al fuego de John Thornton, y no unperro de las templadas tierras del sur, marcado por generaciones decivilización. Debido a su grandísimo amor por aquel hombre, eraincapaz de robarle, aunque no vacilaba un instante si se trataba deotro hombre, y de otro campamento. Y lo hacía con tanta astucia quejamás era descubierto.
Llevaba en la cara y en el cuerpo las marcas de dentelladas demuchos perros, y peleaba con la fiereza de siempre y con una mayorsagacidad. Skeet y Nig eran demasiado tranquilos para buscarcamorra y, además, pertenecían a John Thornton; pero cualquierperro forastero, fueran cuales fuesen su raza y su valor, reconocíaal instante la autoridad de Buck o de lo contrario se encontrabaluchando por su vida contra un terrible antagonista. Buck eradespiadado. Había aprendido bien la ley del garrote y el colmillo yjamás renunciaba a una ventaja ni se echaba atrás ante un enemigoal que hubiera puesto en camino hacia la muerte. Con Spitz y conlos más fieros perros de la policía y del correo había aprendidoque no hay término medio: -vencer o ser vencido. La compasión erauna debilidad. La compasión no existía en la vida primitiva. Se laconfundía con el miedo, y estas confusiones conducían a la muerte.Matar o morir, comer o ser devorado, ésa era la ley; y era unmandato que surgía de las profundidades del tiempo y al que élobedecía.
Buck era más viejo que los días que había vivido y las veces quehabía respirado. Era un eslabón entre el presente y el pasado, y laeternidad que lo precedía palpitaba en él con ritmo poderoso, comoel de las mareas y las estaciones. Echado junto al fuego de JohnThornton, era un perro de amplio pecho, blancos colmillos y largopelaje; pero detrás de él habitaban los espíritus de toda clase deperros, medio lobos y lobos salvajes, dominadores y provocadores,que probaban el sabor de la carne que él comía, del agua que élbebía, que husmeaban con él el viento, que escuchaban con él ydescubrían los sonidos de la vida salvaje en el bosque, queinspiraban su estado de ánimo, determinaban sus actos, se tumbabana dormir con él cuando él lo hacía y soñaban con él y más allá deél, convirtiéndose en materia de sus sueños.
Tan perentoria era la llamada de aquellas almas que día a día elser humano y sus reclamos se volvían más distantes. Una llamadaresonaba en lo profundo del bosque y, cada vez que la oía,misteriosa, emotiva y atrayente, se sentía empujado a volver laespalda al fuego y a la tierra hollada a su alrededor parasumergirse en la espesura y seguir adelante, sin saber hacia dóndeni por qué, ni preguntárselo siquiera, tan imperativa era lallamada de las profundidades del bosque. Pero en cuanto llegaba ala suave tierra virgen y a la sombra de los árboles, el amor porJohn Thornton lo atraía de nuevo hacia el fuego.
Sólo Thornton lo retenía. El resto de la humanidad no existía.Si algún viajero de paso lo elogiaba o le hacía caricias, él lorecibía con frialdad, y si otro le mostraba demasiado interés, selevantaba y se iba. Cuando los socios de Thornton, Hans y Pete,llegaron por fin en la tan esperada balsa, Buck rehusó prestarlesatención hasta que se dio cuenta de la estrecha relación que teníancon su amo; a partir de entonces los toleró de una forma, digamos,pasiva, aceptando sus atenciones como si les hiciera un favor. Erantan corpulentos como Thornton, vivían con los pies en la tierra,eran sencillos de pensamiento y discernían con claridad. No habíanacabado de maniobrar aún para amarrar la balsa al embarcadero deDawson, que ya conocían el modo de ser de Buck y no aspiraban atener con él la relación de intimidad que sí tenían con Skeet y conNig.
En cambio, el amor de Buck por Thornton aumentaba cada día. Enlos viajes de verano, era el único hombre al que le dejaba cargarun fardo sobre su lomo. Nada era demasiado para Buck si Thornton selo ordenaba. Un día (se habían abastecido con la recaudación de labalsa y habían salido de Dawson en dirección al nacimiento delTanana), hombres y perros se encontraban en lo alto de undespeñadero que caía en vertical sobre un lecho de rocas desnudassituado a casi cien metros más abajo. John Thornton se habíasentado cerca del borde con Buck junto a él. Un capricho insensatose apoderó del hombre, que reclamó la atención de Hans y de Petepara que vieran lo que se le había ocurrido.
-¡Salta, Buck! -ordenó, señalando la sima con un brazo. Uninstante después estaba forcejeando con el animal al filo delabismo, mientras Hans y Pete tiraban de ambos para ponerlos asalvo.
-Asombroso -dijo Pete, cuando todo hubo terminado y hubieronrecobrado el habla. Thornton meneó la cabeza.
-No, es fenomenal y terrible a la vez. ¿Sabéis?, la verdad esque a veces me asusta.
-No quisiera estar en la piel del tipo que te pusiera una manoencima estando él presente -manifestó Pete, señalando a Buck con lacabeza.
-¡Caray! -fue la contribución de Hans-. Ni a mí tampoco. .
Fue en Circle City, antes de que acabara el año, donde loshechos dieron razón a los temores de Pete el Negro Burton, unindividuo malhumora do y pendenciero, había iniciado una riña conun forastero en un bar, cuando Thornton se interpuso entre ambos.Buck, según su costumbre, estaba echado en un rincón, con la cabezasobre las patas, atento a cada movimiento de su amo. Burton, sinavisar, le soltó un puñetazo directo. Thornton salió despedidogirando sobre sí mismo y sólo se salvó de la caída porque se agarróa la barra del bar. Los que miraban la escena oyeron algo que nofue ladrido ni un gruñido, sino más bien un rugido, y vieron que,desde el suelo, el cuerpo de Buck saltaba por los aires hacia lagarganta de Burton. El hombre salvó la vida alzando instintivamenteel brazo, pero cayó de espaldas con Buck encima. El perro aflojó ladentellada del brazo para buscar nuevamente la garganta. Esta vezel hombre sólo consiguió bloquear parcialmente el ataque y sufrióun desgarro en el cuello. Entonces la concurrencia se abalanzósobre Buck, apartándolo; pero mientras un médico controlaba lahemorragia, él permaneció al acecho, gruñendo con furia, intentandoatacar y forzado a retroceder ante el despliegue de garrotes.Enseguida se reunió una «asamblea de mineros», que decidió que elperro había sido provocado y lo exculpó. Pero su reputación estabaservida, y desde aquel día su nombre corrió de boca en boca portodos los campamentos de Alaska.
Más tarde, en otoño de aquel año, salvó la vida de John Thorntonde una forma completamente distinta. Los tres socios estabanconduciendo una larga y angosta canoa por un difícil tramo derápidos del Forty Mile. Hans y Pete se desplazaban por la orillamanteniéndola controlada con una cuerda de cáñamo que amarraban aun árbol y después a otro, mientras Thornton, que estaba en laembarcación, dirigía el descenso con la ayuda de una pértiga ygritando instrucciones a los socios. Buck, desde la orilla, ansiosoy preocupado, se mantenía a la misma altura que la canoa sin perderde vista a su amo.
En un punto especialmente peligroso, donde había una roca queasomaba por la superficie del agua, Hans liberó la cuerda y,mientras Thornton empujaba con la pértiga la embarcación hacia elcentro de la corriente, él corría por la orilla con el extremo delcabo en la mano dispuesto a frenar la canoa una vez que hubieradejado atrás la roca. Pero, tras superar el escollo, la canoa sedeslizó aguas abajo llevada por una corriente tan rápida como lapresa de un molino, y entonces Hans la frenó con la cuerda, perofue demasiado brusco. La embarcación se tambaleó y volcó sobre laorilla, mientras Thornton, despedido por el impulso, era arrastradopor la corriente hacia la parte más peligrosa de los rápidos, untramo de aguas turbulentas en la que ningún nadador podríasobrevivir.
Buck había saltado al agua al instante; y tras cubrir unosdoscientos cincuenta kilómetros, dio alcance a Thornton envuelto enun furioso torbellino. Cuando sintió que el hombre se agarraba desu cola, Buck se dirigió a nado a la orilla, desplegando suformidable energía. Pero el avance hacia la margen era lento, y lacorriente, increíblemente rápida. Desde un poco más lejos llegabael ominoso estruendo del lugar donde la corriente cobraba másímpetu y saltaba convertida en remolinos y espuma por las rocas quela hendían como los dientes de un inmenso peine. La fuerza dearrastre del agua en el último tramo donde comenzaba a precipitarseera tremenda, y Thornton sabía que arrimarse a la orilla eraimposible. Rozó una roca manoteando con furia, se magulló al pasarsobre otra y se dio violentamente contra una tercera. Se aferró conambas manos a la superficie resbaladiza y, soltando a Buck, legritó, por encima del estruendo de la agitada corriente:
-¡Vete a la orilla, Buck! ¡Vete!…
A Buck le fue imposible detenerse, barrido río abajo por lacorriente, y luchó con todas sus fuerzas sin conseguir volver. Aloír la reiterada orden de Thornton se irguió parcialmente fuera delagua, alzando cuanto pudo la cabeza como para lanzar una últimamirada, tras lo cual giró obedientemente hacia la orilla. Nadó conpotencia y fue arrastrado fuera por Hans y Pete precisamente en elpunto donde ya no se podía nadar y el final era ineluctable.
Sabiendo que el tiempo que un hombre era capaz de aguantaraferrado a una roca resbaladiza en medio de una corriente impetuosacomo aquélla era cuestión de minutos, los dos hombres fueroncorriendo por la orilla hasta un lugar situado bastante más arribade donde estaba Thornton. Ataron la cuerda con la que habían estadocontrolando la canoa al cuello y los hombros de Buck, con cuidadode no estrangularlo ni impedirle nadar, y lo arrimaron al agua. Else lanzó con audacia a la corriente, pero no en líneasuficientemente recta. Descubrió el error demasiado tarde, cuandoestuvo a la altura de Thornton y a apenas media docena de brazadasde distancia, y fue irremisiblemente arrastrado por lacorriente.
Hans se apresuró a sujetarlo con la cuerda, como si Buck fuerauna embarcación. Con la cuerda así tensada y el ímpetu de lacorriente, el tirón hundió a Buck bajo la superficie y bajo lasuperficie permaneció hasta que su cuerpo golpeó contra la orilla ylo sacaron del agua. Estaba medio ahogado, y Hans y Pete searrojaron sobre él, haciéndole tragar aire y vomitar el agua. Sepuso de pie tambaleándose y se fue al suelo. Hasta ellos llegó ladébil voz de Thornton y, aunque no entendieron las palabras, sedieron cuenta de que ya no podía resistir más. Pero la voz de suamo actuó sobre Buck como una descarga eléctrica. Se levantó de unsalto y salió corriendo por la orilla delante de los dos hombres,que se dirigían al punto donde antes se había lanzado. Le ataronotra vez la cuerda y de nuevo lo metieron en el agua; él saliónadando, pero esta vez directamente hacia el centro de lacorriente. Había calculado mal en la ocasión anterior, pero no loharía mal una segunda vez. Hans fue soltando cuerda despacio sinpermitir que se aflojara, mientras Pete se ocupaba de que no seenredase. Buck esperó a estar alineado con la posición de Thornton;entonces giró y empezó a desplazarse hacia él a la velocidad de untren expreso. Thornton lo vio venir y, en el momento en que Buck seprecipitaba sobre él como un ariete empujado por la fuerza de lacorriente, se irguió y se abrazó con ambos brazos al lanudo cuellodel perro. Hans amarró la cuerda al tronco de un árbol y, con eltirón, Buck y Thornton se hundieron bajo el agua. Sofocados yjadeantes, a veces uno encima y a veces el otro, arrastrándosesobre el fondo desigual, chocando con pedruscos y ramas, viraronhacia la orilla.
Thornton volvió en sí boca abajo, mientras Hans y Pete lo hacíanrodar enérgicamente hacia adelante y hacia atrás sobre un troncotraído por la corriente. Su primera mirada fue para Buck, sobrecuyo cuerpo laxo y aparentemente sin vida aullaba Nig, mientrasSkeet le lamía la cara mojada y los ojos cerrados. Aunque magulladoy maltrecho, examinó con cuidado el cuerpo de Buck una vez que esterecobró el sentido y le encontró tres costillas rotas.
-Está decidido -anunció-. Acamparemos aquí mismo. Y así lohicieron, hasta que las costillas de Buck acabaron de soldarse yestuvo en condiciones de viajar.
Aquel invierno en Dawson, Buck llevó a cabo otra hazaña, no tanheroica quizá, pero que hizo ascender muchas muescas su nombre enel tótem de la fama, en Alaska. Fue una proeza especialmentesatisfactoria para los tres hombres, que carecían de equipo y lespermitió realizar el viaje al este virgen, donde aún no habíanaparecido los mineros. Surgió de una conversación en la barra delEldorado Saloon, donde los hombres alardeaban de las cualidades desus perros. Por sus antecedentes, Buck era el objetivo de aquelloshombres, y Thornton tuvo que defenderlo. Había transcurrido mediahora cuando un hombre afirmó que su perro era capaz de arrancar untrineo con doscientos kilos y seguir tirando de él; otro se jactóde que el suyo lo arrancaba con doscientos cincuenta; y un tercerocon trescientos kilos.
-¡Bah ! -dijo John Thornton-. Buck puede hacerlo conquinientos.
-¿Y arrancarlo del hielo y andar con él cien metros? -preguntóMatthewson, un minero enriquecido, el que se había jactado de lostrescientos kilos.
-Desprenderlo y arrastrarlo cien metros -dijo fríamenteThornton.
-Bien -dijo Matthewson, lenta y deliberadamente para que todospudieran oírlo-. Yo apuesto mil dólares a que no. Y aquí están. -Ydiciendo esto, arrojó sobre el mostrador un saquito de oro en polvodel tamaño de una salchicha.
Nadie habló. El farol, si es que lo era, había tenido respuesta.Thornton sintió que una tibia oleada de sangre le asomaba alrostro. La lengua le había jugado una mala pasada. Él no sabía siBuck era capaz de arrancar quinientos kilos de peso. ¡Mediatonelada! Aquella enormidad lo consternó. Tenía una gran fe en lafuerza de Buck y muchas veces había pensado que sería capaz dearrancar el trineo con una carga así, pero nunca, como en aquelmomento, se había enfrentado a la posibilidad real, con los ojos deuna docena de hombres fijos en él, en silenciosa espera. Además, notenía los mil dólares, ni los tenían Hans y Pete.
-Tengo ahí fuera un trineo cargado con veinte sacos deveinticinco kilos de harina cada uno -prosiguió Matthewson,apremiante-; así que no hay ningún problema.
Thornton no replicó. No sabía qué decir. Paseó la mirada de unrostro a otro, con la expresión ausente de quien ha perdido lacapacidad de pensar y busca en alguna parte el elemento que vuelvaa ponerla en marcha. El rostro de Jim OTrien, un rico minero yantiguo camarada, atrajo su mirada. Fue como una señal que loimpulsó a hacer algo que jamás habría imaginado que podríahacer.
-¿Puedes dejarme mil dólares? -preguntó, casi en un susurro.
-Claro -contestó O'Brien, y puso un voluminoso saquito al ladodel de Matthewson-. Aunque tengo escasa fe, John, en que el animallo consiga.
El Eldorado arrojó a sus parroquianos a la calle para presenciarla prueba. Las mesas quedaron desiertas, y los traficantes y loscazadores se acer caron a ver el resultado de la apuesta y a hacerlas suyas. Varios centenares de hombres, con abrigo y guantes depiel, rodearon el trineo a prudente distancia. El trineo deMatthewson, cargado con quinientos kilos de harina, llevaba un parde horas detenido, y bajo el intenso frío (más de quince gradosbajo cero), los patines congelados se habían incrustado en la nievecompacta. Hubo apuestas de dos contra uno a que Buck no lograríamoverlo. Se inició una discusión acerca del término «arrancar».OTrien sostuvo que Thornton tenía derecho a liberar los patinespara que Buck «arrancara» el trineo. Matthewson insistió en que«arrancar» incluía liberar los patines de las heladas garras de lanieve. La mayoría de los que habían sido testigos de la apuestainicial se pusieron a favor de Matthewson, con lo cual las apuestassubieron en contra de Buck a razón de tres a uno.
No hubo quien se arriesgase. Nadie lo creía capaz de tal hazaña.Thornton se había visto apremiado, con grandes dudas, a aceptar eldesafío; y ahora, frente a la realidad material del trineo, con elequipo habitual de diez perros acurrucados en la nieve, la tarea leparecía más imposible aún. Matthewson estaba exultante.
-¡Tres a uno! -proclamó-. Apuesto otros mil, Thornton. ¿Qué medice?
Thornton tenía la duda pintada claramente en el semblante, peroaquello despertó su espíritu de lucha, el que hace crecer al hombreante las difi cultades, le impide aceptar lo imposible y lo hacesordo a todo lo que no sea el clamor de la batalla. Llamó a Hans ya Peter. Los recursos de ambos eran exiguos y, sumándolos a lossuyos, los tres socios apenas pudieron reunir doscientos dólares.Aunque aquella cantidad constituía el total de su capital, novacilaron en depositarla junto a los seiscientos dólares deMatthewson.
Desengancharon a los diez perros del tiro y sujetaron a Buck altrineo con su propio arnés. El se había contagiado de la excitaciónreinante y sentía que, de alguna forma, debía realizar algo grandepor John Thornton. Su espléndida apariencia suscitó murmullos deadmiración. Se hallaba en perfecto estado, sin un gramo de grasa, ylos sesenta kilos que pesaba eran otros tantos de coraje yfortaleza. El pelaje le brillaba con el fulgor de la seda. Sobre elcuello y los hombros, su melena se erizaba, aun si permanecíaquieto, y estaba a punto de levantarse con cada movimiento, como siun exceso de vigor dotase de vida y actividad cada uno de suspelos. El amplio pecho y las poderosas patas delanteras estaban enperfecta proporción con el resto del cuerpo, cuyos músculosresaltaban como firmes pliegues bajo la piel. Cuando unos hombrespalparon aquellos músculos y proclamaron su férrea dureza, lasapuestas bajaron a dos a uno.
-¡Aquí, señor! ¡Escuche! -tartajeó uno de los más recientesmagnates mineros-. Le doy ochocientos por él, señor, antes de laprueba, señor. Ochocientos, tal cual.
Thornton hizo un gesto de negación con la cabeza y se colocó allado de Buck.
-Tiene que alejarse del perro -protestó Matthewson-. Que actúepor sí mismo y con espacio suficiente.
La multitud guardaba silencio; sólo se oían las voces de los queen vano ofrecían apuestas de dos a uno. Todo el mundo reconocía queBuck era un animal magnífico, pero a juicio de todos veinte sacosde veinticinco kilos de harina abultaban demasiado para que seanimasen a jugarse el dinero.
Thornton se arrodilló al lado de Buck. Le cogió la cabeza conambas manos y arrimó su mejilla a la del animal. No se la sacudiójuguetonamente, como solía, ni murmuró en su oreja palabrotas deafecto, sino que susurró:
-Muéstrales cuánto que me quieres, Buck. Muéstraselo -fueron suspalabras. Buck gemía de impaciencia.
Los congregados observaban con curiosidad. El asunto tomaba unaire de misterio. Parecía un conjuro. Cuando Thornton se puso depie, Buck le cogió la mano enguantada con la boca, se la apretó conlos dientes y se la soltó lentamente, como sin ganas. Fue surespuesta, no a las palabras, sino al afecto del amo. Thornton diounos pasos atrás.
-¡Ahora, Buck! -dijo.
Buck tensó las riendas y a continuación las soltó unoscentímetros. Era así como había aprendido a hacerlo.
-¡Derecha! -resonó cortante la voz de Thornton en medio delsilencio.
Buck se inclinó a la derecha, hizo un rápido y violentomovimiento hacia adelante que tensó de nuevo las riendas, ysúbitamente detuvo el impulso de sus setenta kilos. La carga seestremeció y, de debajo de los patines, surgió un seco crujido.
-¡A la izquierda! -ordenó Thornton.
Buck repitió la maniobra, esta vez hacia la izquierda. Elcrujido se convirtió en chasquido, el trineo osciló y los patinesse movieron deslizándose unos centímetros hacia un lado. El trineose había despegado. Los hombres contenían el aliento,inconscientemente.
-Y ahora, ¡arre!
La orden de Thornton sonó como un disparo. Buck se echó haciaadelante tensando las riendas con su poderoso impulso. Todo sucuerpo se con trajo en un tremendo esfuerzo, con los protuberantesnudos de los músculos visibles bajo la piel sedosa. Con todo elpecho rozando el suelo, la cabeza baja y hacia adelante, movíafrenéticamente las patas, cuyas pezuñas iban dejando trazosparalelos sobre la nieve apelmazada. El trineo se balanceó, temblóy se deslizó ligeramente. Una pata de Buck resbaló y alguien soltóun gemido. Seguidamente el trineo avanzó como en una rápidasucesión de espasmos, aunque en realidad en ningún momento volvió aparar del todo… diez milímetros… veinte… cuarenta… Los tironesdisminuyeron a ojos vista convirtiéndose, a medida que el trineoganaba velocidad, en un movimiento uniforme.
Los espectadores recobraron el aliento y volvieron a respirarcon normalidad sin percatarse de que por un momento habían dejadode hacerlo. Thornton iba corriendo detrás, animando a Buck conpalabras de aliento. Se había medido la distancia y, según seaproximaban a la pila de leña que marcaba el fin del recorrido decien metros, empezó a surgir un creciente murmullo que explotó enun rugido cuando Buck alcanzó la meta y se detuvo a la voz de alto.Todo el mundo, incluido Matthewson, estaba entusiasmado. Volabanpor el aire guantes y sombreros. Los presentes se daban la mano,sin importarles con quién, y hablaban a gritos como en unaincoherente babel.
Thornton, por su parte, se dejó caer de rodillas junto a Buck.Con las cabezas juntas, el amo mecía la del perro a un lado y aotro. Quienes se acerca ron a ellos le oyeron decir reiteradamentepalabrotas a Buck, en un tono que era a la vez ferviente, dulce yamoroso.
-¡Aquí, señor! ¡Escuche! -farfulló el magnate minero de antes-.Le doy mil por él, señor, mil dólares, señor… mil doscientos,señor.
Thornton se puso de pie. Tenía los ojos mojados. Por susmejillas corrían sin disimulo las lágrimas.
-Señor -le dijo al magnate-, no, señor. Puede irse al demonio,señor. Es lo menos que puedo decirle, señor.
Buck cogió entre los dientes una mano de Thornton que no dejabade mecerlo. Como animados por un mismo impulso, los espectadoresretrocedieron hasta una respetuosa distancia; ninguno quería sertan indiscreto como para interrumpirlos.