La llamada de lo salvaje

La ley del garrote y el colmillo

El primer día de Buck en la playa de Dyea fue una pesadilla.Todas y cada una de las horas estuvieron llenas de conmoción ysorpresas. Lo habían arrancado de golpe del centro de lacivilización y lo habían arrojado bruscamente al corazón mismo delo primitivo. Ya no era una vida regalada acariciada por el sol,sin otra cosa que hacer que dormitar y aburrirse. Aquí no había pazni descanso ni un momento de seguridad. Todo era confusión yactividad, y no había un solo momento sin que la vida o algúnmiembro corrieran peligro. Era necesario estar siempre alertaporque aquellos perros y aquellos hombres no eran perros y hombresde ciudad. Eran todos salvajes que no conocían más ley que la delgarrote y el colmillo.

Buck nunca había visto perros que pelearan como lo hacíanaquellas fieras, y su primera experiencia le enseñó una leccióninolvidable. Es verdad que fue una experiencia en cabeza ajena,pues de otro modo no habría sobrevivido para aprovecharla. Lavíctima fue Curly. Habían acampado cerca del almacén de leña, yCurly, con su talante cordial, se acercó a un fornido husky deltamaño de un lobo adulto, aunque apenas la mitad de grande queella. No hubo advertencia previa, sólo una embestida fulminante, unchoque metálico de dientes, un retroceso igualmente veloz, y elmorro de Curly quedó abierto desde el ojo hasta la quijada.

Era la forma de pelear de los lobos, golpear y recular; perohubo algo más. Treinta o cuarenta perros esquimales se acercaronapresurados para formar un círculo alerta y silencioso en torno alos antagonistas. Buck no comprendía aquel silencio expectante nila ansiedad con que se relamían. Curly se abalanzó sobre suadversario, que volvió a atacar y a dar un salto hacia el costado.El husky recibió la siguiente embestida con el pecho de forma tanpeculiar que hizo perder el equilibrio a Curly. No volvió arecobrarlo. Esto era lo que el círculo de perros estaba esperando.La acorralaron, gruñendo y aullando, y Curly, entre aullidos deagonía, quedó sepultada bajo aquella masa peluda de cuerposferoces.

Aquello fue tan repentino e inesperado que desconcertó a Buck.Vio a Spitz sacando la lengua escarlata tal como hacía al reírse, yvio a François, que, blandiendo un hacha, saltaba hacia el centrodel círculo. Tres hombres armados de garrotes le ayudaron adispersarlos. No les llevó mucho tiempo. A los dos minutos de lacaída de Curly, los últimos asaltantes fueron ahuyentados agarrotazos. Pero ella yacía mustia y sin vida sobre la nieveensangrentada y pisoteada, hecha literalmente pedazos, y de piejunto a ella el mestizo profería terribles maldiciones. La escenase repitió a menudo como una pesadilla en los sueños de Buck. Demodo que así eran las cosas. Nada de juego limpio. Una vez en elsuelo, había llegado tu fin. Pues ya se las arreglaría él para nocaer nunca. Spitz volvió a reír y sacó la lengua, y desde aquelmomento Buck le profesó un odio amargo e implacable.

Antes de haberse recobrado de la conmoción que le provocó latrágica muerte de Curly, Buck experimentó otra peor. François lesujetó al cuerpo un aparejo de correas y hebillas. Era un arnéscomo el que había visto que, allá en la finca, los mozos de cuadracolocaban a los caballos. Y tal como había visto trabajar a loscaballos fue puesto él a trabajar, tirando del trineo para llevar aFrançois hasta el bosque que bordeaba el valle y regresar con unacarga de leña. Aunque su dignidad resultó gravemente herida alverse convertido en animal de carga, fue lo bastante sensato comopara no rebelarse. Se metió de lleno en la tarea y se esforzó almáximo, por más que todo le parecía nuevo y extraño. François erasevero, exigía obediencia total y gracias a su látigo la lograba enel acto; por su parte, Dave, que era un experimentado perrozaguero, mordía las nalgas de Buck cada vez que cometía un error.Spitz, que era el que guiaba, era igualmente experimentado, perocomo no siempre podía acercarse a Buck, le lanzaba de vez en cuandogruñidos de reproche o echaba astutamente su peso sobre las riendaspara forzarlo a seguir el rumbo correcto. Buck aprendía confacilidad y, bajo la tutela conjunta de sus dos colegas y deFrançois, realizó notables progresos. Antes de regresar alcampamento ya sabía que ante un «¡so!» tenía que detenerse y anteun «¡arre!», avanzar, no le costaba trazar las curvas con amplitudy mantenerse lejos del zaguero cuando, en una pendiente, el trineocargado se le venía encima pisándole los talones.

-Tres perros mucho buenos -le comentó François a Perrault-. ElBuck tirar como demonio. Yo enseñarle deprisa.

Por la tarde, Perrault, a quien le urgía ponerse en camino conel correo, regresó con dos perros más. Billie y Joe, así lesllamaba, eran hermanos y esquimales auténticos. Aunque hijos de lamisma madre, eran como el día y la noche. El único defecto deBillie era su carácter sumamente acomodaticio, mientras que Joe erael extremo opuesto, malhumorado e introspectivo, siempre gruñón ycon la mirada atravesada. Buck los recibió de buen talante, Dave noles hizo el menor caso, mientras que Spitz se puso a provocarprimero a uno y después al otro. Billie meneó la cola intentandoaplacarlo, salió corriendo cuando vio que su intento era vano yemitió un gruñido (todavía apaciguador) cuando los afilados dientesde Spitz le dejaron una marca en el costado. En cambio, Joe, pormuchas vueltas que diera Spitz, giraba en redondo sobre las patastraseras y le hacía frente: los pelos erizados, las orejas echadashacia atrás, la boca contorsionada enseñando los dientes, loesquivaba con el incesante movimiento de su quijada y un brillodiabólico en los ojos. Era la encarnación misma del terrorbeligerante. Tan terrible era su aspecto que Spitz no tuvo másremedio que renunciar a someterlo; y se desquitó corriendo tras elinofensivo Billie hasta los confines del campamento.

Al anochecer, Perrault apareció con otro perro, un viejo huskylargo, enjuto y adusto, con el rostro plagado de cicatrices y unsolo ojo cuyos destellos proclamaban un coraje que infundíarespeto. Se llamaba Sol-leks, que significa «el iracundo». Al igualque Dave, no pedía nada, no daba nada, no esperaba nada; y cuandocon lentitud y parsimonia se encaró al resto del grupo, hasta Spitzlo dejó en paz. Tenía una peculiaridad que Buck tuvo la mala suertede descubrir. No toleraba que se le acercasen por el lado del ojociego. Buck cometió sin querer esa ofensa, y sólo se enteró de suindiscreción cuando Sol-leks giró bruscamente y le rajó un hombrohasta el hueso. A partir de entonces, Buck evitó acercarse a él porel flanco del ojo ciego y durante todo el tiempo que estuvieronjuntos no volvió a tener problemas. La única ambición de Sol-leks,igual que la de Dave, era que lo dejaran en paz; aunque (según Buckhabría de saber más adelante) cada uno de ellos tenía otra, inclusomás vital.

Aquella noche Buck se enfrentó al gran problema de dormir. Latienda, iluminada por una vela, resplandecía cálida en medio de lallanura he lada; y cuando, con toda naturalidad, penetró en ella,Perrault y François lo bombardearon con maldiciones y conutensilios de cocina hasta que, recobrado de su consternadasorpresa, escapó ignominiosamente hacia el frío exterior. Soplabaun viento helado que lo entumecía y le maltrataba el hombro herido.Se echó en la nieve para intentar dormir, pero la helada no tardóen obligarlo a levantarse tiritando. Amargado y afligido anduvovagando entre las numerosas tiendas, para acabar descubriendo queun rincón era tan frío como cualquier otro. De vez en cuando se leechaba encima algún perro salvaje, pero él erizaba la pelambre delpescuezo y gruñía (estaba aprendiendo rápido), y el otro lo dejabaseguir su camino.

Finalmente se le ocurrió una idea. Regresaría para ver cómo selas componían sus compañeros de equipo. Para su asombro, habíandesaparecido. De nuevo deambuló por el extenso campamentobuscándolos y de nuevo volvió al punto de partida. ¿Estarían dentrode la tienda? No, no podía ser, de lo contrario a él no lo hubiesenechado. ¿Dónde podían estar, entonces? Con el rabo entre las patasy el cuerpo tembloroso, realmente acongojado, empezó a dar vueltasy más vueltas alrededor de la tienda. De pronto la nieve cedió y,al hundirse sus patas delanteras, Buck sintió que algo se agitaba.Dio un salto atrás, gruñendo alarmado, asustado ante lo invisible ydesconocido. Pero un pequeño ladrido amistoso lo tranquilizó, y seacercó a investigar. Una vaharada de aire tibio subió hasta suhocico: allí, hecho un compacto ovillo bajo la nieve, estabaBillie, que, tras emitir un gemido propiciatorio y revolverse en susitio como demostración de buena voluntad y buenas intenciones, seaventuró incluso, en beneficio de la paz, a lamerle a Buck la caracon su lengua tibia y húmeda.

Otra lección. ¿Conque así era como lo hacían, eh? Buck eligióconfiadamente un sitio y con muchos aspavientos y desgaste deenergía procedió a cavar un hoyo para él. En un santiamén, el calorde su cuerpo llenó aquel espacio cerrado y Buck se quedó dormido.El día había sido largo y arduo, Buck durmió cómoda yprofundamente, aunque bufó y ladró luchando contra laspesadillas.

Y no abrió los ojos hasta que lo desvelaron los ruidos delcampamento, que despertaba. En un primer momento no supo dóndeestaba. Había nevado durante la noche y estaba completamentesepultado. Los muros de nieve lo oprimían por todas partes, y unestremecimiento de temor le recorrió el cuerpo: el miedo del animalsalvaje a la trampa. Era una evocación inconsciente del temor desus antepasados, ya que siendo como era un perro civilizado,excesivamente civilizado, que no había conocido ninguna trampa, nopodía sentirlo por sí mismo. Todos los músculos de su cuerpo secontraían instintivamente de forma espasmódica, se le erizó el pelodel pescuezo y del lomo, y con un gruñido feroz saltó en verticalhacia la cegadora luz del día provocando a su alrededor una nube denieve refulgente. Antes de aterrizar sobre las patas vio el blancocampamento extendido ante él y, al tiempo que supo dónde estaba,recordó todo lo ocurrido desde el momento en que salió a dar unpaseo con Manuel hasta la noche anterior, cuando había cavado elhoyo.

Un grito de François saludó su aparición.

-¿No te decir yo? -le gritaba a Perrault el conductor detrineos-. ¡Ese Buck aprender rápido, sí, sí!

Perrault asintió gravemente. Como correo del gobiernocanadiense, portador de importantes despachos, le preocupabaconseguir los mejores perros y estaba especialmente satisfecho decontar con Buck.

Tres huskies más fueron incorporados al tiro en menos de unahora, completando así un total de nueve, y antes de que hubierantranscurrido otros quince minutos estaban todos sujetos al trineo yavanzaban con buen ritmo hacia el cañón de Dyea. Buck estabacontento de haber salido y descubrió que, aunque la tarea era dura,no le resultaba particularmente desagradable. Le sorprendió elentusiasmo contagioso de todo el equipo, pero más todavía lesorprendió el cambio que se había operado en Dave y en Sol-leks.Eran otros perros, completamente transformados por el arnés. Lapasividad y la indiferencia los habían abandonado. Estaban alerta yactivos, ansiosos de que el trabajo fuera bien y terriblementeirritables ante cualquier circunstancia que, por originar demoras odesconcierto, retrasase la marcha. El trabajoso avance era paraellos la suprema realización individual, el exclusivo fin de suexistencia y lo único que les proporcionaba placer.

Dave iba enganchado al trineo, detrás tiraba Buck, y luego veníaSol-leks; el resto del tiro iba enganchado en fila india, y a lacabeza guiaba Spitz.

A Buck lo habían colocado a propósito entre Dave y Sol-leks paraque pudiese aprender de ellos. Si él era un buen alumno,competentes eran sus maestros, que nunca lo dejaban persistir en elerror y reforzaban sus enseñanzas con sus afilados dïentes. Daveera justo y muy sagaz. Nunca mordía a Buck sin motivo y nuncadejaba de hacerlo cuando hacía falta. Como lo respaldaba el látigode François, Buck encontró que le salía más barato enmendarse querebelarse. En una ocasión, durante un breve alto, quedó enredado enlas correas y demoró la salida; Dave y Sol-leks se abalanzaronsobre él y le administraron una buena paliza. La consecuencia fueun enredo todavía peor, pero a partir de aquel momento Buck tuvobuen cuidado de mantener las correas en orden; y antes de que seacabara el día tenía tan dominada la maniobra que sus mentores casidejaron de vigilarle. El látigo de François restallaba con menosfrecuencia, y Perrault le hizo a Buck el honor de levantarle laspatas para examinárselas con cuidado.

Fue una dura carrera hasta el cañón, porque hubo que cruzarCampo de Ovejas, dejar atrás la cadena de cuchillas y el límite delos bosques a través de glaciares y ventisqueros de centenares demetros de profundidad, y pasar la cordillera de Chilcoot, quesepara las aguas saladas de las dulces y custodia de formamajestuosa el triste y solitario territorio del norte. Recorrierona buen paso la cadena de lagos que llenan los cráteres de extintosvolcanes, y ya avanzada la noche entraron en el enorme campamentosituado sobre el extremo principal del lago Bennett, donde miles debuscadores de oro construían botes, preparándose para el deshielode la primavera. Buck cavó su hoyo en la nieve y durmió con elsueño de los exhaustos, pero antes del amanecer ya lo obligaron asalir a la fría oscuridad y fue enganchado al trineo con suscompañeros.

Ese día hicieron setenta kilómetros sobre suelo firme; pero alsiguiente, y durante muchos días más, tuvieron que abrirse caminocon mayor es fuerzo y tardando mucho más tiempo. Por lo general,Perrault iba delante apretando la nieve con raquetas en los piespara facilitar el desplazamiento del equipo. François, que guiabael trineo desde la parte delantera, intercambiaba a veces el puestocon su compañero, aunque no siempre. Perrault tenía prisa y sejactaba de conocer bien el hielo, una pericia indispensable, porqueen otoño el hielo era muy delgado y si había corriente de agua nocuajaba en absoluto.

Día tras día, unos días interminables, se afanó Buck en sutarea. Siempre levantaban campamento en la oscuridad, y losprimeros grises del amanecer los encontraban dejando su huella enel sendero y con muchas millas ya recorridas a la espalda. Ysiempre acampaban después del anochecer, comían un poco de pescadoy se arrastraban a dormir metidos en la nieve. Buck estabahambriento. Los setecientos gramos de salmón secado al sol queconstituían su ración diaria desaparecían enseguida. Nunca teníabastante y sufría continuos retortijones. En cambio, los otrosperros, que pesaban menos y estaban acostumbrados a aquel régimen,recibían sólo quinientos gramos de pescado y conseguían mantenerseen buena forma.

Enseguida fue perdiendo Buck la delicadeza de su vida anterior.Comilón moroso y refinado, se encontró con que sus compañeros, queacababan antes, le robaban la porción que no había consumido aún.No había forma de defenderla. Mientras él ahuyentaba a dos o tresladrones, la comida desaparecía en el gaznate de los demás. Elúnico remedio era comer tan rápido como ellos; y tanto lo acuciabael hambre que enseguida aprendió a coger lo que no era suyo.Observaba y aprendía. Una vez vio como Pike, uno de los nuevos, unhábil ladrón y especialista en escaquearse, robaba con astucia untrozo de tocino cuando Perrault le daba la espalda, y al díasiguiente Buck se apoderó de todo el tocino. Se armó un gran jaleo,pero nadie sospechó de él; fue Dub, un ladrón torpe al que siempresorprendían con las manos en la masa, quien recibió el castigo ensu lugar.

Aquel primer robo demostró que Buck podía sobrevivir en elhostil territorio del norte. Era la prueba de su capacidad deadaptación, de acomodación a las circunstancias cambiantes, cuyaausencia habría significado una muerte rápida y terrible. Indicó,además, el descenso, o mejor aún la quiebra, de sus principiosmorales, inútiles ahora y una rémora en la despiadada lucha por laexistencia. El respeto por la propiedad privada y los sentimientospersonales estaban muy bien en las regiones meridionales bajo elimperio de la ley del amor y la fraternidad, pero en el norte,donde prevalecía la ley del garrote y el colmillo, era un necioquien tuviera en cuenta tales cosas, y en la medida en que lasacatase no lograría salir adelante.

No es que Buck hiciera tal razonamiento. Simplemente era apto, einconscientemente se adaptaba a su nuevo estilo de vida. Ni rehuíauna pelea ni pensaba en las posibilidades. Pero el garrote delhombre del jersey rojo le había inculcado a la fuerza un código másfundamental y primario. Como un ser civilizado, habría sido capazde morir por un principio moral, por ejemplo, en defensa de lafusta del juez Miller; pero el alcance de su retorno a lo másprimitivo ponía de manifiesto ahora su capacidad de rehuir ladefensa de una consideración moral y salvar el pellejo. No robabapor el placer de hacerlo, sino obedeciendo al clamor de suestómago. Y por el respeto al garrote y al colmillo no robabaabiertamente sino con astucia y sigilo. En resumen, hacía las cosasporque era más fácil hacerlas que no hacerlas.

Su evolución (o regresión) fue rápida. Sus músculos adquirieronla dureza del hierro y se hizo insensible a todas las penalidadescomunes. Desarrolló una economía interna igual que la externa. Eracapaz de comer cualquier cosa, por repugnante o indigesta que fueray, una vez ingerida, los jugos de su estómago extraían de ellahasta la última partícula nutritiva que la sangre llevaba hasta loslugares más recónditos de su cuerpo, donde se convertía en tejidoorgánico más fuerte y resistente. La vista y el olfato se leaguzaron notablemente, mientras su oído se volvía tan fino que, aunestando dormido, era capaz de percibir el más leve sonido y sabersi era un presagio de paz o de peligro. Aprendió a arrancarse conlos dientes el hielo que se le acumulaba entre los dedos; y cuandotenía sed y el agua estaba cubierta de una gruesa capa de hielo, larompía golpeándola con las agarrotadas patas delanteras. Su rasgomás sobresaliente era la habilidad de olisquear y prever, una nocheantes, de dónde soplaría el viento. Aun cuando no hubiera siquierauna brisa en el momento en que cavaba su hoyo junto a un árbol o unterraplén, el viento que soplaba más tarde lo encontrabaindefectiblemente a sotavento, cómodamente resguardado.

Y no sólo aprendía por la experiencia, sino que en él revivíaninstintos hacía tiempo desaparecidos. Se despojó de la domesticidadde generaciones. Vagos recuerdos ancestrales de los orígenes de laraza, de la época en que las manadas de perros salvajes deambulabanpor los bosques primitivos y devoraban sus presas según les dabancaza. No le costó aprender a pelear causando un corte profundo conun súbito mordisco de lobo. Así lo habían hecho sus olvidadosantepasados. Fueron ellos los que aceleraron en su interior eldespertar de hábitos ancestrales, y los viejos ardides que habíanimpreso en la herencia genética de la raza se convirtieron en lossuyos. Los incorporó sin esfuerzo ni asombro, como si hubieran sidosuyos desde siempre. Y cuando en las noches frías y serenasapuntaba con el hocico a una estrella y aullaba como un lobo, eransus antepasados, muertos y convertidos en polvo, los que lo hacíandesde los siglos pasados y a través de él. Y las cadencias con queBuck manifestaba su sufrimiento eran las suyas, como suyo era elsignificado que para ellos tenían la quietud, el frío y laoscuridad de la noche. Como demostración de que la vida es un juegode marionetas, el canto ancestral lo invadió por entero y Buckrecobró su ser original; y todo porque en el norte los hombreshabían encontrado un metal amarillo, y porque Manuel era unayudante de jardinero cuyo salario no cubría las necesidades de sumujer ni las de los varios y pequeños duplicados de sí mismo.

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