La llamada de lo salvaje

El duro esfuerzo del camino

A los treinta días de haber salido de Dawson, el correo de SaltWater, con Buck y sus compañeros al frente, llegó a Skaguay.Estaban en un estado lamentable, agotados y exhaustos. El peso deBuck se había reducido de sesenta y cinco a cincuenta kilos. Elresto de los perros, aun pesando menos, habían perdidorelativamente más peso que él. Pike, el tramposo, que se habíapasado la vida fingiendo y que tantas veces había logrado hacercreer que tenía una pata herida, cojeaba ahora de verdad. Sol-leksandaba paticojo, y Dub tenía una paletilla dislocada.

A todos les dolían terriblemente las plantas de las pies. Nopodían saltar. Dejaban caer pesadamente las patas en la tierratrasmitiendo la vibración a su cuerpo, con lo que duplicaban lafatiga de la jornada. No les pasaba nada, excepto que estabanmuertos de cansancio. No se trataba del agotamiento que sigue a undeterminado y excesivo esfuerzo del que cabe recuperarse encuestión de horas, sino de la lenta y prolongada extenuaciónprovocada por meses de esfuerzo sostenido. Ya no tenían capacidadde recuperación ni reserva de energías a la que recurrir. Habíanutilizado todo lo que tenían. Cada músculo, cada fibra, cadacélula, participaba de la extenuación, de la mortal fatiga. Y habíamotivo. En menos de cinco meses habían recorrido cuatro milquinientos kilómetros, los últimos tres mil con sólo cinco días dedescanso. Cuando llegaron a Skaguay estaban en las últimas. Apenaspodían mantener tensas las riendas y, en cuesta abajo, les eradificil mantenerse fuera del alcance del trineo.

-¡Adelante, pobrecillos! -los animaba el conductor mientrasavanzaban tambaleantes por la calle principal de Skaguay-. ¡Fin detrayecto! Después tendremos un largo descanso, ¿eh? Un descansomagnífico.

Los propios conductores- esperaban confiados un prolongadorespiro. Habían hecho dos mil kilómetros con dos días de asueto, yrazonablemente y en justicia se merecían un intervalo de descanso.Pero eran tantos los hombres que habían acudido a Klondike y tannumerosas las novias, esposas y demás familiares que no lo habíanhecho, que la congestión postal estaba adquiriendo enormesproporciones; y además estaban los despachos oficiales. Nuevastandas de perros de la bahía de Hudson habrían de reemplazar a losque ya no valían para el camino. Había que desprenderse de estosúltimos y, puesto que un perro poco significa frente a un puñado dedólares, el caso era venderlos. Pasaron tres días, en el transcursode los cuales Buck y sus compañeros descubrieron cuán cansados ydebilitados estaban. Después, en la mañana del cuarto día, llegaronde los Estados Unidos dos hombres, que los compraron con arnesesincluidos, por cuatro cuartos. Se llamaban Hal y Charles. Charlesera de mediana edad, más bien moreno, tenía la mirada miope yacuosa y un mostacho que se retorcía con furia hacia arriba comopara compensar la aparente blandura del labio que ocultaba. Hal eraun joven de diecinueve o veinte años, con un gran revólver Colt yun cuchillo de caza sujetos al cuerpo por un cinturón provisto decartuchos. Este cinturón era el elemento más llamativo de supersona. Proclamaba su inmadurez, una absoluta e inefableinmadurez. Los dos hombres estaban manifiestamente fuera de lugar,y el porqué de que semejantes individuos se hubieran aventurado aviajar al norte es parte de un misterio que escapa alentendimiento.

Buck oyó el regateo, vio pasar el dinero de las manos del hombrey a las del agente del gobierno, y se dio cuenta de que el mestizoescocés y los conductores de trineos del correo desaparecían de suvida como había ocurrido con Perrault y François y con los que loshabían precedido. Lo que Buck vio en el campamento al que losllevaron los nuevos dueños fue abandono y suciedad, una tienda amedio desmontar, platos sin fregar y un desorden general; viotambién a una mujer, a quien los hombres llamaban «Mercedes». Erala mujer de Charles y la hermana de Hal: toda una familia…

Buck los observó con aprensión mientras acababan de desmontar latienda y cargaban el trineo. Lo hacían todo con gran despliegue degestos, pero sin un método eficaz. La tienda fue enrollada formandoun bulto tres veces más voluminoso de lo que podía haber sido.Guardaron los platos de lata sin fregarlos. Mercedes revoloteabacontinuamente saliendo al paso a los hombres y no paraba de charlarhaciéndoles reproches y dándoles consejos. Cuando ya habíancolocado una bolsa con ropa en la parte delantera del trineo,Mercedes sugirió que debería ir en la de atrás; y una vez puestaallí la bolsa y quedar tapada por otros dos bultos, descubrió quele había pasado por alto guardar unas prendas que sólo podían ir enella, así que hubo que descargarla otra vez.

De una tienda vecina salieron tres hombres que se quedaronmirando la escena entre guiños y sonrisas.

Ya llevan ustedes bastante peso -dijo uno de ellos- y, aunque nome corresponda meterme en sus asuntos, yo en su lugar no cargaríacon esa tienda.

-¡Qué esperanza! -exclamó Mercedes, alzando los brazos al cielocon afectada consternación-. ¿Cómo demonios voy a arreglármelas sinuna tienda?

-Estamos en primavera, ya no volverá a hacer frío -replicó elhombre.

Ella meneó la cabeza con decisión, y Charles y Hal colocaron losúltimos trastos encima de la voluminosa carga.

-¿Le parece que andará? -preguntó uno de los hombres.

-¿Por qué no? -dijo Charles secamente.

-Oh, está bien, está bien -se apresuró a decir el otro, en tonoconciliatorio-. Sólo me lo preguntaba. Parece que llevan muchacarga.

Charles le dio la espalda y amarró las cuerdas lo mejor quepudo, o sea no demasiado bien.

-Y por supuesto los perros podrán tirar todo el día de eseartefacto -afirmó el segundo de los hombres.

-Desde luego -dijo Hal con helada cortesía, al tiempo que cogíala vara con una mano y blandía el látigo con la otra-. ¡Arre!-gritó-. ¡Adelante! Los perros saltaron y tiraron de las riendasdurante unos momentos, pero después aflojaron. No podían mover eltrineo.

-¡Bestias holgazanas, yo os enseñaré! -les gritó Hal,disponiéndose a darles con el látigo.

-¡No, Hal, eso no! -intervino Mercedes a gritos, al tiempo queagarraba el látigo y se lo arrebataba-. ¡Los pobrecillos! Tienesque prometer me que no serás cruel con ellos durante el viaje o yono daré un paso.

-¡Qué sabrás tú de perros! -exclamó desdeñosamente su hermano-;y haz el favor de dejarme en paz. Son perezosos, te lo aseguro, yhay que darles de azotes para que rindan. Ellos son así. Pregunta acualquiera. Pregúntaselo a uno de ésos. Mercedes dirigió a loshombres una mirada implorante; en su bonito rostro se habíadibujado un gesto de indecible repugnancia ante el sufrimiento delos animales.

-Si quiere usted saberlo están muy débiles -fue la respuesta deuno de los hombres-. Completamente hechos polvo, ésa es la verdad.Necesitan descanso.

Y una mierda -dijo Hal, y Mercedes soltó un «¡Oh!», dolida yapesadumbrada ante el improperio. Pero siendo una criatura apegadaa los suyos, se apresuró a tomar partido por su hermano.

-No hagas caso de ese hombre -dijo con intención-. Tú eres quienconduce a nuestros perros, y haz con ellos lo que te parezcamejor.

Nuevamente descargó Hal el látigo sobre los perros, que tiraronde las riendas, clavaron las patas en la nieve y pusieron en elempeño todas sus fuerzas. El trineo resistió como si fuera unancla. Después de dos intentos, los perros quedaron inmóviles,jadeando. El látigo silbaba sin piedad cuando Mercedes intervino denuevo. Cayó de rodillas ante Buck, con lágrimas en los ojos, y leabrazó el cuello.

-Pobrecitos míos -exclamó llorosa y compasiva-, ¿por qué notiráis más fuerte? Así no os azotarán.

A Buck no le gustó esta mujer, pero estaba demasiado afligidopara resistírsele y lo tomó como parte de la desgraciadajornada.

Uno de los espectadores, que había estado apretando los dientespara no estallar, habló entonces:

-No es que me importe lo que os pase a vosotros, pero por elbien de los perros sólo quiero deciros que podríais serles degrandísima ayuda si liberáseis ese trineo. Los patines estánfirmemente adheridos al hielo. Tenéis que romperlo.

Por tercera vez se intentó la partida, pero esta vez, siguiendoel consejo, Hal liberó los patines que habían quedado congelados enla nieve. El sobrecargado y rígido trineo se puso en marcha, conBuck y sus compañeros esforzándose frenéticamente bajo la lluvia degolpes. Un centenar de metros más adelante, la senda describía unacurva y descendía en empinada pendiente hacia la calle principal.Para mantener en pie el inestable trineo habría hecho falta unhombre con experiencia, y Hal no lo era. Al tomar la curva convelocidad, el trineo volcó, desparramando la mitad de la carga malsujeta. Los perros ni siquiera se detuvieron. El trineo aligeradobotaba de un lado a otro tras ellos, irritados por el maltratorecibido y por la carga excesiva. Buck estaba furioso. Apretó lacarrera, y el equipo lo siguió. Hal gritaba «¡soo! ¡soo!», peroellos no le hacían caso. El tropezó y cayó. El trineo volcado pasócon estruendo por encima de él, y los perros prosiguieron a todamarcha, contribuyendo al jolgorio general en Skaguay al desparramarel resto de los trastos por la calle principal.

Unos ciudadanos de buen corazón detuvieron a los perros yrecogieron los bártulos desperdigados. Les dieron, además, sanosconsejos. Reducir la carga a la mitad y duplicar el número deperros era la fórmula, si querían llegar alguna vez a Dawson. Hal,su hermana y su cuñado escucharon de mala gana, montaron la tienday pasaron revista a sus posesiones. La aparición de alimentosenlatados provocó la risa entre los espectadores, ya que a nadie sele ocurriría llevar latas en la Larga Marcha.

-Mantas para un hotel -dijo uno de los hombres que reían yayudaban-. La mitad de las cosas que lleváis son superfluas:tiradlas. Y la tienda, y todos esos platos. ¿Quién los va a fregar,en todo caso? Dios mío, ¿creéis que viajáis en un Pullman?

Se procedió, pues, a la inexorable eliminación de lo superfluo.Mercedes lloró cuando descargaron las bolsas con su ropa y fuerontirando una prenda tras otra. Lloraba en general y lloraba enparticular por cada artículo descartado. Sentada con las manosaferradas a las rodillas, se mecía con desconsuelo adelante yatrás. Prometió que no se movería un solo centímetro ni por unadocena de Charles. Apeló a todos y a todo, y finalmente se enjugólas lágrimas y se puso a tirar incluso artículos de vestir que eranabsolutamente necesarios. Y en su afán de tirar, cuando acabó conlas suyas la emprendió como un torbellino con las pertenencias delos hombres.

Cuando acabaron la carga, aún reducida a la mitad, seguía siendotremenda. Charles y Hal salieron al anochecer y compraron seisperros más, que, sumados a los seis del equipo original, más Teek yKoona (los huskies comprados en Rink Rapids durante el viajerécord), elevaron el número de animales a catorce. Pero los perrosrecién adquiridos, aunque dominados prácticamente desde un primermomento, no aportaron gran cosa. Tres de ellos eran pelicortosperros de muestra, otro era un terranova, y los otros dos, mestizosde raza indefinida. Los recién llegados no parecían al tanto denada. Buck y sus compañeros los miraban con desdén, y aunque él lesenseñó enseguida su lugar y lo que no debían hacer, no pudoinstruirlos sobre lo que sí debían hacer. No se adaptaron a la durarutina del camino. Excepto los dos mestizos, estaban aturdidos, yel salvaje y desconocido entorno y el maltrato recibido les habíanquebrantado el ánimo. Los dos mestizos carecían de vitalidad; loúnico quebrantable en su caso eran los huesos.

Con los perros nuevos, inservibles y desanimados, y el equipoanterior agotado por cuatro mil quinientos kilómetros de continuoesfuerzo, las perspectivas no eran muy halagüeñas. No obstante, losdos hombres estaban bastante contentos. Y también orgullosos. Concatorce perros, estaban haciendo las cosas a lo grande. Habíanvisto otros trineos que cruzaban el paso hacia Dawson o que veníande allí, pero ninguno con catorce perros. Hay una razón obvia porla que en los viajes por el Ártico catorce perros no deben tirar deun trineo, y es que en un solo trineo no cabe la comida paracatorce perros. Pero Charles y Hal lo ignoraban. Habían hecho uncálculo teórico, a tanto por perro, catorce perros, tantos días,igual a tanto. Mercedes, que había visto el cálculo por encima,había asentido: era todo tan sencillo…

Avanzada la mañana siguiente, Buck encabezó el largo tiro callearriba. No había animación alguna en el grupo, ni brío o dinamismoen él y sus compañeros. Partían con un cansancio mortal. Cuatroveces había cubierto Buck el trayecto entre Salt Water y Dawson, yel saber que, harto y cansado, afrontaba una vez más el mismocamino, lo amargaba. Ni él ni ninguno de los demás perros seentregaba de corazón a la tarea. Los perros nuevos eran tímidos yestaban asustados, los veteranos no tenían confianza en susamos.

Buck sentía vagamente que no podía confiar en aquellos doshombres ni en la mujer. No sabían cómo hacer las cosas, y con elpaso de los días fue evidente que eran incapaces de aprender. Erandescuidados, carecían de orden y de disciplina. Les llevaba lamitad de la noche montar un precario campamento, y media mañanalevantarlo y cargar el trineo, y lo hacían de una forma taninadecuada que durante el resto del día tenían que detenerse variasveces para volver a acomodar la carga. Hubo días en que no lograronrecorrer veinte kilómetros. Otros, que ni siquiera consiguieronarrancar. Y no hubo uno solo en el que lograsen cubrir más de lamitad de la distancia que habían tomado como base para calcular lacomida de los perros.

Era inevitable, pues, que acabara escaseando. Pero ellosprecipitaron la escasez sobrealimentando a los perros, con lo queaceleraron también el momento en que habrían de darles menos. Losperros nuevos, cuyos jugos gástricos no se habían formado en hambrecrónica y por tanto no sabían extraer de lo escaso el máximopartido, tenían un apetito voraz. Y además, cuando los agotadoshuskies empezaron a tirar poco, Hal decidió que las racionesprogramadas al principio eran demasiado pequeñas y las duplicó. Ypara rematar, Mercedes, viendo que aun con las lágrimas en susbonitos ojos y la voz temblorosa no lograba convencer a Hal paraque les diera un poco más, decidió robar pescado de los sacos paradárselo a los perros a escondidas. Pero lo que Buck y suscompañeros necesitaban no era comida, sino descanso. Y aunqueavanzaran con lentitud, la pesada carga que arrastraban socavabagravemente sus fuerzas.

Después vinieron las privaciones. Un día Hal se dio cuenta deque se había consumido la mitad de la comida de los perros cuandose había cubierto únicamente la cuarta parte del trayecto; y,además, de que no había ninguna posibilidad de conseguir más. Demodo que redujo la ración programada e intentó aumentar el tramo derecorrido diario. Su hermana y su cuñado lo secundaron; pero suspropósitos resultaron inútiles debido a que el peso de la carga eraexcesivo y a su propia incompetencia. Era fácil dar menos comida alos perros, pero era imposible hacerlos andar más rápido, cuando laincapacidad de sus amos para salir temprano por las mañanas impedíaalargar las jornadas. No sólo no sabían cómo hacer trabajar a losperros, sino que no sabían trabajar ellos mismos.

El primero en caer fue Dub. Pobre ladrón inepto como era, al quesiempre pescaban y castigaban, había sido, con todo, un fieltrabajador. La paletilla que tenía dislocada, sin cuidados nidescanso, fue de mal en peor, hasta que finalmente Hal lo liquidóde un disparo con su pesado revólver Colt. Hay un dicho de laregión que afirma que, con la ración de un perro esquimal, unoforáneo se muere de hambre, de modo que, con la mitad de la raciónde uno, los seis extranjeros al mando de Buck no podían hacer otracosa que morirse. El terranova fue el primero, seguido por los trespelicortos de muestra; los dos mestizos se aferraron con más fuerzaa la vida, pero al final también cayeron.

A esas alturas, todo rasgo de sociabilidad y delicadeza habíadesaparecido de Charles, Hal y Mercedes. Despojado de su encantoromántico, el viaje por el Ártico se convirtió para ellos en unarealidad demasiado exigente. Mercedes dejó de derramar lágrimas porlos perros, demasiado ocupada en llorar por sí misma y en pelearsecon su marido y con su hermano. Pelearse era lo único de lo que nose cansaban nunca. La irritabilidad surgía de su amargura por lasituación y se hizo progresivamente más intensa. La admirablepaciencia de la que se arman durante la marcha los individuos que,aun trabajando duramente y padeciendo enormes dificultades, soncapaces de conservar la ecuanimidad y de expresarse sin acritud, novino en auxilio de aquellas tres personas. Ni siquiera podíanimaginársela. Estaban entumecidos y sufrían; les dolían losmúsculos, les dolían los huesos, les dolía hasta el alma; de ahíque hablaran con aspereza y que lo primero que acudiera a suslabios por la mañana y lo último que acudiera por la noche fueranagravios.

Charles y Hal discutían cada vez que Mercedes les daba laoportunidad. Cada cual creía firmemente que realizaba una parte deltrabajo mayor de la que le correspondía y ninguno de los dos dejabade proclamarlo a la menor ocasión. Ella tomaba partido unas vecespor su marido y otras por su hermano. El resultado era una dura einterminable riña familiar. A partir de una disputa sobre cuál delos dos había de cortar la leña para el fuego (un desacuerdo queconcernía únicamente a Charles y Hal), acababa involucrando alresto de la familia, padres, madres, tíos, primos, personas que sehallaban a centenares de kilómetros de distancia y, algunas deellas, incluso muertas. Que las opiniones de Hal sobre arte o sobrela clase de comedias que escribía el hermano de su madre tuvieranalgo que ver con la leña que había que cortar, supera el límite delo comprensible; sin embargo, tan posible era que la discusióntomara ese rumbo como que derivase hacia los prejuicios políticosde Charles. Y que la lengua viperina de la hermana de Charlestuviera algo que ver con la forma de hacer una hoguera en el Yukónsólo resultaba obvio para Mercedes, quien vertía numerosasopiniones sobre el asunto, y de paso sobre algunos rasgosdesagradablemente peculiares de la familia de su esposo. Entretanto, el fuego se quedaba sin encender, el campamento a mediomontar y los perros sin comer.

Las quejas de Mercedes tenían que ver con el sexo. Era guapa,bonita y delicada y durante toda su vida había sido tratada condelicadeza. Pero el trato que ahora recibía de su esposo y de suhermano no tenía nada de delicado. Tenía la costumbre de declararseincapaz. Ellos protestaban. Y como no aceptaban lo que ellaconsideraba su más esencial prerrogativa femenina, les hacía lavida imposible. Ya no le daban pena los perros y, como estabaofendida y cansada, insistía en viajar subida al trineo. Era bonitay delicada, sí, pero pesaba cincuenta y cinco kilos… un suplementoun poco excesivo para agregarlo al peso que arrastraban aquellosanimales débiles y hambrientos. Lo hizo durante días, hasta que losperros cayeron agotados y el trineo quedó inmóvil. Charles y Hal lerogaron que bajara y caminase, se lo suplicaron, se lo imploraron,mientras ella lloraba e importunaba al Altísimo con una relación desus brutalidades.

En una ocasión la bajaron del trineo a la fuerza. No volvieron ahacerlo nunca. Ella aflojó las piernas como una niña malcriada y sesentó en el camino. Ellos reanudaron la marcha, pero ella no semovió. Cuando hubieron recorrido cinco kilómetros, y después dedeshacerse de parte de la carga, regresaron a por Mercedes y, otravez a la fuerza, volvieron a subirla al trineo.

La excesiva atención que prestaban a la grave situación de susasuntos los hacía insensibles al sufrimiento de sus animales. Lateoría de Hal, que él aplicaba a los demás, era que había queendurecerse. Había empezado por predicársela a su hermana y a sucuñado. Como no encontró eco, se la inculcaba a los perros con elgarrote. En Five Fingers se acabó la comida para los perros, y unavieja india desdentada les ofreció unos kilos de pellejo de equinocongelado a cambio del revólver Colt que Halt llevaba en la caderajunto con el cuchillo de caza. Pobre substituto del alimento eranaquellas tiras de pellejo, conservadas tal como habían sidoarrancadas seis meses antes a los caballos muertos de hambre deunos ganaderos. Congeladas, más parecían de hierro galvanizado, y,cuando un perro conseguía con gran esfuerzo metérselas en elestómago, se descongelaban y se convertían en delgadas e insulsascintas correosas y en una masa de cerdas caballares irritantes eindigestas.

Y, en medio de todo esto, Buck avanzaba tambaleante a la cabezadel tiro, como en una pesadilla. Cuando podía, tiraba; cuando ya nopodía, se desplomaba y así permanecía hasta que los golpes delátigo o de garrote lo hacían ponerse nuevamente de pie. Su hermosopelaje afelpado había perdido suavidad y brillo. El pelo le caíalacio y sucio de barro, o pegajoso y duro por la sangre seca en loslugares donde había caído el garrote de Hal. Sus músculos se habíanreducido a unas cuerdas nudosas y la masa carnosa habíadesaparecido, con lo cual cada costilla y cada hueso de su cuerpose traslucía con toda claridad a través del pellejo fláccido, cuyospliegues revelaban el vacío del interior. Era desgarrador, pero elánimo de Buck era inalterable. El hombre del jersey rojo lo habíacomprobado.

Lo mismo que con Buck ocurría con sus compañeros. Eranesqueletos ambulantes. Eran siete en total, incluyéndolo a él. Laacumulación de sufrimientos los había vuelto insensibles a loslatigazos o los golpes del garrote. El dolor de los golpes era tansordo y remoto como lo que veían sus ojos y percibían sus oídos.Estaban vivos a medias, o quizá menos. No eran más que bolsas dehuesos en las que todavía alentaba un débil soplo vital. Cuandohabía una parada se dejaban caer medio muertos, y el soplo seatenuaba, se debilitaba y parecía extinguirse. Y cuando el látigo oel garrote les caía encima, el soplo se animaba y se levantabantambaleantes para reanudar la marcha con paso inseguro.

Llegó un día en que el afable Billie cayó y no pudo levantarse.Hal, como ya no tenía el revólver, cogió un hacha y allí mismo leasestó un golpe en la cabeza, tras lo cual liberó al cadáver delarnés y lo arrastró a un lado del camino. Buck lo vio todo, lomismo que sus compañeros, y todos se dieron cuenta de que aquellolo tenían muy cerca. Al día siguiente cayó Koona, y se quedaron encinco: Joe, demasiado exhausto para tener amargura; Pike, tullido ycojeando, sólo consciente a medias y no lo bastante como paraescaquearse; Sol-leks, el tuerto, que todavía se esforzabalealmente por cumplir su parte y se lamentaba por tener tan pocasfuerzas para tirar del trineo; Teek, que no había viajado tantocomo los otros ese invierno y que ahora recibía más golpes que losdemás por ser el más nuevo; y Buck, siempre a la cabeza del tiro,pero sin imponer disciplina ni quebrantarla, ciego de debilidad lamitad del tiempo, distinguiendo el camino por los reflejos y por elimpreciso tacto de sus patas.

Hacía un hermoso tiempo primaveral, pero ni los perros ni loshumanos eran conscientes de ello. Cada día el sol salía mástemprano y se ponía más tarde. Amanecía a las tres de la mañana yel atardecer se alargaba hasta las nueve de la noche. El día enteroera una llamarada de sol. El fantasmal silencio del invierno habíadado paso al intenso murmullo primaveral del despertar de la vida.Era un murmullo que surgía de toda la tierra, colmado de alegríavital. Surgía de las cosas que vivían otra vez y palpitaban, cosasque habían estado como muertas y que no se habían movido durantelos largos meses de frío. La savia subía por los vasos y fibras delos pinos. En los sauces y en los álamos estallaban tiernos brotes.Los arbustos y las enredaderas renovaban su capa de verdor.Cantaban los grillos por las noches, y de día mil especies deanimales se arrastraban con sigilo buscando el sol. En el bosquealborotaban las perdices y los pájaros carpinteros. Las ardillaschillaban, cantaban los pájaros, y, en el cielo, bandadas de patossalvajes que venían del sur graznaban formados en V para mejorhender el aire.

Desde las laderas llegaba el rumor, la música de invisiblesfuentes. Todo se deshelaba, se estremecía, se animaba. El Yukónhacía esfuerzos por liberarse del hielo que lo aprisionaba. El ríolo derretía por debajo y el sol por arriba. Se formaban bolsas deaire, fisuras que se ampliaban, y los fragmentos de hielocarcomidos acababan por desaparecer en el cauce. Y en medio de losestallidos, las turbulencias y las vibraciones de la vida quedespertaba, bajo el sol resplandeciente y con la brisa quesusurraba a su alrededor, avanzaban vacilantes los dos hombres, lamujer y los perros, como peregrinando hacia la muerte.

Con los perros cayéndose, Mercedes llorando encaramada altrineo, Hal profiriendo maldiciones inútiles y los ojos de Charlescon lágrimas de nostalgia, llegaron vacilantes al campamento deJohn Thornton, a la entrada de White River. En el momento en que sedetuvieron, los perros se desplomaron como si a cada uno lehubiesen asestado un golpe de muerte. Mercedes se secó los ojos ymiró a John Thornton. Charles se sentó en un tronco a descansar. Lohizo muy lenta y concienzudamente debido al fuerte agarrotamientode su cuerpo. Hal llevó la voz cantante. John Thornton le estabadando el último repaso a un mango de hacha que había hecho con unarama de abedul. Tallaba y escuchaba, respondía con monosílabos y,cuando se le pedía, daba escuetos consejos. Conocía el paño y dabasus consejos con la certidumbre de que no serían seguidos.

-Allá arriba nos dijeron que la senda por el río se estabadeshelando y que lo mejor que podíamos hacer era quedarnos -dijoHal en respuesta a la advertencia de Thornton de que no continuaranarriesgándose sobre el hielo quebradizo-. Dijeron que no podríamosllegar a White River, y aquí estamos. Y lo dijo con un despectivoretintín de triunfo.

-Y no faltaban a la verdad -contestó John Thornton-. El fondoestá a punto de desmoronarse. Sólo unos necios, con la suerte locaque tie nen a veces, podían hacerlo. Le digo la verdad: yo no mejugaría el pellejo sobre ese hielo ni por todo el oro deAlaska.

-Será porque usted no es un necio, supongo. De todas formas,nosotros continuaremos hacia Dawson -dijo, y desenrolló el látigo-.¡Arriba, Buck! ¡Venga! ¡Arriba! ¡Arre!

Thornton prosiguió con su tarea. Sabía que era inútilinterponerse entre un necio y su necedad, y que, por otra parte,dos o tres necios más o menos no cambiaban nada.

Pero los perros no se levantaron. Hacía mucho que habían entradoen una fase en la que sólo lo hacían a fuerza de golpes. El látigorestallaba indiscriminadamente y sin misericordia. John Thorntonapretó los labios. El primero en levantarse lentamente fueSol-leks. Lo siguió Teek. A continuación Joe, con ladridos dedolor. Pike hizo un esfuerzo extremo: dos veces cayó cuando yaestaba medio erguido, y al tercer intento consiguió tenerse en pie.Buck no hizo esfuerzo alguno. Permaneció tranquilamente tendidodonde había caído. El látigo se cebó en él una y otra vez, pero élni gimió ni forcejeó. Varias veces Thornton hizo amago de hablar,pero cambió de idea. Se le humedecieron los ojos y, mientras loslatigazos continuaban, él se levantó y se puso a caminar inquietode un lado a otro.

Era la primera vez que Buck fallaba, lo que era motivosuficiente para enfurecer a Hal, que cambió el látigo por elgarrote. Bajo la lluvia de golpes brutales que le caían encima,Buck se negó a moverse. Al igual que sus compañeros, apenas podíalevantarse; pero con la diferencia de que él había decidido nohacerlo. Tenía el vago presentimiento de un desastre inminente. Lohabía sentido muy intensamente cuando se habían arrimado a laorilla y ya no lo había abandonado. Como si al sentir bajo laspatas la capa fina y quebradiza de hielo se le hubiera manifestadoel presentimiento de que un desastre les esperaba en el lugaradonde su amo pretendía llevarlo. Se negó a moverse. Tanto habíasufrido y tan extenuado estaba que los golpes no le dolían. Y segúncontinuaban cayéndole, la chispa de la vida en su interior oscilabay se atenuaba. Estaba a punto de apagarse. El se sentíaextrañamente embotado. Era consciente, pero como desde muy lejos,de estar recibiendo golpes. Las últimas sensaciones de dolor seextinguieron. Ya no sentía nada, aunque alcanzaba a oír, muydébilmente, el impacto del garrote contra su cuerpo. Pero esecuerpo le parecía tan distante que ya no era el suyo.

Y entonces, de pronto, sin advertencia previa y emitiendo ungrito inarticulado como el de las fieras, John Thornton se abalanzósobre el hombre que empuñaba el garrote. Hal se tambaleó yretrocedió como si le hubiera sorprendido un árbol en su caída.Mercedes se puso a chillar. Charles levantó la vista vagamenteconfundido, se secó los ojos lacrimosos, pero el entumecimiento nole dejó levantarse.

John Thornton, luchando por mantener el control de sí mismoporque estaba poseído por una rabia convulsiva que le impedíahablar, se plantó delante de Buck.

-Si vuelves a golpear a este perro, te mato -logró finalmentedecir, en tono ahogado.

-El perro es mío -replicó Hal, limpiándose la boca sucia desangre mientras recuperaba el aliento-. Quítese de ahí o searrepentirá. Pienso ir a Dawson como sea.

Thornton estaba entre él y Buck y no mostraba la menor intenciónde quitarse de en medio. Hal sacó el largo cuchillo de caza.Mercedes chillaba, gritaba, reía, abandonada a su histeria. Con elmango del hacha, Thornton golpeó los nudillos de Hal, y el cuchilloque había soltado cayó al suelo. Y cuando intentó recogerlo, volvióa golpearlos. Luego se agachó, lo cogió él y, de un par de tajos,cortó las riendas de Buck.

A Hal no le quedaban arrestos para pelear. Además, tenía quededicar las manos, o más bien los brazos, a su hermana; por otraparte, Buck es taba demasiado cerca de la muerte y ya no sería útilpara tirar del trineo. Minutos después se apartaban de la orilla ymarchaban río abajo. Buck oyó que se iban y alzó la cabeza paramirar. Pike iba al frente, Sol-leks, de zaguero, y entre ambos, Joey Teek. Renqueaban y se tambaleaban. Mercedes iba sentada sobre lacarga del trineo. Hal llevaba la vara y Charles los seguía dandotumbos.

Mientras Buck los observaba, Thornton se arrodilló junto a él y,con sus toscas y bondadosas manos, lo palpó buscando huesos rotos.Cuando acabó con el examen sin haber encontrado más que muchascontusiones y un tremendo estado de inanición, el trineo se hallabaa unos quinientos metros de distancia. Hombre y perro observaban sulentísimo avance sobre el hielo. De pronto vieron que la partetrasera se hundía, formando un surco, y que la vara, con Halprendido de ella, daba vueltas en el aire. Hasta sus oídos llegó elgrito de Mercedes. Vieron a Charles girar y dar un paso atrás paraescapar, y entonces todo un bloque de hielo cedió, y perros yhombres desaparecieron. Lo único que quedó a la vista fue uninmenso agujero. La senda de hielo por el río se habíadeshelado.

John Thornton y Buck se miraron.

-Pobre animal -dijo John Thornton, y Buck le lamió la mano.

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