3 Una carrera electoral y una historia que trae cola

capitulo03
¡Sí que fue una asamblea extraña la que se celebró en la orilla! Las aves arrastraban el plumaje empapado y los otros animales tenían el pelo planchado contra el cuerpo, y todos chorreaban, incómodos y de mal humor.
El primer problema era, desde luego, pensar cómo iban a secarse. Cada quien expresó su opinión, y al cabo de unos minutos a Alicia le pareció que era lo más natural del mundo mantener aquella conversación como si se conocieran de toda la vida. Sobre todo sostuvo un prolongado debate con el Loro, que acabó por declarar, enfurruñado: —¡Soy más viejo que tú, y por lo tanto sé mejor lo que hay que hacer! —Cosa que Alicia no estaba dispuesta a admitir sin conocer su edad. Pero como el Loro se negó categóricamente a decir los años que tenía, el debate concluyó ahí.
Por fin, el Ratón, que parecía ejercer cierta autoridad sobre el resto de sus compañeros, ordenó:
—¡Sentaos todos y escuchadme! ¡Ya veréis como os dejo secos rápidamente!
Ante estas palabras, todos formaron un círculo a su alrededor. Alicia lo miraba fijamente con algo de ansiedad, pues estaba segura de que iba a agarrar un buen resfriado si no se secaba pronto.
—¡Ejem! —empezó el Ratón, dándose aires de importancia—. ¿Estáis todos preparados? Os voy a contar la historia más reseca que conozco. Silencio, por favor, que empiezo: «Puesto que el Papa se mostraba favorable a la causa de Guillermo el Conquistador, este recibió enseguida la sumisión de los ingleses, quienes, al estar acostumbrados a las conquistas y a las usurpaciones, estaban buscando unos nuevos dirigentes. Edwin y Morcar, los condes de Mercia y de Northumbria…».
—¡Brrr! —dijo el Loro con un escalofrío.
—Disculpa, ¿decías? —preguntó el Ratón cortésmente.
—¡Nada, nada! —se apresuró a responder el Loro.
—Ah, me había parecido —murmuró el Ratón—. Sigo: «Edwin y Morcar, condes de Mercia y de Northumbria, se declararon a favor; y hasta Stigand, el arzobispo de Canterbury, cuyo patriotismo era por todos conocido, encontrolo oportuno…».
—¿Encontró qué? —preguntó el Pato.
—Encontró «lo» —respondió el Ratón—. Imagino que sabrás lo que significa «lo».
—Sé perfectamente lo que significa «lo» cuando soy yo mismo el que lo encuentra —contestó el Pato—. Y, por lo general, «lo» suele ser un gusano o una rana. La cosa es qué encontró el arzobispo.
Sin hacer caso de la observación, el Ratón prosiguió su relato:
—«Encontrolo oportuno y acompañó a Edgard Atheling en su búsqueda de Guillermo para ofrecerle la corona. Al principio, la conducta de Guillermo fue moderada. Pero la insolencia de los normandos…». Bueno, querida, ¿qué tal te encuentras ahora? —interrumpió la narración para dirigirse a Alicia.
—¡Sigo igual de empapada! —se lamentó la niña—. Esta historia no me está secando en absoluto.
—En ese caso —declaró solemnemente el Dodo—, propongo que se aplace la sesión y que adoptemos sin dilación medidas enérgicas destinadas a…
—¡Habla en cristiano! —se quejó el Aguilucho—. No entiendo la mitad de esas cosas tan grandilocuentes que dices, y tampoco creo que tú mismo las entiendas.
Bajó la cabeza para ocultar una sonrisa burlona, pero algunos animales se rieron sin disimulo.
—Lo que quería decir —prosiguió el Dodo algo molesto— es que la mejor forma de secarnos sería organizar una carrera electoral.
—¿Qué es una carrera electoral? —preguntó Alicia, no porque tuviera especial interés en saberlo, sino porque el Dodo guardaba silencio y no parecía que nadie quisiera tomar la palabra.
—Pues verás, la mejor forma de explicar en qué consiste es organizar una —respondió.
(Y como a vosotros también podría apeteceros organizar una, en un día de invierno, voy a contaros lo que hizo el Dodo).
Primero, dibujó en el suelo los límites de una pista más o menos redonda:
—La forma exacta no tiene demasiada importancia —aclaró.
A continuación, todos los miembros del grupo se colocaron aquí y allá dentro de la pista. No hubo ningún «¡preparados, listos, ya!», sino que cada cual se ponía a correr por donde mejor le parecía y se paraba cuando lo estimaba conveniente, de tal modo que resultaba difícil decidir cuándo terminaba la carrera. No obstante, al cabo de una media hora de tumulto, todos quedaron completamente secos, y el Dodo declaró acabada la carrera. Entonces todos se agruparon en torno a él, jadeando y preguntando quién había ganado.
Para responder a esa pregunta, el Dodo necesitaba madurar la respuesta largo y tendido, de modo que permaneció sentado reflexionando, con un dedo en la frente (que es la misma postura que adopta Shakespeare en casi todos sus retratos), mientras el grupo guardaba silencio, expectante. Por fin, declaró: —Todos hemos ganado y todos debemos recibir un premio.
—Pero ¿quién va a hacer la entrega? —preguntaron los otros al unísono.
—¡Pues ella, por supuesto! —decidió el Dodo señalando a Alicia.
Todos los participantes rodearon a la niña, reclamando a voz en grito:
—¡Los premios! ¡Los premios!
Alicia no sabía qué hacer y, desesperada, rebuscó en sus bolsillos y encontró una caja de grageas (que, por fortuna, no se habían disuelto en el agua salada), y las repartió entre el corro. Había exactamente una para cada uno.
—Pero ella también tendrá que recibir un premio —observó el Ratón.
—Desde luego —asintió el Dodo muy serio y, dirigiéndose a Alicia, preguntó—: ¿Qué más tienes en los bolsillos?
—Solo un dedal… —respondió ella con desilusión.
—A verlo —ordenó el Dodo.
Una vez más, se apelotonaron todos a su alrededor, mientras el Dodo le ofrecía el dedal, declarando solemnemente:
—Te rogamos que aceptes este elegante dedal.
Cuando concluyó aquel breve discurso, todos aplaudieron. Alicia pensó que aquella ceremonia era totalmente absurda, pero los animales parecían tan serios que no se atrevió a reírse. Y, como no sabía qué responder, se limitó a hacer una ligera reverencia y a aceptar el dedal con gran solemnidad.
Lo siguiente era comerse las grageas, cosa que se llevó a cabo en medio de un total barullo y confusión, pues los pájaros grandes se quejaban de que las grageas no sabían a nada, mientras que los pequeños se atragantaban con ellas, y hubo que darles palmaditas en la espalda. No obstante, cuando hubieron terminado, se sentaron de nuevo en círculo y suplicaron al Ratón que les contara otra historia.
—Si lo recuerda, me había prometido que me contaría por qué odia a los g… y a los p… —dijo Alicia, sin pronunciar las palabras que podrían ofender al Ratón.
—Es que mi historia trae cola, una cola bien larga y bien triste… —respondió el Ratón, volviéndose hacia ella.
—¿Larga y triste? —preguntó Alicia—. Pues sí, es verdad que es larga —reconoció mientras contemplaba la cola del Ratón—. Pero ¿por qué triste? —y siguió pensando en aquel curioso problema mientras el Ratón hablaba, de modo que el relato que contó adoptó en la imaginación de Alicia la siguiente forma: El perro Furia amenazó a un ratón que en su casa se encontró:
«¡Vamos a juicio! Ven, que te acuso, aunque sea un abuso.
Te abro una causa, ¡te perseguiré sin pausa!».
El Ratón contestó: «Un pleito de esa
guisa, sin juez y sin jurado,
sin jurado, señor
estimado, es
un juicio de
risa». «Yo
seré el juez
y el jura-
do», dijo
Furia, el
perro
tai-
mado.
«Vere—
dicto
emi-
tiré, a
muer-
te
te
con
de-
na—
ré».
—No estás atendiendo —le reprochó el Ratón a Alicia con severidad—. ¿En qué estas pensando?
—Por favor, perdóneme —dijo Alicia humildemente—. Había llegado usted a la quinta curva, si no me equivoco.
—¡Eso lo dudo! —gruñó el Ratón, furioso.
—¿Cómo que un nudo? —Alicia oyó mal, y examinaba al Ratón con preocupación—: Si tiene un nudo, deje que lo ayude a deshacerlo —se ofreció, como siempre, dispuesta a ser útil.
—¡Ni hablar! —exclamó el Ratón, que se levantó y se alejó del grupo—. ¡Es insultante escuchar tamaños disparates!
—¡Ha sido sin querer! —decía en su defensa la pobre Alicia—. ¡Pero es que usted se enfada por cualquier cosa, la verdad!
Por toda respuesta el Ratón emitió un gruñido.
—Por favor, ¡vuelva y termine su relato! —le suplicó Alicia.
—¡Sí, por favor! —imploraron a coro los demás animales.
Pero el Ratón, sacudiendo la cabeza indignado, se alejó con paso ligero.
—¡Qué lástima que se haya ido! —suspiró el Loro.
Una mamá Cangrejo aprovechó para decirle a su hija:
—Hija mía, ¡así aprenderás a no perder la calma nunca más!
—¡Calla, mamá! —contestó irritada la joven Cangrejita—. Por Dios, ¡acabarías con la paciencia de una ostra!
—¡Cómo me gustaría que estuviera aquí Dina! —exclamó Alicia sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Nos traería al Ratón de vuelta en menos que canta un gallo!
—¿Y quién es Dina, si no es indiscreción? —preguntó el Loro.
Alicia, que siempre estaba encantada de hablar de su mascota preferida, respondió con gran entusiasmo:
—Dina es nuestra gata. Tendríais que ver cómo caza ratones, ¡no os lo podéis imaginar! ¡Y si la vierais persiguiendo a los pájaros! En cuanto ve uno, ¡se lo come de un bocado!
Aquellas palabras provocaron una reacción imprevista en la asamblea. Algunos pájaros salieron volando de inmediato; una vieja Urraca ahuecó las plumas concienzudamente y dijo:
—Creo que me voy a casa ya; el frío de la noche no es nada bueno para mi garganta.
Y un Canario llamó a sus hijos con voz temblorosa:
—¡Niños, nos vamos! Ya es hora de irse a la cama.
Con mil pretextos, todos se despidieron, y enseguida Alicia se quedó sola.
—No tendría que haber hablado de Dina —se lamentó—. A nadie por aquí parece gustarle, y eso que es la mejor gatita del mundo. ¡Mi Dina querida! ¡Me pregunto si volveré a verte alguna vez!
Y en esto la pobre Alicia se echó a llorar, pues se sentía muy sola y desconsolada. Pero al poco oyó a lo lejos un leve rumor de pasos y levantó los ojos, con la ligera esperanza de que el Ratón hubiera cambiado de opinión y hubiera decidido volver para terminar de contar su historia.