Alicia en el País de las Maravillas

8 El campo de croquet de la Reina

capitulo08

capitulo08

Junto a la entrada del jardín crecía un gran rosal. Estaba plagado de numerosas rosas blancas que tres jardineros se afanaban en teñir de rojo. Alicia, muy extrañada, se acercó y oyó que uno de ellos decía:

—¡Ten cuidado, Cinco! ¡Me estás salpicando de pintura!

—No lo he hecho aposta —respondió su compañero ásperamente—. ¡Es culpa de Siete, que me ha dado un codazo!

Siete lo miró y replicó indignado:

—¡Ah, muy bien, Cinco! ¡Para ti siempre es culpa de los demás!

—Mejor cierra el pico —replicó Cinco—. Ayer mismo oí que la Reina decía que merecías que te cortaran la cabeza.

—¿Y por qué? —preguntó el primer jardinero que había hablado.

—Eso no es de tu incumbencia, Dos —respondió Siete.

—Por supuesto que lo es —objetó Cinco—. Yo le voy a decir por qué: porque le has llevado a la cocinera bulbos de tulipán en vez de cebollas normales.

Siete arrojó al suelo su brocha. Había empezado a contestar:

—¡Vaya! De todas las injusticias del mundo… —Cuando su mirada se cruzó con la de Alicia, se quedó callado en el acto. Los otros dos se dieron la vuelta, y los tres hicieron una profunda reverencia.

—¿Podrían decirme por qué pintan las rosas de rojo? —preguntó Alicia con timidez.

Cinco y Siete no dijeron una palabra, pero miraron a Dos, que balbuceó:

—Pues verá, señorita, para decirle la pura verdad, este rosal tenía que haber sido rojo. Ahora bien, por error plantamos un rosal blanco, y si la Reina se entera nos cortará a todos la cabeza. Por eso hacemos todo lo posible antes de que llegue, para…

En ese momento, Cinco, que vigilaba el fondo del jardín, gritó con gran angustia:

—¡La Reina! ¡La Reina!

Instantáneamente, los tres jardineros se arrojaron al suelo bocabajo. Se oyó un ruido de pasos; Alicia se dio la vuelta, encantada con la idea de ver a la Reina.

Abrían la marcha diez soldados portando bastos. Eran muy parecidos a los jardineros, igual de planos y rectangulares que ellos, con manos y pies en cada esquina de su cuerpo. Luego, desfilando por parejas, aparecieron diez cortesanos, vestidos con ropajes bordados de diamantes.

A continuación llegaron diez adorables infantes reales, que desfilaban alegremente cogidos de la mano y dando brincos. Llevaban corazones de arriba abajo y caminaban delante de los invitados, que eran en su mayoría reyes y reinas. Entre ellos, Alicia reconoció al Conejo Blanco. Parecía muy nervioso e inquieto, hablaba atropelladamente y sonreía a todo lo que le decían. Pasó cerca de Alicia sin reparar en ella.

Detrás de él, la Sota de Corazones llevaba la corona real sobre un cojín de terciopelo y, cerrando el suntuoso cortejo, aparecieron por fin el Rey y la Reina de Corazones.

Alicia dudaba si no debería también ella tumbarse boca abajo, como los tres jardineros, pero no recordó que fuera ese el protocolo cuando pasaba un desfile.

«En realidad —pensó—, ¿para qué serviría un cortejo si todo el mundo se tumbara boca abajo y nadie pudiera verlo pasar?».

Así que esperó sin moverse de su sitio.

Cuando todos los personajes llegaron a la altura de Alicia, se detuvieron para mirarla y, con un tono adusto, la Reina preguntó a la Sota de Corazones:

—¿Quién es esa?

Sin responder, la Sota de Corazones se inclinó esbozando una sonrisa.

—¡Imbécil! —gritó la Reina levantando la barbilla con impaciencia. Luego se volvió hacia Alicia y le preguntó:

—¿Cómo te llamas, niña?

—Me llamo Alicia, Majestad —respondió Alicia con mucha educación, y añadió para sus adentros: «Bueno, en realidad son solo una baraja de naipes, no debo tener miedo».

—¿Y esos quiénes son? —preguntó la Reina señalando a los tres jardineros, que seguían postrados boca abajo junto al rosal.

Como estaban acostados con la cara contra el suelo y el dibujo de su espalda era el mismo que el de las otras cartas de la baraja, lógicamente resultaba imposible saber si eran jardineros, soldados, cortesanos o incluso infantes reales.

—¿Y cómo voy a saberlo? —respondió Alicia, sorprendida de su propio atrevimiento—. No es asunto mío…

La Reina enrojeció de ira. Echó a Alicia una mirada atroz y empezó a gritar:

—¡Que le corten la cabeza!

—¡Eso es ridículo! —exclamó rápidamente Alicia con tono decidido.

La Reina se quedó sin palabras.

—Piénsalo bien, querida —murmuró el Rey amedrentado, mientras posaba una mano en el hombro de su esposa—. ¡Pero si no es más que una niña!

La Reina, frenética, lo apartó y ordenó a la Sota que diera la vuelta a los jardineros; con cuidado, la Sota les dio la vuelta con el pie.

—¡Arriba! —ordenó la Reina de un grito.

En un santiamén, los tres jardineros se levantaron de un salto y ejecutaron una serie de reverencias ante los miembros del cortejo, los infantes reales, el Rey y la Reina.

—¡Parad! Me estáis mareando —ordenó la Reina y, señalando el rosal, dijo—: ¿Se puede saber qué estabais haciendo?

—Con permiso de Vuestra Majestad —empezó a explicar Dos humildemente—, estábamos…

—¡Ya lo veo! —le interrumpió la Reina cuando examinó las rosas—. ¡Que les corten la cabeza!

Y la procesión continuó su marcha, dejando tras de sí a tres soldados encargados de ejecutar a los desgraciados jardineros. Estos tres, muertos de angustia, se precipitaron hacia Alicia implorándole que los protegiera.

—¡Nadie os va a decapitar! —exclamó mientras los escondía en un gran tiesto de flores que había allí cerca.

Durante unos instantes, los soldados los buscaron por todas partes, y luego se reunieron tranquilamente con sus compañeros.

—¿Les habéis cortado las cabezas? —gritó la Reina.

—¡Han desaparecido por completo, Majestad! —respondieron los soldados.

—Perfecto. ¿Sabes jugar al croquet? —vociferó la Reina.

Los soldados miraron a Alicia, pues era obvio que la pregunta iba dirigida a ella.

—¡Sí! —contestó Alicia desgañitándose.

—¡Entonces ven conmigo! —gritó la Reina.

Alicia sintió gran curiosidad por lo que iba a suceder y se sumó corriendo al cortejo.

—Hace muy bueno hoy, ¿verdad? —susurró una tímida vocecilla muy cerca.

Era el Conejo Blanco, que caminaba a su lado observándola con preocupación.

—Sí, muy bueno —respondió Alicia—. ¿Dónde está la Duquesa?

—¡Shhh! ¡Shhh! —chistó el Conejo dándose la vuelta con gran apuro.

Luego se puso de puntillas y acercó la boca al oído de Alicia:

—La han condenado y van a cortarle la cabeza —le explicó en un susurro.

—¿Por qué será?

—Disculpa, ¿has dicho «qué pena me da»?

—No, no, no he dicho «qué pena me da», pues la Duquesa no me inspira ninguna pena. He dicho «por qué será». ¿Qué ha hecho?

—Ha abofeteado a la Reina… —empezó a explicar el Conejo.

Alicia soltó una carcajada, por lo que el Conejo murmuró con voz temblorosa:

—¡Shhh! ¡Por favor, te va a oír la Reina! Verás, la Duquesa ha llegado tarde y la Reina le ha dicho…

—¡Todos a vuestros puestos! —exclamó la Reina con una voz atronadora.

En el acto, todo el mundo se puso a correr a diestro y siniestro, y se chocaban unos contra otros, pero al cabo de unos instantes todos ocuparon su sitio y empezó el partido.

Alicia nunca había visto un campo de croquet tan raro como aquel: el suelo estaba abollado; las pelotas eran erizos vivos, los mazos eran flamencos y los arcos los formaban soldados que se doblaban haciendo el puente.

La primera dificultad que tuvo que sortear Alicia fue aprender a sujetar su flamenco. No le costaba demasiado inmovilizarlo bajo el brazo, con las patas colgando, y hasta lograba ponerle el cuello tieso, pero casi siempre, cuando se disponía a golpear al erizo, el flamenco se daba la vuelta para mirarla con una expresión tan estúpida que no podía contener la risa. Luego, cuando lo ponía boca abajo y volvía a intentarlo, veía con desesperación que el erizo se había desenroscado y se alejaba sigilosamente. Por último, siempre había un hoyo o un montículo justo en el lugar en el que quería meter al erizo, y encima los soldados-arco no paraban de cambiar de sitio, así que Alicia llegó a la conclusión de que era un juego sumamente difícil.

Los participantes jugaban todos a la vez, se peleaban sin cesar y se birlaban los erizos unos a otros. Pronto la Reina montó en cólera y recorrió el campo dando patadas y gritando:

—¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten la cabeza! —A razón de una cabeza por minuto.

Alicia empezaba a preocuparse. Era verdad que todavía no había discutido con la Reina, pero presentía que iba a ocurrir de un momento a otro. «Y en ese caso —pensaba—, ¿qué va a ser de mí? Esta manía suya de ir cortando cabezas es terrorífica. Me parece increíble que queden tantos supervivientes por aquí».

Estaba tratando de inspeccionar el lugar para ver qué posibilidades tenía de escapar sin que la vieran, cuando, de pronto, observó una extraña aparición en el aire. Al principio no supo de qué se trataba, pero después de observar unos minutos comprendió que era una sonrisa que se estaba dibujando poco a poco, y se acordó del Gato de Chester.

—Por fin voy a tener alguien con quien hablar —dijo encantada.

—¿Qué tal estás? —preguntó el Gato cuando su boca terminó de formarse del todo.

Alicia esperó a que aparecieran los ojos para saludarlo con un movimiento de cabeza. «Para qué voy a hablar con él si no aparece al menos una de sus dos orejas» —pensó.

Al cabo de un minuto, se materializó toda la cabeza. Sin duda, el Gato consideró que ya era suficiente, y no dejó ver el resto del cuerpo. Alicia soltó el flamenco y, muy contenta de tener a alguien que la escuchara, empezó a contar el partido.

—En mi opinión no están jugando como es debido —protestó—. Y se pelean tanto que no se entiende lo que dicen. Además, no parece que haya reglas en este juego, o, si las hay, desde luego nadie las respeta… Y no se imagina lo difícil que resulta jugar con instrumentos vivos. Por ejemplo, en este momento, el arco por el que tengo que meter la bola se está yendo hacia el otro extremo del campo, y estoy segura de que podría haberle dado un buen golpe al erizo de la Reina si este no hubiese echado a correr al ver el mío.

—¿Te cae bien la Reina? —susurró el Gato.

—¡En absoluto! Es tan sumamente… —En ese momento, Alicia vio que la Reina estaba muy cerca, escuchando la conversación, y siguió diciendo—:… diestra en este juego, que no merece la pena seguir el partido.

La Reina se alejó con una sonrisa.

—¿Con quién hablas? —preguntó el Rey, que se acercó a Alicia mirando con interés la cabeza del Gato.

—Con mi amigo el Gato de Chester. Permitidme que os lo presente.

—No me gusta nada su expresión —declaró el Rey—. Pero puede hacerme el besamanos si lo desea.

—Preferiría abstenerme —replicó el Gato.

—No seas impertinente —dijo el Rey—. ¡Y no me mires de ese modo! —añadió, y fue a esconderse detrás de Alicia.

—Un Gato tiene derecho a mirar a un rey —recordó Alicia—. Lo leí una vez, pero ya no recuerdo en qué libro…

—Tal vez, pero este Gato tiene que marcharse —decidió el Rey, y llamó a su real esposa, que pasaba por allí—: Querida, me gustaría que hicieras desaparecer a este Gato.

La Reina solo sabía resolver los problemas de una manera.

—¡Que le corten la cabeza! —exclamó, sin siquiera darse la vuelta.

—Voy a buscar al verdugo —dijo el Rey, y se alejó a todo correr.

Alicia pensó que más le valía volver a jugar, pues a lo lejos oía que la Reina vociferaba fuera de sí. Ya había condenado a tres jugadores por haberse saltado su turno, y Alicia estaba preocupada, pues el partido era tal desbarajuste que le resultaba imposible adivinar cuándo le tocaba jugar a ella. Así pues, fue a buscar a su erizo.

Este estaba luchando contra otro erizo, y Alicia pensó que era una excelente oportunidad para hacer una carambola. El problema era que su flamenco se había escapado al fondo del jardín, y desde allí intentaba inútilmente salir volando para posarse en una rama.

Cuando lo recuperó y lo llevó a su sitio, la batalla había terminado y los dos erizos habían desaparecido.

—No pasa nada —pensó Alicia—, pues ya solo queda un arco en este lado del campo.

Entonces, atenazando al flamenco bajo su brazo para que no volviera a escaparse, se acercó a su amigo el Gato para charlar con él.

Cuando llegó al lugar donde él estaba, se sorprendió al ver la cantidad de público que lo rodeaba: el verdugo, el Rey y la Reina mantenían una acalorada discusión, mientras que el resto de asistentes, que parecían muy incómodos, no decía ni pío.

En cuanto Alicia se unió al grupo, los tres le pidieron ayuda para resolver una cuestión que los traía de cabeza. Cada uno de ellos sostenía una opinión, pero, como hablaban todos a la vez, la niña apenas comprendía lo que decían.

El verdugo repetía que era imposible cortar una cabeza si no estaba unida a un cuerpo, que él nunca había hecho nada parecido y que no estaba dispuesto a empezar a hacerlo a su edad.

El Rey repetía que toda cabeza podía ser cercenada, con o sin cuerpo, y que lo que decía el verdugo era una insensatez.

La Reina mantenía que, si no se encontraba de inmediato una solución, todo el mundo sería ejecutado en el acto (y esta última observación explicaba la expresión de gravedad y desasosiego de la concurrencia).

Alicia, por fin, declaró:

—Este Gato pertenece a la Duquesa. Es a ella a quien debe consultarse.

—Está detenida. ¡Tráemela! —ordenó la Reina al verdugo.

Este desapareció como el rayo.

La cabeza del Gato, que había empezado a borrarse cuando el verdugo se marchó, había desaparecido por completo cuando este volvió, escoltando a la prisionera. Entonces, el Rey y el verdugo empezaron a buscarlo frenéticamente, mientras el resto de la audiencia volvía al juego.

Descargar Newt

Lleva Alicia en el País de las Maravillas contigo