Alicia en el País de las Maravillas

5 Los consejos de la Oruga

capitulo05

capitulo05

Tras observarse mutuamente durante un buen rato, la Oruga se sacó el narguile de la boca y, con voz adormilada, preguntó:

—¿Y tú quién eres?

No es que fuera una forma muy alentadora de entablar conversación.

—Yo… Es que no lo tengo muy claro, señora, al menos por ahora —respondió Alicia un poco cohibida—. En realidad, cuando me he levantado esta mañana sí que sabía exactamente quién era, pero me temo que desde entonces he sufrido varias transformaciones.

—¿A qué te refieres? —preguntó la Oruga con aspereza—. ¡Explícate!

—Creo que no voy a ser capaz, señora, dado que yo ya no soy yo, ¿comprende?

—Pues no, no comprendo nada —gruñó la Oruga.

—Me temo que no voy a poder ser más clara —respondió Alicia amablemente—; ni siquiera yo misma comprendo lo que me pasa. Cuando una cambia de tamaño tantas veces como yo, y en un solo día, se queda, cuando menos, algo turbada. Es comprensible, ¿no le parece?

—¡Pues no! —exclamó la Oruga.

—Usted, lógicamente, todavía no lo sabe —prosiguió Alicia—, pero cuando se transforme en crisálida (cosa que, sin duda, le ocurrirá antes o después) y luego en mariposa, sin duda le parecerá bastante extraño.

—¡En absoluto! —replicó la Oruga.

—Bueno, tal vez a usted le dé igual —dijo Alicia—, pero a mí, desde luego, me resultaría de lo más extraño…

—¡A ti! ¿Pero quién eres tú? —dijo la Oruga con desprecio.

Y así volvieron al punto de partida. Un poco molesta por el tono tan seco con el que se dirigía a ella, Alicia se enderezó todo lo que pudo y declaró muy dignamente:

—Creo que es usted la que debería decirme quién es, en primer lugar.

—¿Y eso por qué? —replicó extrañada la Oruga.

Era una pregunta muy embarazosa. Como no encontraba una respuesta convincente, y la Oruga se mostraba realmente antipática, Alicia se giró sobre sus talones y se alejó.

—¡Vuelve aquí! —le gritó la Oruga—. ¡Tengo una cosa importante que decirte!

Esperanzada, la niña se dio la vuelta.

—¡Debes aprender a mantener la calma! —le previno la Oruga.

—¿Eso es todo? —preguntó Alicia aplacando su cólera lo mejor que pudo.

—No.

Como no tenía nada mejor que hacer, Alicia decidió esperar. Al fin y al cabo, tal vez la Oruga le transmitiera una enseñanza interesante.

Durante unos minutos, la Oruga fumó en silencio y, por fin, descruzando los brazos, se sacó el narguile de la boca y preguntó:

—De modo que, en tu opinión, te han cambiado, ¿es así?

—Eso me temo, señora. Ya no recuerdo las cosas como antes… Y me resulta imposible mantener la misma estatura durante diez minutos seguidos.

—¿Y qué cosas no recuerdas?

—Verá, he intentado recitar Ved cómo la laboriosa abeja —respondió Alicia con melancolía—, pero me venían a la cabeza unos versos completamente distintos.

—Recítame Sois ya viejo, padre William —le ordenó la Oruga.

Alicia juntó las manos y empezó a recitar:

—Sois ya viejo, padre William,

pero, pese a vuestras canas,

vais por ahí haciendo el pino,

y eso no es cosa muy sana.

Le dice el padre a su hijo:

—Al contrario que hace años,

no creo que la gimnasia

a mi coco cause daño.

—Estáis gordo, padre William,

mas, con todo vuestro peso,

entráis dando volteretas,

¿propio es eso de un obeso?

Le dice el padre a su hijo:

—Más flexible soy que antes,

gracias a este bebedizo.

¿Quieres probarlo, tunante?

—Dientes ya no os quedan, padre,

en la quijada y, en cambio,

¡una oca, con sus huesos,

entera habéis devorado!

—Hablé tanto ante los jueces

en mis días de letrado

que la quijada y los dientes

intactos se han conservado.

—La vista tenéis cansada,

conque decidme, mi padre,

¿cómo hacéis el equilibrio

con esta anguila tan grande?

—¡Hijo, por Dios, ya es bastante!

Hoy estoy muy ocupado.

Deja de hacerme preguntas

¡y vete a freír espárragos!

—¡Lo has recitado fatal! —observó la Oruga.

—Sí, me temo que no muy bien —reconoció Alicia humildemente—. He cambiado algunas palabras…

—¡Está mal de principio a fin! —sentenció la Oruga con tono categórico.

Al cabo de unos minutos, volvió a hablar:

—¿Qué estatura desearías tener?

—La verdad es que me da un poco igual —se apresuró a responder Alicia—. Lo que no me gusta nada es andar cambiando todo el tiempo, ¿sabe?

—No, no sé nada —respondió la Oruga.

Alicia guardó silencio. Nunca hasta ese momento le habían llevado tanto la contraria, y empezaba a perder la calma.

—¿Te gusta el tamaño que tienes ahora? —preguntó la Oruga.

—Bueno, no me importaría ser un poco más alta, si no es molestia. Ocho centímetros es una estatura realmente ridícula.

—¡A mí me parece estupenda! —replicó la Oruga irguiéndose (medía exactamente ocho centímetros).

—Ya, pero yo no estoy acostumbrada —explicó Alicia con desesperación.

Y pensó: «¡Ojalá estas criaturas no se sintieran ofendidas a la primera de cambio!».

—Con el tiempo acabarás acostumbrándote —dijo la Oruga.

Y se puso a dar caladas otra vez. Esta vez, Alicia esperó pacientemente a que la Oruga decidiera volver a dirigirle la palabra. Al cabo de un par de minutos, esta se sacó el narguile de la boca, dio un par de bostezos y se estiró. Luego bajó de la seta y se alejó reptando por la hierba. A modo de despedida, se limitó a decir: —Uno de los lados te hará crecer, y el otro te hará menguar.

«¿Uno de los lados de qué? ¿El otro lado de dónde?», se preguntó Alicia.

—¡De la seta! —respondió la Oruga, como si Alicia hubiera hecho la pregunta en voz alta, y luego desapareció.

Alicia pasó un rato contemplando la seta, tratando de adivinar dónde tendría los dos lados. Como era perfectamente redonda, la solución no era nada fácil; pero al final rodeó el hongo con los dos brazos y las dos manos y arrancó un trozo de cada extremo.

«Y ahora, ¿cuál será el bueno?», se preguntó, dando un mordisquito al trozo que tenía en la mano derecha. Al momento, notó que la barbilla chocaba bruscamente con los pies.

Se llevó un susto de muerte por aquel repentino resultado, y comprendió que estaba menguando muy rápidamente; así pues, sin un segundo que perder, decidió probar el otro trozo. La barbilla estaba tan aplastada contra los pies que apenas pudo abrir la boca, pero al final logró morder el pedazo de la mano izquierda.

—¡Por fin tengo la cabeza libre! —dijo aliviada, pero casi al instante, el alivio se convirtió en preocupación: ¡le habían desaparecido los hombros! Todo lo que alcanzaba a ver era un cuello desmesuradamente largo que parecía brotar como el tallo de una planta descomunal del bosque que se extendía a sus pies.

«¿Dónde se habrán metido mis hombros? —se preguntó Alicia—. ¡Oh, pobres manitas mías! ¿Cómo es que ya no las veo?». Las agitó mientras hablaba, pero no notó nada, salvo un ligero temblor entre las hojas de los árboles.

Como, por lo que se veía, no iba a poder subir las manos a la cabeza, intentó bajar la cabeza hasta las manos, y descubrió encantada que podía retorcer el cuello en todas las direcciones, como una serpiente. Acababa de curvarlo hacia abajo en un elegante zigzag, y se disponía a hundir la cabeza en la hojarasca, cuando un silbido agudo la hizo retroceder. Una gran paloma, batiendo las alas, se abalanzó brutalmente contra su rostro.

—¡Serpiente del demonio! —gritó.

—¡No soy ninguna serpiente! —protestó Alicia con indignación—. ¡Haga el favor de dejarme en paz!

—¡Serpiente, serpiente del demonio! —insistió la Paloma, y luego añadió gimoteando—: ¡Oh, lo he intentado todo, pero nada!

—De verdad que no entiendo lo que quiere decir —dijo Alicia.

—He probado en las raíces de los árboles, en las orillas de los ríos y en los setos —prosiguió la Paloma sin prestarle atención—. ¡Pero es imposible quitárselas de encima!

Alicia, cada vez más intrigada, decidió que era mejor esperar a que la Paloma terminara su monólogo.

—¡Como si no fuese bastante con tener que incubar huevos! —continuó—. ¡Encima me toca hacer guardia noche y día por culpa de las dichosas serpientes! Lo juro, ¡llevo tres semanas sin pegar ojo!

—¡Lo siento mucho! —dijo Alicia, que empezaba a comprender.

—Y justo cuando por fin me instalo en la copa más alta —siguió lamentándose la Paloma con un quebranto en la voz—, cuando por fin creía que me había librado de ellas, ¡se ponen a bajar del cielo zigzagueando! ¡Bu! ¡Serpiente! ¡Serpiente!

—¡Pero le aseguro que no soy una serpiente! —afirmó Alicia—. Soy una… una…

—¿Una qué, a ver? —se impacientó la Paloma—. Se nota que estás inventándote un cuento.

—Soy… una niña pequeña —dijo Alicia, sin demasiada convicción, al recordar todos los cambios que había sufrido aquel día.

—¡Salta a la vista! —gritó la Paloma con desprecio—. He visto muchas niñas pequeñas y ninguna tenía un cuello como el tuyo. ¡Que no, que no! ¡Que tú eres una serpiente, por mucho que lo niegues! Y luego me dirás que no has comido huevos en tu vida, ¿verdad?

—Pues claro que he comido huevos —confesó Alicia, que no sabía mentir—. Pero las niñas también comen huevos.

—¡No me creo una palabra de lo que dices! Pero si lo que dices es verdad, significa que las niñas son una clase de serpientes, ¡y punto!

Era una idea tan nueva para Alicia que se quedó sin palabras, y la Paloma aprovechó para añadir:

—Sé perfectamente que estás buscando huevos, por tanto, ¿qué me importa que seas una serpiente o una niña?

—Pues a mí sí me importa, y mucho —contestó Alicia—. Pero de momento no estoy buscando ningún huevo. Y aunque así fuera, no querría los suyos: ¡no me gustan los huevos crudos!

—Bueno, pues entonces fuera de aquí —gruñó la Paloma volviendo a su nido.

Alicia bajó al suelo como pudo; el cuello se le enganchaba en las ramas de los árboles y tuvo que detenerse varias veces para desenredarlo. Luego recordó que todavía conservaba los trocitos de seta, y se puso a mordisquearlos con mucho cuidado, primero uno, luego el otro, y crecía unas veces, menguaba otras, hasta que consiguió recuperar su estatura normal.

La había perdido hacía tanto tiempo que al principio le costó adaptarse. Pero enseguida se acostumbró y volvió a charlar consigo misma.

—¡Ya está! ¡He cumplido la mitad de mi plan! Realmente estas transformaciones son extraordinarias: nunca sé lo que va a ser de mí de un minuto a otro. Pero bueno, ya tengo mi tamaño de siempre. Ahora solo me queda entrar en el jardín maravilloso… ¿Cómo lo conseguiré?

Diciendo esto, llegó a un claro del bosque en el que se alzaba una casita de aproximadamente un metro y veinte centímetros de alto.

«Me pregunto quién vivirá aquí —pensó Alicia—, pero no puedo presentarme con esta estatura. Se morirían del susto, seguro».

Así pues, volvió a morder el trozo que tenía en la mano derecha, y hasta que no llegó a los veinticinco centímetros de altura no se acercó a la casa.

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