Primeros estudios y formación
En un principio, parecía que Marie lo tenía todo para ser una niña feliz, pero durante su infancia vivió dos grandes dramas. El más terrible fue que su hermosa y cultivada madre, Bronisława Boguska, enfermó de tuberculosis poco después de que ella naciera y murió cuando Marie tenía diez años. Ello causó un efecto devastador en toda la familia, pero muy especialmente en su hija pequeña, que la adoraba, y a la cual, por miedo a contagiarla, nunca abrazó.
El otro gran drama en la vida de Marie fue consecuencia de la situación política de Polonia. Desde 1772 el país había desaparecido como Estado y estaba dividido entre Austria, Rusia y Prusia. Varsovia y sus alrededores se hallaban bajo la dominación rusa, cuyo Gobierno había aplastado todo atisbo de rebelión. El abuelo paterno de Marie participó en la revuelta de los jóvenes cadetes que tuvo lugar en 1830 y, tras ser detenido, tuvo que recorrer descalzo 200 km hasta la prisión de Varsovia en la que fue internado. Los cadáveres de los cabecillas que participaron en el levantamiento de 1863 estuvieron colgados en la fortaleza de Varsovia, no lejos de la casa de la calle Freta donde Marie nació cuatro años después, el 7 de noviembre de 1867; sus padres ya tenían otros cuatro hijos: Zofia, Józef, Bronia y Helena.
La represión del levantamiento de 1863 no solo afectó a los que habían participado directamente en la revuelta, sino a todo el pueblo polaco, ya que las autoridades rusas prohibieron el uso del idioma polaco y la enseñanza de la historia y literatura nacionales. No cumplir alguna de estas prohibiciones entrañaba un destierro a Siberia. Este proceso de rusificación era sufrido especialmente por los niños en edad escolar, que debían realizar todos sus estudios en un idioma que les era extraño. A pesar del peligro, una gran parte de los profesores polacos llevaban a cabo una doble enseñanza: una clandestina, en el idioma nativo, que incluía la historia y literatura polacas, y otra oficial, en ruso. Mucho después, la propia Marie describió aquellos momentos en sus Notas autobiográficas:
Los niños eran objeto de sospecha y espionaje; sabían que una sola conversación en polaco o un comentario imprudente les perjudicarían gravemente no solo a ellos, sino también a sus familias. Era tal la hostilidad que perdían la alegría de vivir y de forma prematura el desasosiego y la indignación se apoderaban de su infancia.
PRIMEROS ESTUDIOS Y FORMACIÓN
Cuando los inspectores rusos visitaban su colegio, Marie solía ser la alumna elegida para contestar sus preguntas porque hablaba y escribía ruso a la perfección, aunque le mortificaba extraordinariamente tener que atender a los requerimientos de quienes consideraba esbirros de las autoridades rusas. El sentimiento nacionalista anidó bien pronto en su corazón y permaneció siempre en él, a pesar de que con el tiempo Marie haría de Francia su país de adopción.
La rusificación de Polonia trajo más desgracias a la casa de Marie, pues cesaron a su padre Władysław Skłodowski como director del instituto en el que daba clase debido a su nacionalismo. El padre de Marie tuvo que ocupar puestos de menor categoría y salario, hasta que finalmente fue expulsado del sistema de enseñanza público. Para mantener a su familia se vio obligado a admitir huéspedes, a los que proporcionaba alojamiento, pensión completa e instrucción. Ello tuvo la consecuencia de dejar a dos de sus hijas, Marie y Helena, sin dormitorio: ambas pasaban la noche en los sofás del comedor, que debían desalojar al amanecer para que los huéspedes pudieran tomar el desayuno. Pero lo peor fue que alguno de estos huéspedes debió de llevar a la casa chinches y otros parásitos que contagiaron de tifus a dos de los hermanos de Marie, causando la muerte de Zofia, la hija mayor. La madre, ya muy enferma a causa de la tuberculosis, nunca se recuperó de esta tragedia y murió un año después. A partir de entonces la relación de Marie con su padre y hermanos, particularmente con Bronia, se hizo aún más estrecha.
La difícil situación económica y las muertes familiares no impidieron que Marie terminara a los quince años la educación secundaria con las máximas calificaciones, incluida una mención de honor. A pesar de sus vehementes deseos de seguir estudiando, ni ella ni sus hermanas pudieron ir a la Universidad de Varsovia, porque en ella, como en todas las universidades del Imperio ruso, estaba vedado el acceso a las mujeres. Tampoco pudieron matricularse en una universidad extranjera, porque la ya deteriorada situación económica de la familia se había terminado de hundir cuando Władysław invirtió sus ahorros en un negocio, organizado por uno de sus cuñados, que resultó ruinoso.
Pero ni Marie ni Bronia estaban dispuestas a renunciar a su sueño de ir a París, a la Universidad de la Sorbona, que sí admitía mujeres. Para alcanzar esta meta, Marie propuso a Bronia un pacto según el cual ella trabajaría para pagar los estudios de Medicina de su hermana, y cuando esta los finalizara y comenzara a trabajar, sería Bronia la que financiase los estudios de Marie. Ambas hermanas cumplieron el pacto, pero pasaron siete años antes de que Marie pudiera viajar a París. En el transcurso de los mismos Marie se enamoró del hijo mayor de la familia para la que trabajaba como institutriz, Kazimierz Zorawski, hasta el punto de que hicieron planes de boda. Pero la pareja topó con la oposición frontal de los padres del joven, y el compromiso se deshizo, lo que llenó a Marie de tristeza y amargura cuando aún no había cumplido veinte años.
Durante los años de espera Marie participó activamente en la Universidad Volante, una organización clandestina de enseñanza superior. La mayor parte de sus alumnos eran mujeres, dado que ellas tenían vedado el acceso a cualquier otra forma de educación superior y, en la sojuzgada sociedad polaca, las mujeres tenían un papel protagonista, pues la causa anti-rusa no podía prescindir de nadie. Estas clases, que por motivos de seguridad se impartían cada día en un lugar diferente, fueron determinantes para la futura investigadora. En efecto, durante las mismas Marie, que por aquel entonces escribía poesía y consideraba la posibilidad de convertirse en escritora, confirmó su afición a la ciencia y decidió que dedicaría a ella su vida.
Además, en esa época Marie obtuvo unos conocimientos que habrían de revelarse fundamentales en su futuro trabajo científico. Uno de sus primos matemos, Józef Boguski, director del Museo de Industria y Agricultura, que había realizado estudios de Química en San Petersburgo, le proporcionó la oportunidad de realizar experimentos en un laboratorio. Se trataba de una actividad particularmente difícil en la Polonia bajo autoridad rusa, porque esta había prohibido expresamente a los polacos realizar trabajos experimentales. La reproducción de los experimentos que había encontrado descritos en los textos de química durante incontables tardes de domingo le proporcionó a Marie una base que habría de serle muy útil durante su tesis doctoral.
Józef Boguski había estudiado con el químico Dmitri Mendeléyev, del que posteriormente fue asistente. En 1869, un par de años después del nacimiento de Marie, Mendeléyev había creado la tabla periódica de los elementos químicos. Se trataba de una ingeniosa forma de ordenar los elementos conocidos hasta entonces en columnas que reunían a los que tenían propiedades químicas parecidas. Una de las intuiciones más geniales de Mendeléyev fue predecir la existencia de elementos aún no descubiertos que habrían de rellenar los «huecos» de su magna tabla. Cuando científicos franceses y alemanes descubrieron varios de los elementos cuya existencia había predicho Mendeléyev, este alcanzó fama mundial. Para que Marie tuviera la amplitud de miras que le permitiría en el futuro descubrir nuevos elementos, fue crucial el convencimiento de Mendeléyev de que había elementos químicos que tenían que existir, aunque nadie los hubiera descubierto aún.


FOTO SUPERIOR: Los hijos de la familia Skłodowski: de izquierda a derecha, Zofia (nacida en 1862), Helena (1866), Marie (1867), Józef (1863) y Bronia (1865).
FOTO INFERIOR IZQUIERDA: La madre de Marie, Bronisława Boguska, fallecida en 1878.
FOTO INFERIOR DERECHA: Władysław Skłodowski junto a sus hijas Marie, Bronia y Helena, fotografiados en 1890.
LA TABLA PERIÓDICA DE MENDELÉYEV

Un laboratorio de química no está completo sin una tabla periódica colgando de sus paredes y, en general, a un profesor de Química le parece imposible abordar la enseñanza de su materia sin hacer referencia a ella. La tabla periódica se debe a Dmitri Mendeléyev (1834-1907), un ilustre químico nacido en Siberia. Cuando en 1867 Mendeléyev se enfrentó por primera vez a la tarea de enseñar química inorgánica a sus alumnos de San Petersburgo se encontró con multitud de compuestos, elementos y reacciones sin relación aparente. Con el fin de organizar tal caos, el profesor resumió la información sobre cada elemento en pequeñas tarjetas, las puso en orden creciente de sus pesos atómicos y las agrupó de todas las formas posibles. Desesperado por no encontrar un principio rector, Mendeléyev se durmió sobre su mesa de trabajo y soñó con algo parecido a la tabla periódica. Al despertarse, confeccionó una tabla en la cual el peso atómico de los elementos reflejados en las filas aumentaba de izquierda a derecha. Las columnas, que se denominarían «grupos», incluían los elementos que tenían propiedades químicas similares. Así surgió el germen de la tabla periódica, la principal guía de las propiedades químicas y físicas de los elementos y sus compuestos. Sin embargo, la tabla de Mendeléyev no fue el primer intento de organizar los elementos químicos. Así, en 1829 el químico alemán Johann W. Döbereiner encontró una serie de triadas; en 1864 el inglés John A. R. Newlands amplió esta clasificación y estableció la ley de las octavas, y en 1869 el alemán Julius L. von Meyer llevó a cabo una clasificación muy parecida a la de Mendeléyev. Pero lo que tuvo de singular la clasificación del químico ruso fue su carácter anticipatorio: se predecía la existencia de elementos que, aunque no habían sido descubiertos, debían rellenar los huecos de la tabla. En su audacia, Mendeléyev incluso llegó a predecir los valores de las propiedades de algunos de los elementos inexistentes, en concreto, las del galio, el germanio, el radio y el polonio. Tendría que pasar casi medio siglo para que, con ayuda del modelo atómico nuclear del neozelandés Ernest Rutherford, desarrollado en 1911 y completado en 1913 por el danés Niels Bohr —cuyo modelo incorporaba las ideas cuánticas—, se pudiera justificar la ordenación hallada por Mendeléyev.
LA UNIVERSIDAD DE LA SORBONA
Marie viajó finalmente a París en noviembre de 1891. Tras muchos días de preparativos y el asesoramiento de su hermana, que ya había hecho el viaje en diversas ocasiones, realizó el trayecto de Varsovia a la capital francesa. Por carretera son unos 1600 km, lo que hoy significa poco más de dos horas en avión. Para ella fueron casi cuatro días de viaje en la clase más barata de un tren cuyo vagón no tenía ni asientos, por lo que, junto con el equipaje, los libros, las mantas y la comida tuvo que acarrear hasta una silla. Cuando Marie llegó a París su imagen era muy distinta a la que nos es familiar, pues era una joven algo regordeta y de labios carnosos; su mirada, entre taciturna y curiosa, estaba sombreada por unos rebeldes rizos rubios que habían sido su pesadilla desde la escuela.
Lo primero que hizo la joven fue matricularse en la Universidad de la Sorbona con el nombre afrancesado de Marie Skłodowska (su nombre de nacimiento era Maria Salomea). Era una de las 23 alumnas de sexo femenino de los 1825 estudiantes de la facultad de Ciencias. De los 9000 estudiantes que entonces estaban matriculados en la Sorbona, solo 210 eran mujeres, la mayor parte de las cuales estudiaba Medicina. No obstante, el número de las alumnas que se tomaban sus estudios realmente en serio y no se limitaban a asistir a alguna que otra clase era mucho menor. De hecho, en 1893, el año en el que Marie se graduó en Física, en toda la universidad solo se graduó otra alumna.
A pesar de que en el Imperio ruso estaba vedado el acceso de las mujeres a la universidad, en Polonia —y la familia de Marie era un ejemplo de ello— abundaban las mujeres instruidas que ejercían una profesión independiente, como la madre de la futura investigadora, que había sido la directora del mejor pensionado de señoritas de Varsovia. Sin embargo, en Francia, donde las mujeres no tenían que hacer frente a ningún impedimento normativo, las estudiosas se veían como una especie de anomalía de la naturaleza. De este modo, la presencia de alumnas en la Sorbona, generalmente extranjeras, se consideraba como una excentricidad tolerada en un territorio eminentemente masculino. Una muestra de la imagen de las mujeres en la sociedad francesa nos la proporciona el escritor Octave Mirbeau (1848-1917), quien afirmaba que «la mujer no es un cerebro, es sexo, lo que es mucho mejor. Tiene un único papel en este mundo: hacer el amor y perpetuar la especie».
«Resulta imposible describir todo lo que me aportaron aquellos años. Liberada de cualquier obligación material, estaba volcada en la alegría de aprender, aunque mis condiciones de vida no eran idílicas en absoluto».
—MARIE CURIE, NOTAS AUTOBIOGRÁFICAS.
Así pues, en el París de la Belle Époque al que llegó Marie se permitía a las mujeres matricularse en la Sorbona, pero la que osaba hacerlo y encima pretendía aprender Física y Matemáticas era considerada un bicho raro. No parece que eso desanimara a Marie, que tenía veinticuatro años recién cumplidos y acababa de llegar a la capital francesa dispuesta a aprovechar su oportunidad por encima de todos los prejuicios y las estrecheces económicas. Como ella misma explicaría más adelante, lo que más disfrutó de esta nueva etapa de su vida fue la sensación de libertad, de ser dueña de todo su tiempo y poder estudiar sin limitaciones, asistiendo a las clases que le gustaban. Además, después de haber tenido que estudiar por su cuenta o con profesores que —con la notable excepción de su primo Józef Boguski— tenían escasa formación, apreció extraordinariamente que la Sorbona contara con uno de los mejores planteles de profesores de ciencias de Europa.
A los pocos meses de llegar a París, dejó la casa de su hermana y alquiló una habitación en el último piso de un edificio del Barrio Latino —zona muy cercana a la Sorbona—, donde llevó una vida espartana. Su tiempo se dividía entre las clases, el trabajo en el laboratorio y el estudio, tanto en las bibliotecas como en su casa. Como su presupuesto era muy escaso, no podía dedicar ni un céntimo a «lujos» tales como comprar carne para alimentarse, carbón para calentarse o cocinar, y ropa de recambio. Tampoco tenía tiempo para otra cosa que no fuera estudiar, por lo que dedicar media mañana a comprar y cocinar no entraba en sus planes. Su parquedad en la comida le provocó un estado de extrema debilidad. Afortunadamente, estaba cerca una compañera que avisó a su hermana, la cual la llevó a su casa para cuidarla. Una vez restablecidas sus fuerzas, Marie volvió a su buhardilla, a sus comidas frugales y a sus interminables horas de estudio.
No solo pasó hambre sino también mucho frío; de hecho, la propia Marie cuenta en sus memorias que en pleno invierno se helaba el agua del lavabo que tenía en su cuarto, y que un día que se quedó sin ropa y mantas que poner sobre la cama llegó a colocar una silla para ver si así entraba en calor. Pero aun alimentándose casi exclusivamente de té, pan y mantequilla, y comiendo de vez en cuando un huevo, a los dos años de llegar a París consiguió graduarse en Física con el número uno de su promoción. Y lo que es más importante, siempre recordó esos años como de completa felicidad: tras haberlo deseado tanto y luchado por ello durante tanto tiempo, por fin había hecho realidad su sueño de estudiar ciencias en una de las mejores universidades.
Sus excelentes notas hicieron que se le concediera una beca de la Fundación Alexandrowitch, destinada a los estudiantes polacos que destacaban y deseaban hacer estudios en el extranjero. Ello le permitió matricularse en Matemáticas el curso siguiente, de nuevo en la Sorbona. Se graduó en julio de 1894 con el número dos, lo cual para ella fue un «fracaso» que se reprochó durante años.
Tras esta segunda graduación Marie recibió otra beca, esta vez francesa, de la Sociedad para el Desarrollo de la Industria Nacional. Su objetivo era estudiar las propiedades magnéticas de los aceros bajo la supervisión del profesor Gabriel Lippmann, uno de sus tutores en la Sorbona. Cuando comenzó a realizar este trabajo, comprobó que en su laboratorio no tenía la instrumentación necesaria y que tampoco contaba con la colaboración de ningún científico experto en ese tema; no obstante, una feliz casualidad vino a solucionar ambos problemas. El doctor Józef Kowalski, a la sazón profesor de Física en la Universidad de Friburgo, estaba en viaje de novios en París tras haberse casado con una joven polaca, conocida de Marie de sus tiempos de institutriz en casa de los Zorawski. Cuando Marie se encontró con ellos y les contó sus problemas, Kowalski le dijo que conocía a la persona que mejor podía ayudarla, el científico que más sabía de magnetismo no solo en Francia, sino en todo el continente: Pierre Curie. Una tarde de la primavera de 1894 Kowalski los invitó a ambos.
EL MAGNETISMO DE PIERRE
Los biógrafos oficiales, entre ellos la propia Marie y su hija Ève, dicen que Pierre y Marie congeniaron nada más conocerse; hoy se diría que hubo un «flechazo». Ambas expresiones resultan pobres para definir lo que debió de surgir entre ellos, algo tan intenso como los campos magnéticos que había usado Pierre para estudiar el magnetismo. Tanto, que desvió la férrea trayectoria que se había trazado Marie, que había ido a París con el único objetivo de estudiar en la Sorbona para poder servir mejor a su patria. Una vez obtenidas las graduaciones en Física y Matemáticas y finalizada la beca para el estudio de los aceros, los planes de Marie eran volver a Varsovia. Quería ayudar a su país de la forma que mejor sabía: enseñando a sus compatriotas. Así, en el verano de 1894 Marie pensó que dejaba París para siempre.
Pero los planes de Marie no podían prever el encuentro con Pierre. Este por primera vez en su vida dejó su incapacidad crónica para tomar decisiones e hizo lo posible y lo imposible para convencerla de que volviera. Pierre no tenía ninguna relación cuando conoció a Marie; vivía para la ciencia y no estaba dispuesto a compartir su vida con alguien que no tuviera el mismo objetivo que él. Su opinión respecto a la capacidad científica de las mujeres no era muy halagüeña, pero eso, como muchas otras cosas en su vida, habría de cambiar drásticamente tras conocer a Marie. Los cambios no serían menos radicales en la vida de la joven.
Así pues, aquel señor serio y tímido, que a sus treinta y cinco años no se le había conocido ninguna novia, anduvo todo el verano buscando la forma de encontrarse con Marie. Ir a visitarla a Varsovia le parecía una intromisión excesiva, pero pensó que quizá se podrían ver en Suiza, cuando ella fuera allí unos días de vacaciones con su padre. Al final no se atrevió a planteárselo —se lo contaría más tarde—, pero no dejó de escribirle cartas con su característica redacción caótica. En esas cartas le hablaba de la posibilidad de que ambos compartieran sus sueños de dedicarse a la ciencia. También le hacía propuestas insólitas, como alquilar entre los dos un apartamento que estaba cerca del laboratorio donde ambos trabajaban. Hoy parece natural que un hombre y una mujer vivan juntos sin formalizar su relación, pero a finales del siglo XIX la propuesta de compartir casa sin estar casados debió resultar escandalosa, incluso para alguien como Marie, que prestaba tan poca atención a las apariencias. Una cosa es que lo hubiera invitado a visitarla en su buhardilla del Barrio Latino, en la que vivía sola, y otra muy distinta que aceptara una propuesta de vivir con él, por muy conveniente que resultara para ambos el apartamento que Pierre había encontrado.
Pierre Curie había comenzado en 1891 el estudio de las propiedades magnéticas de varios compuestos y elementos. En aquellos momentos se tenía un conocimiento muy vago del magnetismo, pero se sabía que las sustancias podían dividirse en tres grupos dependiendo de su comportamiento en presencia de campos magnéticos. El grupo más numeroso era el de las sustancias diamagnéticas; es decir, el de las sustancias débilmente magnéticas que se oponían al campo magnético aplicado. En cambio, las sustancias paramagnéticas se alineaban a favor de un campo magnético externo. Por último, las sustancias fuertemente magnéticas o ferromagnéticas, entre las que se encontraba el hierro, se orientaban a favor del campo magnético. Pierre estudió el comportamiento de veinte sustancias en campos magnéticos mientras las calentaba a altas temperaturas y encontró que las sustancias diamagnéticas no se alteraban con la temperatura, mientras que las paramagnéticas perdían sus propiedades magnéticas conforme aumentaba la temperatura. Pero lo más llamativo se refería a las sustancias ferromagnéticas, que perdían sus propiedades y se transformaban en paramagnéticas por encima de una temperatura dada (denominada «temperatura de Curie» en honor a Pierre).
Los resultados de este trabajo constituyeron su tesis doctoral, que Pierre presentó el 6 de marzo de 1895. Fue una tesis memorable que revolucionó el conocimiento que se tenía del magnetismo en aquellos momentos. Entre los asistentes a la disertación estaba el orgulloso doctor Eugène Curie; como padre, podía tener la satisfacción de comprobar lo acertado de su decisión de no llevar a la escuela a su hijo aparentemente «torpe», y en lugar de ello educarlo en su casa para no alterar su particular ritmo de aprendizaje. Otra de las personas presentes en la disertación era la estudiante polaca que había solicitado la ayuda de Pierre cuando investigaba las propiedades magnéticas de los aceros. La joven debía haberlo impresionado mucho, pues poco después de conocerla Pierre le había regalado un inusual billet doux: un ejemplar dedicado del artículo en el que había formulado el Principio universal de simetría.
El carácter práctico de ella y la posibilidad que debió de entrever Pierre de formar una familia, probablemente fueron determinantes para que el científico se decidiera por fin a obtener el grado de doctor. Independientemente de los motivos que le impulsaran a presentar su tesis, fue una decisión muy rentable, pues al poco de defenderla Pierre obtuvo una cátedra en la Escuela de Física y Química Industriales. Por otra parte, Pierre atrajo la atención de la Academia de Ciencias francesa, que poco después les concedió a él y a su hermano el premio Planté por el descubrimiento de la piezoelectricidad, realizado cuando Pierre tenía poco más de veinte años. Estos reconocimientos no eran una mera casualidad; de hecho, cuando se doctoró, Pierre ya era un investigador que había obtenido resultados de primera magnitud en varios campos —tales como la simetría de los compuestos cristalinos, la piezoelectricidad y el magnetismo— y sus trabajos habían atraído la atención de prestigiosos científicos extranjeros, como lord Kelvin. El hecho de que no hubiera presentado una tesis hasta entonces no se debía a su falta de celo investigador, sino a su despreocupación por los honores y las formas académicas.


FOTO SUPERIOR IZQUIERDA: Marie en el balcón de la casa de los Dluski en la calle Allemagne en una fotografía realizada un poco después de su llegada a París. Esta foto siempre fue la favorita de Pierre.
FOTO SUPERIOR DERECHA: El matrimonio Curie y las bicicletas con las que realizaron el viaje de recién casados.
FOTO INFERIOR: Marie (en la esquina inferior izquierda) en una reunión familiar. La fotografía fue tomada cuando la joven todavía vivía en Varsovia.
PIEZOELECTRICIDAD: UNA CUESTIÓN DE SIMETRÍA
El mecanismo de encendido de muchas cocinas de gas se basa en un fenómeno descubierto por Pierre Curie junto con su hermano Jacques. Consiste en la creación de cargas en determinadas sustancias mediante presión, y es consecuencia de la falta de un elemento de simetría, el centro de inversión. Cuando se hace presión en un determinado eje del cuarzo o de la turmalina, las cargas se distribuyen asimétricamente en las caras perpendiculares a ese eje y se genera una pequeña diferencia de potencial. La primera aplicación de interés estratégico de este fenómeno fue el sonar piezoeléctrico que desarrolló Paul Langevin durante la Primera Guerra Mundial para la detección de submarinos. El sistema piezoeléctrico conectado a un hidrófono emitía señales de alta frecuencia y, al medir el tiempo que tardaba en oírse el eco, se podía calcular la distancia del objeto. Posteriormente se han desarrollado infinidad de aplicaciones; una de las más simples es el encendedor de cigarrillos: al apretar el botón, un percutor golpea el cristal piezoeléctrico y se genera un alto voltaje en ambos extremos del cristal, que produce una chispa que causa la ignición del gas.

Distribución de cargas en una sustancia sin centro de inversión: en el centro, la distribución simétrica; a la izquierda, la elongación, y a la derecha, la compresión a lo largo de uno de los ejes paralelo al plano del papel.
EL MATRIMONIO
El cambio más notable en la vida de Pierre tras la lectura de su tesis no fue variar su estatus académico, sino su estado civil. A priori, parecía difícil que dos personas que provenían de ciudades tan distantes, París y Varsovia, capitales de sociedades tan diferentes, la deslumbrante Francia de finales del siglo XIX y la Polonia desmembrada, pudieran llegar a entenderse. Pero a pesar de la distancia que separaba sus lugares de origen, había muchas cosas que los unían. Ambos provenían de entornos familiares parecidos, cuyos miembros estaban muy unidos y sentían gran devoción por el conocimiento científico. En las dos familias había mucha más formación académica que dinero, y los padres de ambos eran en cierto modo científicos frustrados.
Pero había una diferencia fundamental en su formación académica: mientras Marie fue una alumna modelo que obtuvo las máximas calificaciones en todos sus estudios, Pierre, debido a una especie de dislexia que le hacía difícil escribir, se educó al margen de la enseñanza reglada. El choque entre la férrea disciplina de Marie y la creatividad desbordante y caótica de Pierre debió de ocasionar numerosos conflictos, pero, a la postre, ambos caracteres se complementaron extraordinariamente, tanto en lo personal como en lo profesional. Su amor por la ciencia era tan incondicional como su desprecio por el dinero y la fama. Vivir de un modo espartano, sin concesiones a modas o caprichos, era considerado natural por ambos. Por último, aunque de distinta forma, los dos habían sido profundamente heridos: Pierre por la muerte de una compañera de adolescencia, Marie por el desprecio de los Zorawski.
La boda se celebró el 26 de julio de 1895 en el ayuntamiento de Sceaux, el pueblo a las afueras de París donde vivía Pierre con sus padres. La concesión más frívola que hizo Marie para festejar el evento fue comprarse un traje nuevo, pero tuvo buen cuidado de que fuera azul marino para poder usarlo después en el laboratorio. Por expreso deseo de ambos contrayentes la ceremonia fue laica. Pierre no había sido bautizado y tampoco había recibido ninguna educación religiosa debido a las convicciones ateas de su padre. La madre de Marie, en cambio, era una ferviente católica que educó a sus hijos en esa religión, pero su temprana muerte, que había causado a Marie tanto dolor, borró en la joven todo rastro de fe.
Los recién casados realizaron su luna de miel por los campos de Bretaña en las bicicletas que se compraron con el dinero que habían recibido como regalo de boda. A finales del siglo XIX la bicicleta fue la protagonista involuntaria de una revolución sin precedentes en el comportamiento femenino. En aquella época aparecieron los primeros diseños que tenían las dos ruedas del mismo tamaño, lo que las convertía en un sistema de transporte eficaz y las hacía asequibles a las mujeres. El vestuario de estas, que incluía corsés, faldas con mucha tela y aparatosos sombreros, tuvo que simplificarse para adaptarse al uso del nuevo vehículo. Las faldas se acortaron y recogieron, complementándose con bombachos, medias hasta la rodilla y botines. Los sombreros se aligeraron y se fijaron a la cabeza, y los corsés se redujeron al mínimo para facilitar los movimientos. Todos estos cambios no fueron una simple cuestión de moda, sino que supusieron toda una revolución en el comportamiento de las mujeres.
Marie se convirtió en una ciclista apasionada y adecuó su vestuario a las necesidades de la bicicleta, como puede verse en la famosa foto en la que aparece con Pierre frente a la casa de los padres de este en Sceaux. La pareja se hizo esta fotografía junto a sus flamantes bicicletas poco después de su boda, y en ella Marie luce un pequeño sombrerito de paja y un traje bastante corto, por debajo del cual se ven los botines. La joven no limitó el uso de la bicicleta a ese viaje, pues como era un medio de transporte muy barato, se convirtió en el vehículo familiar. Además, como Marie era una ferviente partidaria del ejercicio al aire libre, la bicicleta era la protagonista de muchas jornadas de asueto.
A la vuelta del viaje de novios, la pareja se instaló en un pequeño apartamento en la calle Glacière —cerca de la Escuela de Física y Química Industriales—, que decoraron con los muebles descartados por sus familias. Pierre retomó su trabajo como profesor y también sus investigaciones sobre la simetría de los cristales y el magnetismo. Como su sueldo no daba para mantener una familia, incluso una con tan pocas necesidades como la formada por ellos dos, Marie comenzó a preparar oposiciones para obtener el puesto de profesora, obteniendo el número uno en los exámenes que realizó el verano de 1896. Ello la habilitaba para impartir clases en las Écoles Normales para señoritas, tarea que desempeñó en Sèvres a partir de 1900. Además, Marie retomó sus estudios sobre la imantación de los aceros templados, pero no los llevó a cabo en el laboratorio de Lippmann en la Sorbona, sino que lo hizo en la Escuela de Física y Química Industriales, donde trabajaba Pierre. Paul Schutzenberger, director de la Escuela de Física y Química Industriales y tenaz protector de Pierre, autorizó en un alarde de modernidad su trabajo en el mismo lugar en el que Pierre había realizado los experimentos de su tesis. Marie completó sus investigaciones en 1897, cuando la primera hija del matrimonio ya estaba en camino, y publicó los resultados en 1898.
«Durante las vacaciones íbamos en bicicleta aún más lejos. Recorrimos gran parte de la Auvernia y las Cevennes, así como varias regiones costeras. Estas excursiones de todo un día, tras las cuales llegábamos a un lugar diferente cada noche, eran una delicia».
—MARIE CURIE, NOTAS AUTOBIOGRÁFICAS.
El nacimiento de Irène el 12 de septiembre de 1897 no hizo desistir a Marie de sus propósitos de desarrollar una carrera científica. Pierre ni siquiera se planteó tal posibilidad y Marie encontró un apoyo inestimable en otro hombre de la familia Curie. En el momento del parto, fue providencial la presencia de su suegro Eugène Curie, que, aunque jubilado, ejerció como médico en el alumbramiento. Tras la muerte de su esposa a las dos semanas del nacimiento de Irène, Eugène desmontó su propia casa y se instaló en la de Marie y Pierre, dedicándose al cuidado de su nieta en cuerpo y alma. Así, aunque Marie tomaba nota meticulosamente de todos los progresos físicos y mentales de su hija y cosía todos sus vestidos, era el abuelo Eugène el que supervisaba el trabajo de las nodrizas polacas que la criaban y el que jugaba con ella.
Eugène debía de ser un hombre excepcional pues no solo no criticó el inhabitual comportamiento de su nuera, sino que la apoyó en todas las decisiones que tomó. Cuando Marie volvió al laboratorio tres meses después del nacimiento de Irène, sabía que dejaba la niña en buenas manos. Marie iba a necesitar toda su energía para abordar su nuevo trabajo de investigación, pues con él pretendía obtener el grado de doctor en ciencias, que habría de ser el primero otorgado a una mujer en los más de seiscientos años de historia de la Sorbona.
UNOS RAYOS EN LA OSCURIDAD
Lo primero que se planteó el matrimonio fue qué iba a investigar Marie para obtener el grado de doctor. Pierre era un científico de prestigio cuando conoció a Marie, hecho del cual ella era plenamente consciente, a pesar de la falta de reconocimiento por parte de las instituciones en las que se enmarcaba la ciencia oficial en Francia: la universidad, especialmente la Sorbona, y la Academia Francesa. Pierre había sido pionero en campos de investigación diversos y, como atestiguaban sus alumnos, era un excelente mentor. Marie, por tanto, podría haber realizado un trabajo extraordinario en cualquiera de los campos en los que Pierre era maestro. Sin embargo, ella estaba fascinada por los intrigantes «rayos uránicos» descubiertos por Henri Becquerel un par de años antes. De este modo, decidió que su tesis doctoral se centraría en esta materia; la estudiante polaca novata no se limitó a seguir la estela del brillante científico con el que se había casado, sino que decidió abrir su propia senda. Y esta resultó ser tan fascinante que Marie terminó arrastrando al genial y soñador Pierre al nuevo campo de investigación. Ambos terminarían triunfando donde Henri Becquerel, reconocido miembro de la Academia Francesa, había fracasado.
En los últimos años del siglo XIX los científicos de París, como los de toda Europa, estaban revolucionados por el descubrimiento que había realizado en noviembre de 1895 Wilhelm Conrad Roentgen, un profesor de Física de la universidad alemana de Würzburg. Roentgen estudiaba los efectos de las descargas eléctricas en tubos de vacío de Crookes y las propiedades de los rayos catódicos producidos en ellos. El científico observó que, además de los rayos catódicos, en el tubo se producían otros tipos de rayos.
Roentgen los denominó «rayos X», el símbolo por antonomasia de las variables desconocidas, porque tenían unas propiedades que los diferenciaban de todos los rayos conocidos hasta entonces. Por ejemplo, permitían ver los huesos sin causar daños en los tejidos que los rodean, capacidad que Roentgen puso de manifiesto en la radiografía más famosa de la historia, la que muestra la mano de su esposa Bertha con un anillo en el dedo anular. Las propiedades de estos rayos eran tan fascinantes que su popularidad desbordó el ámbito científico y ocupó las portadas de todos los periódicos. De inmediato se planteó la posibilidad de emplearlos en medicina, tanto para diagnóstico como para tratamiento. Se debatió incluso si, dada su capacidad de revelar cosas ocultas, su uso podría atentar contra el honor y el decoro de las damas.
En laboratorios de todo el mundo se desató una fiebre por descubrir rayos de propiedades singulares que los hicieran tan fascinantes como los rayos X. Apenas un mes después de que su descubridor los diera a conocer, el 20 de enero de 1896, los rayos X fueron presentados oficialmente en París por el presidente de la Academia de Ciencias francesa, Henri Poincaré. El prestigioso científico apuntó la posibilidad de que hubiera una relación entre los rayos X y la fosforescencia, la capacidad de algunas sustancias de emitir luz tras haber sido iluminadas. Entre los investigadores franceses que asistieron a la presentación se encontraba Henri Becquerel, miembro de una dinastía dedicada al estudio de los fenómenos de fosforescencia.
TUBOS DE CROOKES, RAYOS X Y CRISTALOGRAFÍA
El químico inglés sir William Crookes (1832-1919) estudió la conductividad de gases a muy bajas presiones y para ello diseñó y construyó los tubos que llevan su nombre. El científico observó que si en los extremos de un tubo en el que se había hecho vacío ponía dos electrodos a los que aplicaba altos voltajes, el tubo era recorrido por unos rayos que salían del cátodo —y por ello los llamó «rayos catódicos»— y hacían brillar las pantallas fluorescentes sobre las que incidían. Lo espectacular de estos resultados atrajo la atención de otros investigadores.

Producción de los rayos catódicos.
Así, el 8 de noviembre de 1895 el físico alemán Wilhelm Conrad Roentgen (1845-1923) observó que, cuando los rayos catódicos chocaban con la superficie del metal del ánodo en un tubo de Crookes, producían otros rayos con propiedades singulares: eran invisibles, salían del tubo y eran capaces de atravesar un cartón negro y hacer brillar una pantalla fluorescente. Los llamó «rayos X» por sus intrigantes propiedades y a las pocas semanas de su descubrimiento —que acabaría brindando a Roentgen el primer premio Nobel de Física— ya fueron aplicados en medicina, revolucionando las técnicas de diagnóstico y de terapia. La curiosidad que los rayos X suscitaron entre los científicos dio lugar a otros descubrimientos, entre ellos el de la radiactividad. Pero nadie pensó que pudieran tener otra aplicación hasta que en 1912 el físico alemán Max von Laue (1879-1960) comprobó que cuando atravesaban unos cristales de sulfato de cobre producían unos puntos característicos en una placa fotográfica. Al año siguiente el físico británico William Henry Bragg (1862-1942) y su hijo William Lawrence (1890-1971) descubrieron que la longitud de onda de los rayos X (λ) estaba relacionada con las distancias que separaban las filas de átomos en el cristal (d) y con el ángulo con el que incidían los rayos sobre el cristal (θ), en una relación matemática que se denomina en su honor ley de Bragg: nλ = 2dsenθ. Los descubrimientos de los Bragg y Von Laue dotaron a los científicos de la más poderosa herramienta de análisis de la estructura de todo tipo de sustancias, lo que ha permitido el entendimiento de multitud de procesos físicos, químicos y biológicos.

Esquema de un tubo de rayos X refrigerado por agua.
El interés de la familia Becquerel por este tipo de fenómenos surgió en un viaje a Venecia realizado por el abuelo de Henri, Antoine (1788-1878), durante el cual quedó impresionado por la fosforescencia del mar. Por sus estudios sobre la electricidad, Antoine llegó a ser miembro de la Royal Society inglesa, un honor reservado a muy pocos extranjeros. También fue el primer Becquerel que dirigió el laboratorio de Física Aplicada del Museo de Historia Natural de Francia, cargo que habrían de ostentar de forma ininterrumpida miembros de su familia a lo largo de casi cien años. Su hijo, Alexandre Edmond (1820-1891), siguió estudiando los fenómenos de fosforescencia y sucedió a su padre en el cargo de director del laboratorio del museo. Su nieto, Henri (1852-1907), que nació en la vivienda del museo reservada a la familia de su director, estudió primero en la École Polytechnique y posteriormente en la École Nationale de Ponts et Chaussées. Desarrolló su carrera científica bajo la dirección de su padre, al cual sustituyó como director del laboratorio del museo. Unos años antes, en 1889, había sido elegido miembro de la Academia Francesa, de la que llegaría a ser secretario vitalicio, y en 1895 obtuvo una cátedra en la École Polytechnique. Su hijo, Jean Becquerel (1878-1953), le sucedió como director del laboratorio de Física Aplicada del museo.
RAYOS CATÓDICOS Y PASTEL DE PASAS
En 1897 Joseph John Thomson (1856-1940), director del laboratorio Cavendish de Cambridge, demostró que los rayos catódicos producidos en los tubos de Crookes eran chorros de partículas con carga negativa. El físico estudió las desviaciones que sufrían los rayos en presencia de campos magnéticos y eléctricos, y de los resultados dedujo que la masa de las partículas que los formaban era unas 1800 veces menor que la del átomo más ligero conocido, el hidrógeno. Además, vio que estas partículas eran comunes a todos los átomos, por lo que debían ser parte de los mismos. A raíz de este descubrimiento, el modelo atómico de Dalton —según el cual los átomos eran indivisibles— quedó invalidado. Thomson propuso un nuevo modelo atómico, bautizándolo como «pastel de pasas». Esta denominación tan peculiar es muy apropiada, ya que hace referencia a la suposición de Thomson de que toda la carga positiva (y con ella casi toda la masa) del átomo se distribuía uniformemente ocupando todo su volumen (la masa del pastel), estando las cargas negativas (los electrones, es decir, las pasas) incrustadas en la misma. Evidentemente, se trataba de una imagen muy primitiva y distante de la realidad tal y como hoy la conocemos, pero supuso un enorme paso hacia delante al introducir la naturaleza compleja del átomo. Thomson determinó la relación carga/masa de las partículas que formaban los rayos catódicos estudiando cómo eran desviados por campos eléctricos y magnéticos. Años más tarde. Thomson desarrolló una técnica de análisis químico, la espectroscopia de masas, con la cual su alumno Francis William Aston (1877-1945) descubrió los isótopos, átomos con igual número de protones (número atómico) en el núcleo, pero distinto número de neutrones, es decir, distinto número másico. Thomson obtuvo el premio Nobel de Física en 1906 por haber descubierto que los rayos catódicos estaban formados por partículas, que luego se llamarían electrones.

Los rayos catódicos (línea central) son desviados por un campo eléctrico (rectángulo gris central).
BECQUEREL Y LA RADIACTIVIDAD
Henri Becquerel figura como el descubridor oficial de la radiactividad, aunque ni le dio el nombre —se lo dio Marie— ni la descubrió realmente, ya que el fenómeno había sido descubierto años antes por Niépce de Saint-Victor (1805-1870), investigador francés que entre 1856 y 1861 publicó varios trabajos sobre las radiaciones que emitían las sales de uranio. Sin embargo, debe tenerse presente que en ciencia no es extraño que el descubridor oficial de un fenómeno no sea el primero en observarlo. Para que se reconozca y se admita como parte del conocimiento científico un descubrimiento no solo tiene que ser publicado en una revista de prestigio, sino que debe ser defendido hasta tener credibilidad entre la comunidad científica. Pero, además, la ciencia tiene que estar madura para recibirlo. Así, por ejemplo, el abuelo de Henri descubrió la piezoelectricidad sesenta años antes que Pierre y Jacques, pero ni él ni sus contemporáneos supieron explicar el fenómeno ni le encontraron aplicación, por lo que cayó en el olvido. Algo parecido debió de pasar con el descubrimiento de Niépce.
Como continuación de los trabajos que ya habían realizado su padre y su abuelo, Henri Becquerel estudiaba los fenómenos de fosforescencia, centrándose en las sales de uranio. Para detectar la radiación emitida empleaba placas fotográficas, y como fuente de iluminación, la luz del sol. Teniendo que hacer una presentación en la Academia de Ciencias a comienzos de marzo de 1896, a finales de febrero preparó las sales de uranio sobre la placa. Empleaba una emulsión de plata, que cubría con un papel negro para que no se velara tras ser irradiada por la luz del sol, pero sí por la fosforescencia emitida por las sales. Ni el miércoles 26 de febrero ni el jueves 27 salió el sol en París, y Becquerel guardó la placa con las sales en un cajón. A pesar de que en los días siguientes tampoco salió el sol, el investigador reveló la placa. Como las sales apenas habían sido iluminadas por la luz solar, el científico esperaba que la fosforescencia emitida por ellas fuera muy débil. Sin embargo, observó que la impresión en la placa fotográfica era nítida. Repitió el experimento para confirmar que la emisión de radiación tenía lugar sin que mediara ningún proceso de iluminación que activara la fosforescencia, y comprobó que las sales seguían emitiendo fosforescencia tras permanecer varios días en la oscuridad. Becquerel presentó los resultados en la siguiente sesión de la Academia de Ciencias para pasmo de los asistentes y sorpresa del resto de los laboratorios europeos. El investigador propuso entonces que el fenómeno era una fosforescencia, pero no la ordinaria registrada hasta entonces para las sales de uranio, sino una «invisible y de larga duración».

Becquerel repitió sus experimentos intentando cuantificarlos con un dispositivo que detectara la radiación con mayor rapidez y precisión que las proporcionadas por la placa fotográfica. Para comprobar si los rayos ionizaban el aire, es decir, si liberaban carga en el mismo y lo volvían conductor, decidió emplear un electroscopio, aparato usado en los primeros estudios de electrostática. Este es el dispositivo que se incluye en la figura, formado por un vástago conductor que se coloca dentro de un recipiente en cuyo extremo tiene una laminilla de oro. Para saber si un cuerpo tiene carga eléctrica, no hay más que ponerlo en contacto con el extremo superior del vástago conductor. Si el cuerpo tiene carga, esta llega a través del vástago hasta la laminilla de oro, que es repelida por el vástago, cuya carga es del mismo signo. Como consecuencia de esta repulsión, la laminilla se levanta. A mayor carga, mayor es el ángulo que separa la laminilla del vástago.
Becquerel comprobó que un electroscopio cargado se descargaba por efecto de los rayos uránicos. Ello indicaba que estos ionizaban (cargaban) el medio (el aire) en el que se propagaban. No obstante, el intento de cuantificación de la radiación resultó infructuoso: solo pudo establecer una relación entre el ángulo de separación de la laminilla de oro del eje principal del electroscopio y el tiempo de irradiación. Pero los resultados no eran reproducibles, dado que la variación del ángulo era una magnitud que no permitía una medición precisa.
A continuación, comprobó que las sales de uranio en disolución también realizaban emisiones, poniendo de manifiesto que los rayos uránicos no eran una propiedad exclusiva de los sólidos. Aunque Becquerel insistía en llamar al nuevo fenómeno «fosforescencia invisible» —tres generaciones de la familia dedicadas a la fosforescencia debían de pesar mucho—, cada vez era más evidente que aquello no tenía nada que ver con lo que habían estudiado su padre y su abuelo. De hecho, parecía presentar más similitudes con los rayos X, por lo que Becquerel se aprestó a comprobar si, por analogía con estos, los rayos uránicos sufrían fenómenos de dispersión —cambio de dirección de propagación al encontrar obstáculos en su camino— y si eran absorbidos por distintas sustancias. El científico observó que su comportamiento no era semejante al de los rayos X (hoy sabemos que los «rayos uránicos» incluyen diferentes tipos de radiación, uno de los cuales es similar a los rayos X, pero los otros no; la complejidad de los rayos uránicos era desconocida por Becquerel).
También investigó si la especie responsable de la emisión era el elemento químico uranio o alguno de sus compuestos. Observó que el fenómeno aparecía tanto en las sales de color amarillo que presentaban fosforescencia, en las cuales el estado de oxidación del uranio es +6 (es decir, ha perdido 6 electrones de su corteza), como en las sales verdes, de uranio +4, que no la presentaban. Luego midió la emisión del uranio puro empleando el método fotográfico con el que inició sus investigaciones, y comprobó que era la más intensa de todas las analizadas, lo cual confirmó que se trataba de un fenómeno atómico asociado al elemento uranio.
En 1897 Becquerel fue elegido presidente anual de la Sociedad de Física, cargo que conllevaba trabajos burocráticos y de representación, por lo que no siguió haciendo experimentos en este ámbito. Solo realizó una única presentación, que resumía los resultados de sus trabajos que indicaban que los rayos uránicos descargaban los electroscopios. Tras ello, Becquerel volvió a un terreno conocido, el estudio de la fosforescencia «clásica», dejando a los rayos uránicos en el limbo.
FOSFORESCENCIA: DEL NAUTILUS AL LABORATORIO
Aunque las historias de marineros que veían brillar el mar por la noche se conocían desde antiguo, fue Julio Verne quien las hizo verosímiles al ponerlas en boca del capitán del Nautilus en su novela Veinte mil leguas de viaje submarino. Nemo atribuyó la existencia de un «mar lechoso» a la presencia de millones de infusoria, un pequeño microorganismo marino que brilla en la oscuridad. La novela se publicó en 1870, pero este fenómeno ya había atraído la atención de Antoine Becquerel mucho antes, a principios del siglo XIX. El científico observó que muchos minerales presentaban la capacidad de brillar en la oscuridad e instruyó a su hijo en el estudio del fenómeno. Su nieto, que había continuado las investigaciones familiares, terminó descubriendo la radiactividad en un compuesto fosforescente de uranio. Este es uno de los fenómenos de emisión de luz en la oscuridad que, en conjunto, se denominan «luminiscencia». Dependiendo de los factores que lo originen se habla de «fotoluminiscencia», cuando la causa de la emisión de luz es otra luz, aunque de longitud de onda distinta; de «quimioluminiscencia», cuando la causa es una reacción química, y de «bioluminiscencia», cuando la luz es emitida por seres vivos. A su vez, la fotoluminiscencia puede ser «fluorescencia», cuando la emisión de luz es simultánea a la exposición a la luz que la produce (no es exactamente simultánea, pero el lapso de tiempo entre uno y otro proceso es muy corto, del orden de 10 nanosegundos, 0,00000001 = 10·10−9 segundos), o «fosforescencia», cuando es posterior (o, más precisamente, cuando el lapso de tiempo entre exposición a la luz y emisión es superior a 10 nanosegundos, pudiendo llegar a ser de varias horas). La causa del retraso en la emisión de luz en la fosforescencia se debe a un entrecruzamiento de los estados electrónicos con multiplicidad de espín distinta. Ello se traduce en una menor probabilidad de que la transición se produzca. Estos procesos, que se describen en el formalismo probabilístico de la física cuántica, fueron parte de la fenomenología inexplicable con la física en vigor a finales del siglo XIX. Por otra parte, debe señalarse que, evidentemente, ningún fenómeno de luminiscencia tiene la más mínima relación con la radiactividad, que es un fenómeno espontáneo en el cual no hay ninguna fuente de excitación previa de origen lumínico, químico o animal.

Esquema que muestra la diferencia entre fluorescencia y fosforescencia (donde S es la multiplicidad de espín, y E, la energía).
Se ha especulado sobre los motivos que llevaron al olvido los rayos descubiertos por Becquerel. Quizá al compararlos con los rayos X y comprobar que proporcionaban unas imágenes mucho menos nítidas que estos, resultaron poco atractivos. Por otro lado, no eran tan fáciles de producir, dado que hacía falta tener compuestos de uranio, lo que, a diferencia de los tubos de vacío y los generadores necesarios para producir rayos X, no estaba al alcance de todos los laboratorios. Pero lo más decisivo para su abandono fue que el fenómeno excedía la capacidad de comprensión de los científicos de la época, ya que por más experimentos que hacía Becquerel no era capaz de contestar a las preguntas más elementales sobre su naturaleza. La primera de ellas tenía que ver con la fuente de energía del proceso: dado que no necesitaban irradiación, ¿qué causaba los rayos uránicos y de dónde salía su energía? Aparentemente esta última era inagotable, por lo que la mera existencia del fenómeno parecía violar el principio de conservación de la energía.