Prólogo por Antonio Cascón Dorado
PRÓLOGO
por
ANTONIO CASCÓN DORADO
SESENTA Y NUEVE AÑOS DE VIDA INTENSA
Quizá no fueron sesenta y nueve, tal vez alguno más o quizá alguno menos. Sabemos con seguridad que murió en el año 65 d. C.; conocemos incluso los pormenores de su fallecimiento, un suicidio inducido por esbirros del emperador Nerón, que, según el detallado relato del historiador Tácito, se prolongó mucho más de lo que Séneca y los propios esbirros hubieran deseado. Sin embargo, no sabemos la fecha exacta de su nacimiento; por los datos que los especialistas han podido extraer de su propia obra, se conjetura que nació hacia el año 4 a. C., aunque las propuestas van desde el 5 a. C. hasta el 7 d. C. Sea como fuere, se puede decir que, para aquella época y aquellos tiempos tan atribulados, tuvo una vida larga, teniendo en cuenta, sobre todo, que fue cortesano en Roma en tiempos de paranoicos emperadores, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Tenían estos tanto miedo a sufrir un atentado, que daban crédito a cualquier teoría conspirativa y cualquiera podía sufrir las consecuencias, sobre todo si se trataba de una personalidad relevante. Séneca, como veremos, no se vio libre de las persecuciones imperiales, pero consiguió llegar hasta esa edad, que, como digo, era una edad provecta. Así que los dioses o el hado o la fortuna fueron generosos con nosotros al proporcionarle una vida suficientemente extensa como para crear el legado espiritual del que somos beneficiarios.
Nació, como es bien conocido, en Córdoba, por aquel entonces una de las principales ciudades de la Bética hispana, quizá su capital, si hacemos caso a algunos hallazgos arqueológicos relativamente recientes. Su familia, los Anneo, tenía una posición acomodada y, siendo Lucio aún muy niño, marcharon a Roma. Ese era el nombre completo de nuestro filósofo, con los tres nombres característicos del ciudadano romano: Lucio Anneo Séneca. Para alcanzar el grado de sabiduría que más adelante comentaré, no solo era necesario haber nacido en el seno de una familia con recursos económicos, sino también con un nivel cultural e intelectual más que notable. El padre de Lucio era un rétor, es decir, un maestro de retórica de cierta relevancia, del que conservamos dos obras, tituladas Controversias y Suasorias, dos manuales interesantes para el aprendizaje de la oratoria, que probablemente tuvieron que ver en la brillante capacidad retórica de su hijo Lucio. Este, el padre, es el que los filólogos conocemos como Séneca el Viejo o Séneca el Rétor, para diferenciarlo de Séneca el Joven o Séneca el Filósofo, como normalmente se conoce a Lucio. Su madre, de nombre Helvia, era también una mujer de cultura elevada y con gran interés por los estudios liberales, pero a su marido, según nos trasmite Lucio, tales aficiones no le resultaban demasiado gratas, de manera que Helvia no pudo entregarse plenamente a tales afanes hasta que enviudó. El padre también habría querido que su hijo no tuviera tanta inclinación hacia la filosofía, por la que no parece que tuviera gran estima. Así que Séneca el Viejo y Séneca el Joven son exponente de una polémica más general que entonces tenía lugar entre oradores y filósofos, agria polémica de la que encontramos numerosos testimonios (véase, por ejemplo, la correspondencia entre Frontón y Marco Aurelio). Entre otros reproches, los primeros criticaban a los segundos por su falta de acción y sus controvertidas y revolucionarias ideas; los filósofos, por su parte, echaban en cara a sus oponentes su vacua palabrería y sus vanidosas ambiciones. Lucio Anneo fue, desde luego, un notable orador y político, pero siempre se consideró un aspirante a la sabiduría y esa fue su mayor inquietud. Por eso, con toda justicia, la posteridad le conoce como Séneca el filósofo.
De los otros parientes que tuvieron alguna relevancia en la vida de Lucio Anneo, debemos mencionar a su hermano mayor, Novato Galión, a quien Lucio dedicó algunas de sus obras, entre otras el tratado Sobre la vida feliz (De vita beata), que aquí presentamos. Novato se dedicó también a la política, y llegó a ser senador y gobernador de la provincia de Acaya. Tácito trasmite que lo pasó mal después del fallecimiento de su hermano, víctima como este de las acusaciones de los secuaces de Nerón, aunque logró esquivar la muerte. No le fue tan bien al otro hermano, Mela, padre del poeta Lucano, autor de Farsalia, a quien el parentesco con tan ilustres literatos, hermano de Séneca y padre de Lucano, pareció condenarle irremediablemente. Estos dos grandes escritores, acusados de haber participado en un complot contra el emperador, murieron «suicidados», y al pobre Mela, entregado a la carrera administrativa para evitar los riesgos de la política, no le fue mejor. Lucio apenas menciona a Mela en sus obras, sin embargo, parece que mantuvo una estrecha relación con Novato.
Un afecto muy particular debió de sentir Lucio por su tía materna, a juzgar por las sentidas y hermosas palabras que le dedica en su Consolación a Helvia, obra a la que me referiré más adelante. Cuenta Séneca que le llevó en sus brazos en el primer viaje de Córdoba a Roma y, una vez allí, siempre tuvo su protección. Cuidó de su quebradiza salud, le ayudó a costear los mejores maestros y se lo llevó a vivir con ella a Egipto. Su tía se había casado con Gayo Galerio, que fue nombrado prefecto de Egipto en el año 16 d. C. y ocupó el cargo hasta el año 31. No parece probable que Séneca residiera todo ese tiempo con sus tíos, pero sí un periodo importante, al menos seis o siete años.
Por algunas de sus cartas podemos saber que antes de marchar a Egipto ya había estudiado en Roma con algunos de los mejores maestros de filosofía, entre otros, Soción, un estoico que asumió buena parte de los principios pitagóricos, el cínico Demetrio y los estoicos Atalo y Fabiano. Cabe suponer con bastante probabilidad que tuviera alguna estancia más o menos prolongada en Grecia; la formación filosófica tan completa que demuestran sus escritos parece apoyar tal hipótesis y, además, este era entonces el viaje habitual de los jóvenes romanos de buena familia con intereses intelectuales.
No nos es posible saber cuándo regresó a Roma, tal vez hacia el año 32. No tenemos noticias ciertas de él hasta el año 39, ya en tiempos de Calígula, convertido en senador. Cuenta el historiador Dion Casio que Séneca era poco grato al despótico emperador y que probablemente salvó su vida porque alguien convenció a Calígula de que la enfermedad que padecía (quizá tuberculosis, quizá asma) acabaría pronto con el cordobés. No obstante, nuestro filósofo decidió prudentemente retirarse de la política durante algún tiempo. Estas noticias de Dion Casio demuestran que, en este tiempo, Séneca no era un senador más; ya había demostrado su brillantez oratoria y parecía gozar de cierta popularidad.
En el año 41 murió Calígula, víctima del atentado que tanto había temido y que fue incapaz de evitar. Si el pobre Séneca respiró tranquilo al conocer el suceso, se equivocó grandemente, pues muy poco tiempo después fue condenado al destierro en Córcega, acusado de adulterio con Julia Livila, hija de Germánico y sobrina de Claudio, el nuevo emperador. A historiadores antiguos y modernos, sin entrar a discutir la veracidad del adulterio, aquello les pareció un buen pretexto para quitarse de encima a aquel senador, de ideas socialmente avanzadas, brillante orador, bastante popular y que contaba, además, con el aval de haber sido perseguido por Calígula.
Y allí, en la isla de Córcega, pasó nuestro Anneo ocho largos años, leyendo a los autores griegos y afianzándose en el estoicismo, la doctrina filosófica creada por Zenón de Citio, a la que Séneca se adhirió. Probablemente, también dedicó algún tiempo a escribir parte de sus tragedias y diálogos. En algunos pasajes de su obra sostiene con convicción teórica que el destierro no es un infortunio. Defendía, como Sócrates y Diógenes, la ciudadanía universal y en la Consolación a Helvia afirma: «dentro del mundo no se puede encontrar ningún destierro, pues nada de lo que está dentro del mundo es ajeno al hombre» (8, 5). Sin embargo, no debió de resultar fácil para un espíritu tan inquieto un alejamiento tan prolongado de la Urbe. Probablemente fue una prueba dura y muy útil para los arriesgados avatares que le deparaba el futuro.
Su fortuna cambió cuando Agripina, esposa de Claudio, «para no hacerse famosa solamente por sus malas acciones», dice Tácito, «logró el perdón del exilio y al mismo tiempo la pretura para Anneo Séneca» (Anales XII 8, 2). Era el año 49 y, en efecto, Agripina decidió llamarlo a la Corte para ocuparse de la educación de Nerón, «pensando que sería un gesto popular en razón del brillo de sus estudios», prosigue Tácito. Le fue otorgado, además, el cargo de pretor, con lo cual se reanudó su carrera política.
Claudio murió en el año 54, envenenado al parecer por agentes de Agripina, que, según la historiografía clásica, ambicionaba ejercer el poder supremo a través de su hijo Nerón. Nombrado este último nuevo emperador, Séneca ocupó un papel principal en los primeros años de su gobierno, sobre todo hasta la muerte de Agripina en el año 59. Después se fue distanciando paulatinamente de un emperador que, con el paso del tiempo, empezó a ejercer un gobierno más despótico, atemorizado por las intrigas de los senadores y quizá embriagado por el poder absoluto. Séneca intentó alejarse de la Corte, pero Nerón no lo permitió. Su discreción no le permitió la supervivencia y, acusado junto a Lucano y otros muchos de haber participado en la conjura contra el emperador, encabezada por Gayo Pisón, fue, como decía al principio, invitado a suicidarse por soldados enviados por Nerón.
Tácito nos ha relatado detalladamente su muerte, llena de dignidad. Siguiendo su relato, hemos de concluir que los dioses se mostraban renuentes a acabar con la vida de un hombre tan notable. No bastó con que se cortara las venas ni con tomar veneno; al final, como es conocido, hubo de sumergirse en una bañera para conseguir que la sangre abandonara su cuerpo y exhalar el último aliento. Se me hace difícil perdonar a Tácito por no haber transmitido sus últimas palabras; alega que eran de sobra conocidas: «Dado que han sido ya divulgadas en sus términos literales, me excuso de glosarlas aquí» (XV 63, 3). Quizá al gran historiador no se le pudo ocurrir que tales palabras nunca llegaran a la posteridad.
Este es un resumen aproximado de lo que se sabe y se conjetura sobre la vida de Séneca, que, además de filósofo, fue político y escritor. Parece interesante analizar por separado estas tres facetas para apreciar con más rigor la talla del personaje y para una mejor comprensión de los diálogos que aquí presentamos.
FILÓSOFO, POLÍTICO Y ESCRITOR
Solo voy a esbozar en este apartado los aspectos más destacados de Séneca en las tres actividades fundamentales de su vida profesional, aunque pueda parecer un anacronismo calificarla así. Sirve para entendernos, pero Anneo no habría estado de acuerdo. En su opinión, la filosofía y la literatura pertenecían al otium («ocio»), formaban parte de su desarrollo como persona; solo la política fue para él una profesión, un negotium («negocio», negación del ocio), un deber ciudadano, defendido por la filosofía estoica, que él procuró cumplir con dudoso agrado.
Séneca, el filósofo
A lo largo de sus Diálogos y sus Epístolas, pero también en su obra en verso, Séneca expone su particular concepción de la filosofía estoica. En los últimos años del siglo IV a. C., Zenón, su fundador, empezó a transmitir sus ideas en Atenas bajo un pórtico (stoa, en griego) que dio nombre a la doctrina. Él y sus discípulos iban a ser en adelante los filósofos del Pórtico, los estoicos. A aquellos que desarrollaron la doctrina en época del Imperio romano se les suele agrupar bajo el nombre de Estoa Nueva; los más destacados son, además de Séneca, Musonio Rufo, Epicteto y Marco Aurelio. El estoicismo romano era eminentemente práctico; proyectaba un plan de vida destinado a alcanzar la tranquilidad imprescindible para ser feliz. Sus ideas son muy mal conocidas, a pesar del renovado interés que ha surgido últimamente, al que nos referiremos más adelante. Tan solo nos ha quedado esa imagen de imperturbabilidad del filósofo estoico, pero su propuesta era y es mucho más rica y revolucionaria. Naturalmente, no es posible hacer aquí una exposición detallada, pero no estará de más apuntar algunos de sus principios fundamentales.
Séneca se consideraba un aspirante a la sabiduría, un «proficiente», como él los llama; alguien que «aprovecha» los conocimientos de los maestros y va poco a poco subiendo escalones y perfeccionándose. El sabio constituía el ideal de hombre para el estoicismo, algo así como el santo para el cristianismo; debía reunir unas virtudes tan exigentes que era casi imposible llegar a serlo del todo. Su razón le guía y le proporciona el dominio de sí mismo, necesario para no dejarse llevar por las pasiones; nada teme, nada desea; se limita a seguir el camino que la Naturaleza le indica y no se preocupa por las apariencias y convenciones sociales. Su forma de vida es la práctica de la virtud, el comportamiento honesto y la búsqueda de la justicia. El sabio nunca se entristece, ni se enfada, ni le preocupan las desventuras, porque estas lo son solo en apariencia: «es maestro en el arte de domeñar los males: el dolor, la pobreza, la infamia... cuando han llegado a su presencia quedan mitigados», dice Anneo (Epístolas, 85, 41). También es absolutamente independiente, «sin apoyarse en nadie que no sea él mismo, pues quien se sostiene con ayuda ajena puede caerse» (Epístolas, 92, 2). Nada le resulta inesperado y ha de aguardar la muerte de sus seres queridos como espera la suya, aceptando que es un proceso natural.
La lectura de las obras de Séneca y de sus compañeros de la llamada Estoa Nueva provoca en nosotros una cierta desazón. Básicamente, la propuesta estoica consiste en la aceptación de la realidad con toda su crudeza. La vida del hombre no tiene más sentido que la de la abeja. Lo mejor que podemos hacer es ser útiles a la comunidad y confiar en que tal vez, solo tal vez, haya otra vida después de la muerte; en que tal vez exista Dios o los dioses; en que tal vez nuestra alma sea realmente inmortal. Eran eventualidades en las que los estoicos querían creer, pero resultaban indemostrables. Liberados de deseos y temores y teniendo a la razón como nuestro mejor aliado, podemos liberarnos también de complejos y frustraciones; podemos alcanzar el sosiego imprescindible. Para Séneca la vida es una ruta escabrosa y la muerte no es ningún drama, más bien un refugio. La Naturaleza o los dioses nos han proporcionado el mejor regalo: podemos abandonar la vida cuando queramos. Esa posibilidad nos otorga una libertad real, sin ella no seríamos verdaderamente libres. Séneca lo expresa con rotundidad en el tratado Sobre la ira: «¿Quieres saber cuál es el camino hacia la libertad? Cualquier vena de tu cuerpo» (III 15, 4).
En su doctrinario hay muchos otros aspectos interesantes: su conocimiento de la psicología humana, sus novedosos principios educativos..., pero quizá merezca destacarse su doctrina de amor al prójimo, un compromiso social del que arrancan bastantes de esos que hoy conocemos como derechos humanos: justicia social, igualdad de género, no violencia, En Séneca es bien conocida su convincente exhortación a la solidaridad humana: «No puede vivir felizmente aquel que solo se contempla a sí mismo, que lo refiere todo a su propio provecho: has de vivir para el prójimo, si quieres vivir para ti» (Epístolas, 48, 2). Menos se conocen su exhortación al buen trato a los esclavos, expresada en numerosos pasajes de sus Cartas, y sus objeciones contra la guerra, con denuncia expresa de la violencia institucional: «Hechos que cometidos clandestinamente se pagarían con la pena de muerte, los elogiamos porque los comete quien lleva insignias de general» (95, 30-31).
Séneca demuestra conocer e incluso admirar a filósofos de otras escuelas filosóficas y parece dispuesto a admitir cuanto de provechoso pueda encontrarse en las otras doctrinas; incluso en el epicureísmo, la escuela más antagónica, encontraba puntos de conexión. En ocasiones, hace incluso gala de su independencia de pensamiento, apreciable en estas palabras de Sobre la vida feliz: «cuando digo nuestra, no me adhiero a uno en particular de los maestros estoicos: también tengo yo derecho a opinar» (3, 2).
Séneca, el político
Este filósofo, con las singulares ideas que apenas he podido bosquejar, hizo carrera política en Roma. Como hemos visto, fue senador y pretor, pero el destino le tenía reservado ocupar la cima del poder cuando en calidad de amicus del nuevo emperador hubo de dirigir los destinos del Imperio romano. Y, ciertamente, no debió de hacerlo nada mal. La historia de Roma denomina los cinco primeros años del Principado de Nerón el «Quinquenio áureo», un periodo en que el joven emperador permitió que los más graves asuntos de Estado estuvieran en manos de Séneca y Burro, prefecto del pretorio, el más alto cargo militar del Imperio. Un tándem que, si hacemos caso a las palabras de Tácito, debió de funcionar coordinada y eficazmente: «Procedían de modo concorde con una autoridad equivalente por medios diversos: Burro con su experiencia militar [...], Séneca con su magisterio oratorio y su honrada benevolencia» (Anales XIII 2, 1).
Si seguimos el relato de Anales de Tácito, el más prestigioso de los historiadores romanos, encontramos que la presencia de Séneca en la Corte fue decisiva en varios momentos para evitar mayores conflictos: se opuso con inteligencia y decisión a las desmedidas ambiciones de Agripina (XIII 5, 2) y consiguió que Burro permaneciese en su puesto cuando Nerón intentó eliminarlo (XIII 20, 2). Sin embargo, la guerra declarada entre madre e hijo, que terminó con la muerte de Agripina, significó el declinar de su influencia. Las intrigas palaciegas por parte de ambos bandos eran de tal calibre que, según Tácito, Séneca autorizó el asesinato de la madre para evitar el de Nerón (XIV 7, 3). Tres años después murió Burro, probablemente envenenado, y Séneca cayó en desgracia a los ojos del Nerón. Desde ese momento hasta su muerte no intervino más en la toma de decisiones del emperador. No parece probable que formara parte de ninguna conjura.
Tácito elogia la elocuencia de Séneca en diferentes pasajes y da a entender que intentó trasladar la honestidad e indulgencia de sus principios filosóficos al emperador (XIII 11, 2). Debió de alcanzar notable popularidad y prestigio, pues al parecer, una vez abortada la conjura de Pisón, se extendió el rumor de que los conjurados habían decidido nombrar a Séneca emperador, «elegido para el supremo poder», dice Tácito, «como hombre sin culpas y de esclarecidas virtudes» (XV 65, 1). Es cierto, sin embargo, que, según relata el historiador, nuestro autor sufrió duras críticas por haber acumulado una enorme fortuna gracias a los favores de Nerón (XIV 52, 2). Es este un dato que quizá permita al lector entender mejor por qué Anneo defiende con tantos argumentos la posesión de riquezas en Sobre la vida feliz.
Séneca, el escritor
Fue Séneca un autor prolífico y, aunque no podemos quejarnos de lo conservado, es cierto que buena parte de su obra se ha perdido; una larga lista de títulos que encontramos citados en autores posteriores, pero que lamentablemente no han llegado hasta nosotros. Sin embargo, como decía, hemos de felicitarnos por haber conservado un buen número de sus obras y también porque Séneca tuviera a bien escribir en tiempos en los que muchos filósofos, incluso de su escuela, consideraban que tal cosa era impropia de un filósofo. Los cínicos no solían escribir y las ideas de Musonio Rufo y Epicteto, estoicos como él, nos han sido trasmitidas porque alguno de sus discípulos tuvo a bien ponerlas por escrito. Es una postura que tiene que ver con la voluntad de pasar a la posteridad, defendida por Séneca en varias de sus Epístolas, pero contra la que escribe Marco Aurelio en sus Meditaciones; el primero consideraba que también había que ser útil a las generaciones futuras (79, 17) y el segundo veía vanidosos afanes en tal actitud (IV 19). Nosotros hemos de agradecer a Séneca su determinación.
Quintiliano divide la obra de Séneca en orationes («discursos»), poemata («obras en verso»), epistolae («epístolas») y dialogi («diálogos»). Lamentablemente, de los discursos solo conservamos fragmentos, pero de la capacidad de Séneca en el ejercicio de los otros géneros podemos hacernos una buena idea gracias a los títulos conservados. Hoy diríamos que Anneo fue un escritor transversal en lo que se refiere a los géneros cultivados: escribió obras en prosa, en verso e incluso en prosa y verso, pues se le atribuye con bastante certeza una sátira menipea, titulada Apocolocíntosis. Se llamaban menipeas porque estaban escritas según el estilo de Menipo de Gadara, autor griego del siglo III a. C., mezclando prosa y verso, y ya antes habían sido cultivadas en Roma por Varrón. La Apocolocíntosis, «Conversión en calabaza», es una cruel burla del emperador Claudio, que al morir no se convirtió en un dios (apoteosis), como se decía de algunos emperadores romanos, sino en una calabaza. Se trata de una serie encadenada de parodias de otras formas literarias (historia, épica, tragedia, etc.), en las que el cordobés demuestra sus buenos conocimientos literarios y una excelente aptitud para la comedia.
Pero aún son más evidentes sus aptitudes para la tragedia, pues con sus versos Séneca creó hermosas tragedias, de las que conservamos nueve. Todas de tema mítico griego, una Medea, una Fedra, un Edipo, etc., es decir, las figuras que habían sido tratadas por los grandes tragediógrafos griegos, Esquilo, Sófocles y Eurípides; este último parece haber sido su mayor fuente de inspiración junto a algunos autores romanos, especialmente Ovidio. Como era previsible, Séneca da un tratamiento muy personal a tales mitos, cambiando la óptica helena y centrándose en el ser humano. No se aborda la lucha del hombre contra la divinidad, sino contra sí mismo. Evidentemente, se introducen las ideas estoicas, pero con enorme habilidad, sin facilitar una solución clara. Aunque han sido objeto de numerosas críticas por su carácter retórico y quizá declamatorio —se piensa incluso que no estaban concebidas para ser representadas—, sus tragedias tuvieron una notable influencia en autores posteriores como Racine, Corneille o Shakespeare, entre otros muchos.
Séneca debió de ser un gran orador, brillante y popular, pero ciertamente controvertido. Su estilo era novedoso. A Quintiliano, el gran maestro de retórica, no le gustaba en exceso, aunque le dedica un importante espacio en su obra (10, 1, 125). Suetonio nos trasmite las críticas de Calígula hacia sus discursos: «acusaba a Séneca, el autor más popular por entonces, de componer meros ejercicios de efecto y de ser arena sin cal» (Calígula 53, 2). Tácito incide también en su éxito y en el carácter poco convencional de su estilo: «De acuerdo con el ingenio que poseía, atractivo y adecuado a los oídos de la época» (Anales 13, 3).
Estos testimonios dejan claro, además de la admiración popular hacia nuestro autor, la puesta en práctica de un nuevo estilo retórico, que se aprecia, sobre todo, en su obra en prosa, tanto en los diálogos, de los que nos ocuparemos en un capítulo aparte, como en sus cartas, tituladas Epístolas a Lucilio, de lectura imprescindible para entender y empezar a admirar a Anneo. Se trata de 124 cartas, dirigidas a su amigo Lucilio, en las que va exponiendo su filosofía práctica de la vida, abordando los temas más diversos y profundos, con un tono tan cercano y coloquial que es difícil no sentirse seducido por sus poco convencionales puntos de vista.
Pero, exactamente, ¿en qué consistía ese estilo?; ¿qué novedades contenía y respecto a quién? La lectura de la prosa de Séneca produce casi siempre una sensación de cercanía, de conversación improvisada con el autor. Hay, sin duda, una evidente influencia de la diatriba cínica, perceptible en la presencia del interlocutor ficticio, un adversario imaginario que argumenta en contra de lo que dice Séneca y permite a este responder completando de este modo su exposición. A veces su interlocutor no es imaginario, puede ser el Lucilio de las Epístolas o el Paulino de Sobre la brevedad de la vida o el Galión de Sobre la vida feliz, lo importante es conseguir ese tono conversacional que nos involucra más en el tema que se está tratando. De este modo, Séneca pretende dar la sensación de improvisación, de falta de estructura en sus diálogos, y todavía los especialistas discuten si esta es real o un artificio más en su propósito de atraer la atención del lector. El caso es que algunos recursos evidentes, como la interrogación retórica, el uso abundante de metáforas y comparaciones, junto al empleo recurrente de sentencias o máximas, contribuyen decisivamente a despertar el creciente interés del lector. Las sentencias son tan frecuentes y brillantes que ya desde la Edad Media corrieron repertorios de ellas y todavía hoy pueden encontrarse fácilmente en numerosas páginas de internet; sin duda, es el elemento más característico de la narrativa senecana. Otro rasgo menos comentado, pero a mi entender importante, es su facilidad para la ironía. Ese fino humor que recorre su prosa, casi imperceptible a veces, pero que demuestra la capacidad que tenía nuestro estoico para reírse de sí mismo: «Si alguna vez quiero divertirme con un tonto no tengo que buscarlo lejos: me río de mí» (Epistolas 50, 1).
En realidad, las reticencias de Quintiliano respecto al estilo de Séneca tienen que ver con su clasicismo, con su admiración por el estilo clásico que representa Cicerón, muy distante del cultivado por el de Córdoba. Su estilo sentencioso y discontinuo se opone al complejo entramado de la sintaxis ciceroniana. Anneo expresa su juicio sobre Cicerón con irónicas palabras al comentar unos versos de Ennio, poeta épico del siglo II a. C., por el que el orador sentía una gran admiración: «No me maravillo de que haya existido quien escribiera tales versos, puesto que ha existido quien los elogió; a no ser que Cicerón, óptimo abogado, defendiera su propia causa y quisiera que estos versos parecieran bien logrados» (Epístolas 125, 5-6); parece como si al reconocerle sus espléndidas aptitudes para la abogacía rebajase su capacidad como escritor.
Vemos a Séneca haciendo enemigos y, ciertamente, poderosos. Me temo que, unas veces de intento y otras inadvertidamente, nuestro autor hizo más enemigos de los que hubiera imaginado. Merece la pena detenerse en este punto al hablar de su éxito entre las generaciones posteriores.
UNA FORTUNA CONTROVERTIDA
Sería injusto decir que no consiguió la fama póstuma que pretendía, pero, a mi juicio, su fortuna no se corresponde con los merecimientos de un hombre de su talento. Fue un filósofo de notable acento individual y ecléctico, capaz de trasmitir con sabiduría no evanescentes y nebulosas teorías metafísicas, sino un plan de vida concreto. Un político reconocido por la propia historiografía romana, tan crítica con Nerón y sus acólitos, que intentó poner en práctica ideas tan humanitarias y justas como las defendidas por el estoicismo. Y, en fin, un escritor más que notable, todavía hoy de lectura fácil por su modernidad, y que sabemos influyó en escritores tan sobresalientes como los más arriba nombrados o los que mencionaré a continuación.
Todo ese bagaje tendría que haberle encumbrado a las más altas cimas de la gloria. A mi entender, no debería estar por debajo de un Julio César o un Cicerón, si es que la mitificación post mortem pone en valor sobre todo la capacidad del individuo para brillar en diferentes facetas del quehacer humano. Pero ni en la actualidad ni en siglos anteriores, Séneca llegó a ocupar un puesto similar. Cierto es que transitoriamente tuvo momentos de mayor brillo al ser reconocido a partir del Renacimiento y en diferentes épocas por autores como Erasmo, Quevedo, Montaigne o Schopenhauer, pero su éxito ha sido siempre bastante pasajero. Es opinión compartida entre los estudiosos de su obra que no ha gozado de la gloria merecida y creo que puede ser de interés analizar los posibles motivos de tal circunstancia, pues de paso nos permitirá proporcionar informaciones concretas sobre esa discutible fortuna.
Entre los romanos parece haber sido tratado mejor por los cristianos que por los paganos. No se podría quejar de las opiniones de Tácito acerca de su faceta política, aunque el historiador no se prive de contarnos en más de un lugar las críticas que recibía por acumular tan copiosas riquezas. Sin embargo, ya hemos visto que el juicio de Quintiliano es más bien negativo, no solo como orador, también como filósofo: «Poco escrupuloso en filosofía, pero notable perseguidor de los defectos» (X 1, 129). El retórico Frontón del siglo II no le tiene en ningún aprecio y casi la misma opinión encontramos en Aulo Gelio, anticuario del mismo siglo (Noches áticas 12, 2). Por lo demás, escasísimas menciones, más bien neutras; ni siquiera sus compañeros estoicos han tenido a bien mencionarlo. Podemos apuntar distintas razones para esta desafección, que evidentemente influyó en la tradición posterior.
En primer lugar, ya hemos visto cómo el estilo de Séneca era claramente novedoso y rompedor con el estilo clásico que representa Cicerón. Los clasicistas, imitadores del gran Cicerón, no podían ver con buenos ojos a alguien que, además de practicar un estilo diferente, no parecía tener en gran estima al «óptimo abogado».
En segundo lugar, hay que tener en cuenta que Séneca consideraba los que él llamaba «estudios liberales» (retórica, historia, filología, geografía, etc.) un divertimento sano para el ocio, que a veces podía desviar de la filosofía, a la que cualquier hombre debía entregar sus afanes con preferencia. En más de un pasaje de sus Epístolas (86, 88, 89, 90, 108) denuncia el carácter irrelevante de tales estudios, que no pueden procurar la virtud, aunque «disponen al alma para recibirla» (89, 32). Escaso interés tiene, en su opinión, indagar si Homero fue antes que Hesíodo (88, 6) o cuál fue la ruta de Ulises (86, 7). «Conoces cuál es la línea recta», añade, «¿de qué te sirve, si ignoras cuál es la rectitud de la vida?» (86, 13). Mucho me temo que esta trivialización que hace de sus estudios influyó en los retóricos, anticuarios y filólogos de la Antigüedad a la hora de valorar sus obras y puede que así siga siendo en nuestra época. No tiene que ser grato, sobre todo para quien se cree su oficio, entregar tu tiempo a indagar la cronología relativa de las obras de Séneca, sirva como ejemplo, sabiendo que a su autor la cosa le parecía de escasa importancia. Es evidente que quizá no se ha entendido bien el planteamiento de Anneo, pero es que en su época la filosofía era algo más que una asignatura.
En tercer lugar, por lo que se refiere al estoicismo en particular, hemos visto cómo Séneca no es un adepto radical, como Epicteto o Marco Aurelio; mantiene puntos de disenso en algunos temas, se distancia de Posidonio o de otros estoicos y no tiene empacho en elogiar en numerosas ocasiones a Epicuro, el gran rival. Además —y esto concierne ya a todos los filósofos y moralistas—, Anneo recibió numerosos reproches por no haber mantenido una actitud vital acorde con sus principios, sobre todo en cuanto se refiere a las riquezas y al disfrute de algunos otros placeres, y quizá no se defendió bien de tales acusaciones. Por otro lado, su cercanía a Nerón y Agripina, tan execrados por la historia, ha sido juzgada duramente en muchas ocasiones: ¿cómo es posible que un moralista tan exigente compartiera el poder con una ambiciosa intrigante y un déspota enloquecido? Quizá tampoco se haya entendido bien el compromiso político estoico, que propugnaba la participación política para contribuir en la medida de lo posible a una sociedad más justa. Séneca escribió incluso su diálogo Sobre el ocio para defenderse de su alejamiento de la política, porque en alguna medida vulneraba el mencionado compromiso.
Curiosamente, entre los romanos cristianos nuestro filósofo tuvo, como decía, mejor cartel. Primero por los puntos de conexión entre ambas doctrinas, sobre todo por las ideas de amor al prójimo, solidaridad e indulgencia, que con toda probabilidad el cristianismo tomó del estoicismo. También pudo influir, en no pequeña medida, una correspondencia apócrifa entre Séneca y san Pablo que debió de alcanzar notable difusión en el siglo IV. Ya antes, a principios del siglo III, Tertuliano le consideraba un pensador muy cercano, «a menudo uno de los nuestros» (Sobre el alma 20, 1), y en sus obras es fácil rastrear una notable influencia de Anneo. Al igual que en la de Lactancio (250-325), especialmente en su Sobre la ira de Dios. En otros autores de la Patrística encontramos también ese respeto por las ideas de nuestro autor, particularmente en Martín de Braga, ya en el siglo VI, quien escribió un tratado Sobre la ira, basado en el homónimo de Séneca.
Parece que fue en el siglo XIV cuando se desarrolló la leyenda de un Séneca convertido al cristianismo, leyenda que, a mi juicio, ha contribuido escasamente a su buena fortuna. En efecto, los cristianos que se acercaron a su obra encontraron un racionalista radical, que de ningún modo puede admitir un planteamiento basado en la fe. Por su parte, los pensadores agnósticos o ateos han guardado distancias frente a un filósofo tan apreciado por una religión dogmática como la cristiana. Mucho me temo que, en las sucesivas polémicas entre paganos y cristianos, tan propias de la sociedad occidental, unas veces expresas y otras latentes, Séneca se haya quedado en terreno de nadie y eso tampoco ha favorecido el éxito que merecía.
Desde el punto de vista literario, Séneca ha tenido y tiene que soportar la comparación con Cicerón, si hablamos de su obra en prosa, y con Sófocles y Eurípides, si nos referimos a sus tragedias. Ciertamente, se trata de duros competidores; difícil encontrar otros escritores con un reconocimiento tan universal. No es fácil salir airoso de tan odiosa comparación y eso puede haber contribuido también a una valoración inadecuada de su labor literaria. No obstante, para ser justo, debo decir que, en mi opinión, la obra de Séneca es bastante desigual. No todas las tragedias están al mismo nivel, ni todos los diálogos, ni siquiera todas las epístolas. Algunos títulos están a la altura de esos y otros grandes escritores, pero de otros no se puede decir lo mismo. De manera que, si alguien se aproxima a Séneca y tiene la mala suerte de elegir algunas de sus obras menos logradas, es posible que no se sienta motivado a insistir en nuevas lecturas. Esa perceptible desigualdad en sus obras tiene que ver con su estilo literario; con esa sensación de improvisación, incluso íntimo desahogo, que a veces resulta sumamente atractivo y en ocasiones no favorece la calidad de su escritura.
Todos estos son factores que han podido forjar esa fortuna incompleta que mencioné al principio, pero también han contribuido a ella valores seculares de la sociedad occidental que ponen por encima de los filósofos a los estadistas, que encumbran más a un conquistador imperialista que a quien trabajó menos por la grandeza de Roma que por la felicidad del ciudadano del mundo.
LOS DIÁLOGOS
Bajo este nombre, dialogi, agrupó Quintiliano toda la producción en prosa de Séneca, exceptuando las Epístolas a Lucilio, que ya he comentado. Tal agrupación tiene sentido si consideramos que en el resto de las obras en prosa de Séneca se aprecia esa conversación entre el autor y el interlocutor fingido que produce el efecto de un diálogo. Es, desde luego, un diálogo sui generis, pues podríamos decir que es más bien un monólogo, interrumpido esporádicamente y con brevedad por el contrincante fingido. Al elegir esta forma literaria, Séneca, muy en su línea innovadora, rompía con la forma habitual empleada para los tratados filosóficos, el diálogo platónico o socrático, que también había sido utilizado por Cicerón, su antecesor latino. El diálogo platónico es un verdadero diálogo con varios intervinientes, mayor vivacidad y numerosos argumentos en pro y en contra de las tesis a debate. El diálogo senecano, más parecido a una larga epístola, es menos complejo y pedagógicamente más accesible a los posibles lectores. Como ya he mencionado, Séneca se inspiró para esta nueva forma en la diatriba, género en el que aparece también el interlocutor fingido, aunque el tono suele ser más mordaz y agresivo que el empleado por el cordobés.
Dentro de sus diálogos Quintiliano y la tradición posterior suelen incluir las Consolaciones: A Marcia, A su madre Helvia y A Polibio, que, aunque tengan la misma fórmula conversacional, constituyen sin duda un género literario independiente del que voy a ocuparme en primer lugar.
Es una lástima que desapareciese tan pronto un género que cumplía una función benéfica tan excepcional: ayudar a la persona que necesita consuelo por haber sufrido una gran desgracia. Nació en Grecia de la mano de algunos filósofos, pues, al parecer, lo cultivaron sabios relevantes de distintas escuelas (Crisipo, Epicuro, Panecio, etc.). En Roma sabemos que Cicerón escribió una consolación, que no nos ha llegado, dirigida a sí mismo tras la muerte de su hija Tulia, pero conservamos únicamente las tres de Séneca que he citado. Están escritas en fechas relativamente cercanas entre sí, entre el 37 y el 43 a. C. A Marcia, está dirigida a la hija de Cremucio Cordo por la muerte de su hijo Metilio. La segunda, A su madre Helvia, la dirige Séneca a su madre para consolarla del destierro que sufre el propio escritor en la isla de Córcega. La tercera, A Polibio, está dirigida a un ministro de Claudio para consolarle por el fallecimiento de su hermano. Son distintas no solo porque abordan infortunios diferentes, sino por la forma de tratarlos, pero en las tres se presentan temas recurrentes en el género: ni la muerte ni el destierro constituyen una desgracia; el finado no sufre ni teme; es necesario ocuparse de los que siguen vivos; Las consolaciones a Marcia y a Helvia, más sentidas, tienen un tono bastante distinto al que apreciamos en A Polibio, pero en esta última los argumentos sobre la necesidad de superar el dolor por la pérdida del ser querido resultan más convincentes; la distancia entre Séneca y su interlocutor le obliga a manejar con más sutileza y precisión las ideas habituales sobre la muerte.
De los demás diálogos, también llamados frecuentemente tratados, hay tres que se diferencian del resto. Cuestiones naturales por su contenido, más próximo a la física que a la ética, Sobre la clemencia, por tratarse de un diálogo a medio camino entre la política y la moral, y Sobre los beneficios, por tener un carácter menos aplicado y más teórico, y abordar distintos temas bajo el mismo título.
Cuestiones naturales, escrito entre los años 62 y 65, consta de siete libros, en los que Séneca se propone describir los fenómenos naturales. El arcoíris, el rayo, las inundaciones, los terremotos, los cometas, etc., se describen en libros sucesivos, procurando nuestro autor descubrir sus causas. La perspectiva moralizante nunca desaparece, por lo que no podemos decir que se trate de un verdadero tratado científico, aunque muchas de sus indagaciones y observaciones resultan sumamente curiosas.
Sobre la clemencia, escrito en el año 54 o quizá 55, es uno de los tratados más leídos y de mayor influencia de Séneca. Parece que constaba de tres libros, de los que solo se han conservado el primero y una parte del segundo. Está dirigido a Nerón y, sobre todo el primer libro, lleno de elogios al joven monarca, parece un intento del filósofo y tutor de llevar al nuevo emperador por el camino de la clemencia. El segundo libro, más teórico, define las características de esa virtud, contrapuesta a la crueldad y distinta de la misericordia y del perdón.
Sobre los beneficios, en siete libros, y escrito como las Cuestiones en los últimos años de vida del filósofo, empieza abordando el tema de la ingratitud, considerada uno de los vicios más comunes. Luego se refiere Séneca a la beneficencia, definida como la intención benéfica de procurar contento mediante una acción u obsequio. En los libros siguientes se habla de los benefactores, el modo de recibir los beneficios y otros temas menos relacionados con el principal. Entre estos debe destacarse la defensa de los esclavos en el libro III, con abundantes ejemplos de acciones benéficas realizadas por ellos.
El resto de los diálogos se centran en un tema moral concreto. El diálogo Sobre la ira es uno de los más antiguos, publicado en torno al año 42. Consta de tres libros y es notable su desorden estructural, aunque su lectura es probablemente de las más amenas. Describe Séneca en él las características de la ira, pasión abominable que es necesario erradicar del espíritu. Critica a Aristóteles y a todos aquellos que opinaban que una ira moderada podría resultar útil. Es un tratado particularmente interesante y moderno por su penetración psicológica y por la importancia que concede a la educación temprana.
Sobre la firmeza del sabio es un diálogo escrito en fecha incierta entre los años 54 y 62; está dedicado a Anneo Sereno, un amigo epicúreo que evolucionó hacia el estoicismo, al que Séneca tenía especial afecto (Epístolas 63, 14). Se trata en él de la imperturbabilidad del sabio ante las injurias y cualquier tipo de ultraje. El sabio recibe las ofensas como los padres las rabietas de sus niños, con superioridad bondadosa.
Sobre la tranquilidad del espíritu, escrito probablemente hacia el año 53, está dedicado también a Anneo Sereno y se inicia con un verdadero diálogo entre este y Séneca. Sereno está preocupado por las agitaciones de su ánimo, con dudas y contradicciones que no es capaz de comprender. Séneca le explica que su espíritu todavía no se aproxima a la tranquilidad del sabio, a la que todos debemos aspirar, pero está en el buen camino si al menos se percata de su desasosiego. Expone a continuación algunas de las causas que nos separan de la tranquilidad y recomienda moderación en todos los órdenes de la vida. No es bueno empecinarse en el error, empeñarse en logros absurdos, pero tampoco es útil cambiar de actividad con excesiva premura.
El diálogo Sobre el ocio está mutilado al comienzo y al final. Se suele proponer como fecha más probable de composición el año 61 o 62, cuando Séneca había dejado de intervenir en política. El tratado justifica su alejamiento de la activad pública y defiende la vida contemplativa en busca de la sabiduría. Esa postura no era la que sostenía el estoicismo ortodoxo, que propugnaba el compromiso ciudadano, pero Séneca esgrime que ese compromiso también puede cumplirse de forma privada, sobre todo cuando se ha servido al Estado durante muchos años. Por otro lado, hay ocasiones en que el sabio no encuentra un Estado con el que merezca la pena colaborar.
Sobre la providencia, escrito en fecha incierta, para unos hacia el año 61 y para otros en los años de exilio, está dedicado a Lucilio, quien había preguntado a Séneca por qué, si existe una Providencia, los buenos sufren tantas calamidades. Séneca no discute en este tratado la existencia de tal Providencia, cuestión que difiere para otro diálogo que o no nos ha llegado o nunca llegó a escribir. El filósofo responde a su amigo que las desgracias lo son solo en apariencia, ponen a prueba a los buenos y son ocasión para la virtud. Además, la Providencia se ocupa de la generalidad y no del individuo, y lo que parece malo para este puede que sea bueno para el conjunto.
Pero pasemos ya a ocuparnos, en apartados singulares, de los dos diálogos que se publican en este volumen, Sobre la vida feliz y Sobre la brevedad de la vida.
SOBRE LA VIDA FELIZ
Quizá la dificultad fundamental en la lectura de los diálogos de Séneca sea la falta ocasional de información más contextualizada. Nuestro autor aborda en ellos cuestiones morales concretas y trascendentes, pero el lector que los lee por primera vez lo hace sin un conocimiento global de la doctrina estoica. Los argumentos del filósofo se comprenden bien, pero a veces el lector neófito puede echar de menos alguna noticia sobre el porqué de tales diatribas. Una cierta aproximación a las vicisitudes por las que transcurrió la vida del filósofo también puede ayudar a una mejor comprensión de sus razonamientos. En el diálogo que nos ocupa, ambos factores han de tenerse en cuenta en mayor medida que en otros.
Sobre la vida feliz fue escrito hacia el año 58, según opinión generalizada de los estudiosos de la obra. La base para tal datación estriba en la defensa reiterada de la posesión de riquezas, sobre todo si estas han sido conseguidas honradamente. Una defensa tan sentida, contradictoria en buena medida con el ideal estoico, ha hecho suponer que Séneca intentaba rechazar las acusaciones por malversación que había sufrido en torno a ese año y que Tácito nos ha transmitido (XIII 42, 1-4).
La justificación de la posesión de una fortuna patrimonial se verifica en los últimos capítulos del tratado (21-26). Las riquezas pueden ser «ocasión para la virtud», dice Anneo, pues permiten la práctica de virtudes como la mesura o la generosidad. El sabio no es esclavo del dinero ni se angustia con la pérdida de los bienes materiales, pero admite su posesión, porque facilita la existencia: «Digo que las riquezas no son un bien..., reconozco que son dignas de tenerlas, útiles y tales que procuran muchas comodidades a la vida» (24, 5). El filósofo estoico no tiene por qué ser pobre, puede aceptar las riquezas como un don grato de la fortuna, basta con que no las ame ni permita que entren en su espíritu, «en casa del sabio están al servicio, en casa del necio, al mando» (26, 1).
A lo largo del diálogo hay, desde luego, una notable autodefensa, aparentemente de la filosofía y los filósofos en general, aunque con toda probabilidad Séneca también esté contestando a las maliciosas acusaciones que se hacían contra él. En diversos pasajes se refiere a las críticas sufridas por maestros tan reputados como Platón, Zenón o Demetrio el cínico, y en los últimos capítulos deja que sea la voz de Sócrates quien haga frente a la maledicencia contra la filosofía. «Incluso ellos», parece insinuar Anneo, «sufrieron la envidia, que yo padezco».
Séneca responde también al reproche habitual contra los filósofos de su tiempo: vivir de forma distinta a los principios que predicaban. En primer lugar, dice Anneo, algunos filósofos —desde luego él mismo— no han alcanzado la sabiduría; pretenden alcanzar la virtud, pero todavía no se han liberado de sus vicios, así que no se les debe exigir como si fueran sabios. En segundo lugar, hay que valorar al que se esfuerza, aunque no llegue a cumplir sus objetivos, al fin y al cabo se trata de los objetivos más elevados: «¿Qué tiene de extraño si no ascienden hasta lo alto los que acometen pendientes escarpadas? Pero si eres un hombre, admira, aunque fracasen, a los que intentan grandes empresas» (20, 2).
El resto del diálogo, los primeros capítulos, sí abordan propiamente el tema de la vida feliz. Anneo empieza advirtiendo contra las costumbres y convenciones; no hay que dejarse llevar por la opinión común. Saber dónde se encuentra la felicidad es un asunto de la mayor importancia que requiere reflexión y sosiego. Y, desde luego, es la razón la que puede conducirnos a encontrarla. Reivindica el autor su individualidad de pensamiento, su derecho a separarse de la ortodoxia estoica en sus juicios sobre el tema.
No obstante, la tesis fundamental del tratado es la propia de un estoico: la vida feliz consiste en seguir a la naturaleza de manera virtuosa. Séneca proporciona a sus lectores una pequeña síntesis para mayor concreción, una especie de programa resumen de la doctrina que recomiendo leer detenidamente: «Yo miraré a la muerte con el mismo semblante con que oigo de ella... Yo veré todas las tierras como si fueran mías, y las mías como de todos...» (20, 3).
En este diálogo el interlocutor ficticio de Séneca es un seguidor del epicureísmo que va objetando los argumentos del cordobés. Como es sabido, los epicúreos sostenían que el sumo bien radicaba en el placer, que se obtiene también siguiendo a la naturaleza y que no es enemigo de la virtud. El diálogo confronta las dos perspectivas: Anneo defiende que la virtud es el bien supremo, que no puede ir asociada a los placeres, porque estos nos esclavizan. Su interlocutor intenta defender las tesis epicúreas: la posibilidad de unir el placer con la virtud o la práctica de los placeres moderados, entre otras. Para Séneca la virtud es algo sublime e invencible, mientras que el placer es vil y caduco. Admite que, en ocasiones, pueda tomarse como un complemento de la virtud, algo secundario, pero no es un bien y mucho menos el bien supremo. Sin embargo, es llamativa la defensa que hace de Epicuro, congruente con la admiración que apreciamos en otras obras suyas, particularmente en las Epístolas. En su opinión, Epicuro es honesto en sus planteamientos, pero muchos de sus seguidores han interpretado mal sus ideas y las utilizan para justificar su inmoralidad: «No se desenfrenan inducidos por Epicuro, sino que, una vez dados al vicio, esconden sus desenfrenos bajo capa de filosofía» (12, 4). Ese reconocimiento hacia Epicuro es excepcional dentro del estoicismo, como admite el propio Séneca: «Ciertamente yo soy de la opinión (lo diré mal que pese a nuestros seguidores) de que Epicuro dictó unas normas respetables, justas» (13, 1); y, aunque a mi juicio ese punto de vista enriquece enormemente sus ideas, parece claro que no debió de granjearle una buena reputación dentro de su escuela.
Sobre la vida feliz es un diálogo atrayente, sobre todo por lo que tiene de personal, porque nos permite apreciar mejor el temperamento de Séneca, sus conflictos. Un filósofo estoico comprometido políticamente que se ve forzado a justificar un tipo de vida probablemente más próximo al epicureísmo que al estoicismo.
SOBRE LA BREVEDAD DE LA VIDA
Sobre la brevedad de la vida es uno de los diálogos más interesantes de Séneca. Escrito hacia el año 48 o 49, aborda un tema central en la doctrina estoica. La mayoría de los hombres considera que la vida es breve, porque no ha aprendido a vivir y tampoco a morir. Séneca se lo dice a Paulino, a quien está dedicado el diálogo: «A vivir hay que aprender durante toda la vida y, cosa que quizá te extrañe más, durante toda la vida hay que aprender a morir» (7, 3). Un error muy repetido entre los humanos es considerar que la vida es demasiado corta, cuando somos nosotros quienes la hacemos corta por el mal uso que hacemos del tiempo. Derrochamos el tiempo, como si nos sobrara, y es el bien más preciado que tenemos, «lo único en lo que la avaricia resulta honorable» (3, 1). Es el resultado de vivir sin reflexión, de perder el control sobre nosotros mismos y de hacer lo que la costumbre nos dice que hagamos, no lo que deberíamos hacer, ni siquiera lo que queremos hacer. Muchas personas con canas y arrugas parecen haber vivido mucho tiempo, pero en realidad solo han existido mucho tiempo, sin ser capaces de entender la vida ni de guiarla; Séneca las compara al que va en un barco zarandeado por el mar, pero no sabe navegar (7, 10).
Naturalmente, nuestro autor está hablando de la sociedad romana del siglo I, pero casi todo su discurso nos resulta muy moderno. Quizá deberíamos decir mejor que las cosas no parecen haber cambiado demasiado en este asunto desde entonces hasta ahora. Alude, por ejemplo, a esa costumbre tan habitual de diferir los proyectos más ilusionantes para la jubilación: «¡Qué olvido tan necio de la condición mortal, diferir hasta los cincuenta o los sesenta años los buenos propósitos!» (3, 5); como si alguien garantizara que llegaremos a esa edad y como si, llegados a ella, tuviéramos aseguradas las ganas de realizar los propósitos que teníamos en el momento en que los concebimos. Por eso Séneca recomienda vivir al día y condena la dilación: «escamotea el presente mientras promete lo por venir...» (9,1).
Con el ejemplo de egregios personajes, como Augusto o Cicerón, ilustra Anneo el caso de tantos conciudadanos que pasan su vida reclamando ocio, pero nunca tienen la ocasión de disfrutarlo o, si llegan a disfrutarlo, no saben cómo manejarlo ni encuentran satisfacción en él. Porque Séneca no denuncia solo a quienes consumen su vida en la inacción o en lujos y placeres; tiene particular interés en retratar al hombre atareado, que existía ya en sus tiempos, pero que, en mi opinión, tiene en los nuestros todavía mayor presencia. Buena parte del diálogo es un bosquejo de este tipo de individuos, que son incapaces de mirar al pasado, el presente se les escapa y todo lo difieren para el porvenir. Encadenan unas ocupaciones tras otras y una nueva ambición sustituye a la anterior. «Laboriosamente logran lo que quieren, angustiosamente tienen lo que han logrado; entre tanto, no se hace ninguna cuenta del tiempo que nunca más ha de volver» (17, 5). La vejez les sorprende desprevenidos, con un espíritu todavía infantil, incapaces de manejar una situación en la que ya no hay lugar para imaginar nuevas ambiciones.
El retrato de estos atareados es ciertamente realista y cómico a la vez. Estar muy ocupado forma parte del refinamiento burgués. Como el tipo que al colocarse en la litera pregunta a sus servidores si está sentado. «¿Piensas tú», dice Séneca, «que este que ignora si está sentado, sabe si vive, si ve, si está ocioso?» (12, 7-8). En su trajín, en sus idas y venidas, no es que no sepa si está o no sentado, es que lo finge, porque, concluye Anneo con ironía, «parece de hombre demasiado plebeyo y menospreciable saber qué haces». También es gracioso el caso de Turanio, un anciano de noventa años al que Calígula licenció de su trabajo; tuvo tal disgusto que mandó que lo amortajaran y que la familia lo llorara como si hubiera muerto, «y no puso fin a su tristeza hasta que le fueron restituidas sus funciones» (20, 3). Un caso extremo y grotesco, pero que ilustra bien la actitud de tantas personas que juzgan penosa la vejez solo porque les hace sentirse relegados. En ese delirio inacabable de proyectar para el porvenir, olvidándose del presente, «algunos organizan incluso lo que está más allá de la vida, las grandes moles de sus tumbas» (20, 5).
También figuran entre los atareados los filólogos, historiadores, anticuarios..., «de los que», dice, «ya hay entre los romanos una tremenda tropa» (13, 1), pues se entretienen en el estudio de erudiciones inservibles que, aunque se hacen de buena fe, no contribuyen a hacer a nadie más virtuoso. Así que para Séneca los únicos que no están atareados son los que dedican su tiempo a la filosofía; quien se entrega a ella no tiene necesidad de pasar la vida en medio de ocupaciones encadenadas. Los filósofos se sienten vivos porque reflexionan sobre cuestiones que intentan mejorar la vida de sus conciudadanos, y para ello se sirven de los grandes maestros anteriores a ellos; consiguen esa desocupación que desean los atareados, porque hacen coincidir otium y negotium; no envidian a los famosos que ocupan cargos ni a los que poseen grandes riquezas, porque saben que esas cosas se consiguen «con perjuicio de vida». Es necesario apartarse de los que «cuando habían trepado a la más alta dignidad gracias a mil indignidades, les ha venido el funesto pensamiento de que han trabajado para el epitafio de su tumba» (20, 1).
Por todo ello, Séneca recomienda a Paulino retirarse de la activad política y consagrar su tiempo a la filosofía; entregado a ella alcanzará conocimientos imprescindibles, «la ciencia de vivir y de morir, el profundo sosiego de las cosas» (19, 2).
Debo confesar que me produce cierta tristeza que la vida y la obra de Séneca no tengan el conocimiento y reconocimiento que a mi entender merecen. Sería un gran logro que la lectura de estos dos diálogos animara a sus lectores a interesarse por otros títulos de nuestro autor. Para mí, Séneca es lo más parecido a un sabio que conozco, incluyendo a los grandes filósofos de la Antigüedad. Su escepticismo, su particular y ecléctica manera de interpretar los principios de la doctrina estoica, su humanidad, su claridad expositiva, su ironía... son rasgos que, al menos en mí, provocan a la vez admiración y cercanía. A través de la lectura de sus obras alcancé un mejor conocimiento del plan de vida que propone el estoicismo y, desde entonces, tengo el humilde empeño de que este sea mejor conocido por nuestra sociedad, convencido, como estoy, de que puede ser de gran ayuda para una mejor comprensión de la vida, de que puede servir de auxilio a muchas personas, confundidas, deprimidas, desalentadas, porque quizá no hayan llegado a entender el sentido de la existencia humana.
Con ese mismo propósito, el recurso al estoicismo para lograr bienestar en este ajetreado mundo, se han publicado recientemente algunos libros que pueden agradar al lector interesado en la materia y que me permito recomendar aquí: Marco Aurelio de Anthony Birley, Mi cuaderno estoico de Massimo Pigluicci, El arte de la buena vida. Un camino hacia la alegría estoica, de William B. Irvine o mi Consolando a Cintia. La vida y la muerte según los estoicos romanos, una consolación moderna de próxima publicación. Son libros que intentan presentar de forma accesible al lector moderno una síntesis de la doctrina estoica, basada en gran medida en las ideas que aparecen en estos dos diálogos y en el resto de las obras de Séneca y los demás estoicos romanos.