Sobre la vida feliz
SOBRE LA VIDA FELIZ
Todos, hermano Galión,[1] quieren 1 vivir felizmente, pero a la hora de distinguir qué es lo que hace feliz la vida se hallan a oscuras; y hasta tal punto no es fácil conseguir una vida feliz que todo el mundo se aparta de ella tanto más lejos cuanto más impetuosamente se lanza a ella, si se ha equivocado de camino; cuando este lleva en dirección opuesta, la velocidad misma es motivo de un mayor distanciamiento.
Así pues, primero hay que aclarar qué es lo que pretendemos; a continuación, averiguar por dónde podemos acercarnos allí más rápidamente, pues en el camino mismo, si es el recto, nos iremos dando cuenta de cuánto se aproxima uno a la meta cada día y de cuánto más cerca estamos de aquello a lo que nos empuja un deseo natural. 2 Realmente, durante el tiempo que damos tumbos por todas partes sin seguir a un guía, sino el clamor y el griterío discordante de los que nos llaman a distintas direcciones, se consume entre yerros la vida, breve aunque nos afanemos día y noche por una buena causa. Así pues, que quede establecido a dónde nos dirigimos y por dónde, no sin alguien con experiencia al que le sean familiares los parajes a los que vamos, puesto que, por descontado, aquí la situación no es la misma que en los demás viajes: en estos un sendero bien señalado y las preguntas a los lugareños no permiten extraviarse, allí, por contra, el camino más usual y más frecuentado es el que más 3 engaña. Nada hay, por tanto, que procurar más que no seguir, al modo del ganado, el rebaño de los que nos preceden, encaminándonos no a donde hay que ir, sino a donde la gente va. Pues bien, nada nos enreda en desgracias mayores que el hecho de que nos amoldamos a la opinión común, calculando que lo mejor es lo que se ha admitido con general aprobación, y de que tenemos numerosos modelos y 4 no vivimos según la razón sino según la imitación. De aquí tanta aglomeración de unos abalanzándose sobre otros. Lo que ocurre en un gran hacinamiento de personas, cuando la gente se aplasta ella misma (nadie cae de forma que no arrastre consigo también a otro, y los primeros son la perdición de los siguientes), eso te es posible verlo suceder en cualquier vida. Nadie yerra sin más, sino que es motivo y también autor de los yerros ajenos. Es pues perjudicial arrimarse a los que nos preceden y, en tanto que todo el mundo prefiere creer a opinar, nunca se opina de la vida, siempre se cree, y nos hace rodar y caer el yerro transmitido de mano en mano. Nos perdemos por el ejemplo de los demás; nos curaremos solo con que nos separemos del 5 montón. En realidad, sin embargo, la gente se alza contra la razón como defensora de su propia desgracia. Así pues, ocurre lo que en los comicios,[2] en los que los mismos que los han nombrado se extrañan de que otros hayan sido nombrados pretores, cuando ha dado un giro el mudable favor: las mismas cosas aprobamos y las mismas criticamos; este es el resultado de cualquier juicio en que se emite el fallo siguiendo a la mayoría.[3]
Como se trata de la vida feliz, no tienes por 2 qué responderme, según el uso de las votaciones por agrupamiento, aquello de «esta parte parece ser mayor».[4] Pues por eso es la peor. En los asuntos humanos no se actúa tan bien que lo mejor agrade a la mayoría: la prueba es la abundancia de lo peor. Indaguemos, por consiguiente, qué 2 es lo mejor que se puede hacer, no qué lo más usual, y qué nos pone en posesión de la dicha sin fin, no qué ha aprobado el vulgo, pésimo intérprete de la realidad. Y llamo vulgo tanto a los que llevan clámide como a los que llevan corona;[5] pues no me fijo en el color de los vestidos con que van guarnecidos los cuerpos. Respecto al hombre, no confío en los ojos, tengo una luz mejor y más certera para discernir lo verdadero de lo falso: que el espíritu encuentre el bien del espíritu. Este, si alguna vez tiene ocasión de tomarse un respiro y retirarse a sus solas, ¡cómo se confesará, sondeándose él mismo, la verdad y se dirá!: «Todo 3 lo que he hecho preferiría que estuviera aún por hacer, todo lo que he dicho, cuando lo repaso, me hace envidiar a los mudos, todo lo que he deseado lo considero una maldición de mis enemigos, todo lo que he temido, dioses bondadosos, ¡cuánto más soportable era que lo que he deseado! Con muchos he mantenido enemistades y del odio he pasado a las buenas relaciones, si es que hay buenas relaciones entre malvados: de mí mismo todavía no soy amigo. He puesto todo mi empeño en escapar del montón y hacerme notar por algún mérito: ¿qué otra cosa he hecho más que exponerme a los dardos y enseñar a la malevolencia por 4 dónde morderme? ¿Ves a esos que alaban tu elocuencia, que cortejan tus riquezas, que adulan tu influencia, que ensalzan tu poder? Todos o son rivales o, lo que es igual, pueden serlo; tan grande es el grupo de los que te admiran como el de los que te envidian. ¿Por qué no busco preferentemente algo bueno en la práctica, que yo sienta, no que aparente? Esas cosas que son objeto de contemplación, ante las que se hace un alto, que se señalan unos a otros estupefactos, por fuera resplandecen, en su interior son deplorables».
Busquemos algo no bueno 3 en apariencia, sino consistente y perdurable y más hermoso por su lado más escondido; descubrámoslo. No está situado lejos: se encontrará, solo hace falta saber a dónde alargar la mano; en realidad, como entre tinieblas, pasamos de largo lo que tenemos a nuestro lado, al tiempo que chocamos precisamente contra lo que ansiamos.
Pero, por 2 no hacerte dar rodeos, pasaré por alto al menos las opiniones de los demás; en efecto, resulta prolijo enumerarlas y refutarlas: escucha la nuestra. Y cuando digo nuestra, no me adhiero a uno en particular de los maestros estoicos: también tengo yo derecho a opinar.[6] Por tanto, seguiré a uno, a otro le recomendaré que matice sus teorías, tal vez, incluso, si me nombran después de todos ellos, no desaprobaré nada de lo que hayan instituido los anteriores y diré: «Opino esto, además».[7] Mientras tanto, cosa 3 en la que hay acuerdo entre todos los estoicos, me atengo a la naturaleza; la sabiduría consiste en no desviarse de ella y adaptarse a su ley y ejemplo.
La que se conforma a su naturaleza es entonces la vida feliz, que no puede darse de otra forma que si, primero, la mente está cuerda y en perpetua posesión de esa cordura, después, si es enérgica y apasionada, como también perfectamente paciente, adaptada a las circunstancias, escrupulosa, sin angustiarse, con su cuerpo y lo que tiene que ver con él, al mismo tiempo atenta a los otros factores que configuran la vida, sin admirarse de ninguno, dispuesta a servirse de los dones de la naturaleza, no a depender de ellos.[8] Ya comprendes, aunque 4 no lo agregue, que la consecuencia es la perpetua tranquilidad, la libertad, una vez erradicado lo que nos irrita o nos aterra; en efecto, con los placeres y[9] ***, en vez de ellos, que son mezquinos y caducos y culpables ellos mismos de su propia aversión, sobreviene un inmenso contento, inquebrantable y constante, además, paz y concordia del espíritu, y magnanimidad acompañada de mansedumbre; pues toda clase de fiereza proviene de la inestabilidad.
También 4 se puede definir de otra forma el bien según nosotros, esto es, expresar la misma teoría no con las mismas palabras. De igual modo que un mismo ejército tan pronto se despliega a lo ancho como se agrupa en un reducido espacio, y o bien se curva, combando su centro hacia los flancos en curva, o bien se extiende en un frente recto, pero su fuerza, como quiera que esté formado, es la misma, y su voluntad de resistir a favor del mismo bando, así la definición del bien supremo unas veces se puede desarrollar y ampliar, otras 2 resumir y reducir a lo esencial. Así pues, será lo mismo si digo: «El bien supremo es el espíritu que menosprecia lo casual, contento con la virtud», o «la fuerza invencible del espíritu, conocedora de las situaciones, calmosa en sus obras, con una gran humanidad y solicitud para con sus convecinos». Es posible también definirlo de forma que llamemos feliz al hombre para quien nada hay bueno o malo si no es un espíritu bueno o malo, cultivador de la honestidad, contento con la virtud, al que no engríe ni quebranta la casualidad, que no sabe de ningún bien más grande que el que puede darse él a sí mismo, para el que será un puro placer el menosprecio de los placeres. Es 3 posible, si quieres divagar, transcribir lo mismo en uno u otro aspecto, dejando a salvo e intacta su esencia; ¿qué, pues, nos impide llamar vida feliz a un espíritu libre y erguido e impertérrito y estable, situado fuera del alcance del miedo, fuera del alcance del deseo, que tenga como solo bien la honradez, como solo mal la inmoralidad, y lo demás como un despreciable tropel de cosas que ni quita ni añade nada a una vida feliz, pues llega y se va sin aumento ni mengua 4 del bien supremo? A un espíritu así asentado es preciso, quiera o no quiera, que lo sigan una jovialidad permanente y una alegría honda y de lo hondo surgida, dado que está contento con sus bienes y no desea otros mayores que los personales. ¿Cómo no va a hacer bien si obtiene eso a cambio de unas minúsculas, insustanciales y nada persistentes perturbaciones de su cuerpecillo? El día que caiga bajo el dominio del placer, caerá también bajo el dominio del dolor; y ya ves en qué desastrosa y funesta esclavitud va a ser esclavo aquel a quien posean, alternándose, los placeres y los dolores, déspotas de los más imprevisibles e inmoderados: es menester, entonces, escapar 5 hacia la libertad. Esta no la procura ninguna otra cosa más que la indiferencia ante la suerte: entonces aparecerá ese bien inestimable, la tranquilidad del alma puesta en lugar seguro y el encumbramiento, y, una vez eliminados los errores, el gozo grande e inmutable que viene del conocimiento de la verdad, y la afabilidad y efusión del espíritu, cosas en las que se complacerá no como bienes, sino como nacidas de su propio bien.
Ya que me 5 he puesto a tratar el asunto extensamente, se puede llamar feliz a quien ni desea ni teme gracias a la razón, ya que también las piedras están libres de temor y tristeza, y no menos las reses; no por eso, sin embargo, llamará nadie dichosas a las cosas que no tienen sensación de su dicha. Pon 2 en el mismo rango a los hombres a los que han reducido al número de los animales, domésticos y salvajes, su natural obtuso y el desconocimiento de sí mismos. No hay ninguna diferencia entre estos y aquellas cosas, ya que aquellas no tienen capacidad de razonar, estos la tienen degenerada y hábil para su propia desgracia y con fines torcidos; pues no se puede llamar feliz nadie que se haya desterrado 3 lejos de la verdad. Luego la vida feliz es la inamovible y afianzada en un juicio recto y certero. Pues entonces la mente es pura y liberada de toda clase de males, tal que eludirá no solo las desgarraduras sino también las picaduras, dispuesta a permanecer por siempre donde se ha parado, y a preservar su situación por más que la suerte se enfurezca y se ensañe. En 4 efecto, por lo que se refiere al placer, a pesar de que nos asedie por todos lados y se insinúe por todos los medios y nos afloje el ánimo con sus zalemas y nos aplique unas detrás de otras con el fin de seducirnos del todo o por partes, ¿qué hombre a quien le quede un resto de humanidad querrá verse excitado de día y de noche y, abandonando el espíritu, poner su afán en el cuerpo?[10]
«Pero también 6 el espíritu —dice— tendrá sus placeres». Que los tenga, desde luego, y que actúe como árbitro de la suntuosidad y de los placeres; que se llene de todo lo que suele recrear los sentidos, que vuelva después sus ojos al pasado y, recordando envejecidos placeres, se entusiasme con los anteriores, y los venideros los aceche al instante, y que ponga en orden sus aspiraciones y que, mientras su cuerpo yace en el hartazgo presente, proyecte sus pensamientos al futuro: por esto me parecerá aún más desgraciado, puesto que elegir lo malo en vez de lo bueno es un desatino. Y sin la cordura nadie es feliz, y no está cuerdo aquel a quien las cosas por venir resultan apetecibles como si fueran las mejores. Feliz, 2 por tanto, es el dotado de recto juicio; feliz es el que se contenta con lo presente, sea lo que sea, y el que aprecia sus bienes; feliz es aquel a quien la razón recomienda toda su actitud ante sus bienes.
También quienes 7 han fijado el bien supremo en el vientre ven en qué lugar tan infame lo han situado. Así pues, niegan que se pueda separar el placer de la virtud y aseguran que nadie vive honestamente sin que viva regaladamente, ni regaladamente sin que viva honestamente.[11] No veo cómo esos factores tan opuestos pueden entrar en la misma suma. ¿Cuál es la razón, por favor, para que no se pueda desligar el placer de la virtud? ¿Seguramente, como el bien tiene siempre sus orígenes en la virtud, de sus raíces brotan incluso estas cosas que vosotros amáis y codiciáis? Pero si esos elementos fueran indistintos, no veríamos algunas cosas regaladas pero deshonestas, otras, en cambio, honestísimas pero penosas, que hay que llevar a cabo con dolor. Añade ahora 2 el hecho de que el placer alcanza incluso a la vida más infame, por el contrario la virtud no admite una vida depravada, y algunos no son desdichados sin el placer, más bien por culpa del placer en sí; esto no ocurriría si estuviera mezclado con la virtud el placer, del que la virtud siempre carece y nunca necesita. ¿Por 3 qué emparejáis cosas distintas, más aún, divergentes? La virtud es algo elevado, sublime y majestuoso, invencible, infatigable; el placer, algo vil, servil, desvalido, caduco, cuya residencia y domicilio son los burdeles y las tabernas. La virtud la hallarás en el templo, en el foro, en la curia, de pie ante las murallas, polvorienta, atezada, con las manos encallecidas; el placer, casi siempre escondiéndose y buscando la oscuridad alrededor de los baños, las salas de vapor[12] y los lugares que temen al edil,[13] flojo, enervado, empapado de vino y ungüento, pálido 4 o pintado y embalsamado con cosméticos. El bien supremo es inmortal, no sabe concluir, no experimenta ni saciedad ni arrepentimiento, pues nunca una mente recta se transforma ni se provoca el odio a sí misma ni modifica nada de su vida inmejorable. Por contra, el placer, justamente cuando más deleita, se extingue; no tiene mucho espacio, con lo que en seguida se colma, y causa tedio y se marchita tras el primer arrebato. Nunca está seguro aquello cuya esencia está en el movimiento: así ni siquiera puede existir ninguna sustancia suya, dado que llega y pasa a toda velocidad, para perecer en su uso mismo; pues se dirige a donde acaba y, mientras está empezando, ya apunta a su final.
¿Qué hay 8 de que el placer es innato tanto a lo bueno como a lo malo, y de que a los infames su indignidad no les complace menos que a los honestos sus acciones destacadas? Por eso los antiguos recomendaron seguir la vida mejor, no la más regalada, de modo que el placer no sea guía sino compañero de la recta y buena voluntad. Hay que servirse, pues, de la naturaleza como guía: a ella se atiene la razón, a ella 2 consulta. Es, entonces, lo mismo vivir felizmente que conforme a la naturaleza.[14] Ahora mismo voy a explicar en qué consiste esto: si conservamos con celo y sin miedo las dotes de nuestro cuerpo y las cualidades de nuestro temperamento, como concedidas por un día y fugaces, si no sufrimos su servidumbre ni nos señorean las cosas ajenas, si las agradables al cuerpo y superfluas están para nosotros en el mismo rango en que están en el campamento las tropas auxiliares y armadas a la ligera (están para obedecer, no para mandar), así por fin son útiles 3 al alma. Que el hombre sea incorruptible e inaccesible a lo que le es extraño y admirador solo de lo suyo,
confiando en su ánimo y presto a lo uno y lo otro,[15]
artífice de su vida; que su confianza no sea sin saber, ni su saber sin constancia; que se mantengan sus decisiones por siempre y que en sus resoluciones no haya ninguna enmienda. Ya se comprende, aunque no lo agregue, que un hombre así va a ser ordenado y sosegado y majestuoso, con afabilidad, en lo que haga. Que la razón, por su parte, estimulada por los sentidos y tomando de ellos sus inicios (pues no tiene otro sitio desde donde intentarlo o desde donde tomar impulso hacia la verdad), se vuelva de nuevo sobre sí misma. En efecto, también el mundo que lo abarca todo y el dios que rige el universo[16] tienden de hecho al exterior, pero, con todo, regresan a su intimidad desde cualquier lado. Que nuestra mente haga lo mismo: cuando, siguiendo sus sensaciones, por medio de ellas se haya desplazado al exterior, sea dueña de ellas y de 5 sí misma. De este modo se logrará una sola fuerza y poder coherente consigo mismo, y surgirá la razón segura, sin contradecirse ni vacilar en sus opiniones y concepciones ni en su convicción, que, cuando se ha organizado y puesto de acuerdo con sus partes y, por así decir, ha formado un coro, ha alcanzado el bien supremo. Pues 6 no le queda nada retorcido, nada resbaladizo, nada en lo que tropezar o escurrirse; todo lo hará según su potestad y no le sucederá nada imprevisto, sino que todo lo que haga le resultará para bien con facilidad y presteza y sin rodeos al hacerlo; en efecto, la desidia y la indecisión manifiestan contradicción e inconstancia. Conque puedes afirmar decididamente que el supremo bien es la armonía del espíritu; pues las virtudes deberán estar allí donde haya acuerdo y unanimidad: los vicios son discordantes.
«Pero 9 tú también —dice— practicas la virtud no por otra causa que porque aguardas algún placer de ella». En primer lugar, en el caso de que la virtud vaya a procurarnos placer, no la pretendemos precisamente a causa del placer; pues no lo procura, sino que de propina lo procura,[17] y no se afana por él, sino que su afán, a pesar de que pretenda otra cosa, va a obtener esto también. Tal 2 como en un campo que ha sido labrado para la siembra brotan diseminadas algunas flores y, a pesar de que sean gratas a los ojos, sin embargo no se ha invertido tanto esfuerzo en estas hierbecillas (otra fue la intención del sembrador, esto ha venido por añadidura), así el placer no es la recompensa ni la causa de la virtud, sino un complemento, y no parece bien porque complace, sino que, si parece bien, también 3 complace. El bien supremo se basa en el propio juicio y en la conducta de una mente excelente que, cuando ha cumplido lo suyo y se ha ceñido a su terreno, se ha consumado el bien supremo y no desea ya nada más; pues nada hay fuera del todo, no más que más allá del límite. Así 4 pues, te equivocas cuando me preguntas qué es aquello por cuya causa pretendo la virtud; pues quieres descubrir algo por encima de lo más alto. ¿Me preguntas qué pretendo de la virtud? A ella misma. Pues no posee nada mejor, es ella misma la recompensa por ella. ¿Es esto poco considerable? Aun cuando te digo: «El bien supremo es la reciedumbre de un espíritu inquebrantable y su previsión y elevación y cordura y libertad y armonía y decoro», ¿todavía exiges algo más grande a lo que se remitan estas cualidades? ¿A qué mencionar el placer? Busco el bien del hombre, no el del vientre, que las reses y las bestias tienen más capaz.
«Disfrazas —afirma— lo 10 que digo; pues yo niego que nadie pueda vivir regaladamente si no vive también a la vez honestamente, lo que no puede darse en los animales irracionales y en los que miden su bien por la comida. Con claridad, digo, y públicamente declaro que esta vida que yo llamo regalada no se da si no es con el añadido de la virtud».[18] Pues bien, 2 ¿quién ignora que los más necios son los más colmados de vuestros placeres, y que la maldad abunda en deleites, y que el espíritu mismo inspira variantes de placer depravadas e innumerables? Entre las principales, la insolencia y la desmedida estima de sí mismo y el engreimiento alzado por sobre los demás, y la afición ciega e imprudente a sus pertenencias, y la exaltación por motivos deleznables y pueriles, además, la mordacidad y la arrogancia que disfruta con las ofensas,[19] la desidia y la disipación de un espíritu apático, enervado entre refinamientos, negligente consigo 3 mismo. Todo eso lo deshace la virtud y nos tira de la oreja y sopesa los placeres antes de aceptarlos, y no aprecia mucho los que ha aprobado, pues de todos modos los acepta como superfluos, y no está contenta por su práctica de ellos sino por su continencia de ellos. Ahora bien, la continencia, como merma los placeres, es un ultraje a ese bien supremo tuyo. Tú acoges el placer, yo lo acogoto; tú disfrutas del placer, yo uso de él; tú lo consideras el bien supremo, yo ni siquiera un bien; tú por causa del placer haces todo, yo nada.
Cuando digo 11 que no hago nada por causa del placer, hablo del sabio aquel que es el único al que se lo reconocemos. Ahora bien, no llamo sabio a alguien por encima del cual hay algo, y mucho menos el placer. Porque si se adueña de él, ¿cómo se enfrentará al trabajo y al peligro, a la pobreza y a tantas amenazas como rugen en torno a la vida del hombre? ¿Cómo soportará la visión de la muerte, cómo el dolor, cómo el fragor del mundo y tanta cantidad de acérrimos enemigos, si se ha dejado vencer por un contrincante tan flojo? «Hará todo aquello a lo que lo persuada el placer». Pero 2 bueno, ¿no ves a cuánto lo va a persuadir? «A nada —dice— podrá persuadirlo con desvergüenza, porque va unido a la virtud.» ¿No ves, una vez más, qué clase de bien supremo es uno al que le hace falta un vigilante para ser un bien? Ahora bien, la virtud ¿cómo gobernará al placer, al que sigue, cuando seguir es propio del que obedece y gobernar del que manda? ¿Pones por detrás lo que manda? ¡Pues sí que es señalada la función que tiene entre vosotros la virtud, catar 3 los placeres![20] Pero ya veremos si entre quienes la virtud ha sido tratada tan ofensivamente aún hay virtud, que no puede ostentar ese nombre si abandona su posición; por el momento, pues es de lo que se trata, mostraré a muchos subyugados por los placeres, sobre quienes la suerte ha derramado toda clase de dones, a quienes es inevitable que reconozcas como degenerados. Mira a 4 Nomentano[21] y a Apicio,[22] cómo rebuscan los bienes, como ellos dicen, de la tierra y del mar y, servidos en su mesa, identifican animales de todas clases; contémplalos inspeccionando los manjares desde lo alto de un cúmulo de rosas, deleitando sus oídos con el sonido de las voces, con los espectáculos sus ojos, con los sabores su paladar; con blandos y suaves fomentos se excita todo su cuerpo y, para que la nariz no esté ociosa, de aromas diversos se impregna el lugar mismo en que se tributan honras fúnebres al refinamiento.[23] Dirás que estos viven entre placeres, y sin embargo no les irá bien, porque no disfrutan de un bien.
«Mal les irá —dice— porque intervendrán muchas circunstancias que alterarán su espíritu y sus ideas discordantes unas con otras inquietarán su mente». Admito que esto sea así, pero, no obstante, los propios necios y los veleidosos y los que se han puesto al alcance del arrepentimiento experimentarán notables placeres, de modo que hay que reconocer que están entonces tan lejos de cualquier contrariedad como del buen juicio y, cosa que acontece a los más, enloquecen de una locura 2 festiva y deliran entre risas. Por el contrario, los placeres de los sabios son reposados y comedidos, y prácticamente mustios y sofocados y a duras penas apreciables, tales que ni acuden cuando los llaman ni, por más que hayan llegado por sí solos, son tenidos en estima ni recibidos con júbilo alguno por parte de quienes los experimentan; pues los mezclan y los intercalan en su vida como juegos y bromas entre cosas serias.
Que dejen, entonces, de 3 unir cosas inconciliables y de ligar el placer a la virtud, falacia mediante la que adulan a los más depravados. El que se ha volcado en los placeres, siempre eructando y borracho, como sabe que vive con placer, cree que con virtud también (pues oye que el placer no se puede desligar de la virtud); después denomina sabiduría a sus vicios y hace ostentación de lo que habría de esconder. Así pues, no se desenfrenan inducidos por 4 Epicuro, sino que, una vez dados al vicio, esconden sus desenfrenos bajo capa de filosofía, y acuden a donde oigan alabar el placer. Y no aprecian qué sobrio y seco (así lo entiendo yo, por Hércules) es el placer según Epicuro, sino que se abalanzan solo sobre el nombre, buscando alguna defensa y cobertura para sus 5 antojos. Así pues, pierden el único bien que tenían entre sus males, la vergüenza de obrar mal; pues alaban cosas de las que se ruborizaban y presumen de su vicio; y por eso ni siquiera le es posible al arrepentimiento resurgir, cuando se adjudica un título honroso a una desidia indecente. Por esto es por lo que esa alabanza del placer es perjudicial, porque las normas honestas se ocultan, lo que corrompe se pone de relieve.
Ciertamente yo soy 13 de la opinión (lo diré mal que pese a nuestros seguidores) de que Epicuro dictó unas normas respetables, justas y, si las tratas más de cerca, tristes; pues reduce el placer a algo exiguo y endeble, y la ley que nosotros establecemos para la virtud, él la establece para el placer.[24] Le ordena obedecer a la naturaleza; ahora bien, es poco para el desenfreno lo que para 2 la naturaleza es suficiente. ¿Qué hay, entonces? Cualquiera que llama dicha al ocio perezoso y a los vaivenes de la gula y la lujuria busca un buen valedor para una mala causa y, cuando accede a él seducido por un nombre atrayente, persigue un placer no tal como lo escucha, sino tal como se lo ha representado, y cuando empieza a considerar que sus vicios son afines a las normas, los complace no temerosamente ni secretamente, desde ese momento se desenfrena incluso a cara descubierta. Así pues, no diré lo que la mayoría de los nuestros, que la escuela de Epicuro es maestra de ignominias, sino que digo esto: tiene mala fama, está 3 desacreditada. «Pero inmerecidamente.» ¿Quién puede saber esto sino el que ha sido admitido en su seno? Su fachada misma da lugar a habladurías e inspira malos presentimientos. Esto es lo mismo que si fueras un hombre robusto vestido con una túnica: el pudor se te mantiene incólume, tu virilidad está a salvo, tu cuerpo no se ocupa en ningún trance vergonzoso, pero en tu mano hay un pandero.[25] Así pues, que elijan un título honesto y un frontispicio que por sí mismo estimule el espíritu: el que hay ahora lo han descubierto los vicios.
Todo el 4 que a la virtud ha accedido ha dado muestras de una disposición animosa: quien sigue al placer parece enervado, roto, un individuo degenerado que va a caer en actos vergonzosos si alguien no le distingue los placeres, para que sepa cuáles de ellos están dentro del deseo natural, cuáles se lanzan a fondo y son inacabables y tanto más insaciables cuanto más se intentan saciar. Venga, que 5 la virtud vaya de adelantada, cualquier paso será seguro. Y el placer excesivo es perjudicial: en la virtud no es de temer que haya algo excesivo, porque en ella misma está su límite: no es bueno lo que se ve en apuros por su tamaño.[26] Además, a quienes les ha correspondido una naturaleza racional ¿qué cosa puede proponérseles con más propiedad que la razón? Y si parece bien esta unión, si parece bien marchar hacia una vida feliz en esta compañía, que la virtud vaya por delante, que la acompañe el placer y alrededor del cuerpo, como su sombra, se sitúe: ciertamente, entregar a la virtud, la más insigne señora, como esclava del placer, solo cabe en la mentalidad del que es incapaz de nada grande.
Que la virtud 14 marche la primera, que lleve estas enseñas: tendremos, con todo, placer, pero seremos sus dueños y moderadores; algo obtendrá de nosotros con sus súplicas, a nada nos forzará. Por el contrario, los que han entregado la primacía al placer se han privado de lo uno y de lo otro; pues renuncian a la virtud, por lo demás no dominan ellos al placer, sino a ellos el placer, por cuya ausencia se atormentan o bien por su abundancia se asfixian, infelices si los abandona, más infelices si los aplasta; tal como atrapados en el mar de las Sirtes[27] unas veces quedan en seco, otras veces 2 flotan sobre una ola arrolladora. Ahora bien, esto les ocurre por culpa de una excesiva intemperancia y el ciego apego a su afición; en efecto, para el que pretende el mal en vez del bien es peligroso alcanzarlo. Igual que cazamos fieras con esfuerzo y peligro, y también su posesión en cautividad es intranquila (pues a menudo llegan a rasguñar a sus dueños),[28] así se conducen los grandes placeres: se han convertido en una gran calamidad y, capturados, han capturado; cuanto más y mayores son, tanto menor y esclavo de más es aquel a quien 3 la gente califica de dichoso. Me parece oportuno continuar con esta comparación aún. Del mismo modo que quien rastrea las guaridas de las bestias y a
con el lazo fieras cazar
le da mucho valor, y a
los anchos boscajes rodear con los perros,[29]
para seguir las huellas de ellas, descuida asuntos preferentes y desiste de numerosas obligaciones, igualmente quien persigue el placer todo lo pospone a él y desdeña lo primero su libertad y pasa a depender de su vientre, y no se compra para él los placeres, sino que se vende él a los placeres.
«Sin embargo —dice— ¿qué 15 impide reunir en uno solo la virtud y el placer y lograr un bien supremo tal, que lo mismo sea tanto honesto como agradable?». Es que una parte de lo honesto no puede ser más que algo honesto, y el bien supremo no conservará su pureza si ve en sí mismo algo distinto de lo mejor. Ni siquiera el goce 2 que proviene de la virtud, por más que sea bueno, forma parte del bien absoluto, no más que la alegría y el sosiego, pese a que nazcan de los más estimables motivos; pues son bienes, pero conclusiones del bien supremo, 3 no contribuciones a él. Pero quien practica la asociación de virtud y placer, y ni siquiera en pie de igualdad, por la fragilidad de uno de los dos bienes mella todo el brío que hay en el otro, y la libertad, indomable solo si no conoce nada más precioso que ella, la somete al yugo. En efecto, cosa que constituye la mayor esclavitud, empieza a hacerle falta la suerte; después viene una vida atribulada, inquieta, recelosa de un infortunio, dependiente de las variaciones de las circunstancias. 4 No le proporcionas a la virtud unos cimientos sólidos, fijos, sino que le ordenas permanecer en una posición insegura; ¿qué, pues, hay tan inseguro como la espera de las casualidades y las mudanzas del cuerpo y de los factores que afectan al cuerpo? ¿Cómo puede este obedecer al dios y aceptar con buen ánimo todo lo que le ocurre y no quejarse del destino, interpretando con buena voluntad sus infortunios, si a la mínima punzada de placer o de dolor se estremece? Al contrario, tampoco resulta un buen defensor o amparo de su patria ni protector de sus amigos, si tiende a los placeres. Que el bien 5 supremo, pues, ascienda allí de donde ninguna fuerza lo arroje, a donde no tengan acceso el dolor ni la esperanza ni el temor ni cosa alguna que menoscabe los derechos del bien supremo; ahora bien, allí solo puede ascender la virtud. Con su paso hay que derrotar esa cuesta; ella se estará valerosamente y soportará todo lo que le suceda no sufriéndolo solo, sino incluso queriéndolo, y sabrá que cualquier complicación de las circunstancias es ley de la naturaleza y como buen soldado soportará las heridas, se contará las cicatrices y, mientras muera atravesado por los dardos, amará al general por el que cae; tendrá en su ánimo aquella antigua norma: sigue al dios. Todo el que 6 se queja, en cambio, y llora y gime, se ve a la fuerza obligado a hacer lo que le han mandado y, a pesar de todo, mal de su grado se ve atraído a lo que le han ordenado. ¡Pues qué locura es dejarse arrastrar mejor que seguir![30] Tal como, por Hércules, es necedad e ignorancia de la propia condición lamentarte de que algo te falta o te ha sobrevenido más que desagradable, igualmente extrañarse o soportar de mala gana las cosas que suceden tanto a los buenos como a los malos, las enfermedades, digo, los duelos, los desfallecimientos y las demás que arremeten de improviso contra 7 la vida del hombre. Todo lo que hay que sufrir debido a la conformación del universo, que se acepte con magnanimidad; bajo este juramento hemos sido enrolados:[31] soportar nuestra naturaleza mortal y no dejarnos trastornar por cosas que no está en nuestras manos evitar. Hemos nacido en un reino: obedecer al dios es la libertad.
Luego en la virtud 16 está radicada la dicha verdadera. ¿Qué te recomendará esta virtud? Que no estimes bueno o malo nada que no tenga relación con la virtud ni con la maldad; después, que te mantengas inmutable tanto en contra del mal 〈como〉 en conformidad con el bien, de modo que, en la medida en que es lícito, seas una copia del dios.[32] ¿Qué te promete 2 por esta empresa? Enormes ventajas e iguales a las divinas: a nada te verás obligado, de nada pasarás necesidad, quedarás libre, protegido, indemne; nada intentarás en vano, nada te estará prohibido; todo te irá conforme a tus deseos, nada odioso te ocurrirá, nada en contra de tu parecer y de 3 tu voluntad. «¿Entonces, qué? ¿La virtud es suficiente para vivir con felicidad?» La perfecta y divina ¿cómo no va a ser suficiente, es más, a sobrar? ¿Qué puede faltarle, pues, al que se ha situado más allá del deseo de cualquier cosa? ¿Qué le hace falta del exterior a quien todo lo suyo lo ha concentrado en sí mismo? Pero al que se inclina hacia la virtud, aunque haya progresado mucho, le hace falta alguna concesión por parte de la suerte, cuando aún está bregando en medio de las vicisitudes humanas, mientras deshace aquel nudo y cualquier vínculo mortal. ¿Qué diferencia hay, entonces? Que algunos han sido atados apretadamente, amarrados, recluidos incluso; este que ha avanzado hasta las alturas y se ha elevado más arriba, arrastra una cadena deslabonada, no libre todavía, pero ya prácticamente libre.[33]
Así pues, 17 tal vez alguno de esos que ladran contra la filosofía diga lo que suelen:[34] «Entonces, ¿por qué razón hablas tú con más energía que vives? ¿Por qué razón subordinas tus palabras a tus superiores y consideras el dinero un elemento imprescindible para ti y te inquietas por un despilfarro y dejas ir tus lágrimas al anunciarte la muerte de tu esposa o de tu amigo y te afectan los comentarios maliciosos? ¿Por qué razón tienes un campo más 2 cuidado de lo que pide un uso normal? ¿Por qué no cenas conforme a tus prescripciones? ¿Por qué tienes un ajuar más que espléndido? ¿Por qué en tu casa se bebe un vino más añejo que tú? ¿Por qué se exhibe el oro? ¿Por qué se plantan árboles que no van a dar nada más que sombra? ¿Por qué razón tu esposa lleva en las orejas el patrimonio de una casa opulenta? ¿Por qué razón tu escuela de esclavos[35] se viste con ropas valiosas? ¿Por qué razón es un arte en tu casa servir la mesa, y la plata no se dispone a la ligera y según se antoje, sino que se apila con pericia, y hay alguien maestro en trinchar las viandas?».[36] Añade, si quieres: «¿Por qué tienes posesiones allende el mar?[37] ¿Por qué, más cosas de las que tienes noticia? ¿〈Por qué〉 te comportas ruinmente y tan descuidado que no conoces a tus poquitos esclavos, o tan ostentoso que tienes más de los que tu memoria puede tener constancia?». Pronto contribuiré a los improperios y 3 me echaré en cara más cosas de las que piensas, por ahora te respondo esto: no soy sabio y, para fomentar tu malevolencia, tampoco lo seré. Así pues, exige de mí no que sea parecido a los perfectos, sino mejor que los malos: para mí es bastante mermar cada día un poco de mis vicios y reprocharme mis errores. No 4 he alcanzado la perfecta salud, ni la alcanzaré tampoco; para mi gota preparo lenitivos más que remedios, satisfecho con que me vengan los ataques más de tarde en tarde y no me produzca picor: en todo caso, comparándome con vuestros pies, alfeñiques, soy un corredor. Esto no lo digo por mí (pues yo estoy en lo hondo de todos los vicios), sino por aquel que tiene avanzado algo.
—Hablas —dices— de 18 una manera, vives de otra—. Esto, cabezas las más perversas y enemigas de los mejores, le echaron en cara a Platón, en cara a Epicuro, en cara a Zenón; pues todos estos decían no de qué modo vivían ellos, sino de qué modo habría que vivir, también por su parte. Hablo de la virtud, no de mí, y cuando muevo alboroto contra los vicios, lo muevo sobre todo contra los míos: cuando pueda, viviré como conviene. Y esa malignidad 2 impregnada en abundancia de veneno no me ahuyentará de los mejores; ni siquiera esa ponzoña con que rociáis a los otros, con que os matáis, me impedirá seguir alabando la vida, no la que llevo, sino la que sé que hay que llevar, y venerar la virtud y seguirla 3 arrastrándome desde una enorme distancia. ¿Voy a esperar, claro, que algo sea inviolable para la malevolencia, para la que ni Rutilio ni Catón fueron sagrados?[38] ¿Se va a preocupar alguien por si parece excesivamente rico a esos para quienes Demetrio el cínico[39] es poco pobre? De un hombre de los más resueltos y que lucha contra todos los deseos naturales, más pobre que los demás cínicos precisamente porque, como ya se ha prohibido tener, se ha prohibido también pedir, dicen que no padece bastante necesidad. Y ya lo ves, no ha practicado el arte de la virtud, sino el de la penuria.
De Diodoro,[40] el 19 filósofo epicúreo que hace pocos días puso fin a su vida por propia mano, dicen que no obró conforme a la doctrina de Epicuro, puesto que se rebanó la garganta: unos pretenden que parece locura esta acción suya, otros inconsciencia. Él, entre tanto, feliz y colmado de buena conciencia, se dio a sí mismo testimonio al abandonar la vida y alabó el reposo de su existencia, pasada en el puerto y atada al ancla, y dijo lo que vosotros habéis escuchado de mal grado, como si vosotros también hubierais de hacerlo:
viví y el camino corrí que la suerte me había marcado.[41]
Discutís sobre 2 la vida del uno, sobre la muerte del otro, y ladráis al nombre de los varones grandes por algún mérito extraordinario, tal como perros minúsculos al paso de personas desconocidas. Os conviene, pues, que nadie parezca bueno, como si la virtud ajena fuera un reproche a vuestras fechorías. Envidiosos, comparáis lo resplandeciente con vuestra ruindad y no comprendéis con cuánto perjuicio vuestro os atrevéis a hacerlo. En efecto, si los que siguen la virtud son avaros, libidinosos y ambiciosos, ¿qué sois vosotros, a quienes 3 el mero nombre de la virtud produce aversión? Decís que nadie practica lo que predica ni vive al tenor de sus palabras: ¿qué tiene de extraño, dado que hablan de conductas enérgicas, magníficas, que escapan a todas las turbulencias del hombre? Aun cuando intentan arrancarse de sus cruces (en las que cada uno de vosotros hunde sus propios clavos), acaban sufriendo suplicio, pero cuelga de un solo madero cada uno: estos que se castigan a sí mismos se ven descuartizados en tantas cruces como pasiones. Por el contrario, son maldicientes, ingeniosos en sus ofensas a otros. Yo creería que este defecto no cabía en ellos, si algunos no escupieran desde su patíbulo a los espectadores.[42]
«No hacen los 20 filósofos lo que predican.» Sin embargo, hacen mucho, porque predican, porque conciben sus ideas con honesta intención. ¡Ojalá también hicieran realmente obras iguales a sus dichos!: ¿qué mayor felicidad podrían tener? Entre tanto, no tienes por qué menospreciar sus palabras buenas ni sus corazones colmados de pensamientos buenos: es de alabar, incluso sin llegar al resultado, la dedicación a saludables afanes. ¿Qué tiene 2 de extraño si no ascienden hasta lo alto los que acometen pendientes escarpadas? Pero si eres un hombre, admira, aunque fracasen, a los que intentan grandes empresas. Hermosa cosa es que quien mira no sus fuerzas, sino las de su condición, intente ganar las alturas y concebir en su mente mayores proyectos que los que puede cumplir, pese a estar dotado de un enorme 3 espíritu. Quien se ha propuesto esto: «Yo miraré a la muerte con el mismo semblante con que oigo de ella. Yo me someteré a los trabajos, sean como sean de grandes, apuntalando el cuerpo con el espíritu. Yo menospreciaré igualmente las riquezas tanto presentes como ausentes, ni más triste si se hallan en otro lugar, ni más animoso si resplandecen a mi alrededor. Yo no me percataré de la suerte ni cuando venga ni cuando se vaya. Yo veré todas las tierras como si fueran mías, y las mías como de todos. Yo viviré como sabiendo que he nacido para los demás y por ello daré gracias a la naturaleza: pues ¿de qué forma ha podido llevar mejor mis asuntos? Me ha dado a mí solo para todos, a todos para mí solo. Todo 4 lo que llegaré a tener ni lo guardaré avaramente ni lo dilapidaré pródigamente; creeré que nada poseo con más verdad que lo que haya dado con generosidad. No calcularé mis favores por su número ni por su peso ni por ninguna otra consideración más que la del beneficiario; nunca para mí supondrá mucho lo que reciba uno digno de ello. Nada haré por una suposición, todo por mis convicciones. Creeré que todo lo que haga solo a mis sabiendas lo hago mientras me contempla 5 la gente. Para mí la finalidad de comer y beber será apagar los deseos naturales, no atiborrar el estómago y vaciarlo.[43] Seré jovial con mis amigos, condescendiente y afable con mis enemigos. Obtendrán cosas de mí antes de que las soliciten y me anticiparé a las peticiones honestas. Sabré que mi patria es el mundo[44] y mis protectores los dioses,[45] que estos están por encima de mí y alrededor de mí como jueces de mis hechos y mis dichos. Y cuando mi espíritu o bien la naturaleza lo reclame o bien la razón lo libere, me marcharé dejando testimonio de que yo he amado los conocimientos buenos, las aficiones buenas, de que por mi culpa no se ha mermado la libertad de nadie, mucho menos la mía»; quien se proponga hacer esto, lo quiera, lo intente, emprenderá el recorrido hasta los dioses y, aunque no lo logre,
cayó por su gran osadía.[46]
Realmente vosotros, con 6 esto de odiar la virtud y al que la practica, no hacéis nada nuevo. En efecto, también los ojos enfermos se espantan del sol, y esquivan el resplandor del día los animales nocturnos que, a sus primeros inicios, se aturden y buscan por todas partes sus cubiles, se ocultan en algún resquicio, temerosos de la luz. Gemid y ejercitad vuestra lengua desdichada con los improperios a los buenos, abrid bien la boca, morded: os romperéis los dientes mucho antes de que los dejéis marcados.
«¿Por qué 21 razón ese es estudioso de la filosofía y lleva una vida tan regalada? ¿Por qué razón dice que hay que menospreciar las riquezas, y las posee, piensa que hay que menospreciar la vida, y sin embargo vive, que hay que menospreciar la salud, y sin embargo se la cuida con grandísimo celo y la prefiere perfecta? ¿Considera el destierro una palabra vacía y afirma “¿Pues qué hay de malo en cambiar los países?”,[47] y sin embargo, si le es posible, envejece en su patria? ¿Y juzga que no hay diferencia entre un tiempo más largo o más breve, y sin embargo, si nada se lo impide, alarga su vida y se mantiene sano sin sobresaltos en su avanzada vejez?» Afirma 2 que se deben menospreciar esas cosas no para no poseerlas, sino para no poseerlas angustiado; no las aleja de su lado, pero, cuando se marchan, se despide sereno de ellas. Y las riquezas, de hecho, ¿dónde las depositará la suerte con más garantías que allí de donde las va a recuperar sin protestas de quien 3 se las restituye? Marco Catón, en la época en que alababa a Curio[48] y a Coruncanio[49] y aquella generación en que unas cuantas laminillas de plata constituían un delito castigado por el censor,[50] tenía a su nombre cuatro millones de sestercios, menos, sin duda, que Craso,[51] más que Catón el Censor.[52] Si los comparamos, sobrepasaba a su bisabuelo un trecho mayor que el que a él lo sobrepasaba Craso, y si le hubieran caído en suerte mayores riquezas, no las habría desdeñado. Pues el sabio no se considera indigno de ningún don de la suerte: no ama las riquezas, pero las prefiere; no las admite en su espíritu, sino en su casa, ni repudia las que posee, sino que las modera y quiere que procuren mayores ocasiones a su virtud.
¿Qué duda cabe, además, de 22 que un hombre sabio tiene mayores ocasiones de desarrollar su espíritu en la riqueza que en la pobreza, ya que en esta la única clase de virtud es no doblegarse ni humillarse, en las riquezas la mesura, la generosidad, el esmero, la disposición, la grandiosidad tienen amplio campo? El sabio no se menospreciará 2 aunque sea muy pequeño de talla, sin embargo querrá ser alto. Y débil de cuerpo, o tras haber perdido un ojo, se encontrará bien, sin embargo preferirá tener vigor corporal, y esto sabiendo que en él hay otra cosa más saludable; soportará la mala salud, deseará 3 la buena. Pues ciertas cosas, aunque son insignificantes en el conjunto de todas y se pueden suprimir sin detrimento del bien principal, añaden sin embargo algo a la alegría constante y que nace de la virtud: las riquezas lo afectan y lo regocijan tal como al navegante un viento favorable y de popa, como un día bueno y un paraje soleado en medio del invierno y del 4 frío. Además, ¿cuál de los sabios (digo de los nuestros, para quienes el único bien es la virtud) niega que también estas cosas que llamamos indiferentes tengan algo de valor en sí mismas y que unas sean preferibles a otras? A algunas de ellas les tenemos cierta estima, a otras mucha: conque no te equivoques, entre las preferibles están 5 las riquezas.[53] «Entonces, ¿por qué te burlas de mí, puesto que tienen para ti la misma importancia que para mí?» ¿Quieres darte cuenta de hasta qué punto no tienen la misma importancia? A mí las riquezas, si desaparecen, no se me llevarán nada más que a ellas mismas solo: tú quedarás aturdido y te parecerá que te has quedado sin ti si ellas se alejan de ti; para mí las riquezas tienen alguna importancia, para ti la mayor; a fin de cuentas, las riquezas son mías, tú eres de las riquezas.
Deja entonces de 23 prohibir el dinero a los filósofos: nadie ha condenado a la pobreza a la sabiduría. Tendrá el filósofo amplias riquezas, pero no arrebatadas a nadie ni tintas de sangre ajena, adquiridas sin perjuicio de ningún otro, sin sórdidas ganancias,[54] y cuya partida sea tan honrada como su venida, que nadie deplore salvo el malintencionado. Amontónalas en la medida que quieras: son honradas en quienes, aun cuando haya muchas cosas que todo el mundo quisiera decir suyas, no hay nada que nadie 2 pueda decir suyo. Él, por supuesto, no va a rechazar la generosidad de la suerte, y de su patrimonio ganado por medios honrados ni se envanecerá ni se avergonzará. Sin embargo, tendrá también de qué envanecerse si, tras abrir su casa y admitir en sus posesiones a la ciudadanía, puede decir: «Lo que cada cual reconozca, que se lo lleve». ¡Qué gran varón, 〈qué〉 justamente rico, si después de estas palabras posee exactamente lo mismo! Así lo afirmo: si a salvo y seguro se presta al escrutinio de la gente, si ninguno ha encontrado nada a que echar mano, será rico sin tapujos 3 y abiertamente. El sabio no admitirá en sus umbrales ningún denario[55] que entre malamente; al mismo tiempo no rehusará ni cerrará el paso a los copiosos caudales, don de la fortuna y fruto de la virtud. ¿Qué razón hay, pues, para que les niegue a ellas nadie una buena residencia? Que vengan, que se alojen. Ni las aireará ni las ocultará (lo uno es propio de un espíritu inepto, lo otro, de uno tímido y apocado, que las abraza en su seno como un gran bien), ni, como he dicho, las expulsará 4 de su casa. Pues ¿qué va a decirles? ¿Tal vez «sois inútiles» o «yo no sé servirme de las riquezas»? Del mismo modo que también podría hacer un viaje por su propio pie, pero preferirá ir en algún medio de transporte, igualmente podría ser pobre, querrá ser rico. Así pues, tendrá caudales, pero como ligeros y prontos a irse volando, y no consentirá que sean penosos para sí mismo 5 ni para ningún otro. Dará (¿por qué habéis aguzado los oídos, por qué aprestáis el bolsillo?) a los buenos o a los que pueda hacer buenos, dará escogiendo con extremada prudencia a los más dignos, como quien recuerda que hay que rendir cuentas tanto de lo gastado como de lo recibido, dará por motivos justos y plausibles, pues entre los derroches vergonzosos se cuenta el regalo recusable; tendrá el bolsillo fácil, no agujereado, para que de él salga mucho y no se caiga nada.
Se equivoca cualquiera 24 que considere que dar es asunto fácil: este asunto entraña muchísima dificultad, al menos si se hace la distribución con prudencia, no se dilapida al acaso y por un impulso. De este me hago acreedor, a aquel le devuelvo; a este socorro, de este otro me compadezco; a aquel lo proveo, merecedor como es de que la pobreza no lo acompañe ni lo tenga sojuzgado; a algunos no les daré por más que les falte, porque, aunque les dé, les va a faltar aún; a algunos se lo ofreceré, a otros incluso se lo haré coger. No puedo ser negligente en este asunto; nunca hago más inversión que cuando 2 doy. —¿Qué? —dices—, ¿tú das para recibir?—.[56] Más bien para no perder: que la donación se haga en un lugar de donde no se deba reclamar, sí se pueda restituir. Que tu favor quede puesto del mismo modo que un tesoro profundamente enterrado, que no hay que desenterrar si no es preciso. ¿Qué? La 3 casa misma de un hombre rico ¡cuántas ocasiones presenta para obrar bien! Pues ¿quién apela a la generosidad para los togados[57] tan solo? La naturaleza me ordena ayudar a los hombres. Que estos sean esclavos o bien horros, nacidos libres o hijos de libertos, de libertad legalizada o concedida entre amigos,[58] ¿qué más da? Donde quiera que hay un hombre, hay lugar para el favor. Así pues, el dinero puede desparramarse también dentro de sus umbrales y practicar la liberalidad, que se denomina así no porque se deba a los libres, sino porque procede de un espíritu libre. En el sabio ella nunca se vuelca con los indecentes e indignos, ni nunca anda tan exhausta que no se desborde como si rebosara cada vez que encuentra a alguien digno.[59]
No tenéis, entonces, por 3 qué interpretar torcidamente lo que honestamente, con valentía, animosamente, dicen los seguidores de la sabiduría. Y primero escuchad esto: una cosa es el seguidor de la sabiduría, otra el que ya la ha alcanzado. Aquel te dirá: «Hablo muy bien, pero todavía doy tumbos entre innumerables males. No tienes por qué exigirme con arreglo a mi doctrina: ahora precisamente me estoy haciendo y adaptando, y elevando hasta un modelo gigantesco; si progreso todo lo que me he propuesto, exige que mis hechos respondan a mis dichos». En cambio, el que ha conseguido la culminación del bien del hombre se conducirá contigo de otra forma y te dirá: «En primer lugar, no tienes por qué permitirte hacer conjeturas sobre los mejores; a mí ya me ha ocurrido disgustar a los malos, lo que es prueba de 5 mi rectitud. Pero, por rendirte unas cuentas que no niego a ningún mortal, oye qué prometo y en cuánto aprecio cada cosa. Digo que las riquezas no son un bien; en efecto, si lo fueran, nos harían buenos: ahora, como lo que se descubre en los malvados no se puede llamar un bien, les niego este nombre. Por lo demás, reconozco que son dignas de tenerlas, útiles y tales que procuran muchas comodidades a la vida.
»Oíd entonces 25 cuál es la razón de que no las cuente entre los bienes y por qué en medio de ellas me comporto de otro modo que vosotros, supuesto que entre todos hay acuerdo en que se tienen que poseer. Ponme en la casa más opulenta, ponme 〈donde〉 el oro y la plata sean de uso corriente: no me envaneceré por esas cosas que, aun en mi casa, están no obstante fuera de mí. Trasládame al Puente Sublicio y arrójame entre los pordioseros:[60] no me despreciaré por estarme sentado entre la cantidad de aquellos que alargan la mano a las limosnas. Pues ¿qué tiene que ver que le falte un pedazo de pan a quien no le falta la posibilidad de morir? ¿Qué hay, entonces? Que 2 prefiero la casa espléndida al puente. Ponme en medio de un ajuar espléndido y de una refinada suntuosidad: en absoluto me creeré más dichoso porque haya a mi disposición unas ropas delicadas, porque la púrpura se extienda a los pies de mis invitados. Cambia mis cobertores: en absoluto seré más infeliz si mi fatigada espalda reposa en un manojo de heno, si me acuesto sobre borra de circo[61] que se sale por los remiendos de un paño desgastado. ¿Qué hay, entonces? Que prefiero mostrar qué espíritu tengo vestido con la pretexta y provisto de manto que con los hombros desnudos o tapados a medias. Que 3 todos mis días transcurran conforme a mis deseos, que nuevas alegrías se entretejan con las anteriores: no por esto estaré satisfecho de mí mismo. Cambia al revés esta benevolencia de las circunstancias, que de un lado y de otro mi espíritu se vea golpeado por pérdidas, duelos, asaltos diversos, que ninguna hora pase sin queja: no por ello me llamaré desdichado entre lo más desdichado, no por ello maldeciré día alguno: pues me he cuidado de que ningún día me fuera aciago. ¿Qué hay, entonces? Que prefiero moderar mis goces a reprimir mis dolores».
Esto te dirá 4 el insigne Sócrates: «Hazme vencedor de todas las naciones, que el delicioso carro de Líber me lleve en triunfo desde donde sale el sol hasta Tebas,[62] que los reyes recaben de mí sus leyes: pensaré que soy más que nunca un hombre cuando por todas partes me vea aclamado como un dios. A este encumbramiento tan excelso únele inmediatamente una mudanza repentina; que me pongan en unas angarillas extranjeras para adornar el desfile de un vencedor arrogante y feroz:[63] no avanzaré bajo el carro de otro más abatido que cuando me mantenía en pie en el mío. ¿Qué hay, entonces? Que de todos modos prefiero vencer a ser prisionero. Desdeñaré 5 todo el reino de la suerte, pero, si se me da posibilidad de escoger, tomaré lo mejor de él. Todo lo que me llegue resultará bueno, pero prefiero que llegue lo más fácil y agradable y que menos vaya a perturbar a quien lo use. No tienes, pues, por qué creer que hay alguna virtud sin esfuerzo, pero ciertas virtudes necesitan acicates, otras, frenos. Del 6 mismo modo que el cuerpo se debe retener en una pendiente, y empujarlo ante un repecho, así algunas virtudes están en una pendiente, otras suben cuesta arriba. ¿Es dudoso que ascienden, se esfuerzan, luchan la paciencia, la fortaleza, la perseverancia y cualquier otra virtud que se enfrenta a la adversidad, y someten 7 a la suerte? ¿Entonces, qué? ¿No es igualmente evidente que la generosidad, la templanza, la mansedumbre van por una bajada? En estas contenemos nuestro espíritu para que no resbale, en aquellas lo animamos y lo azuzamos vigorosamente. Luego aplicaremos a la pobreza las que saben pelear, más valientes, a la riqueza, las más cuidadosas, que andan de puntillas y contienen su propio peso. Como esto se ha distribuido 8 así, prefiero poner en uso estas que hay que ejercer con más tranquilidad, a aquellas cuya práctica entraña sangre y sudor. Luego yo —dice el sabio— no vivo de otra forma que como hablo, sino que vosotros me oís de otra forma; el sonido tan solo de las palabras llega a vuestros oídos; no queréis saber qué significa».
«Entonces, ¿qué diferencia 26 hay entre tú, el sabio, y yo, el necio, si ambos queremos poseer?» Muchísima: pues las riquezas en casa del sabio están al servicio, en casa del necio, al mando; el sabio nada permite a las riquezas, a vosotros las riquezas, todo; vosotros, como si alguien os hubiera garantizado su posesión de por vida, os habituáis y apegáis a ellas, el sabio medita sobre la pobreza precisamente cuando está rodeado de riquezas. Nunca un general 2 se fía tanto de la paz que no se prepare para una guerra que, aunque no se emprenda, está declarada; a vosotros una hermosa casa, como si no pudiera arder ni derrumbarse, os vuelve presuntuosos, a vosotros los caudales, como si se zafaran de cualquier peligro y a vuestros ojos fueran demasiado grandes como para que la suerte tenga fuerzas suficientes para agotarlos, os dejan 3 estupefactos. Jugáis ociosos con las riquezas y no prevéis su peligro, tal como las más de las veces los bárbaros asediados y ajenos a las máquinas de guerra contemplan con pasividad el trabajo de los sitiadores y no entienden a qué viene aquello que a lo lejos están montando. Lo mismo os ocurre a vosotros: languidecéis entre vuestras pertenencias y no pensáis cuántos desastres las amenazan por todas partes, dispuestos a llevarse inmediatamente unos valiosos despojos. Quienquiera que arrebate las riquezas de un sabio le dejará todos sus bienes;[64] pues vive contento con los presentes, indiferente respecto a lo por venir.
«De nada —afirma aquel Socrates o algún otro en quien haya idéntica afición hacia los asuntos humanos e idéntica autoridad— me he convencido más que de no plegar la marcha de mi vida a vuestras opiniones. Juntad de todas partes vuestras habituales palabras: no voy a pensar que me insultáis, sino que lloriqueáis como niños desoladísimos». Esto os dirá aquel a quien le ha tocado en suerte la sabiduría, a quien su espíritu inasequible a los vicios le ordena regañar a los demás, no porque los odia, sino para su remedio. Añadirá a esto: «Vuestra opinión me inquieta no por mi causa sino por la vuestra, porque odiar a quienes claman[65] y mortificar a la virtud constituye una renuncia a la buena esperanza. No me hacéis ningún ultraje, pero tampoco a los dioses quienes derriban sus altares. Pero vuestra mala intención y mala voluntad son evidentes incluso allí donde no han podido hacer daño.[66] Vuestros 6 delirios los soporto exactamente igual que Júpiter Óptimo Máximo las tonterías de los poetas,[67] de los que uno le ha plantado alas, otro cuernos, otro lo ha representado adúltero y trasnochador, otro cruel con los dioses, otro injusto con los hombres, otro raptor de hombres libres y hasta de parientes, otro parricida y conquistador del reino de otro, su padre, además:[68] con esto no han logrado nada más que quitar a los hombres la vergüenza de obrar mal, si es que han llegado a creer en tales dioses. Pero, pese 7 a que eso no me afecta en absoluto, os advierto en interés vuestro: admirad la virtud, confiad en los que, tras haberla seguido mucho tiempo, claman que están siguiendo algo grande y que de día en día más grande se muestra, y veneradla a ella como a los dioses, y a sus adeptos como a los sacerdotes y, cada vez que surja una mención de los textos sagrados, guardad silencio religioso.[69] Esta palabra no procede, como cree la mayoría, de fauor, sino que impone silencio para que la ceremonia se pueda concluir según el rito, sin que la interrumpa ninguna palabra malintencionada; es mucho más necesario imponéroslo a vosotros para que, cada vez que se haga alguna revelación desde aquel oráculo, la escuchéis atentos y sofocando la voz. Cuando 8 uno, agitando el sistro, miente por mandato, cuando uno, diestro en sajarse las carnes, ensangrienta sus brazos y hombros teniendo en alto las manos, cuando una da alaridos mientras se arrastra de rodillas por la calle, y un viejo vestido de lino, que lleva un laurel y un candil en pleno día, grita que alguno de los dioses está airado,[70] acudís y escucháis y afirmáis, alimentándoos vuestro asombro unos a otros, que es un iluminado».
He aquí que 27 Sócrates, desde aquella cárcel que purificó al entrar en ella y transformó en más honrosa que cualquier curia, proclama: «¿Qué es esa rabia, qué esa actitud hostil a los dioses y a los hombres, difamar las virtudes y profanar con malignas palabras cosas sagradas? Si podéis, alabad a los buenos, si no, id a otra parte; y si os gusta practicar este abominable extravío, abalanzaos unos contra otros. En efecto, cuando deliráis contra el cielo no os digo “cometéis un sacrilegio”, sino “malgastáis vuestro 2 esfuerzo”. Yo he proporcionado hace tiempo a Aristófanes ocasión para sus burlas, todo el puñado de poetas cómicos ha derramado sobre mí sus gracias envenenadas:[71] mi virtud ha quedado patente gracias a los procedimientos mismos con los que la agredían; le interesa, pues, ser expuesta y comprobada, y nadie comprende qué grande es mejor que quienes han percibido su fuerza al mortificarla: la dureza del pedernal no es para nadie mejor 3 conocida que para quienes lo golpean. Me ofrezco como un peñasco aislado en una mar turbulenta que las olas, desde cualquier lugar en que se hayan removido, no dejan de azotar, y no por eso lo remueven de su sitio o lo desgastan con sus embates constantes, a lo largo de tantos siglos. Asaltadme, lanzad vuestro ataque: soportándolo os venceré. Todo lo que se abalanza contra lo que es resistente e invencible ejerce su fuerza para su propia desgracia: buscad, por tanto, alguna materia blanda y flexible, para que puedan clavarse vuestros dardos en ella.
»¿Es que, además, tenéis 4 tiempo para investigar los defectos de otros y hacer conjeturas sobre alguien: “¿Por qué razón este filósofo vive tan a sus anchas? ¿Por qué razón ese cena tan espléndidamente?” ¿Os fijáis en los granos de los demás, cubiertos como estáis de llagas? Esto es igual que si uno al que decora una sarna repugnante se ríe de las pecas y verrugas de unos cuerpos 5 hermosísimos. Echadle en cara a Platón que haya solicitado dinero, a Aristóteles que lo haya aceptado, a Demócrito que lo haya desdeñado, a Epicuro que lo haya gastado;[72] a mí mismo echadme en cara a Alcibíades y a Fedro,[73] vosotros, que seréis inmensamente dichosos cuando tengáis la suerte de poder imitar nuestros 6 defectos. ¿Por qué no más bien examináis vuestros males, que de todas partes os afligen, unos irrumpiendo desde fuera, otros ardiendo en vuestras mismas entrañas? Los asuntos humanos, aunque conozcáis mal vuestra situación, no son de tal clase que os sobre tanto ocio que tengáis tiempo de agitar la lengua en oprobio de los mejores.
»Esto vosotros no lo 28 entendéis y presentáis un aspecto impropio de vuestra suerte, como tantos cuya casa, mientras están sentados en el circo o en el teatro, está ya de luto y no les han notificado la desgracia. Yo, en cambio, oteando desde lo alto, veo qué borrascas os amenazan con reventar dentro de poco sus nubarrones, o cuáles, ya vecinas, se han aproximado bien cerca para arrebataros a vosotros y vuestros bienes. ¿Para qué más? ¿Acaso en este mismo momento, aunque no lo notáis casi, no sacude un torbellino vuestros espíritus y los envuelve mientras rehuyen y buscan lo mismo, y tan pronto alzándolos a lo alto, tan pronto arrojándolos a las profundidades ***?».[74]